VIII

ENVIADO DE NUEVO A FRANCIA

POR aquellos días Aviraneta recibió una serie de anónimos amenazadores y de advertencias inquietantes. Le decían: «Tenga usted mucho cuidado. Se halla expuesto a mil asechanzas. Se urde algo contra su persona».

Una noche, al entrar en su casa, dos hombres, al parecer borrachos, se peleaban en la acera y se echaron encima de él. Aviraneta fue a separarse rápidamente y se dislocó un pie. Quizá aquel encontronazo fue casual, pero a don Eugenio le quedó la sospecha de una intención aviesa.

Aviraneta subió a su casa como pudo y llamó a un médico amigo, el doctor Araujo.

El doctor Araujo le cuidó y le recomendó una quietud absoluta. Aquella inmovilidad obligada y la excitación de su espíritu pusieron a Aviraneta verdaderamente enfermo.

Se hallaba convaleciente sin poder tenerse en pie cuando Arrazola se presentó en su habitación a saber el estado de su salud.

—La reina desearía que fuese de nuevo a Francia con una comisión parecida a la que ha desempeñado usted en su última estancia en Bayona —le dijo.

—Pues iré. ¿Ocurre algo nuevo?

—Nada. Se sabe que Cabrera ha pasado a Cataluña empujado por O’Donnell, y se teme que, unido a los carlistas del Principado, organice una larga resistencia que sea un obstáculo para la paz total.

Aviraneta estaba deseando salir de Madrid, y dijo al ministro:

—Partiré inmediatamente que pueda.

Pasaron ocho días y, sintiéndose ya mejor y capaz de viajar en diligencia, fijó el día de su marcha. Una noche, apoyado en un bastón y embozado en su capa, salió a ver a don Lorenzo y a recoger las credenciales de los ministros de Estado y de la Gobernación. Esperó en su despecho y el secretario le trajo dos Reales órdenes: una en la que Pérez de Castro mandaba a los cónsules y vicecónsules prestasen el apoyo personal a Aviraneta, y la otra de Calderón Collantes ordenando lo mismo a los jefes políticos y demás autoridades dependientes del Ministerio de la Gobernación.