En los gimnasios neoyorquinos se respira un ambiente singular los fines de semana por la noche, sobre todo en periodos en que la economía flojea. Incapaz de reunir el valor para nadar en la piscina del The Deseret, que cree maldita, Maxine se ha apuntado a uno de esos clubes de health and fitness, con instalaciones a la última, al que acude su hermana Brooke, el Megareps, que está a la vuelta de la esquina, pero todavía no se ha acostumbrado del todo a este espectáculo nocturno de yuppies sobre las cintas, caminando hacia ninguna parte mientras ven la CNN o los canales deportivos, de despedidos de las puntocoms que, a falta de clubes de striptease, están absortos en masificados videojuegos online multijugador, todos corriendo, remando, levantando pesas, mezclados con obsesos de la imagen física, gente que se recupera de ligues desastrosos, u otros lo bastante desesperados esta noche para acudir aquí en busca de compañía en lugar de irse de bares. Peor aún, deambulando por la sección de refrigerios, que es donde Maxine, al entrar desde la calle y resguardarse de esa extraña llovizna de finales de invierno que se oye repiquetear levemente en el paraguas o en el impermeable pero, cuando se mira, no ha dejado rastro de humedad, se encuentra a March Kelleher, afanándose en su portátil, rodeada por restos de bollos y varias tazas de papel de café que utiliza, para irritación del resto de la sala, como ceniceros.
—No sabía que eras socia, March.
—Estoy de paso, sólo utilizo la conexión gratuita de internet, hay zonas wi-fi por toda la ciudad y llevaba tiempo sin utilizar ésta.
—He estado siguiendo tu weblog.
—Me ha llegado una información interesante sobre tu amigo Windust. Como que está muerto, sin ir más lejos. ¿Debería publicarla?, ¿debería ofrecer mis condolencias?
—A mí no.
March apaga la pantalla y clava una mirada penetrante en Maxine.
—Tú sabes que yo nunca pregunté.
—Gracias. No te habría parecido divertido.
—¿Y a ti?
—No estoy segura.
—Tengo una larga y triste carrera como suegra y lo único que he aprendido es a no dar consejos. Si alguien los necesita estos días, soy yo.
—Eh, por mí encantada, ¿qué pasa?
Cara de amargura.
—Estoy más que preocupada por Tallis.
—¿Qué tiene eso de nuevo?
—La cosa va a peor, ya no puedo soportarlo, soy yo la que tiene que dar el paso, intentar verla de algún modo. A la mierda las consecuencias. Dime que es una mala idea.
—Es una mala idea.
—Si te refieres a que la vida es muy corta, vale, pero cerca de Gabriel Ice, como ya debes de saber, puede acortarse más todavía.
—¿Cómo?, ¿la está amenazando?
—Se han separado. Él la ha echado.
Vaya.
—Pues qué alivio.
—Él no dejará las cosas así. Lo sé, es algo que siento. Es mi niña.
Muy bien. El Código de la Mamá estipula que no se discute este tipo de comentarios.
—Y bien —asintiendo—, ¿en qué puedo ayudar?
—Préstame tu pistola. —Latido—. Era broma.
—Otra licencia que me quitarían, para variar…
—Sólo era una metáfora.
Vale, pero si March, que ya vive como una prófuga, afrontando sus propios peligros, cree que Tallis está metida en un lío tan grave…
—¿Puedo explorar primero un poco el terreno, March?
—Ella es inocente, Maxine. Aj. Es tan estúpidamente inocente.
Ya, mezclada con gánsteres de la Costa del Golfo, interviniendo en lavado internacional de dinero, con las infracciones del Título 18 que quieras…, ¿inocente?, bueno, bueno…
—¿Por qué lo dices?
—Todos creen que saben más que ella. La vieja y lamentable ilusión de los enteradillos despiojados de esta mezquina ciudad. Todos creen que viven en «el mundo real» y que ella no.
—¿Y?
—Y eso es lo que hay, lo que significa ser una «persona inocente». —En el tono de voz que uno utiliza cuando cree que alguien necesita que se lo expliquen.
