En el tren de regreso, Maxine debe de haberse quedado dormida. Sueña que todavía va en el ZiL. El paisaje tras las ventanillas se ha helado hasta parecer un profundo invierno ruso, los campos nevados bajo una tajada de luna, una iluminación de los tiempos en que se viajaba en trineo. Una aldea anegada de nieve, la aguja de una iglesia, una gasolinera cerrada por la noche. Un fundido a imágenes de los hermanos Karamazov, el doctor Zhivago y otros, recorriendo distancias invernales como ésta, sin roces ni contratiempos, a toda velocidad, y de repente puedes hacer más de un recado por viaje, un avance en tecnología romántica. En algún punto entre el lago Heatsink y Albany, a lo largo de los oscuros yermos, un convoy de varios SUV negros que sólo llevan encendidos los faros antiniebla, de camino a una intercepción. Maxine cae en un bucle sin salida, al emerger del sueño, éste se convierte en una hoja de cálculo que no entiende. Se despierta cerca de Spuyten Duyvil ante la cara dormida de Tallis, más cerca de la suya de lo que sería esperable, como si en algún momento durante el sueño hubieran estado todavía más pegadas.
Entran en Grand Central a eso de la una de la madrugada, hambrientas.
—Supongo que el Oyster Bar estará cerrado.
—A lo mejor el apartamento ya es un lugar seguro —comenta Tallis, sin creérselo ni ella—, vamos, encontraremos algo.
De hecho, lo que encuentran es una buena razón para volver a marcharse. En cuanto salen del ascensor oyen música de una película de Elvis. «Oh-oh», Tallis busca las llaves. Antes de que le dé tiempo a encontrarlas, la puerta se abre de golpe y una presencia no muy imponente desata las emociones. Detrás de él, en una pantalla, Shelley Fabares baila sosteniendo un rótulo en el que se lee I’M EVIL.
—¿Qué es esto? —Maxine bien sabe lo que es: le ha perseguido por medio Manhattan no hace tanto.
—Es Chazz, que se supone que ni siquiera debería conocer la existencia de este piso.
—El amor siempre encuentra el camino —responde Chazz, tonteando.
—Has venido porque rompimos la cámara espía.
—¿Estás de broma?, odio esas cosas, cariño, si lo hubiera sabido la habría roto yo mismo.
—Vete, Chazz, dile a tu chulo que se acabó.
—Por favor, concédeme sólo un minuto, bomboncito, confieso que al principio todo fue exclusivamente por negocios, pero…
—No me llames «bomboncito».
—¡Sacarina de mi vida! Te lo estoy suplicando.
Ah, qué pedazo, más bien mediano, de bobo. Tallis entra en la cocina negando con la cabeza.
—Hola, Chazz —Maxine saluda con la mano como si estuviera lejos—, encantada de conocerte por fin, he leído tus antecedentes, un material fascinante, dime, ¿cómo acaba en el negocio de la fibra óptica un tipo que forma parte del Club de las Estrellas del Título 18?
—Todo eso no son más que errores del pasado, señora, intente mirar más allá en lugar de juzgarme, tal vez descubrirá un patrón.
—Veamos: una buena formación en ventas.
Asintiendo afablemente:
—Uno intenta entrarles cuando están demasiado desorientados para pensar. El año pasado, cuando reventó la burbuja tecnológica, Darklinear empezó a contratar a lo grande. Hacía que un hombre se sintiera un elegido en el draft de las ligas profesionales.
—Al mismo tiempo, Chazz —Tallis, recuperando por un instante el papel de víctima, mete cervezas, salsas y snacks en bolsas—, mi futuro ex marido no le pagaba tanto dinero a tu jefe sólo para mantenerme un poco entretenida.
—Él en realidad sólo compra fibra, nada más, se dedica exclusivamente a la banda ancha, paga buenos dólares, intenta pillar tantos kilómetros de cable como puede, en fábricas, instalaciones, al principio sólo en el noreste, ahora en cualquier punto de Estados Unidos…
—Generosos honorarios de consultoría —imagina Maxine.
