IV

UN CHIFLADO

OTRA de las personas que conoció Hugo en Oliana era un tipo raro, un maniático, de quien la gente se burlaba. Este hombre, de unos cincuenta años, flaco, esbelto, avellanado, con el pelo cano, con los ojos claros, la barba y el bigote rubio, la expresión entre alegre y burlona, se llamaba Apolinar Llopis. Don Apolinar pasaba por rico, tenía una hermosa casa en Oliana y otra en Orgañá; la gente del pueblo le decía don Polín, y en castellano y sin querer ofenderle le llamaban don Polino o don Pollino.

Don Polín vestía de una manera rara, con un gabán corto, de aire militar y una boina de ballestilla estilo Zumalacárregui. Llevaba un bastón grueso y nudoso e iba siempre con un perro. Don Polín hablaba de una manera violenta, con mucho fuego, como quien rasga, mirando al mismo tiempo de frente con sus ojos alucinados.

Don Polín era un sabio, un sabio a su modo. Don Polín había leído libros absurdos, y entre ellos el Apocalipsis, lo que sin duda le trastornó o contribuyó a trastornarle. Hacía unas combinaciones cabalísticas, sustituyendo unas letras por números y unos números por unas letras, y sacaba unas consecuencias absurdas y disparatadas. Todo esto servía para ponerle más loco.

Don Polín presumía de saber astrología y magia, de predecir el tiempo y de conocer los simples. Tenía un pequeño herbario. Él creía que las hierbas del campo, la serpentaria o el acónito, el beleño, la digital o la belladona no las conocía nadie, que constituían secretos suyos. Su herbario era como el libro de los siete sellos. Don Polín andaba por el campo con su bastón y con su perro, explorando la comarca.

Don Polino era indudablemente un perturbado, pero era feliz. Tenía una sensación agradable de su poder y de su fuerza. Cuando iba por el campo hacía molinetes con el bastón; se batía con enemigos invisibles aunque sabía muy bien que no existían.

Parecía un niño. Muchas veces se le ocurría salir a deshoras para llamar la atención, otras se divertía en hablar en camelo para burlarse de la gente.

Don Polino, cuando se fingía maniático, no podía sospechar que lo era; él creía que fingía, que inventaba una broma con la que se burlaba de los demás.

Con todas sus chifladuras era un hombre satisfecho y contento.

Don Polino enseñó a Hugo un trabajo genealógico; lo estaba terminando. Era una genealogía de Carlos V; empezaba sencillamente en Adán; seguía luego por unos cuantos reyes hebreos; luego por los de Troya, Escitia, reyes godos y llegaba a don Carlos. Después de tan magnífica y fantástica genealogía, venía la suya, que llegaba solamente hasta el tiempo de los primeros reyes godos, en donde un antepasado suyo, un Lupo fundaba la familia.

Cada antecesor suyo tenía una casilla y un número, y a todos los adornó con grandes virtudes. Así decía don Martín Llopis, número 39, se distinguió por su valor, por su patriotismo y por su honradez; doña Juana Pons, número 75, fue dechado de virtud, de modestia y de recato.

Según el autor de aquellas maravillosas genealogías, el destino de las dos familias era semejante; los Borbones legítimos triunfaba de la revolución; los Llopis, de sus enemigos consuetudinarios y de los latoneros. La antipatía del señor Llopis por los latoneros procedía de un pleito sostenido contra uno del pueblo por una obra hecha en su casa. La obra se hizo en el tejado y los latoneros explotaron al señor Llopis de mala manera. Los latoneros, según don Polino, estaban a la misma altura que los judíos, y entre unos y otros llevaban el país a la ruina.

Don Polino había inventado un sistema para la salvación de España; este sistema se llamaba sintético-­sinalagmático-­genealógico-­catastral. Por el sistema sintético-­sinalagmático-­genealógico-­catastral se conseguiría formar un Gobierno perfecto y armónico. Don Carlos se casaría con María Cristina; el hijo de don Carlos, con Isabel II; los palaciegos carlistas con las palaciegas cristinas, y así sucesivamente. El Gobierno sintético-­sinalagmático-­genealógico-­catastral no desperdiciaría nada; tendría como principales generales a Espartero y a Maroto, al conde de España y al barón de Meer, a Narváez y a Cabrera, y así estaría todo compensado.

El señor Llopis exponía con mucha dignidad sus puntos de vista. Ya sabía que le llamaban loco, pero él despreciaba a los ignorantes que así le motejaban. El señor Llopis, don Polino, era altivo, desdeñoso e independiente, buena persona y con un orgullo extraordinario, sobre todo si le trataban mal; ahora, si le escuchaban atentamente estaba dispuesto a cambiar sus ideas y hasta dar otro giro a sus teorías más fundamentales.

Con el sistema sintético-­sinalagmático-­genealógico-­catastral y la política eti-­estética-­monárquico-­tradicional se resolvían todos los problemas.

Se decía que el señor Llopis había ido a visitar al conde de España y que el conde le convidó a comer, celebró sus frases y prometió llevar su sistema a la práctica en cuanto pudiese.

Con aquel sistema suyo se podía resolver todo —le dijo don Polino a Hugo—. Primero el trono de don Carlos, después la fortuna de los Llopis, luego la guerra y, por último, expulsar del país a los judíos y a los latoneros.

El señor Llopis, cuando estuvo en el monasterio de Montserrat, había escrito en una pared esta frase: «¡Viva el sistema sintético-­sinalagmático-­genealógico-­catastral, y viva la Moreneta!».

Don Polino, a veces, se incomodaba y hablaba con voz agria, sobre todo cuando los jóvenes del pueblo le daban bromas crueles, de mal género. Decía que estaba ya harto de vivir entre gente que no le comprendía, gente que no era más que una recua de asnos de reata incapaces de vislumbrar las profundidades que encerraban sus teorías.