II

UN VIAJE

A mediados de septiembre, cuando Aviraneta leyó en los periódicos la llegada de don Carlos a Bourges y su instalación con su séquito, decidió ir a aquella ciudad a pasar uno o dos días, sin participárselo a nadie. Quería ver con sus propios ojos qué pasaba allá, la actitud de la familia del pretendiente en la proscripción.

Aviraneta tenía su pasaporte en regla a nombre de Dominique Etchegaray. Don Eugenio tomó la diligencia en Bayona dispuesto a ir de golpe y sin pararse hasta Bourges.

Desayunó en el hotel de Francia, de Bayona; comió en la Cruz de Oro, de Dax; cenó en el hotel de las Diligencias, de Mont de Marsan; pasó por Bazas, con su catedral y sus antiguos hoteles; tomó un refresco en la fonda de los Siete Hermanos Masones, de Burdeos; almorzó en Livourne, con su río ancho y claro, en el hotel de los Príncipes, y descansó un momento, comiendo o sin comer, en el Dragón Volante, de Perigueux; en el Águila de Plata de Limoges; en el hotel del Delfín de Chateauroux y en el del Castillo de Issoudun.

Aviraneta quiso insinuarse y entrar en conversación con el mayoral de la diligencia, hombre gordo, rojo e inyectado, de bigote blanco; pero el cochero no parecía aficionado a las confidencias. En vez de hablar cantaba continuamente entre dientes, canciones antiguas y monótonas del Berry, que iba alternando. Una de ellas era:

A la Saint Jean je m’accueillis

Je m’accueillis six francs tout ronds.

La besi la beson,

La beson dondon.

La otra, no más complicada, decía así:

Les filles ont passé.

O gue! O gue! O gue!

Les filles ont passé

O gue! Beaux chevaliers.

El viaje no le pareció a Aviraneta muy divertido ni muy extraordinario. Perigueux, con su ciudad vieja cerca del río y la nueva sobre una colina, no le gustó gran cosa; tampoco Limoges, con sus callejuelas estrechas y sucias.

Únicamente Chateauroux hacía un bonito efecto con su iglesia gótica a la luz de la luna.

Aviraneta fue en la imperial del coche fumando y sin hablar con nadie. En Argentón subió un tipo de comerciante o comisionista, que era de Bourges, y Aviraneta consiguió charlar con él de cosas indiferentes.

—¿Usted es español? —le preguntó el francés de pronto.

—Sí.

—¿Va usted a Bourges?

—Sí.

El comerciante no dijo más y supuso que Aviraneta sería un conspicuo carlista.

—¿Dónde se puede uno alojar en Bourges? —preguntó don Eugenio.

—Hay muchos hoteles —contestó el comerciante—. La mayoría van al hotel del Buey Coronado. Si allí no hay alojamiento yo conozco un buen cuarto que se alquila en la calle de la Mujer que pare (la Rue de la femme qui accouche).

Aviraneta preguntó qué se decía en el pueblo de don Carlos; el comerciante grueso estuvo muy prudente en sus explicaciones. Los republicanos y los lectores del Diario del Cher, decían que había que expulsar a don Carlos de Bourges; en cambio, los legitimistas de la Gaceta de Berry le defendían a capa y espada.

—¿Y usted cree que le echarán? —preguntó Aviraneta.

—No; es un huésped de la Francia y un Borbón. ¿Por qué le van a echar?

—¿Y está bien alojado?

—Sí; está en el hotel Panette.

—No conozco Bourges.

—¡Ah! ¿No conoce usted Bourges? Pues el hotel Panette es un hotel particular, grande, viejo y cómodo.

En Issoudun, antes de llegar a Bourges, el señor grueso bajó del coche.

La diligencia siguió adelante y se fue acercando a la capital del Cher. En la llanura, cubierta de praderas y de huertas, se veía a lo lejos el caserío de Bourges alrededor de las torres de la catedral.

Aviraneta llegó a Bourges y fue a parar al hotel del Buey Coronado.

El hotel le pareció de primera intención bastante sórdido y sucio. La escalera, hasta el primer piso, ancha y de piedra blanca, adornada y decorativa se estrechaba del primero al segundo, en cuyo tramo no podían subir dos personas al mismo tiempo.

