EL ENVIADO
EN agosto, antes del convenio de Vergara, la Junta de Berga llamó al canónigo de Manresa don Ramón Soler y le quiso enviar al Real de don Carlos para que allí explicase lo que ocurría en Cataluña con el mando del conde de España.
El canónigo intentó internarse en Francia subrepticiamente, pero se le detuvo en la frontera, y como no supo explicar de una manera satisfactoria el motivo de su viaje, fue encerrado en el convento de la Merced, de Berga, y después trasladado al fuerte de Hort.
El conde de España, a pesar de su gran suspicacia, no receló en el canónigo Soler un enviado de la Junta.
A mediados de septiembre y con motivo del convenio de Vergara, el conde pensó en reunir la Junta de Berga en pleno y hacer una manifestación de adhesión a Carlos V y una protesta contra Maroto. Al mismo tiempo se enviaría un delegado a Francia para que expusiera estos sentimientos al pretendiente.
Los junteros aceptaron con júbilo la idea; pensaban matar dos pájaros de un tiro.
—¿Quién podría ser el comisionado? —preguntó España.
—El que Su Excelencia elija —contestó pérfidamente Torrabadella.
—Tendría que ser un paisano, una persona respetable.
—Don Antonio Espar quizá serviría —dijo un vocal.
—¿Quién es Espar? —preguntó el conde.
—Es un sacerdote que ha sido catedrático de Teología en el Seminario conciliar de Urgel; hombre sabio, virtuoso y de prestigio.
—¿Querrá ir a Francia?
—Se le preguntará. Yo creo que sí.
—Pues me parece bien que vaya él. Si hay alguno que se opone, que lo diga.
Nadie contestó y el conde llamó a don Antonio Espar y le explicó con muchos detalles la misión que iba a llevar a Francia. Los de la Junta hablaron anteriormente con Espar y le dieron instrucciones para desempeñar su doble misión. Si tenía la suerte de ver al rey en París, le manifestaría el infeliz estado en que se hallaba Cataluña y cómo la opinión general consideraba una necesidad urgentísima el separar del mando al conde de España.
La Junta entregó a Espar una exposición firmada por todos los vocales pidiendo claramente la deposición del conde, y le dio dinero en abundancia y le recomendó no escatimara gasto y obtuviera el relevo del general lo antes posible.
Las personas demandantes debían ser respetables en la opinión de don Carlos. En la exposición se pintaba como inminente el peligro de que se perdiese la causa en Cataluña por la arbitrariedad absurda del general, y no se proponía otro remedio que el relevo inmediato del conde.
Espar, hombre inteligente y hábil, con una mirada llena de agudeza y de suspicacia, tranquilizó a los junteros, que algunos dudaban del éxito de la gestión.
«Le veré al rey —dijo—, le expondré los deseos de ustedes y tengo la seguridad de que conseguiré inmediatamente la deposición del conde. En seguida que la haya conseguido les escribiré. Si puedo vendré yo mismo, y si no les avisaré».
Don Carlos era la ingratitud personificada. Cuando después del convenio de Vergara le refirieron con toda clase de detalles la muerte del general González Moreno en Urdax, dijo con una perfecta indiferencia:
—No lo extraño; tenía muchos enemigos. Y siguió jugando al tresillo.
Otra vez el pretendiente mandó hacer alto a sus fuerzas en una extensa llanura para oír misa con su mujer, y las tropas fueron atacadas por los liberales en aquel instante y murió mucha oficialidad, soldados y hasta dos brigadieres. Al dar cuenta de aquellas muertes a don Carlos, él dijo fríamente: «No han hecho más que su deber».
Respecto al conde de España, don Carlos y, sobre todo, su mujer, la princesa de Beira, tenían desde antiguo deseos de destituirle. Al parecer, las cartas dirigidas por el conde al Real eran impertinentes y, a veces, hablaba en ellas como si no le importara nada la causa carlista.
Don Carlos, con su egoísmo y su inteligencia torpe, accedió a la petición de Espar y dio una orden fechada en París el 18 de octubre de 1839, firmada por don Paulino Ramírez de la Piscina y dirigida a la Junta Superior Gubernativa del Principado de Cataluña. En la orden relevaba del mando y de la presidencia de la Junta de gobierno al teniente general conde de España, y nombraba para sucederle al mariscal de campo don José Segarra.
Espar, con el oficio en la cartera, marchó de París a Tolosa de Francia, y desde allí escribió a la Junta que lo más pronto posible pensaba ponerse en camino para el Valle de Andorra, y que si, en atención a las dificultades del tránsito, no llegaba pronto a Berga, podía estar segura la Junta de que la destitución del conde se hallaba expedida y firmada y, por lo tanto, se podía obrar rápidamente conforme lo exigiesen las circunstancias y apuros en que se hallasen para él mejor servicio del rey, el bien de la causa pública y la tranquilidad del país.