—Ahí lo tiene. Y también es legal, puede que incluso más que parte del material… —pausa para reducir la velocidad.
—Oh, sigue, Chazz, nunca te cortaste al exhibir el desprecio que sentías por mí, por Gabe, por el negocio en general.
—A lo que es real y a lo que no lo es, a eso me refería siempre, sacarina mía; yo sólo soy un tipo que se encarga de la logística y la infraestructura. La fibra es real, tiras de ella por un conducto, la cuelgas, la entierras y la empalmas. Pesa un poco. Tu marido es rico, puede que incluso listo, pero es como todos vosotros, vive en un sueño, ahí arriba, entre las nubes, flotando en la burbuja, si crees que todo eso es real, piénsatelo dos veces. Va a mantenerse ahí sólo en tanto haya corriente y esté encendido. ¿Qué pasa cuando la red eléctrica se apaga? Se acaba la gasolina del generador y derriban los satélites, bombardean los centros operativos, y todos estáis de vuelta en el planeta Tierra. Toda esa cháchara vacía, toda esa mierda de música, todos esos enlaces se caen, se caen y desaparecen.
Maxine se imagina por un momento a Misha y a Grisha, surfistas de una extraña costa atlántica, esperando con sus tablas en la lejanía, en medio del océano invernal, a oscuras, a que llegue la ola que nadie, aparte de Chazz y puede que un par más, ve venir.
Chazz alarga la mano para picar unos jalapeños, y Tallis aparta la bolsa.
—Ya no hay para ti. Así que buenas noches, y ve a contarle a Gabe lo que quieras.
—No puedo porque he dejado de trabajar para él. Ya no voy a ser el payaso de su rodeo.
—Suena bien, Chazz. Así que ahora estás aquí porque quieres, por mí, ¡qué encanto!, ¿no?
—Por ti y por lo que me estaba haciendo a mí. Empezaba a sentir que el tipo me estaba consumiendo, chupándome las fuerzas.
—Qué curioso, eso era lo que mi madre decía siempre de él.
—Sé que tu madre y tú no os habéis llevado muy bien, pero deberías encontrar el modo de solucionarlo, Tallis.
—Perdona, son las dos de la madrugada, aún falta un buen rato para que empiecen las tertulias de los programas matinales de la tele.
—Tu madre es la persona más importante en tu vida. Es la única que sabe machacar las patatas para el puré exactamente como tú las necesitas. La única que te comprendió cuando empezaste a salir con gente que ella no soportaba. La que mentía sobre tu edad cuando ibais a los multicines para que pudierais ver juntas aquellas películas gore para adolescentes. Pronto se habrá ido para siempre, aprovéchala mientras puedas.
Y sale por la puerta. Maxine y Tallis se quedan mirándose. El Rey sigue cantando.
—Iba a aconsejarte «déjalo plantado» —Maxine reflexiva— mientras te zarandeaba para espabilarte…, pero, visto lo visto, creo que me conformaré con el zarandeo.
Horst echa una cabezada en el sofá delante de The Anton Chekhov Story, protagonizada por Edward Norton, con Peter Sarsgaard en el papel de Stanislavski. Maxine intenta ir hasta la cocina de puntillas, pero Horst, que no es casero y está sintonizado a los ritmos de motel incluso cuando duerme, se despierta de golpe.
—Maxi, ¿qué coño…?
—Lo siento, no quería…
—¿Dónde has estado toda la noche?
Maxine todavía no ha perdido lo bastante la conciencia para responder literalmente.
—Por ahí con Tallis, ella y el idiota se han separado, tiene un nuevo piso, se alegró de que alguien le hiciera compañía.
—Ya. Y todavía no le han puesto teléfono. ¿Y qué le pasa a tu móvil? Umm…, no me lo digas, ¿se le acabó la batería?
—Horst, ¿qué pasa?