Tallis, puesta de patitas en la calle y echada de la señorial mansión del East Side que compartía con Ice, ha encontrado un cuarto de servicio reconvertido en vivienda en uno de los nuevos rascacielos del lejano Upper West Side. Parece una máquina más que un edificio. De tono claro, metálico, intensamente reflectante, rondando el medio centenar de plantas de altura, con galerías envolventes que parecen aletas de refrigeración; un edificio sin nombre, sólo un número tan discretamente oculto que, si preguntaras, ni uno de cada cien vecinos conoce. Esta tarde, Tallis disfruta de la compañía de las botellas suficientes para proveer el bar de un restaurante chino medio, de una de las cuales bebe directamente un líquido turquesa llamado Hypnotiq. Ni se molesta en ofrecerle a Maxine.
En esa zona, en el extremo antiguo y remoto de la isla, había antes instalaciones ferroviarias. Abajo, los trenes todavía entran y salen de túneles desde Penn Station, los silbatos pitan en si sexta mayor, profundos como los sueños, mientras los fantasmas de los artistas de las paredes de los túneles y los okupas con los que las autoridades civiles no tienen ni la menor idea de qué hacer —expulsarlos, ignorarlos, volver a expulsarlos— pasan por delante de las ventanillas de los vagones en la penumbra, susurrando mensajes de fugacidad; y, por encima, en este complejo de apartamentos de construcción barata, los inquilinos vienen y van, incansablemente efímeros, como viajeros en un hotel de estación de tren del siglo XIX.
—Lo primero en que me fijé —quejándose no tanto a Maxine como a cualquiera que escuche— es en que me impedían sistemáticamente el acceso a los sitios web que solía visitar. No podía comprar online, ni chatear, ni, al cabo de un tiempo, hacer el trabajo normal de la empresa. Al final, tanto daba adónde quisiera ir, me topaba siempre con una pared. Ventanas de diálogo, mensajes emergentes, la mayoría amenazadores, otros de disculpa. Clic tras clic me iban empujando al exilio.
—¿Lo hablaste con tu consejero delegado y marido?
—Claro, mientras él chillaba y tiraba mis cosas por la ventana, recordándome lo mal parada que iba a salir. Una agradable discusión de personas adultas.
Líos conyugales. ¿Qué decir?
—Y no te olvides del traslado de pérdidas a ejercicios futuros, ¿eh? —Realizando una rápida VHO, también conocida como Valoración de la Humedad Ocular, Maxine cree por un momento que Tallis está a punto de ponerse sentimental, pero se tranquiliza al ver, como si se tratara de un salto de montaje, que pasa al fiable e irritante gesto con la uña circulando de ida y vuelta entre los labios.
—Tú has descubierto secretos de mi marido…, ¿te gustaría contarme alguno?
—Todavía no hay ninguna prueba de nada.
Un asentimiento sin sorpresa.
—Pero él es, no sé, ¿sospechoso de algo? —Mirando hacia un rincón anodino, la voz ablandándose hasta perder el filo—. El «geek» que no podía dormir. Una película de terror inventada en la que fingíamos vivir. Gabe era un chico muy dulce, de verdad, hace mucho tiempo.
Y allá que se va, en la máquina del tiempo, mientras Maxine investiga el inventario de licores. Al poco, Tallis está recordando uno de los muchos funerales celebrados tras el 11 de septiembre, al que asistió en representación de hashslingrz; estaba allí, entre una delegación de listillos sin lágrimas que tenían pinta de desear que acabara el acto de una vez para poder volver a vender en corto, cuando se fijó en uno de los gaiteros, que improvisaba florituras en Candle in the Wind, y le pareció vagamente familiar. Resultó ser el antiguo compañero de piso de Gabriel, Dieter, que se había convertido en gaitero profesional. Luego hubo un servicio de catering y entabló conversación con él, intentando evitar chistes sobre la falda, aunque por más que hubiera cambiado no era precisamente Sean Connery.
La demanda de gaiteros era dinámica. Dieter, que había constituido una sociedad anónima especial y había formado un grupo con un par de compañeros de clase de la Carnegie Mellon, estaba desbordado desde el 11 de septiembre con más bolos de los que había imaginado jamás, bodas, bar mitzvás, inauguraciones de tiendas de muebles…
—¿Bodas? —dice Maxine.
