A veces, cuando va en metro, el tren en el que viaja Maxine será adelantado lentamente por una unidad local o un expreso que circula por la otra vía, y en la oscuridad del túnel, mientras las ventanillas del otro tren pasan despacio, los recuadros iluminados aparecerán uno por uno, como una serie de cartas de adivinación que se barajan y reparten ante ella. El Erudito, El Desahuciado, El Ladrón Guerrero, La Mujer Embrujada… Al cabo de un tiempo, Maxine acaba comprendiendo que son precisamente las caras enmarcadas en esos recuadros a las que, de entre las millones de la urbe, debe prestar más atención, en particular a aquellas cuyas miradas se cruzan con la suya: son los mensajeros del alba procedentes de lo que quiera que en el Más Allá sea el Tercer Mundo, donde los días se suceden uno por uno sin solución de continuidad ni límites horarios. Cada mensajero trae consigo los accesorios requeridos para su personaje: bolsas de la compra, libros, instrumentos musicales; han llegado aquí desde la oscuridad y están destinados a volver a ella, disponiendo tan sólo de un minuto para transmitir la información que Maxine necesita. En cierto momento, empieza a preguntarse si ella no estará interpretando el mismo papel para alguna cara que la mire desde otra ventanilla.
Un día, en el expreso que se dirige a la parte baja de la ciudad desde la calle Setenta y Dos, un tren local sale de la estación al mismo tiempo, y a medida que las vías se van juntando al final del andén, se produce un lento zoom hacia una ventanilla concreta del otro tren, una cara en la ventanilla, que invita con demasiada claridad a que Maxine le preste atención. La mujer es alta, oscuramente exótica, de buena planta, lleva un bolso bandolera, y aparta por un fugaz instante la mirada de la de Maxine para meter la mano y sacar un sobre, que sostiene ante la ventanilla, luego menea la cabeza hacia la siguiente parada del expreso, que será la de la calle Cuarenta y Dos, mientras el tren de Maxine acelera y la lleva lentamente más allá.
Si ésta fuera una carta del tarot con nombre, se llamaría El Mensajero No Deseado.
Maxine se apea en Times Square y espera bajo un tramo de las escaleras de salida. El tren local entra pitando; la mujer se acerca. En silencio, hace gestos a Maxine para que baje al largo túnel peatonal que lleva a la Port of Authority, en cuyas paredes cubiertas de azulejos se anuncian las películas que van a estrenarse, además de discos, juguetes para yuppies, moda; todo cuanto necesitas para ser un urbanita al tanto de lo que se cuece está colgado a lo largo del túnel. A Maxine se le ocurre que si el infierno fuera una estación de autobuses de Nueva York, ésa sería la versión del ABANDONE TODA ESPERANZA.
El sobre no tiene que acercarse ni a medio metro de su nariz para que perciba el inconfundible aroma del arrepentimiento, del juicio erróneo, del duelo inútil: Colonia para Hombre 9.30. Un escalofrío recorre a Maxine. Nick Windust ha salido vacilante de la tumba, hambriento, insaciable, y, sea lo que sea lo que haya dentro del sobre, ella duda que necesite verlo.
Hay algo escrito en el exterior:
«Aquí está el dinero que te debía. Siento que no vayan los pendientes.
»‘Adiós’».
Mira el sobre casi con furia, esperando ver tan sólo la silueta fantasmal del fajo que había estado ahí, y se sorprende al descubrir la suma íntegra, en billetes de veinte. Más unos pequeños intereses, algo que no le pega a Windust. Que no le pegaba. Estando en Nueva York, ¿cuántas explicaciones puede haber de por qué no lo han robado? Seguramente tiene que ver con el mensajero…
Oh. Al ver que los ojos de la otra mujer empiezan a entrecerrarse, lo bastante para que se note, Maxine arriesga una posibilidad:
—¿Xiomara?
La sonrisa de la mujer, en medio del ruidoso y animado fluir de la indiferencia urbana, llega como una cerveza a cuenta de la casa en un bar donde nadie te conoce.