—¿Quién es, Maxi?, prefiero saberlo ahora que más tarde.
¡Aggh! ¿Es posible que anoche el vircator del maletero del ZiL se pusiera en marcha por accidente y le alcanzara alguna pulsación secundaria del aparato que todavía no se haya apagado? Porque de repente se encuentra declarando, con todos los motivos para creerse que es verdad:
—No hay nadie más que tú, Horst. Cabronazo, discapacitado emocional. Ni lo habrá nunca.
Un diminuto receptor Horstical no bloqueado del todo es capaz de entender el sentido del mensaje, así que no adopta el papel de una versión del Medio Oeste de Ricky Ricardo, sino que se limita a agarrarse la cabeza en su familiar gesto de tiro libre y empieza a aguar un poco la queja.
—Bueno, he llamado a hospitales. He llamado a la policía, a canales de televisión, a empresas de fianzas, y luego empecé a tirar de tu Rolodex. ¿Para qué tienes el número de casa del Tío Dizzy?
—Nos llamamos de vez en cuando, él se cree que soy su oficial de libertad condicional.
—¿Y… y quién es ese tipo italiano con el que vas a antros de karaoke?
—Fui una vez, Horst, en una salida de grupo, nada que tenga pensado repetir muy pronto.
—¡Ah! No muy «pronto», pero sí alguna vez, ¿verdad? Yo me quedaré apoltronado en casa, comiendo demasiado para compensar el disgusto, y tú andarás por ahí, subida al feliz escenario, vestida de rojo, Can’t Smile Without You, duetos exhibicionistas, instructores de gimnasio del otro lado de algún puente o túnel…
Maxine se quita el abrigo y la bufanda y decide quedarse un par de minutos.
—Horst, cariño, alguna noche nos acercamos a Koreatown y lo hacemos, ¿vale? Buscaré un vestido rojo en alguna parte. ¿Sabes cantar armonías?
—¿Eh? —Desconcertado por la pregunta, como si todo el mundo supiera—. Claro. Desde que era niño. No me dejaron entrar en la iglesia hasta que aprendí. —Nota para Maxine: añade una entrada más a la lista de cosas que no sabes de este hombre…
Han debido de quedarse adormilados un momento en el sofá. De repente amanece. El Diario de Referencia cae al suelo al otro lado de la puerta trasera. El cachorro de Terranova de la planta 12 se lanza a interpretar el blues de la angustia de la separación. Los chicos emprenden sus excursiones diarias de ida y vuelta a la nevera. Al ver a sus padres en el sofá, se ponen a cantar una versión hip-hop del clásico de Peaches & Herb Reunited and It Feels So Good. Ziggy declama la letra acaramelada y sentimental con la voz de negro más ronca que puede encontrar a esa hora, mientras Otis se ocupa del golpeteo rítmico.
El recuerdo latente de Lester Traipse, como Maxine acabará llamándolo, apenas llega a las noticias locales del norte del estado, y olvídate de una cobertura canadiense o de los medios nacionales, antes de caer del todo en el olvido. No sobrevivirán cintas ni notas. Del mismo modo, Misha y Grisha también desaparecen del registro de los sucesos actuales. Igor deja caer que podrían haber sido redestinados a casa, incluso, una vez más, dentro de la zona, a alguna instalación numerada del Lejano Este. Como los avistamientos de ovnis, los sucesos de aquella noche van quedando circunscritos al reino de la fe. Los parroquianos de las tabernas de las colinas testificarán que esa noche, en un radio desconocido de las Adirondack, todas las pantallas de los televisores se quedaron apocalípticamente en negro: crisis en los terceros actos de las películas, chicas semifamosas con diminutos atuendos y tacones de aguja renqueando penosamente por el último espectáculo que se le ha ocurrido a alguien, resúmenes deportivos, infocomerciales de aparatos milagrosos y hierbas que devuelven la juventud, reposiciones de telecomedias de tiempos más esperanzados, todas las formas de realidad en las que la unidad básica es el píxel…; todo eso cayó sin un suspiro en una madrugada congelada. Tal vez se trató tan sólo del fallo de un repetidor en las colinas, pero también pudo ser que el mundo entero fuera reiniciado, durante ese breve ciclo, al ritmo lento del redoble de la prehistoria iroquesa.