—Dijo que era sorprendente, pero que cada vez que suena música fúnebre en una boda la gente se ríe.
—Me lo imagino.
—No tocan en muchos funerales de la policía porque, según parece, los polis tienen sus propios recursos musicales; se dedican sobre todo a actos privados como ese en el que estábamos. Dieter se puso filosófico, dijo que de vez en cuando resultaba estresante, se sentía como si trabajara para los servicios de urgencias, siempre a punto por si entraba una llamada.
—Esperando al siguiente…
—Sí.
—¿Crees que es una especie de indicador premonitorio?
—¿Quién?, ¿Dieter?, ¿como si los gaiteros recibieran un aviso antes de que pase la siguiente barbaridad?, ¿no te parecería muy raro?
—Bueno, y después…, ¿tu marido y tú os relacionabais con Dieter?
—Ajá. Es posible que Gabe y él incluso hayan compartido algún negocio.
—Claro. ¿Para qué están los ex compañeros de piso si no?
—Me parece que estaban preparando algún proyecto juntos, pero nunca me contaron nada, y fuera lo que fuese, no apareció en los libros de la empresa.
Un proyecto conjunto, Gabriel Ice y alguien cuya carrera depende de la extensión del luto público. Ummm.
—¿Le invitasteis alguna vez a Montauk?
—Ahora que lo dices…
Empieza a sonar la música de theremín, y tú, Maxine, contrólate.
—Esta ruptura podría acabar siendo un regalo para ti, Tallis, y, mientras tanto, ¿has llamado ya a tu madre?
—¿Crees que debería?
—Me parece que ya estás tardando. —Y una idea relacionada—: Escucha, no es asunto mío, pero…
—Sí, hay alguien más, un colega. Claro. ¿Puede ayudarme? Buena pregunta. —Coge la botella de Hypnotiq.
—Tallis —procurando que su tono parezca lo menos hastiado posible—, sé que tienes un amante, y no es «colega» de nadie, créeme, salvo puede que de tu marido, y, francamente, nada es tan de colores como te imaginas… —Le da la versión resumida de los antecedentes de Chazz Larday, incluyendo los acuerdos con Ice para que haga de canguro de Tallis—. Es una trampa. Hasta ahora tú estás haciendo exactamente lo que tu marido quiere que hagas.
—No, Chazz… —¿El final de la frase va a ser «me ama»? Los pensamientos de Maxine vagan hacia la Beretta que lleva en el bolso, pero Tallis la sorprende—. Chazz es una polla con un Tejano Oriental pegado a ella, y, por así decirlo, el uno es el precio que hay que pagar por la otra.
—Un momento. —En las lindes del campo visual de Maxine algo ha estado parpadeando desde hace un rato. Resulta ser el piloto de una pequeña cámara de un circuito cerrado de televisión situada en un rincón oscuro del techo—. Esto es un motel, Tallis. ¿Quién ha puesto eso ahí?
—Antes no estaba.
—¿Crees que…?
—Muy posible.
—¿Tienes una escalera? —No—. ¿Una escoba? —Una mopa de esponja. Se turnan para darle golpes, como a una maligna piñata de alta tecnología, hasta que por fin cae al suelo hecha añicos.
—¿Sabes qué?, deberías ir a algún sitio más seguro.
—¿Adónde?, ¿con mi madre? A un paso de convertirse en vagabunda sin techo; por no mencionar que nunca se ha preocupado por mí, no puede evitarlo.
—Ya se nos ocurrirá algún sitio, pero acaban de perder la imagen, vendrán para aquí, tenemos que irnos.
Tallis mete un par de cosas en un bolso bandolera gigantesco y se dirigen al ascensor, bajan veinte plantas, salen al vestíbulo de tonos dorados, tamaño Grand Central, con sus arreglos florales de no menos de mil pavos al día…
—¿Señora Ice? —El conserje, dirigiéndole a Tallis una mirada entre la aprensión y el respeto.