—No hace falta que me expliques cómo has podido ponerte en contacto conmigo.
—Oh, ellos saben cómo encontrar a la gente.
Xiomara se ha pasado la mañana en la Universidad de Columbia, moderando un seminario sobre temas centroamericanos. Eso explicaría su presencia en el tren local, pero poco más. Siempre hay historias seculares que sirven de coartada, Xiomara puede llevar en el bolso algún dispositivo de comunicación que todavía no está en el mercado, salvo para los miembros de la comunidad de especialistas en vigilancia…, pero, al mismo tiempo, no hay por qué avergonzarse de tragarse una explicación mágica, así que Maxine suelta:
—Y ahora te diriges a…
—Bueno, en realidad al puente de Brooklyn. ¿Sabes cómo podemos llegar desde aquí?
—Toma el enlace hasta Lex, coge el Número 6 y…, ¿a quién más te refieres con ese «podemos»? —pregunta también Maxine.
—Siempre que vengo a Nueva York, me gusta cruzar a pie el puente de Brooklyn. Si tienes tiempo, pensé que a lo mejor te gustaría acompañarme.
La madre judía entra en acción:
—¿Has desayunado?
—En la confitería Hungarian Pastry Shop.
—Pues cuando lleguemos a Brooklyn comeremos otra vez.
Maxine no puede decir qué era lo que esperaba —trenzas, joyas de plata, falda larga, pies descalzos—, bueno, algo que la sorprendiera, pero en vez de eso ahí tiene a esta pulida belleza internacional con un traje de ejecutiva, y no se trata de una pieza de ropa usada de los despistados años ochenta, sino que es más estrecho en los hombros, como se supone que debe ser, la chaqueta un poco más larga, los zapatos formales. Un maquillaje perfecto. En cambio, Maxine seguro que parece que acaba de limpiar el coche.
Empiezan con mucha cautela, educadamente, pero, antes de que se den cuenta, se han enzarzado en una especie de tertulia de la televisión matinal, que bien podría titularse «Comió con la ex novia del ex marido».
—Y entonces, el dinero, lo recibiste de Dotty, la viuda que vive en el D.C., ¿me equivoco?
—Una del millar de tareas pendientes que ella se ha encontrado de repente en la lista.
Y es también posible, dada la profundidad de las connivencias de la Beltway que corren en paralelo y justo por detrás del universo visible, que Xiomara esté hoy aquí a petición tanto de Dotty como de elementos interesados en averiguar hasta dónde llega la obcecación de Maxine por perseguir la verdad oculta tras la muerte de Windust.
—Tú y Dotty estáis en contacto.
—Nos vimos hará un par de años, yo estaba en Washington con una delegación.
—Tu…, su marido, ¿también estaba allí?
—No es probable. Ella me hizo jurarle que guardaría el secreto, quedamos para comer en el Old Ebbitt, un sitio ruidoso, con la gente de Clinton deambulando por todas partes, las dos pedimos ensaladas, intentando no fijarnos en Larry Summers, sentado a una mesa lejana, lo que a ella no le suponía ninguna molestia pero a mí me producía la sensación de estar haciendo una prueba para un empleo.
—Y el tema de conversación, por descontado…
—Dos maridos diferentes, a decir verdad. Cuando yo lo conocí, él era una persona que ella no habría reconocido, un novato que no tenía ni idea del lío en que se había metido su alma.
—Y cuando ella lo conoció…
—A esas alturas, es posible que él ya no necesitara tanta ayuda.
Una clásica conversación de Nueva York: estás comiendo y hablas de otra comida en alguna otra parte.
—Así que vosotras tuvisteis una agradable charla.
—No diría tanto. Hacia el final, Dotty dijo algo extraño. ¿Sabes que los antiguos mayas se entretenían jugando a una especie de versión primitiva del baloncesto?