Avi Deschler vuelve a casa del trabajo de muy buen ánimo.
—¿El servidor del norte? Nada de lo que preocuparse, lo pasamos todo al que hay en Laponia. Pero tengo una noticia todavía mejor —con esperanza—, y es que me parece que van a despedirme.
Brooke se mira la barriga como un geógrafo miraría un globo del mundo.
—Pero…
—Eh…, espera a oír el acuerdo de indemnización.
—Cuidado con los términos «finiquito aumentado» —le advierte Maxine—, implican que no puedes demandarlos.
Gabriel Ice guarda silencio, lo que tampoco es demasiado raro. Maxine espera que al menos esté distraído.
—Así que Tallis debería sentirse un poco más a salvo —intenta tranquilizar a March—. Tu hija es una buena chica, no la imbécil que parece a primera vista.
—Es mejor persona de lo que yo creía —comentario que resulta bastante sorprendente, porque Maxine había asumido que March no sabía lo que era el arrepentimiento—. Demasiado buena para la penosa progenitora que he sido. Me acuerdo de cuando eran pequeños y todavía me cogían de la mano por la calle. Yo tiraba de ellos, a mi paso, y no les quedaba otra que correr para mantenerse a mi altura, ¿tanta prisa tenía yo por llegar a ninguna parte que ni siquiera po día andar con mis hijos? —A punto de perderse en un acto de contrición.
—Algún día habrá una prueba olímpica para progenitores lamentables, en el que participará toda la familia judía, el mishpochatón, ya veremos entonces si siquiera te clasificas; mientras tanto, quítate esa expresión de santa de la cara, sabes que has hecho cosas peores.
—Mucho peores. Luego me negué a pensar sobre el tema durante años. Y ahora es como que no sé ni por dónde…
—Lo que quieres es verla. Mira, sólo estás nerviosa, March, ¿por qué no venís las dos a mi casa?, es un rincón neutral, tomaremos café, pediré comida —al final, del Zippy’s Appetizing de la calle Setenta y Dos, donde uno todavía puede encontrar, por ejemplo, rollo de ternera con un relleno desbordante y sándwich de hígado de pollo con aliño ruso sobre un rollo de cebolla, una rareza en esta ciudad desde bien entrado el siglo pasado; Tallis hace un zoom inmediato sobre el párrafo que se le dedica en el menú de comida para llevar.
—¿De verdad te comerías eso? —March, pese a una mirada de aviso de Maxine.
—No, mamá, pensaba quedarme sentada mirándolo un rato, ¿eso te parecería mejor?
March piensa rápido:
—Lo digo porque si pedías uno…, a lo mejor podría probar un bocado. Sólo si te sobra, claro.
—¿Cuánto tiempo hace que eres judía? —Maxine por una comisura de los labios.
—¿De dónde crees que proceden mis costumbres alimentarias? —Tallis con el gesto pasivo-agresivo de la uña.
—Con la comida que habéis pedido, iré a la puerta y me encontraré a una cuadrilla de chicos de reparto cargando con sacos…
—Dos. Es posible. Y sólo por esta vez.
—Obesidad, problemas cardiacos, tra-la-lá, a quién le importa, siempre que sea en cantidad, ¿eh, mamá?
La insinuación tal vez requiera una intervención sutil.
—Chicas —Maxine anuncia—, la cuenta la dividimos, ¿vale? Antes de que la traigan, a lo mejor podríamos… March, tú has pedido el Sunrise Special con doble de ternera, beicon y salchichas, además de los latkes y la salsa de manzana, y el acompañamiento extra de latkes y…
—Eso es mío —dice Tallis.