El segundo piso, donde alojaron a don Eugenio, tenía un pasillo angosto y tortuoso, que contorneaba un patio, y varias puertas, unas verdaderas y otras simuladas con claraboyas redondas encima.

No daba aquel hotel una impresión muy tranquilizadora. Además de sucio, parecía un lugar muy propicio para preparar una emboscada.

El cuarto que le destinaron a don Eugenio era miserable. El papel recompuesto, con manchas de chinches aplastadas; la cama de madera, apolillada, poco limpia y crujiente; una mesilla de noche, remendada; un armario, una cómoda, todo sin llave; una especie de facistol; dos sillones polvorientos, con los muelles rotos; dos o tres sillas de diferentes tamaños y aspectos, y una mesa para escribir.

El fondista, además de insolente y desdeñoso, se reía, debajo de su bigote frondoso, de las reclamaciones de los huéspedes; como si los albergara por favor y de balde. Ofrecía aquel hotel el aspecto de la miseria sórdida de los franceses, que es distinta de la miseria sucia de los italianos y de la miseria áspera y absoluta de los españoles, que es casi una negación metafísica.

Aviraneta salió a la calle. Hacía mal tiempo, las calles desiertas y mal empedradas estaban llenas de barro.

Aviraneta encontró un café pequeño en la calle del Medio (rue Moyenne), el café de la Bola de Oro. Llamó al mozo, le pidió un refresco, le dio buena propina y, como vio en el mozo predisposición para las confidencias, le hizo hablar.

El mozo parecía liberal y se despachó a su gusto.

—Don Carlos y su séquito están en el hotel Panette —dijo—. Se asegura que el prefecto tiene órdenes de dejarle salir de casa y de pasearse por los alrededores. El clero de la catedral le ha recibido como a un rey y todos los legitimistas le dan, cuando van a visitarle, el título de majestad. Ya ve usted.

—¿Y el prefecto?

—El prefecto es un aristócrata, un reaccionario disfrazado. El conde de Lapparent se ha vestido de gran uniforme para recibir a don Carlos.

—¿Y no lo vigilan?

—¿El gobierno francés? No creo. Los que sí le guardan son los carlistas españoles y los legitimistas franceses.

—¿Cree usted?

—Lo sabe todo el mundo.

—Así que, si quiere, se escapa.

—Cuando le dé la gana.

—¿Pero vendría vigilado hasta Bourges?

—Sí; traía soldados de escolta y un acompañante, el barón de Tinan, que han dicho que es el edecán del general Soult.

—¿Y está cerca de aquí el hotel Panette? —preguntó Aviraneta.

—Ahí mismo; siguiendo esta calle encontrará usted la de la Trapería Vieja (la Vieille Friperie) y después la calle del Peral Viejo (Vieux Poirier). En la calle del Peral Viejo está el hotel Panette.

Aviraneta salió del café de la Bola de Oro y dio pronto con la calle del Peral Viejo y con el hotel Panette; pero no quiso pararse a contemplarlo para no llamar la atención y siguió adelante.

Llegó al cuartel de infantería, y a un oficial que estaba a la puerta de guardia le preguntó si podría decirle las señas de la casa del barón de Tinan.

—El barón va al Café Militar, que está próximo a la plaza del Arsenal, donde se le conoce —contestó el oficial—. Sé que vive cerca, pero no sé sus señas.

El Café Militar se encontraba, cuando entró Aviraneta, muy animado; algunos señores viejos leían periódicos de París, y un gran número de oficiales de artillería, elegantes, jugaban a las cartas y al ajedrez. De una puerta llegaba el ruido de las bolas de billar.

Aviraneta se sentó en el café, pidió al mozo los periódicos de la localidad y luego le preguntó por el barón de Tinan.

—El barón de Tinan acaba de salir ahora mismo —le contestó el mozo—; vive en un hotel de la rue d’Auron.

Aviraneta escribió una esquela al barón. Le decía:

Distinguido señor:

He conocido a su padre en Madrid en 1813. Me gustaría hablar con usted un momento. Si puede ser, avíseme usted al hotel del Buey Coronado, donde me encuentro a nombre de Domingo Etchegaray.