III

LAS ROQUETAS

LA masía de Oliana, propiedad de Mestres, se llamaba Las Roquetas. Estaba en pleno monte, en una ladera fértil; tenía una casa grande, de dos pisos, prolongada por una tapia; un huerto, con árboles frutales; un jardín, con rosales y enredaderas, y una campa libre, con espinos y zarzales.

La casa era espaciosa, con lagar, almazara, grandes bodegas, cuadras y establos. Había dentro un carromato, dos o tres tartanas, un caballo para montar y varias mulas.

Cuidaban la masía un capataz con su familia.

Susana, su madre y la niña, se instalaron en el piso principal, en cuartos próximos; Hugo, en el piso segundo, muy separado de ellas.

Las Roquetas, con su galería, su pozo, su corral, su jardín y su campo, era un sitio sano y hermoso.

En aquella masía había bastante agua y la vegetación se mostraba potente y salvaje; los rosales y las enredaderas crecían enormes, lo mismo que las madreselvas y los jazmines.

El colono de las Roquetas, viejo, grande y fuerte, el señor Antón, tenía ya más de sesenta años; la cara dura, de grandes planos; el cuello curtido, que parecía formado de cuerdas; las manos como de madera y los ojos grises.

La mujer del señor Antón, la Blasa, era de esos tipos de mujeres que nacen para vivir tiranizadas; tienen muchos hijos y trabajan como bestias de carga. El marido, indiferente y socarrón, la trataba en tirano; los hijos se preparaban a ser con ella tan tiranos como su padre.

El señor Antón trabajaba, fumaba y hablaba con sarcasmo de todo, porque no creía en nada divino ni humano; se mostraba en sus palabras cínico y malhumorado.

El señor Antón se dirigía, tanto a su mujer como a sus hijos, con un marcado desdén; para todos tenía una frase burlona o amarga.

Los hijos se parecían al padre y no se mostraban amables con nadie.

Poca gente de fuera aparecía en Las Roquetas; sus habitantes vivían completamente aislados.

Cerca de la masía había una casa pequeña y en ella un colono con su mujer y dos chicas. Una de ellas, la Vicenta, una chica morena, abultada, con un aire atractivo a pesar de su insignificancia, miraba coquetamente a todos los hombres y movía las caderas al andar de una manera provocativa al ir a la fuente. Según decían, el padre la pegaba frecuentes palizas.

La otra chica de la casa, de diez o doce años, con los ojos brillantes, correteaba como una cabra.

Solían también aparecer por Las Roquetas algunos pastores. Uno de ellos, jovencito, esbelto, moreno, tan salvaje y tan indiferente a todo lo que tuviera que ver con las ciudades, producía el asombro de Hugo. El señor Antón le hablaba y se reía al comprobar el desprecio del muchacho por las gentes que llevaban una vida civilizada.

Hugo solía ir a Oliana a charlar y a pasar el rato; conocía allí a un cura, delgado, huraño, a quien se le antojaba todo diabólico, perverso. Este cura encontraba acciones pecaminosas en lo más sencillo, en una palmada en la cara de un niño, en un saludo a una muchacha. Creía que tener flores era una estupidez, que los árboles no servían para nada y defendía la usura y la educación de los chicos a palos.

El barbero, a cuya tienda solía ir Hugo, persona de las más ilustradas del pueblo, leía los periódicos de Barcelona y de Madrid y se consideraba en la obligación de informar de cuanto pasaba a los parroquianos.

Hugo conoció en Oliana a gentes transhumantes a quien la guerra desplazaba, aventureros, vagabundos y buscavidas; uno de ellos era un francés que andaba de pueblo en pueblo arreglando relojes; el otro, un tipo medio ciego, con muchos costurones en la cara, calvo y burlón, que compraba libros y papeles antiguos.

Hugo, optimista por temperamento, tendía a ver en la vida lo bueno, no le perturbaba la imaginación ni la fantasía. Era sereno, valiente y tranquilo. No recordaba las ofensas, las olvidaba con una gran facilidad.

Hugo andaba con la niña de Susana como si fuera un chico; regaba las plantas; veía correr las lagartijas y las salamandras por las paredes; observaba los enjambres de avispas en el tejado, que formaban grandes panales y contemplaba las maniobras de los alguacilillos para cazar las moscas y después las de los pompilios para cazar a su vez a las arañas. Veía cómo los pompilios inmovilizaban a su presa y la metían viva en los agujeros de la pared para que sirviese de alimento a sus larvas.

Mestres notaba en los días que estuvo en Las Roquetas la amistad entre Hugo y la niña y sonreía.

Hugo iba a cazar a la Sierra del Conde, a Cambrils y a veces por el río de las Perlas o de Aliñá, bajaba hasta el Segre al Pont del Espí, uno de los tres de la comarca llamada de los Tres Ponts.

Iba también a los montes de Navens, a las Rocas de los Moros y a la Roca del Castell.

Cuando se marchó Mestres, la vieja, Susana y la niña, se arreglaron para vivir a su modo en la masía. Susana se acomodó en seguida a la vida del campo.

Susana, y esta era la constante preocupación de Hugo, había nacido para una vida más ligera y alegre, y la desgracia y el mal trato le impulsaron a convertirse en triste y adusta. Para Hugo, Susana debía vivir como una inglesa rica, no como una española pobre. Sobre todo, no debía sacrificarse por gentes que no valían la pena.

Ella había tomado como norma el reservarse todas las molestias y de dar todas las ventajas a los demás. Hugo protestaba de una práctica así y pensaba que en lo sucesivo debía llevar la contraria.

La madre de Susana se estaba poniendo peor. No mejoraba en Las Roquetas. La vieja se quejaba constantemente; se hacía también cada vez más avara. Robaba siempre algún dinero a su hija, y cuando reunía algunas pesetas compraba décimos de la lotería que traía un arriero que iba y venía a Solsona y a Manresa.

Hugo veía muchas veces la garra deformada de la vieja por el reuma, cómo se apoderaba de una moneda de dos cuartos y la escamoteaba debajo del mantón.

Así como la vieja iba empeorando, Catalina, la chica, mejoraba por momentos con la vida al aire libre. Se le quitaba el aire pálido de niña rubia y anémica; sus ojos azules y descoloridos iban tomando más expresión; una de las piernas, semi-paralítica, adquiría, por días, más fuerzas.

La niña, Kitty, prefería a Hugo a su mismo padre; el inglés era más cariñoso con ella, le hacía dibujos que luego iluminaba, recortaba y sostenía con un papel. Hugo tenía en su carácter mucho de infantil.

La niña le contaba cosas que oía a las criadas y le recitaba relaciones. Una de estas, muy conocida, empezaba con estos versos:

La mare de Déu

quan era xiqueta,

anava a costura,

a apendre de lletra,

ab con coixinet

i la cistelleta.

Hugo escuchaba con gran interés estas relaciones y muchas veces las apuntaba en su cuaderno de notas, lo que daba a la niña la impresión de que sus cuentos eran muy importantes.