—Vale, tú tienes el rollo de ternera…, la ensalada de patata en el sándwich son otros cincuenta centavos…
—Pero tú has pedido pepinillos extras, así que considéralo una compensación… —La cosa va degenerando, como Maxine esperaba que pasara, en el viejo ejercicio teórico de contables comiendo, no quiera Dios que haya dinero de verdad o una mesa auténtica de por medio, un ejercicio que, aunque consume energía útil para cualquier otra cosa, todavía sirve de algo si contribuye a que todo el mundo siga anclado, de algún modo, a la realidad. El inconveniente, lo reconoce, es que ninguna de estas dos está por la labor de no utilizar esta comida estratégicamente, intentando crear la suficiente angustia para disminuir o acabar con el apetito de alguien, que más vale que no sea el de Maxine, pues espera el Combinado Saludable de Pavo y Pastrami, cuya referencia en el menú promete brotes de alfalfa, champiñones Portobello, aguacates, mayonesa baja en grasas, y más, en forma de adiciones redentoras. Su pedido ha generado miradas de asco en las otras dos, así que bien, muy bien, al menos coinciden en algo, es un primer paso.
Las matemáticas competitivas, los errores reales y tácticos, el decidir la propina y cómo repartir el IVA se alargan hasta que Rigoberto llama por el interfono. Resulta que sólo viene un repartidor, pero parece traer la comida por el pasillo en una especie de carrito.
Al momento, la superficie entera de la mesa del comedor está cubierta de envases, latas de refrescos, papel de cera, envoltorios de plástico, sándwiches y extras, y todo el mundo zampa con ganas, sin preocuparse de adónde, además de dentro de las bocas, va a parar todo. Maxine se toma un breve respiro para observar a March.
—¿Qué ha pasado con la «corruptora invención de…» lo que quiera que fuese?
—Yaycchhh guaahhihuccihhnggg —asiente March quitándole la tapa a un recipiente de ensalada de col.
Cuando ve que empiezan a atiborrarse un poco más despacio, Maxine piensa en cómo sacar el tema del joven Kennedy Ice, pero la madre y la abuela se le adelantan. Según Tallis, su marido está persiguiendo la custodia.
—OH, NO —estalla March—, de ningún modo, ¿quién es tu abogado?
—Glick Mountainson.
—Su bufete me sacó de un lío cuando me acusaron de difamación una vez. Saben pelear sucio, básicamente. ¿Cómo pinta hasta ahora?
—Dicen que el punto positivo es que no busco el dinero.
—Es que, esto…, ¿no te interesa el dinero? —Maxine, más curiosa que asombrada.
—No tanto como a mis abogados, que cobran por resultados. Lo siento, pero lo único en lo que puedo pensar es en Kennedy.
—No me pidas perdón a mí —dice March.
—Pues, en realidad, debería, mamá…, manteneros apartados de él todo este tiempo…
—Bueno, confesión total: en realidad nos vemos a escondidas un par de minutos siempre que podemos.
—Oh, me lo había contado. Tenía miedo de que me enfadara.
—¿Y no te enfadaste?
—Era problema de Gabe, no mío. Así que guardamos el secreto.
—Claro. De nada serviría provocar la ira patriarcal. —Maxine, viendo cómo se va formando la siguiente, aunque no siempre útil, frase de «nos pisotean como a idiotas», coge preventivamente un pepinillo que de algún modo ha pasado inadvertido hasta ese momento y se lo mete a March en la boca.
Y así pasa la comida y cae la tarde, y llega un anochecer tan luminoso que parece que hayan adelantado ya la hora, demasiado brillante para el invierno en el que la mayoría de los neoyorquinos todavía cree que vive. Maxine, Tallis y March pasan a la cocina, luego salen a la calle, bajo un alumbrado que se intensifica lentamente, camino de casa de March.
En un momento dado, Maxine se acuerda de llamar a Horst:
—Esta noche es una reunión sólo de chicas, dicho sea de paso.
—¿He dicho yo algo?
