EN EL HOTEL DEL BUEY CORONADO
CUANDO salieron de la casa del barón no había un alma en las calles de Bourges. Llegaron a la puerta del hotel. Aviraneta pretendió dar una propina al soldado, pero el asistente no la quiso tomar.
Llamaron a la puerta del Buey Coronado y apareció el mozo con un gorro blanco en la cabeza y aire estúpido y soñoliento. Sin el detalle de la falta de corona se le hubiese podido tomar por el auténtico Buey Coronado del hotel.
El mozo dio a don Eugenio la llave de su cuarto y una palmatoria con una vela encendida. Aviraneta comenzó a subir la escalera de piedra, desgastada, hasta el primer piso; luego la otra, de madera, vetusta y apolillada, hasta el segundo:
Aviraneta entró en su habitación y dejó la vela de sebo, humeante y mal oliente, sobre la cómoda e inspeccionó el cuarto.
No le ofrecía confianza. La puerta se abría para fuera y tenía un pestillo, cuya resistencia parecía tan pequeña que, con un empujón, podía saltar. Don Eugenio se decidió a no acostarse.
Tiró del cordón de la campanilla y apareció el criado, con su gorro blanco y su aire de mal humor.
—¿Está encendido el fuego en el salón? —le preguntó.
—Ahora se estará apagando.
—Eche usted leña y que no se apague, y ponga usted una buena luz. Tengo que escribir.
Aviraneta dio una moneda de cinco francos al mozo. El mozo abandonó su modorra de buey sin coronar para marchar rápidamente. Al poco rato volvió.
—Está todo preparado, señor —dijo.
Don Eugenio fue al salón, escribió largo rato, se tendió después al lado del fuego y se quedó dormido. Cuando se despertó era tarde, había dormido más de tres horas. El fuego estaba apagado, el quinqué de petróleo echaba humo y un tufo pestilente.
«Ya todo el mundo se habrá acostado, hasta los espías», se dijo don Eugenio.
Fue a su cuarto con la vela encendida. En el pasillo, las corrientes de aire, hacían oscilar la llama. Al entrar otra vez, el aire desolado de la habitación y la puerta que no se cerraba más que con el débil pestillo, le hizo mal efecto. No había tampoco el recurso de atrancar la puerta.
«¿Qué podría hacer?», pensó y echó una mirada en derredor del cuarto.
Las cortinas que cerraban el balcón tenían arriba una galería y unos cordones verdes para correrlas. Aviraneta subió a la mesa y quitó uno de los cordones, luego ató este por un extremo al pestillo de la puerta y por el otro al cordón de la campanilla hasta ponerlo tenso.
Si alguien abría la puerta, la campanilla sonaría. Hechos tales preparativos, se quitó las botas, dejó la pistola, cargada, en la mesilla de noche y se tendió vestido en la cama.
Tenía todavía sueño y durmió con intervalos hasta cerca de las seis. De pronto, le despertó una serie de campanillazos. Al primer momento no se dio cuenta de lo ocurrido; luego, recordó sus preparativos, saltó de la cama, cogió la pistola y se acercó a la puerta.
El que había intentado entrar rompió el pestillo, y luego, sin duda con el estrépito de los campanillazos, desistió de su empeño. Poco después se presentó el amo de la fonda, y Aviraneta le explicó enérgicamente lo ocurrido diciéndole que iba a avisar a la Policía.
El amo quedó un poco extrañado y perplejo: el pestillo roto no daba lugar a dudas.
—No comprendo quién pueda ser —murmuró confusamente debajo de su bigote—. En la casa hay algunos españoles, pero son gentes de buena conducta.
Aviraneta pidió el desayuno y lo tomó despacio. Un poco después de las siete llegó el asistente del barón de Tinan y le dijo que a la puerta esperaba el cabriolé con su cochero para llevarle a Saint-Florent.
Al montar don Eugenio el amo de la fonda hablaba de Aviraneta, sin duda, y de los extranjeros, y le llamaba sale espion, mientras el mozo del gorro blanco le saludaba inclinándose ceremoniosamente.