EL EGOTISMO DE ESPARTERO
AVIRANETA se vio esta vez y otras más tarde perseguido por los esparteristas y por Espartero, y llegó a sentir un gran odio por el general, odio bastante recíproco. El duque de la Victoria, en sus conversaciones y en sus cartas, al hablar de Aviraneta le llamó siempre conspirador infame, intrigante y maquiavélico.
Aviraneta atribuía muchos de los errores y faltas del general Espartero a su egotismo y a su soberbia. Según Aviraneta, nunca el general había pensado en otra cosa más que en sí mismo y en su éxito.
Al levantar Espartero el sitio de Bilbao, operación en la cual no tenía al principio muchas esperanzas, comprendió que podía alcanzar un gran renombre: el de triunfador de los carlistas.
Espartero era de un egotismo monstruoso.
Desde que vislumbró la posibilidad de realizar obra tan importante, cambió de táctica. Antes seguía la marcha normal de los generales del tiempo, mostrándose valiente, arrojado, consiguiendo condecoraciones y cruces para él y para su mujer.
Desde el levantamiento del sitio de Bilbao, Espartero aspiró a más, se creció y tomó una actitud triunfante. Todos sus oficiales adquirieron por imitación una actitud parecida al jefe: se consideraron como pertenecientes a un cuerpo privilegiado. Eran jugadores, perdidos, liberales exaltados, románticos y melenudos. Se creían con más derechos que los demás.
Espartero dejaba hacer a sus lugartenientes, les daba absoluta libertad. Tenía entonces por superior a Córdova. Córdova le trataba bien, siempre con grandes extremos de amistad, pero le estorbaba. Espartero era poco sensible a efusiones amistosas.
Espartero comprendió que, dada la tendencia política del Ministerio y de Mendizábal, Córdova duraría poco en el mando y, efectivamente, a raíz del motín de La Granja, el general andaluz tuvo que dejar la dirección del Ejército de Navarra y de las Provincias Vascongadas.
Espartero veía claramente en el Norte el triunfo ruidoso de un caudillo liberal en la guerra. En el Norte, el Ejército carlista era más homogéneo, más disciplinado que en otras partes. Allí había la posibilidad de un éxito definitivo y completo. Este éxito debía ser para él.
Dimitido Córdova, Espartero, enfermo, fue a Logroño en una litera, y su suegro, sus amigos y su mujer, doña Jacinta Santa Cruz, trabajaron para su nombramiento de general en jefe. Muchos liberales abogaban por Oraá, general más experto, de más talento estratégico, mejor conocedor de Navarra y las Vascongadas; pero Espartero triunfó.
Ya en el puesto ambicionado, Espartero se propuso que nadie le hiciese sombra. Oraá, modesto, achacoso, poco inclinado a la política, fue enviado al Ejército del centro.
Lacy-Evans, en su calidad de inglés, con un sueldo cuádruple del que gozaban los generales españoles de su graduación, molestaba a Espartero.
Lacy-Evans ideó un plan de ataque contra los carlistas, en el cual tenían que intervenir: él, con su Legión Inglesa, desde San Sebastián; Sarsfield, desde Pamplona, y Espartero, desde Bilbao.
Lacy-Evans envió el plan a la aprobación del Gobierno por conducto de sir Jorge Villiers, embajador de Inglaterra, hombre muy influyente entre los liberales. Sarsfield lo aprobó, con algunas modificaciones. Espartero reservó su opinión.
Sarsfield fue durante años general del Ejército de Ultramar; peleó en la guerra de la Independencia y dirigió la campaña contra el carlismo en sus comienzos.
Sarsfield era de origen inglés. En tiempo de Riego intimó con don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, y, como él, tuvo siempre la indiferencia del soldado extranjero por el Gobierno del país que le pagaba y a quien servía.
Se sabía que Sarsfield, al principio de la guerra, estuvo a punto de tomar partido por don Carlos; si no lo hizo fue porque en vez de dirigirse a él el mismo pretendiente, le escribió el obispo de León, lo que el general consideró un agravio y una impertinencia. Antes Sarsfield habló con el infante don Sebastián y se pusieron de acuerdo.