—Muy bien, vamos mejorando. También es posible que necesite el Impala.
—¿Vas a llevarlo fuera del estado, por un casual?
—¿Es que hay algún problema, no sé, federal?
—Estaba haciendo un cálculo de riesgos, nada más.
—Puede que no lleguemos a tanto, sólo era una pregunta.
Tallis se asoma por la ventana y mira a la calle.
—Mierda, es Gabe.
Maxine ve una larga limusina blanca como la nieve que se detiene delante del edificio.
—Me suena, pero ¿cómo sabes que es…? —Entonces ve las bien conocidas diagonales del logo de hashslingrz, pintadas en el techo.
—Es su enlace por satélite personal —explica Tallis.
—El personal de por aquí son todos parientes, una especie de miembros eméritos de la Mara Salvatrucha —dice March—, así que no debería haber ningún problema.
—Si saben reconocer los billetes de cien dólares en fajos —murmura Tallis—, Gabe estará aquí antes de que te des cuenta.
Maxine coge el bolso, que hoy se alegra de notar tan pesado como debería.
—¿Hay otra vía de salida, March?
El ascensor de servicio al sótano, la puerta de la escalera de incendios que da al patio de atrás.
—Esperad aquí —dice Maxine—. Volveré con el coche en cuanto pueda.
Su aparcamiento, el Warpspeed Parking, está al doblar la esquina. Mientras le sacan el Impala, le da un curso intensivo para calcular su plan de pensiones Roth IRA a Hector, el hombre de la puerta, a quien alguien ha informado mal acerca de las virtudes de abandonar el plan tradicional.
—¿Sin penalización? No inmediatamente, te hacen esperar cinco años, Hector, lo siento.
Vuelve al edificio de March y encuentra a todos fuera, en la acera de enfrente, en medio de una discusión a gritos. El chófer de Ice, Gunther, espera al volante de la limusina, al ralentí. Dista mucho del orangután nazi que esperaba Maxine, más bien parece un alumno de Rikers, puede que un punto demasiado acicalado, que lleva las gafas de sol bajadas, apoyadas en la nariz, para que le quepan las pestañas extralargas.
Gruñendo, Maxine aparca en doble fila y se une a la fiesta.
—March, ven aquí.
—En cuanto me haya cargado a este cabronazo.
—No te metas —aconseja Maxine—, la vida de tu hija es asunto de tu hija.
A desgana, March se sube al coche mientras Tallis, sorprendentemente tranquila, sigue su discusión de persona adulta con Ice.
—Lo que tú necesitas no es un abogado, Gabe, sino un médico.
Se refiere a uno mental, pero en ese momento Gabe tampoco parece en muy buena forma física, tiene la cara enrojecida e hinchada, y un temblor que no puede controlar.
—Escúchame, zorra, compraré a los jueces que haga falta, pero no volverás a ver a mi hijo. En tu puta vida.
Muy bien, piensa Maxine, en cuanto le levante la mano será la hora de la Beretta.
Él le levanta la mano. Tallis la esquiva con facilidad, pero la Tomcat ha pasado a formar parte de la ecuación.
—Esto no está pasando —Ice mirando cautelosamente el cañón del arma.
—¿A qué te refieres, Gabe?
—Yo no muero. No hay ningún guión en el que yo muera.
—Estás como una puta cabra —March por la ventanilla.
—Más vale que subas al coche con tu madre, Tallis. Gabe, me alegra oírtelo decir —Maxine tranquila y animada—, ¿y sabes cuál es la razón por la que no mueres? Pues porque recuperas la cordura. Empiezas a pensar sobre esto en una escala temporal más amplia, y, lo más importante, ahora te vas.
—Eso es…
—Eso es el guión.
Lo raro de la calle de March es que la descartaría cualquier encargado de buscar localizaciones de cine, tanto da el género de la película, por estar demasiado arreglada. En este pliegue del espacio-tiempo, las mujeres con accesorios como los que luce Maxine no apuntan con armas reglamentarias a la gente. Lo que sostiene en la mano debe de ser otra cosa. Le está ofreciendo algo, algo de valor que él no quiere aceptar, quizá quiera pagarle una deuda, que él está fingiendo que le perdona pero que al final aceptará.