—Algo he oído —Maxine con voz débil—, canasta vertical, alto porcentaje de faltas, algunas de ellas flagrantes, a veces… ¿fatales?
—Estábamos en la calle, intentando parar un taxi, y, sin que viniera a cuento, Dotty dijo algo así como: «El enemigo al que más hay que temer es tan silencioso como un partido de baloncesto maya retransmitido por la televisión». Cuando le señalé educadamente que en tiempos de los mayas no existía la televisión, ella sonrió, como un profesor al que acabas de regalarle el comentario perfecto que le da pie para seguir: «Pues entonces imagínate lo silencioso que sería», y se subió a un taxi que yo no había visto venir y desapareció.
—Y crees que era su forma de referirse a… —anda, dilo—, ¿al alma de Windust?
Mira a Maxine a los ojos y asiente.
—Anteayer, cuando me pidió que te trajera el dinero, habló de la última vez que lo vio, de la vigilancia, los helicópteros, los teléfonos cortados y las tarjetas de crédito anuladas, y dijo que ella había acabado viéndolos otra vez como camaradas de armas. A lo mejor sólo estaba siendo una buena esposa fantasma. Pero la besé de todas formas.
Ahora es el turno de Maxine para asentir.
—Donde yo crecí, en Huehuetenango, donde Windust y yo nos conocimos, estábamos a menos de un día de viaje de una red de cuevas que allí todos creían que era la vía de acceso a Xibalbá. Los primeros misioneros cristianos pensaban que sus cuentos sobre el infierno nos asustarían, pero nosotros ya teníamos el Xibalbá, literalmente, «el lugar del miedo». Allí había un espantoso campo de pelota. La pelota tenía unas… cuchillas, así que los partidos eran a muerte, y no metafóricamente. Xibalbá era, es, una inmensa ciudad-Estado subterránea, gobernada por doce Señores de la Muerte. Cada Señor con su propio ejército de muertos vivientes, que vagan por el mundo de la superficie llevando terribles sufrimientos a los vivos. Ríos Montt y su plaga de matanzas étnicas… no era muy distinto.
»Windust empezó a oír historias sobre Xibalbá en cuanto su unidad llegó al país. Al principio creyó que no era más que otra forma de burlarse de los gringos, pero al cabo de un tiempo… Me parece que empezó a creer, más que yo misma, al menos a creer en un mundo paralelo, en algún lugar muy remoto, bajo sus pies, donde otro Windust estaba haciendo las cosas que él fingía no hacer aquí arriba.
—Tú sabías…
—Sospechaba. Procuraba no enterarme de demasiado. Yo era demasiado joven. Sabía lo de la picana, «defensa propia», así lo explicaba él. A Windust la gente lo llamaba Xooq’, que significa «escorpión» en lengua q’eqchi’. Yo le amaba, supongo que debí de creer que podría salvarle. Y al final fue Windust el que me salvó a mí. —Maxine siente un extraño hormigueo en la periferia de su cerebro, como un pie que intentara despertarse. Todavía dentro del perímetro de la dicha del recién casado, él se levanta a hurtadillas de la cama, hace lo que ha ido a hacer a Guatemala, vuelve a la cama, en las peores horas de la mañana, acurruca la polla en la hendidura del culo de ella, ¿cómo no iba a saberlo?, ¿en qué inocencia podía ella creer todavía?
Fuego de armas automáticas todas las noches, pulsaciones irregulares de la luz coloreada de las llamas sobre las copas de los árboles. Los aldeanos empezaron a marcharse. Una mañana, Windust encontró la oficina donde trabajaba abandonada y vaciada de cualquier detalle delator. Ni rastro de la escoria neoliberal con la que había llegado a la ciudad. Tal vez se debió a la aparición, de la noche a la mañana, de paisanos mal encarados con machetes. Alguien había escrito ‘SALSIPUEDES’ MOTHERFUCKERS con lápiz de labios en la pared de un cubículo. Un bidón de petróleo de doscientos diez litros en la parte de atrás lleno de cenizas y documentos chamuscados de los que todavía salía humo. Ni un solo yanqui a la vista, menos rastro aún de los mercenarios israelíes y taiwaneses con los que se habían estado coordinando, todos ellos repentinamente convocados de vuelta a lo invisible.