Sarsfield, viejo misántropo en 1837, no tenía amistades en Pamplona más que con los carlistas y los curas. Se conocían sus ideas absolutistas y reaccionarias.
Los soldados liberales decían: «Sarsfiel, mucha hiel y poco fiel».
A Sarsfield se le consideraba un buen estratega, hombre culto y entendido. Las modificaciones indicadas por el viejo general en el proyecto de Lacy-Evans no se tuvieron en cuenta.
El embajador de Inglaterra pensó, sin duda, que un plan ideado por un general inglés y aprobado por otro de origen inglés, debía ser excelente, dada la superioridad natural que tienen los ingleses en todos los órdenes de las cosas.
A pesar de la excelencia del proyecto inglés, la tentativa fue un desastre, sobre todo para las tropas de Lacy-Evans, que quedaron diezmadas y derrotadas por el infante don Sebastián, que no era un águila de la guerra ni mucho menos, en la batalla de Oriamendi.
Espartero se encontró sin rivales; Oraá, en el centro; Lacy-Evans, desacreditado; Sarsfield, asesinado en Pamplona; Córdova, en desgracia. Pronto vio Espartero erguirse en frente un rival, y un rival muy serio: Narváez.
Narváez, entonces joven y arrogante, fue nombrado diputado a Cortes por varios distritos de Andalucía, y los andaluces propusieron después al Gobierno que el joven general organizara un Ejército de reserva para proteger Andalucía de las posibles correrías de los carlistas.
Muchos pensaron si la creación del ejército de Narváez estaría principalmente ideada para contrarrestar la influencia de Espartero, ya demasiado pesada para los Gobiernos.
Espartero vio muy pronto en la creación de aquel ejército de Narváez un peligro muy serio para sus ambiciones y la elevación de un rival temible.
Espartero, identificado con el Norte de España, se consideraba el caudillo del Ebro; Córdova y Narváez, como andaluces, daban más importancia al Sur de España y querían mandar en meridionales de una manera hiperbólica y pintoresca.
Espartero, intrigado y suspicaz, al saber que Narváez organizaba rápidamente la Reserva Andaluza, pidió con diplomacia que Narváez fuera al Norte. Narváez no quiso.
Narváez organizó su Reserva, y Espartero, al saberlo, exigió al ministro de la Guerra que aquella división operara en la Mancha, en donde no se advertía posibilidad de grandes éxitos.
En el Norte estaba él; en Aragón y en el centro, un nuevo general con sus fuerzas podía conseguir un éxito resonante contra Cabrera. Espartero empujó a Narváez a la Mancha, en donde la obra por realizar era importante, pero sin brillo.
Narváez se colocó en seguida en primera fila y consiguió atropelladamente, a la manera del jaque andaluz, lo que Espartero realizó con más lentitud y con más diplomacia. Pronto se vio que los dos caudillos se ponían frente a frente.
Ni Espartero ni Narváez tenían de antemano política definida. El uno se mostró blanco porque el otro se manifestaba negro. Narváez se reveló moderado porque Espartero apareció apoyado por los progresistas; Espartero fue progresista porque a su rival le aupaban los moderados.
Naturalmente y como era lógico entre militares, el moderado, es decir, el absolutista, fue con el tiempo más moderado y absolutista de verdad que el liberal liberal.
Espartero, en un manifiesto dirigido a la Reina, le decía: «Narváez se ha negado a aceptar un mando de su categoría en el Ejército del Norte; no ha parado hasta tener un mando independiente; aspira a la dictadura».
A pesar de los obstáculos puestos a su empresa, Narváez salió triunfante y tuvo un éxito formidable. Entonces Espartero juega la última carta y lleva al Ministerio de la Guerra a su amigo Alaix, enemigo acérrimo de Narváez desde el tiempo de la persecución contra Gómez para que haga de martillo contra el general andaluz, y Narváez renuncia a su puesto en la milicia.
En esto en Sevilla estalla un movimiento sedicioso, oscuro como todos los de la época, a favor de Córdova y de Narváez, que se encontraban allí de ex-profeso. Espartero inmediatamente se dirige a la Reina, denuncia el alzamiento, pide que los dos generales sean detenidos y procesados y los dos se escapan a Portugal.