—Ella se olvidó de la parte —March no puede evitar gritar por la ventanilla— en la que tú no consigues ser un puto dueño del universo, y sigues siendo un estúpido, te salen competidores hasta de debajo de las piedras y tienes que pelear para no perder cuota de mercado, y tu vida deja de ser tuya y pasa a pertenecer a los jefes supremos que siempre has adorado.
Pobre Gabe, tiene que quedarse ahí, encañonado, mientras le sermonea su futura ex suegra, que sigue siendo la recalcitrante izquierdista de siempre.
—¿Vais a portaros bien, chicas? —grita Gunther—. Tenía entradas para Mamma Mia y falta muy poco para que alcen el telón, a estas alturas ya ni puedo revenderlas.
—Intenta pasarlas como gasto deducible de viajes y representación, Gunther. Y tú, sé amable con él —le advierte Maxine a Ice cuando éste retrocede cautelosamente y vuelve a subirse a la limusina. Espera hasta que el vehículo alargado llega a la esquina y desaparece, luego se desliza detrás del volante del Impala, enciende la radio, que está en medio de una selección de Tammy Wynette desde algún lugar en la otra orilla del río, y se encamina con cuidado en sentido transversal.
—Hemos de suponer que ha visto tu matrícula —dice March.
—Lo que significa orden de busca y captura.
—Drones asesinos, más bien.
—Que es justamente la razón por la que —Maxine peleándose con el monstruo sin dirección asistida por varias calles mal iluminadas— vamos a mantenernos lejos de los puentes, fuera de los túneles, y a quedarnos aquí, en la ciudad, bien escondidas a la vista de todos.
Lo que, tras un breve y pintoresco paseo en el coche por la West Side Highway con un fondo panorámico de luces, acaba en el Warpspeed Parking de nuevo. Mira el retrovisor, todavía vacío, ocupado sólo por la calle nocturna:
—¿Puedo llevarlo abajo yo misma, Hector? Ah, y no nos has visto, ¿vale?
—Eso está hecho, ‘mami’.
Desciende serpenteando sin fin, adentrándose en regiones con las paredes de ladrillo más viejas y deterioradas, corroídas por generaciones de emisiones de coches. El tubo de escape del Impala emite su propia nota, como un vocalista adolescente en un vestuario de chicos de secundaria.
March se enciende un canuto al cabo de un rato y, parafraseando a Cheech & Chong, dice con voz parsimoniosa:
—Le habría matado, tío.
—Ya oíste lo que dijo. Creo que está en su contrato con los Señores de la Muerte para los que trabaja. Está protegido. Se alejó a pie de un arma cargada, eso es todo. Volverá. Esto no se ha acabado.
—¿Crees que decía en serio lo de quitarme a Kennedy para siempre? —Tallis con voz temblorosa.
—Puede que no sea tan fácil. Seguirá haciendo chequeos de la relación costes-beneficios y descubrirá que demasiada gente va a por él desde demasiadas direcciones, la Comisión de Valores, Hacienda, el Departamento de Justicia, no puede comprarlos a todos. Además de los competidores amistosos y los no tan amistosos, las guerrillas de hackers; tarde o temprano esos miles de millones empezarán a menguar, y, si tiene un poco de cabeza, hará las maletas y se marchará a algún sitio como la Antártida.