—Me dio un minuto para que metiera mis cosas en una bolsa. La blusa que me puse en nuestra boda, algunas fotografías de familia, un calcetín con un fajo de quetzales dentro, una pequeña SIG Sauer del veintidós que a él no le gustaba y se empeñó en que me llevara.
Sobre el mapa, la frontera mexicana no estaba lejos, pero se dirigieron primero a la costa, alejándose de las montañas; el terreno era irregular y había obstáculos: patrullas del ejército, agentes de operaciones especiales kaibiles de los que se decía que bebían sangre, ‘guerrilleros’ que dispararían a un gringo con sólo verlo. En cualquier momento, Windust podía susurrar palabras como «Pequeño contratiempo», y tenían que esconderse. Tardaron días, pero por fin él los pasó sanos y salvos a México. Cogieron la autopista en Tapachula y fueron cambiando de autobuses, siempre hacia el norte. Una mañana, en la estación de autobuses de Oaxaca, estaban sentados bajo un toldo de postes y techo de paja, y Windust de repente apoyó una rodilla en el suelo y le ofreció un anillo a Xiomara, con el diamante más grande que ella había visto.
—¿Qué es esto?
—Se me había olvidado regalarte un anillo de compromiso.
Ella se lo probó, no le entraba bien.
—No pasa nada —dijo él—, cuando llegues al D.F. quiero que lo vendas. —Y hasta ese momento, hasta ese «vendas» en lugar de «vendamos», ella no comprendió que él se marchaba. Le dio un beso de despedida y, dejando atrás el que tal vez fuera el último acto de compasión de su currículo, salió parsimoniosamente de la estación de autobuses. Cuando ella se recuperó lo bastante para ponerse de pie y correr tras él, se había desvanecido ya por los caminos arduos y el clima implacable de un destino en el norte del que ella se había creído capaz de protegerle.
—Pobre niña tonta. Su agencia se ocupó de la anulación, me buscó un empleo en una oficina en Insurgentes Sur, y al cabo de un tiempo ya vivía por mi cuenta; ellos ya no tenían ningún interés en seguirme ni podían sacar nada haciéndolo. Me encontré trabajando, cada vez más involucrada, con grupos de exiliados y comités de reconciliación. Huehuetenango seguía en su sitio, la guerra no iba a acabarse nunca, era como el viejo chiste mexicano: ‘de Guatemala a Guatepeor’.
Caminando, han llegado hasta Fulton Landing. Manhattan tan cerca, tan claramente visible hoy, pero el 11 de septiembre el río era casi una barrera metafísica. Los que presenciaron el suceso desde aquí contemplaron, desde un lugar seguro en el que ya no confiaban, el horror del día, contemplaron las legiones de almas traumatizadas que cruzaban el puente, cubiertas de polvo, oliendo a demolición, a humo y a muerte, con la mirada vacía, huyendo, conmocionadas. Mientras la columna terminal ascendía.
—¿Te importa si cruzamos el puente a pie, hasta la Zona cero?
Cómo no. Una visitante más de la Manzana, una más de esas paradas obligatorias. ¿O acaso era ésta la intención desde el principio, y Maxine está siendo manipulada a un ritmo intencionado, como haría un dj con un viejo elepé de vinilo con las canciones interpretadas por la banda original?
—Esa primera persona del plural otra vez, Xiomara.
—¿Nunca has estado ahí?
—Desde que sucedió, no. Es más, he procurado evitarlo. ¿Vas a delatarme a la policía del patriotismo?
—Es por mí. Yo me he obsesionado.
