V

LAS INQUIETUDES DEL CONDE

LA conjuración iba adelante; el conde de España, valiéndose de su policía, podía tener indicios de las trampas urdidas en Berga, pero no mostraba, al menos públicamente, el menor temor ni la menor sospecha. Un suceso singular ocurrido en aquella misma época, puso de relieve en él una confianza inexplicable o un disimulo igualmente extraño.

El coronel carlista Fontanillas, gobernador del fuerte de Hort, fue un día a buscarle al cuartel general de Caserras y le reveló todo cuanto se tramaba contra él.

El conde le escuchó con una glacial indiferencia, como si su vida no le interesara lo más mínimo, y no sólo despreció el aviso, al menos aparentemente, sino que castigó al que acababa de dárselo, quitándole el mando del fuerte y confinándole en una plaza abierta y sin defensa en la alta montaña y mandando no le abonasen paga ni raciones. Los motivos de su determinación no eran fáciles de adivinar.

Al verse Fontanillas tan cruelmente tratado por haber querido hacer un favor al general y expuesto a un mismo tiempo en la plaza a la que le envió el conde a un golpe de mano de las tropas de la Reina y a la venganza de la Junta, cuyas tramas había descubierto, abandonó el pueblo, atravesó la frontera y se refugió en Perpiñán.

A pesar de todo no dejó de conmoverse la confianza fingida o real del conde, pues poco a poco fue poniéndose triste y taciturno.

Desde que llegó a Berga la noticia del convenio de Vergara, el conde de España quedó preocupado e inquieto. En los momentos de melancolía se manifestaba decaído y sombrío y daba muestra de una gran suspicacia. Llegó a decir a sus ayudantes que en aquellas circunstancias no obedecería ninguna orden. Algunos afirmaron que añadió que no acataría ni aun las órdenes firmadas por Don Carlos.

Se decía que el conde recibía con frecuencia cartas alarmantes de Barcelona, de distintos puntos del Mediodía de Francia y de Inglaterra, aconsejándole dejase el mando y se marchase cuanto antes; si no, lo iban a matar. Tales avisos indudablemente influían en él.

Un día abandonó las operaciones militares y volviendo a Berga mandó llamar al brigadier Pérez Dávila, jefe de la primera división.

Pérez Dávila era buen oficial, hombre ordenancista, admirador del conde y hostil a toda novedad y fantasía; un poco escéptico y misántropo.

El conde le dijo: «Amigo Pérez Dávila, ha de saber usted que los clérigos de la Junta quieren hacerme la barba, pero yo tendré cuidado de que no lo consigan, y a este fin voy a tomar algunas precauciones. Elija usted un capitán de fidelidad probada y algunos soldados de confianza y mándemelos usted».

Pérez Dávila escogió al capitán de granaderos del sexto batallón, don Manuel Borrés, el cual, con los mejores soldados de su compañía, pasó a Berga y se presentó al conde. El capitán Borrés era alto, buen mozo, exacto en el cumplimiento de su deber. El conde le recibió muy bien y le dio una serie de instrucciones minuciosas respecto a la conducta que debía de seguir para velar por la conservación de su vida.

Durante algún tiempo el capitán, al frente de la escolta, acompañó al conde a todas partes. Cuando el conde asistía a la Junta, el capitán Borrés con sus soldados guardaba las avenidas y entraba en la sala de sesiones para cerciorarse de que allí estaba el general y que no le había pasado nada.

Precauciones parecidas se tomaban cuando el conde iba a misa, pero todo ello duró muy poco, gracias a la movilidad de espíritu del general. Una mañana, sin que precediese ningún motivo ostensible, el conde mandó llamar al capitán Borrés y le dijo muy secamente: «Es ridículo que me acompañe usted siempre con sus granaderos; yo no temo a nadie, puede usted retirarse con los soldados de su batallón».

Borrés obedeció sin replicar ni hacer observación alguna y el conde volvió a su escolta ordinaria de mozos de escuadra y de cosacos.