—Espero que no —dice March—, como si el calentamiento global no fuera ya lo bastante malo. Y los pingüinos que…
Tal vez sea el interior Luxury Lounge del vehículo, esos cuarenta años en la carretera con las vibraciones de las fantasías adolescentes del Medio Oeste todavía sin amortiguar del todo, filtradas hasta la fibra de vinilo color turquesa metálico, las alfombrillas de rizo corto, los ceniceros rebosantes de antiguas colillas, algunas con manchas de colores de lápiz de labios que no se venden desde hace años, cada una con su correspondiente historia de vigilia romántica, una búsqueda a toda velocidad, lo que sea que Horst viera en este museo rodante del deseo cuando contestó al anuncio del Pennysaver cuando fuera que contestase, el escenario y la disposición mental, como le gustaba decir al bueno del doctor Tim, pero el caso es que ahora, en este momento, eso las ha envuelto a las tres, las ha sacado de los improductivos campos de instrucción de la preocupación por el futuro y las ha traído aquí dentro, para descansar, para borrar las arrugas de sus ceños, cada una al fin en sus propios sueños.
Sin que se den cuenta, ya ha llegado la mañana. Maxine está encorvada en el asiento delantero, y March y Tallis se despiertan atrás, todas sintiéndose decrépitas.
Suben a la calle, donde, una vez más, por la noche, todos a la par como en una explosión, los perales han florecido. Incluso en esta época del año, todavía puede haber nieve, es Nueva York, pero por ahora el brillo de la calle procede de las flores de los árboles, cuyas sombras dan textura a las aceras. Es su momento, el gran eje sobre el que gira el año, se alargará durante unos días y luego todo se amontonará en las cunetas.
El Piraeus Diner está dejando atrás otra noche de hipsters puestos de maría, juerguistas que no han podido ligar, noctámbulos que han perdido los últimos trenes de vuelta a las afueras. Refugiados de la mitad sin sol del ciclo. Fuera lo que fuese lo que creyeran necesitar, café, una hamburguesa con queso, una palabra amable o la luz del amanecer, han hecho guardia, se han mantenido despiertos y lo han atisbado por fin, o se han adormilado y se lo han vuelto a perder.
Maxine se toma un café rápido y deja a March y a Tallis con una mesa llena de desayuno para que reanuden sus discusiones sobre la comida. Mientras se encamina de vuelta al piso para recoger a los chicos y acompañarlos a la escuela, repara, al mirar hacia una de las ventanas de un piso alto, en un reflejo del cielo gris del alba, en las nubes desplazándose a través de una luz turbia, extrañamente brillante, tal vez por el sol, tal vez por otra cosa. Mira hacia el este para ver qué puede ser, pero, sea lo que sea lo que brille allí, permanece inmóvil, desde esa perspectiva, detrás de los edificios, haciendo que éstos habiten sus propias sombras. Dobla la esquina de su manzana y deja la pregunta atrás. Hasta que sube al ascensor del edificio no se acuerda de preguntarse a quién le toca llevar hoy a los chicos a la escuela. Ha perdido la cuenta.
Horst está sumido en la semiinconsciencia delante de The Fatty Arbuckle Story, con Leonardo DiCaprio, y no parece muy preparado para salir a la calle. Los chicos han estado esperándola, y es entonces cuando recuerda en un fogonazo su visita de no hace tanto a DeepArcher, allá abajo, a la ciudad virtual de Zigotisópolis, donde los dos estaban en la misma postura que ahora, envueltos en la misma luz precaria, preparados para salir a su apacible ciudad, todavía a salvo de los rastreadores y robots de búsqueda que un día, muy pronto, irán a por ella, para usurparla en nombre del mundo indexado.
—Supongo que voy un poco tarde, chicos.
—Anda, vete a tu habitación —Otis encogiéndose de hombros en su mochila mientras sale—, estás, no sé, castigada.
Ziggy la sorprende con un beso lanzado al aire sin que se lo haya pedido.
—Nos vemos cuando vayas a recogernos, ¿vale?
—Dadme un segundo. Enseguida estoy con vosotros.
—No pasa nada, mamá. Somos buenos chicos.
—Ya lo sé, Zig, eso es lo malo. —Pero se queda esperando en la puerta mientras se alejan por el pasillo. Ninguno de los dos se vuelve a mirar. Al menos, puede verlos entrar en el ascensor.