Están otra vez en el puente, lo más cerca de ser libres que permite esta ciudad, en tierra de nadie, un viento cortante procedente de la bahía anuncia algo oscuro que ahora se cierne sobre Jersey, y no es la noche, todavía no, sino otra cosa, que va acercándose, como atraída por el vacío en la historia inmobiliaria que se ha abierto donde se alzaba el Trade Center, produciendo ilusiones ópticas, una luz triste.
Se deslizan como cuidadores hacia la sala de un doliente recién despertado de la pesadilla cívica que no podrá ser consolado. Pasan autobuses turísticos descubiertos cargados de visitantes con ponchos de plástico a juego con el logo de la agencia de viajes. En Church y Fulton, hay una plataforma-mirador que permite a los civiles asomarse, más allá de la tela metálica y las barreras, a la zona donde los camiones de basura, las grúas y los vehículos de carga se afanan en reducir una pila de escombros que todavía se alza a unos diez o doce pisos de altura, y así ver lo que se supone que debería ser el aura que rodea un lugar sagrado, pero que no lo es. Policías con megáfonos organizan el tráfico peatonal. Los edificios cercanos, dañados pero en pie, algunos envueltos, como guardando luto, en redes negras que ocultan sus fachadas, uno con una inmensa bandera estadounidense sujeta a las plantas más altas, se yerguen como silenciosos testigos, los huecos de cuyas ventanas, sin cristales y oscuras, parecen clavar la mirada. Hay vendedores ambulantes que ofrecen camisetas, pisapapeles, llaveros, alfombrillas para ratones y tazas.
Maxine y Xiomara se quedan un momento mirando.
—Nunca fue la Estatua de la Libertad —dice Maxine—, ni un amado Emblema Americano, pero era geometría pura. Eso siempre cuenta. Y luego volaron en mil píxeles.
Y conozco un sitio, tiene la cautela de no añadir, donde sondeas en una pantalla vacía, cliqueas en diminutos enlaces invisibles, y hay algo esperándote ahí, latente, a lo mejor es geométrico, a lo mejor está suplicando como la geometría que la contradigan de algún modo igualmente terrible, a lo mejor es una ciudad sagrada de píxeles que espera ser reconstruida, como si los desastres pudieran reproducirse a la inversa, las torres alzarse desde las ruinas negras, los fragmentos, restos y vidas, tanto da lo vaporizados que quedaran, recomponerse íntegros de nuevo…
—El infierno no tiene por qué estar bajo tierra —Xiomara levantando la mirada hacia el recuerdo desvanecido de lo que alguna vez estuvo ahí delante—; el infierno puede estar en el cielo.
—Y Windust…
—Dotty dijo que él había venido por aquí más de una vez después del 11 de septiembre, frecuentaba el lugar. Trabajo pendiente, le dijo a ella. Pero no creo que su espíritu esté aquí. Creo que está abajo, en Xibalbá, reunido con su gemelo malvado.
Las fantasmales estructuras condenadas que las rodean parecen acercarse unas a otras, como si hablaran entre sí. Un patrullero de la policía kármica está diciendo muévanse, señores, se ha acabado, aquí no hay nada que ver. Xiomara coge a Maxine del brazo, y salen deslizándose a un chispeo de lluvia premonitoria, a una metrópolis barrida por el crepúsculo.
Más tarde, de vuelta en su piso, en un ritual de viuda, Maxine encuentra un momento a solas y apaga las luces, coge el sobre de dinero e inhala los últimos vestigios de la colonia punk-rock de Windust, intentando convocar algo tan invisible, ingrávido e inexplicable como su espíritu…
Que ahora está en el inframundo maya, vagando por un paisaje de muerte, atestado de seguidores del baloncesto maya, hambrientos, envenenados, de formas cambiantes y letalmente desquiciados. Como el Boston Garden, pero distinto.
Y más tarde aún, junto a un Horst que ronca, bajo el techo pálido, mientras las luces de la ciudad se esparcen filtrándose a través de las persianas, justo antes de sumirse en la fase REM del sueño, buenas noches. Buenas noches, Nick.