—No por mucho tiempo —dice Tallis—, Dragoslav. Dime.
—Han venido dos hombres, han dicho que pronto volverían a verla.
—¿Nada más? —Un ceño asombrado.
Maxine tiene una idea brillante.
—¿No cantarían, por casualidad, letras de rap en ruso?
—Sí, justo. Por favor, acuérdense de decirles que les he dado el recado. Es que se lo he prometido.
—Son buenos chicos —dice Maxine—, no tiene por qué preocuparse, de verdad.
—Discúlpeme, pero preocupación no es ni un pálido reflejo de lo que siento.
—Tallis, ¿no habrás…?
—No conozco a esos tipos. Pero tú parece que sí. ¿Quieres contarme algo?
Han salido a la acera. La luz se escurre hacia Jersey, no hay taxis y el metro está a kilómetros. Nada más doblar la esquina, como salido de la nada, con un sistema hidráulico que parece nuevo, desde mitad de la manzana se acerca, sí, el ZiL-41047 de Igor, lujosamente decorado esta noche como un shmaravozka a tamaño natural, con tapacubos giratorios dorados y titilantes leds rojos, antenas high-tech y franjas ornamentales de lowrider, que chirría hasta detenerse junto a Tallis y Maxine, y de él se apean Misha y Grisha, que lucen gafas de sol Oakley Over the Top a juego y llevan subfusiles PP-19 Bizons, con los que indican a Tallis y a Maxine que suban a la parte de atrás de la limusina. Maxine es sometida a un registro manual profesional, aunque no muy cortés, y la Beretta Tomcat de su bolso pasa a la lista de no disponibles.
—¡Misha! ¡Grisha! ¡Y yo que creía que erais unos caballeros!
—Te devolveremos tu pushka —Misha con una amistosa sonrisa de acero inoxidable, mientras se desliza detrás del volante y el vulgarizado cochazo se aleja del bordillo.
—Es para evitar complicaciones —añade Grisha—. ¿Te acuerdas de El bueno, el feo y el malo, el triple empate cuando se apuntan con armas unos a otros?, ¿te acuerdas de que era difícil hasta mi rar?
—Perdonad la pregunta, chicos, pero ¿qué está pasando?
—Hasta hace cinco minutos —dice Grisha—, un plan sencillo: echarle el guante a la Pamela Anderson de aquí atrás.
—¿A quién? —pregunta Tallis—, ¿a mí?
—Tallis, por favor, espera… Y ahora…, ¿el plan ya no es tan sencillo?
—No te esperábamos a ti —dice Misha.
—Aj. ¿Ibais a secuestrarla y a pedirle un rescate a Gabriel Ice? Ay, chicos, que me parto de risa. ¿Quieres contárselo tú, Tallis, o se lo cuento yo?
—Oh-oh —los dos gorilas al unísono.
—No lo sabéis, supongo. Gabe y yo estamos a punto de meternos en un muy desagradable proceso de divorcio. Por el momento, mi futuro ex está intentando borrarme, borrar mi existencia, de internet. No creo que se soltara ni para pagaros la gasolina, lo siento, chicos.
—Govno —en armonía.
—A no ser que en realidad sea él quien os haya contratado, para quitarme de en medio.
—Puto Gabriel Ice —Grisha indignado—, es un parásito oligarca, un ladrón, un asesino.
—Hasta ahí, nichego —Misha alegremente—, lo normal, pero también trabaja para la policía secreta de Estados Unidos, lo que nos convierte en enemigos jurados para siempre; tenemos un juramento, más antiguo que los mafiosos vory, más que el gulag, de no ayudar nunca a los polis.
—El castigo por infringirlo —añade Misha— es la muerte. No sólo lo que te harán a ti, sino muerte en espíritu, ¿entiendes?
—Está nerviosa —se apresura Maxine—, no pretendía ofender.
—¿Cuánto pensabais que iba a pagar? —Tallis todavía siente curiosidad.
Una divertida charla en ruso que Maxine imagina que viene a decir algo así como «Americanas de mierda, sólo les preocupa su precio de venta en el mercado. Una nación de putas».
—Es más bien como si Austin Powers —explica Misha— le dijera a Ice: «Eh, compórtate».
