II

LAS IDEAS DE MESTRES

LA benevolencia inusitada de Mestres con Hugo procedía principalmente de que Hugo le distraía, le divertía con sus opiniones y sus ideas. Experimentaba por él un sentimiento verdadero de amistad. Los amigos de la casa estaban un poco asombrados de aquella actitud de Mestres. La gente conocida le consideraba grave y serio, sin ver que no era grave y serio sino triste y melancólico.

La desolación interior de Mestres le había llevado a una idea francamente brutal.

«Quizá Hugo y Susana son dos personas nacidas para entenderse —se dijo—, que se entiendan, yo no seré obstáculo para ello».

Mestres pensaba que, a una mujer como la suya, inteligente, de carácter, no se le podía dominar. Dejarla. Si volvía al redil, mejor; si no volvía, que se fuera.

A Mestres se le veía con frecuencia con la cabeza o la barba apoyada en la mano, mirando la pared y pensando vagamente. Solía sufrir de dolores en el costado; le habían dicho que quizá fueran hepáticos. Él no se preocupaba mucho de ello; pero los dolores le daban un aire de melancolía.

El gesto de las comisuras de la boca se acentuaba en él a medida que se iba haciendo más triste.

Al exponer el proyecto de que Susana fuese a la masía, la Nemesia oyó con un asombro inmenso a su hermano decir que Hugo debía acompañar a su mujer, a su suegra y a la niña.

¿Qué pensaba aquel hombre para proponer esto? La Nemesia se quedó asombrada y llena de indignación. Se le ocurrieron mil cosas a cual más brutales y cínicas.

Mestres pensó mucho en el viaje de su mujer y de Hugo: rumió todas las posibilidades.

«En el caso de que se entendieran y se fueran los dos ¿qué hago yo?», se dijo.

Quizá lo mejor venderlo todo y marcharse a América, a un país nuevo; luego pensó que los ejes de la vida en los países nuevos serían los mismos, poco más o menos, que en los países viejos y tradicionales.

Para Mestres el pasado suyo era triste, ridículo; el presente, no valía nada; el porvenir no podía traer más que miseria y decadencia.

Susana quizá, inconscientemente, iba atrayendo cada vez más al inglés y Hugo, a pesar de su buen sentido, se sentía capaz de hacer toda clase de locuras por ella.

La Nemesia comprendía el entusiasmo de Susana por Hugo y le molestaba. Interrumpía sus diálogos, hacía observaciones impertinentes, que desbarataban al aire sentimental de la conversación entre Hugo y Susana.

Susana arreglaba el cuarto del inglés, le adornaba con flores o con plantas. Para ella era uno de los quehaceres agradables de la vida.

En el cuarto de Mestres había un pequeño altar y un retablo con la virgen del Carmen y las Ánimas entre grandes llamas. Los condenados con las caras terribles y furiosas, parecían gritar de dolor.

—Demasiada calefacción —indicaba Hugo.

—Todos estaremos ahí, con el tiempo —decía la Nemesia.

Hugo se reía y su risa parecía a las mujeres de la casa una manifestación de incredulidad diabólica.

Muchas veces Hugo y Susana tenían largas conversaciones.

—¿Por qué usted, que es la que más vale de la casa —preguntaba Hugo—, ha de vivir para los otros, pensando en los deseos y en las necesidades de los demás?

—¿Cómo voy a vivir?

—Si alguien tiene derecho a pensar más en sí misma es usted, porque es buena.

—¿Para qué quiere usted que no piense más que en mí misma? Eso sería una cosa fea.

Susana apoyaba su opinión con frases sentenciosas, alguna que otra en inglés, que recordaba de su padre.

—A mí no me parece bien que usted, que vale más que los demás se tenga que sacrificar por los otros —insistió Hugo—. Es trastornar las leyes naturales. La hija está bien; es lógico que se ocupe usted de ella, y de su madre, y de su marido; pero no de su cuñada, ni de sus sobrinos, ni las demás morralla. Eso es demasiado.

Como Hugo volvía sobre lo mismo, Susana, con coquetería inconsciente, le dijo que por qué se ocupaba tanto de ella.

—Porque le tengo cariño —contestó Hugo.

—No. No me diga usted eso.

—¿Por qué no? No se lo diré si no quiere usted; pero se lo tendré. Generalmente no lo digo. No sé por qué lo he dicho ahora. Yo, cuando quiero a una persona, no me gusta decírselo, me parece esto algo cínico y sin gracia; lo mismo me pasa si me quieren, me gusta sentir el afecto en los detalles y en los hechos; no en las palabras. Una de las cosas más bellas de la vida es callar. Por eso siento muy poco aprecio por los meridionales, que hablan demasiado.

Los sentimientos profundos, según Hugo, tenían la tendencia a sedimentarse en el fondo del alma y no a convertirse en palabras.

A Hugo le parecía uno de los signos de nobleza de raza el saber callar.

—La palabra es siempre algo cínico y vulgar —añadía él—. Los pueblos que aman las frases son pueblos mentirosos y fanfarrones.