Espartero conocía el espíritu de las provincias del Norte; sabía que el país, íntimamente carlista, resistiría mucho; que el acabar la guerra por la victoria definitiva de las armas liberales sería largo, difícil y ruinoso. Entonces pensó en la transacción.
Cuando se discutió la posibilidad de un convenio con el Ejército carlista, el general San Miguel, llevado por un doctrinarismo dogmático, dijo en el Congreso que todo arreglo debía considerarse imposible, porque no se trataba de una guerra de sucesión, sino de una guerra de principios. A primera vista y en teoría, la tesis parecía lógica; pero la vida tiene más importancia que las tesis, y desde el punto de vista vital la afirmación era absurda.
Los transaccionistas liberales, Aviraneta entre ellos, pensaban que el liberalismo, con el mando y el tiempo por delante, triunfaría a la larga. Lo que no calculaban quizá, era que el liberalismo no constituía en España un instinto popular, sino algo pegadizo y de aluvión.
Ya Espartero en auge, sin rivales y con la idea de la transacción, es el único. Ha pensado en la manera cierta de acabar la guerra, pero no quiere colaboradores ni ayudantes ni nadie que le haga sombra. Es el divo, es el galán a quien estorba el éxito, aunque sea insignificante, del de al lado. Ya se halla libre de grandes rivales militares: Córdova, Oraá, Sarsfield, Lacy-Evans, Narváez, han fracasado.
Ahora atacará a los pequeños, Muñagorri, el escribano de Berástegui, levanta su bandera de Paz y Fueros. Se acuerda que tome un fuerte a los carlistas para comenzar su campaña, pero Espartero se anticipa y se apodera del fuerte para deslucir la maniobra. Aviraneta intriga contra los carlistas, los divide, los engaña; Espartero intenta inutilizarle y sigue siendo hostil a los que toman mayor o menor parte en el convenio de Vergara.
Al final de la guerra, en Aragón y en Cataluña Espartero interviene para que nadie se luzca demasiado. O’Donnell ha batido a Cabrera, puede seguir batiéndolo; las tropas de Espartero deben cerrar el paso del Ebro, y en ese caso O’Donnell acorrala al caudillo tortosino y obtiene una gran victoria; pero, cosa extraña, las tropas de Espartero dejan sin guardar el paso de Mora, y se escapa por él Cabrera a Cataluña.
Al mismo tiempo Espartero sabe que el general carlista Segarra, de acuerdo con Valdés, piensa hacer en Cataluña un segundo convenio; pero a Espartero no le gusta que le imiten.
Al desguarnecer el Ebro y dejar que Cabrera pase libremente a Cataluña, Espartero consigue dos cosas: una el impedir que O’Donnell, ya teniente general y nombrado conde de Lucena, alcance un éxito resonante contra Cabrera; la otra, el impedir que el convenio en que trabajaba Segarra tuviera importancia.
Es el egotismo de Espartero el que priva. Todos los que no están con él, están contra él.
Don José Segundo Flores, el ex fraile autor de la Vida militar y política de Espartero, achacaba años después el egoísmo frenético a su biografiado en la intimidad, y solía decir: «Espartero es de los que quieren: “Primo mihi, secundo mihi, tertio mihi et semper mihi”». Así aseguraba el ex fraile en su latín de convento.
Don Baldomero era de un carácter vano, vidrioso, para todo cuanto fuera cuestiones de jerarquía y de dignidad propia; pero en otro orden de cosas se mostraba indiferente y apático. No tenía talento de organizador, se sentía perezoso, voluble, sin ideas propias. No le interesaba nada más que su persona.
En la guerra la mayoría de las dificultades había tenido que resolverlas, no con ciencia, ni con cálculo, ni con estrategia, sino por un momento de audacia y de valor. Esto le daba el carácter de un oficial valiente, pero no de un buen general.
En muchos asuntos de política, doña Jacinta Santa Cruz dirigía más que su marido, a quien no le interesaban de verdad más que las cuestiones referentes a su fama y a su historia militar.