—¡Shagadélico! —exclama Grisha. Se entrechocan las palmas.
—Esta noche tenemos cosas que hacer —continúa Misha—, y retener a la señora Ice se suponía que debía ser un seguro por si alguien se pasaba de listo.
—Pues parece que no va a funcionar —dice Maxine.
—Lo siento —dice Tallis—, ¿podemos irnos ya?
A esas alturas han salido de la Cross County y entrado en la Thruway, pasan por delante del almacén y el granero de pega de Stew Leonard, una figura legendaria en la historia del fraude en puntos de venta, y se encaminan hacia el puente de Tappan Zee, que Otis solía llamar el puente del chimpancé.
—¿Qué prisa hay? Una agradable velada social. Un poco de conversación. Chiláxense, señoras. —Hay champán en la nevera. Grisha saca un puro El Producto relleno de maría, lo enciende y al poco empiezan a notarse los efectos secundarios. En el equipo de música los chicos han colocado un mix nostálgico de los ochenta con temas rusos y de hip-hop, entre ellos el himno de carretera de DDT, Ty Nye Odyn («No estás solo») y la conmovedora balada Veter.
—Y entonces, ¿adónde vamos? —Tallis en tono insinuante y sombrío, como si esperara que todo esto acabe en una orgía.
—Al norte. Hashslingrz tiene una granja de servidores secreta en las montañas, ¿no?
—Las Adirondack Mountains, en el lago Heatsink, ¿de verdad pretendéis llevarnos hasta allá?
—Sí —dice Maxine—, parece un viaje muy largo, ¿no?
—A lo mejor no hace falta que vosotras lleguéis hasta el final. —Grisha acaricia amenazadoramente su Bizon.
—Está haciendo el imbécil —explica Misha—, tantos años encerrado en la Vladimirski Tsentral y no ha aprendido nada. Hemos quedado con un tipo, Yuri, en Poughkeepsie, podemos dejaros allí, en la estación de tren.
—Si queréis llegar al servidor —Tallis saca su agenda Filofax y encuentra una página en blanco—, os puedo dibujar un mapa.
Grisha entorna los ojos.
—¿No hace falta que te disparemos ni nada por el estilo?
—Oh, ¿pensabais dispararme con esa arma tan fea y grandota? —mantiene la mirada hasta que llega a «grandota».
—Un mapa no estaría mal —Misha intentando sonar como un matón profesional.
—Gabe me llevó una vez. Cuevas subterráneas profundas cerca del lago. Casi verticales, muchos niveles, en el ascensor los números de las plantas tenían todos un signo menos delante. La finca era antiguamente un campamento de verano. Camp… no sé qué, un nombre indio, Ten Watts, iroqués, algo así…
—Camp Tewattsirokwas. —Maxine reprime apenas el grito al reconocerlo.
—Eso es.
—Así se dice «luciérnaga» en lengua mohawk. Al menos eso nos contaban.
—¿Ibas allí de acampada?, ¡ay, Dios mío!
—Ay Dios tuyo qué, Tallis, alguien tenía que hacerlo. —Camp Tewattsirokwas fue la creación de una pareja de trotskistas, los Gimelman de Cedarhurst; lo abrieron en la época de las desavenencias con Schachtman, entre épicos combates a gritos que se alargaban toda la noche, y no era mucho más tranquilo en los tiempos en que Maxine iba allí, las típicas instalaciones con hiedra venenosa que se encontraban entonces por las montañas del estado de Nueva York. Comida de cafetería, guerras de pinturas de colores, canoas en el lago, cantando Marching to Astoria, Zum Gali Gali, bailes…, ¡aggg, Wesley Epstein!
Los monitores de Camp Tewattsirokwas se regodeaban asustando a los niños con leyendas locales sobre el lago Heatsink: cómo los indios evitaban el lugar desde antiguo, aterrados por lo que vivía en sus profundidades, rayas con forma de capa que emitían un resplandor ultravioleta, anguilas albinas gigantes que podían moverse por la tierra tanto como por el agua, con caras demoniacas que te hablaban en iroqués de los horrores que te esperaban si llegabas a meter un solo dedo del pie en el agua…
—Haz que se calle —Grisha temblando—, me está asustando.