Hallándose el conde poco tiempo después con la división de vanguardia y el Estado Mayor en Prats de Llusanés, una persona de confianza le entregó una carta en la que se le decía que su muerte estaba resuelta. Aunque la carta era anónima, el conde creyó conocer la letra y llegó a sentir miedo.

Receloso de que atentaran contra su vida en aquel mismo momento, mandó llamar a los dos jefes de su escolta, inspeccionó por sí mismo el estado de las armas, montó a caballo y separándose de la división y del Estado Mayor, con sus mozos de escolta fue a la casa de campo llamada Vilata de Santa María de Marlés.

En toda aquella noche no durmió ni se desnudó, y examinó varias veces las armas de los mozos de la escolta para asegurarse de que se hallaban bien cargadas.

Al rayar el día montó a caballo y preso del mayor pánico se dirigió a Berga, donde permaneció cinco días en su casa sin recibir a nadie, diciendo que se encontraba enfermo.

Acaso pasó todo el tiempo en reflexionar acerca de su situación y en meditar contra sus enemigos alguna de aquellas sangrientas combinaciones con las que estaba tan familiarizado.

Así al menos lo pensaron todos los que le conocían bien, cuando vieron llegar a Berga el batallón número 7 Infante Don Sebastián, que se hallaba a las órdenes del comandante don Juan Gómez, batallón que sirvió de modelo para organizar y disciplinar todo el ejército de Cataluña, y que desde el comandante hasta el último soldado se componía de hombres tan adictos a su jefe, que hacía que se le llamase la guardia real del conde de España.

La llegada de este refuerzo a Berga llenó de espanto a los conjurados de la Junta, pero habían avanzado demasiado para poder retroceder, y por lo mismo, las medidas de prudencia del conde solo sirvieron para acelerar la catástrofe.

Pasado algún tiempo el conde se olvidó de sus apuros. El general seguía una correspondencia asidua con un banquero de Barcelona llamado Tintó, quien le hablaba con mucha claridad y desde el punto de vista de un comerciante avispado, de la política española. Escribía al mismo tiempo a Barcelona para asuntos de familia a un escribano, Llovet, y también correspondía con un médico inglés, un antiguo mayor del ejército de Lord Wellington, cuyo nombre callaba.

Hay una frase clásica sobre las dictaduras: «Pasan siempre pronto los poderes nuevos», ha dicho Esquilo.

Hay otra frase, que aunque no clásica, ha tomado proporciones de tal: «Quos vult perdere Jupiter dementat prius». (A los que Júpiter quiere perder los enloquece primero). La frase tiene su exactitud y su profundidad.

El conde de España debía comprender muy bien que aquella manera suya de mandar caprichosa y arbitraria no podía durar mucho; que cualquier día un movimiento inusitado daría al traste con su autoridad y su posición. Sin embargo, no lo comprendía, o si lo comprendía no cambiaba.

—¿Qué hacemos? —preguntaban algunos junteros en, las sesiones.

—Esperar —contestaba el señor Torrabadella—. La Junta no ignora que cualquier medida ostensible que se tome contra el conde será ineficaz e inútil, pues ni una orden formal de Don Carlos bastará para quitar al conde de España el mando del ejército carlista en estos días. La disciplina que ha establecido en las tropas es tal que le asegura una obediencia pasiva de los oficiales y soldados. Así que por ahora no hay más que esperar.

El conde contaba en Berga con el batallón número 7, que a la menor señal hubiera exterminado a todos cuantos se atreviesen a hacer la más ligera manifestación en contra suya.

Muy cerca de allí, en Caserras, se hallaba la primera división del brigadier Pérez Dávila, uña y carne del conde, y la división de vanguardia con la caballería bajo el mando del pintoresco matamoros coronel Camps, incondicional del conde, estaba igualmente a corta distancia de Berga.

La Junta tenía que recurrir a la astucia para vencer al enemigo o, por lo menos, para sujetarlo.