—No es raro que Gabe encajara bien ahí —opina Tallis. Ice parecía haber elegido el lago Heatsink porque es el paraje más profundo y frío de las Adirondack. Maxine recuerda su discursito en el Cotillón Geek: la emigración hacia el norte, a laderas de fiordos, a lagos subárticos, donde los antinaturales flujos de calor generados por los servidores pueden corromper los últimos oasis de inocencia que quedan en el planeta.
En el equipo de música suena ahora Nelly cantando Ride Wit Me. Mientras la Thruway se despliega por delante y alrededor del veloz ZiL, en medio de un tenebroso paisaje invernal de pequeñas granjas, campos helados, árboles en los que parece que nunca más volverán a brotar hojas, Misha y Grisha empiezan a dar botes y a cantar a grito pelado:
—Hey! Must be the money!
—No pretendo entrometerme —no, Maxine, claro que no—, pero me parece que no vais hasta allá arriba sólo por daros una vuelta y pasar el rato junto a la expendedora de golosinas.
Nuevo intercambio de impresiones en ruso carcelario. Miradas suspicaces. En una zona poco visitada de su cerebro, Maxine comprende lo fácilmente que el cotilleo puede tornarse una actividad peligrosa, pero eso no le impide algún sondeo más:
—¿Es cierto lo que he oído —adopta el letal tono alegre de Elaine— acerca de que las granjas de servidores, tanto da lo esmeradamente escondidas que estén, son todas presas fáciles porque emiten una firma de infrarrojos que puede ser reconocida por un misil termodirigido?
—¿Misiles? Lo siento.
—Esta noche no tocan misiles. Sólo un experimento a pequeña escala.
Paran para echar gasolina; Misha y Grisha llevan a Maxine a la parte de atrás del ZiL, abren el maletero. Algo largo, cilíndrico, ribeteado de tornillos, protuberancias que parecen eléctricas…
—Muy bonito, ¿por qué punta se supone que se esnifa?… Oh, mierda, espera, ¡yo sé qué es esto! ¡Lo vi en la película de Reg! Es uno de esos vircators, ¿no?, ¿qué es lo que vais a…?, dejadme adivinar: ¿vais a lanzar un pulso electromagnético contra esa granja de servidores?
—Chisss —le advierte Misha.
—Sólo el diez por ciento de su potencia —la tranquiliza Grisha.
—Un veinte, tal vez.
—Es un experimento.
—No deberíais enseñarme esto. —Maxine piensa: por un lado, un arma no nuclear significa jugar en segunda división; pero, por el otro, no descartes que estén como cabras.
—Igor dice que confiemos en ti.
—Si alguien pregunta, yo no he visto nada, y además, por mí está bien, nichego, en mi opinión, hace ya mucho que hashslingrz debería haber sufrido un pequeño contratiempo.
—Po khuy —Grisha risueño—, el servidor de Ice está acabado.
No hace falta decir que Maxine ve actitudes como éstas cada dos por tres, y ya se sabe, confianza ciega, desastre cantado; por alguna razón, nunca funciona. Oh, este viaje no presagia nada bueno. Esta noche nada de orgías, no se trata de un secuestro, que Dios los proteja a todos, es una movida de nerds, una excursión lejos de las comodidades de la pantalla, en medio de una noche cada vez más ártica justo ante las mismas narices del enemigo.
De vuelta en la Thruway, Grisha ha sustituido a Misha detrás del volante.
—Deben de contar con medidas de seguridad muy fuertes —Maxine, como si acabara de ocurrírsele—, ¿cómo pensáis pasar?
—Sí —Tallis cambiando a una voz de niña pequeña maliciosa y alegre—, ¿vais a estrellaros contra la puerta?
Misha se arremanga, revelando uno de sus tatuajes carcelarios, la Siempre Virgen María Madre de Dios con su bebé, Jesús, en brazos, en cuya frente, casi en la posición del tercer ojo, Maxine distingue un bultito poco mayor que un grano, que se supone que los bebés no tienen.
—Es un implante de un transpondedor —explica Misha—. Nos enteramos que lo llevaban sonsacándoselo a una monada con un buen culov que conocimos en un bar.
—Tiffany —recuerda Grisha.
—A todos los que trabajan para hashslingrz les ponen uno de éstos, así los de Seguridad pueden seguirlos allá donde vayan.
Un momento.
—¿El marido de mi hermana ha estado yendo por ahí con ese implante de seguimiento? Desde…
Encogimiento de hombros.
—Hace un par de meses. Incluso Ice, el Hombre de Hielo, tiene uno. ¿No lo sabías?
—¿Y tú, Tallis?
—Sólo lo llevé hasta que conseguí que mi dermatólogo volviera de la isla de San Martín para que me lo extrajera.
—Y cuando te perdieron, ¿tu marido no dijo nada?
La uña bonita.
—Supongo que yo sólo pensaba en mi lío con Chazz, y en cómo ocultárselo a Gabe.
—Una vez más, Tallis —Maxine no quiere amedrentar a nadie, pero lo que está contando no parece calar en su acompañante—. Gabe lo sabía, él lo planeó todo, claro que no lo convirtió en un problema. —Chica testaruda. Se pregunta cómo lo pudo sobrellevar March.
El interior de la limusina ha adquirido una turbia atmósfera gaussiana por el humo del tabaco de puro barato y la maría cara. El ambiente se alegra. Y se vuelve menos cauteloso, claro. Los chicos admiten, para empezar, que sus tatuajes no son del todo genuinos. Parece que en Rusia, tras haber sido detenidos por delitos menores como hackers aplicándoles el Artículo 272, acceso ilegal, nunca pasaron encerrados el tiempo suficiente para hacerse auténticos tatuajes carcelarios, así que más tarde tuvieron que emborracharse y conformarse con un tatuador de Brooklyn que hace imitaciones para quienes quieren aparentar ser más peligrosos de lo que son. En un pasaje desenfadado de intercambio de pullas, Misha y Grisha discuten sobre cuál de los dos es más malo, y en ese momento blanden los Bizons, Maxine espera que sólo como un argumento retórico más.
—Según dijo Igor la última vez que hablamos —Maxine mete la nariz en la parte delantera del Zil—, ese asunto entre vosotros y Ice no es una historia del KGB…
—Igor no sabe nada de lo de esta noche.
—Claro que no, Misha. Digamos que le concedemos el privilegio de negar todo conocimiento y vosotros estáis aquí exclusivamente por vuestra cuenta. Todavía me pregunto por qué no lo hacéis desde un poco más lejos, como por internet. Desbordamiento de buffer, denegación de servicio, algo así.
—Demasiado institucional. Un enfoque de escuela de hackers. Grisha y yo somos el tipo de chusma a la que le van más los primeros planos. ¿No te habías dado cuenta? Así todo es más personal.
—Pues si es personal… —Maxine no llega a mencionar a Lester Traipse, pero una mirada arrugada, casi amable, el tipo de expresión que le gustaba poner a Stalin en sus fotografías públicas, ha asomado en los ojos de Misha.
—No es sólo por Lester. Por favor. Ice se lo ha buscado, tú lo sabes, todos lo sabemos. Pero es mejor que no conozcas toda la historia.
Machismo de unos Deimos y Fobos adictos a los videojuegos, ángeles vengadores legítimos, ¿de qué va esto? Tal vez lo de esta noche sea por algo más que por Lester, aunque por Lester sólo ya sería más que suficiente; fuera lo que fuese lo que vio que no debería haber visto, esa visión que supuso su final, alzándose siniestra y vaporosa por encima de las hojas de cálculo del flujo de caja secreto, era algo que no podía permitirse que supieran los civiles…
—Vale, pero ¿por qué no me contáis aunque sólo sea un poco de la historia?
Los colegas intercambian una mirada maliciosa. La anasha del cáñamo puede tener curiosos efectos en un hombre. Incluso en dos.
—¿Sabes algo del salto HALO? —dice Misha—. Igor se lo cuenta a todo el mundo.
—Sobre todo a las mujeres guapas —dice Grisha.
—Pero no era el salto HALO, sino el salto HAHO.
—Eso es… como jao, hacer el indio mientras caes, no, espera, High Altitude…
—High Opening. Los paracaídas se abren, puede que a veintisiete mil pies, y tú y tu unidad podéis volar cincuenta, sesenta kilómetros, amontonados en el cielo, el tipo que va más abajo lleva un receptor GLONASS…
—Es el GPS ruso. Una noche, Igor está en una misión de infiltración y todo se jode, el oficial praporschik se desquicia por falta de oxígeno, el viento disemina a todos los paracaidistas por medio Cáucaso, el GLONASS deja de funcionar. Igor llega bien a tierra, pero está completamente aislado. No tiene ni idea de adónde ha ido a parar ni de si el campamento base está montado. Utiliza brújula y mapa para buscar al resto de su unidad. Días más tarde, huele algo. Una pequeña aldea, totalmente masacrada. Niños, ancianos, perros, todo el mundo.
—Quemados. Ahí es cuando Igor tiene su crisis de alma.
—No sólo deja la Spetsnaz sino que, cuando reúne suficiente dinero, organiza su propio plan privado de reparación.
—¿Enviar dinero a los chechenos? —se pregunta Maxine—, ¿eso no se considera traición?
—Es un montón de dinero, y a esas alturas Igor está bien protegido. Incluso se plantea convertirse al islam, pero hay demasiados problemas. La primera guerra acaba, empieza la segunda, parte de la gente a la que ha estado ayudando está ahora en la guerrilla. La situación se ha complicado. Hay chechenos y chechenos.
—Algunos buenos, otros no tan buenos.
Nombres de organizaciones de la resistencia que Maxine no acaba de entender. Pero ahora, bueno, no exactamente una bombilla, sino más bien la punta resplandeciente de un El Producto se le enciende en la cabeza.
—Así que el dinero que Lester desviaba de Ice…
—Acababa en manos de los malos, a través de la mierdosa fachada wahhabista. Igor sabía cómo llegar al dinero antes de que se mezclara todo en la cuenta de los Emiratos. Así que él facilita las cosas a Lester y se lleva una pequeña comisión. Todo dzhef, hasta que alguien lo descubre.
—¿Ice?
—Quienquiera que dirija a Ice. Eso dínoslo tú.
—Y Lester… —Maxine se da cuenta de que ha hablado sin pensar.
—Lester era como un pequeño erizo en la niebla. Sólo intentaba encontrar a sus amigos.
—Pobre Lester.
¿Y ahora qué?, ¿se va a poner salino el ambiente o qué?
—Salida dieciocho —anuncia Misha, exhalando humo, los ojos centelleantes—. Poughkeepsie. —Justo a tiempo.
La estación de tren se encuentra encima del puente. Esperando en el aparcamiento está Yuri, un tipo atlético y alegre apoyado en un Hummer que luce los estigmas de una larga historia de carreteras difíciles, y detrás un tráiler de buen tamaño con un generador para el arma que produce el pulso electromagnético. Por los generadores RV que ha visto, Maxine calcula entre diez y quince mil vatios. «El diez por ciento de potencia» puede que no sea más que una figura retórica.
Tienen tiempo para coger el tren de las 10:59 a Nueva York.
—Hasta luego, chicos —Maxine se despide con la mano—, tened cuidado; no puedo decir que me parezca bien, sé que si mis hijos se hicieran alguna vez con un vircator…
—Toma, no te olvides de esto —le devuelven discretamente la Beretta.
—¿Os dais cuenta de que nos habéis convertido a Tallis y a mí en cómplices de un acto criminal, seguramente incluso terrorista?
Los padonki intercambian una mirada ilusionada.
—¿Eso crees?
—En primer lugar, es un delito federal, hashslingrz forma parte del sistema de seguridad de Estados Unidos…
—No quieren que se lo cuentes ahora —Tallis tira de ella por el andén—. Putos memos.
Los chicos se despiden desde el otro lado de las ventanillas cuando pasan a su lado.
—Do svidanya Maksi! Poka, byelokurva!