Así que es a la mañana siguiente, en la consulta de Shawn, donde, claro, se deja ir y se desarma del todo, no con sus padres o su marido o su querida amiga Heidi, no, sino delante de un surfista medio bobo cuyo concepto de un mal día es que las olas no lleguen al medio metro.
—Entonces tú… ¿tenías sentimientos hacia ese hombre?
—¿Tener sentimientos? —jerigonza californiana, traduce, por favor; no, espera, mejor no—. Shawn. Vale, tenías razón, yo me equivocaba, ¿y sabes qué?, que te den por culo, ¿cuánto te debo?, tenemos que saldar las cuentas porque no voy a volver.
—Nuestra primera pelea.
—Y la última. —Por alguna razón, Maxine no se mueve.
—Maxi, es la hora. Con todo el mundo acabo llegando a este punto. Lo que necesitas ahora es abordar las cosas con La Sabiduría.
—Genial, la perdí cuando me arrancaron las muelas del juicio.
Shawn oscurece las persianas, pone una cinta de música hipnótica marroquí, enciende una vara de incienso.
—¿Estás preparada?
—No. Shawn…
—Aquí está… La Sabiduría. Prepárate para copiar. —Ella se queda sobre la estera de meditación pese a sí misma. Inspirando profundamente, Shawn anuncia—: «Es lo que es es… eso es lo que es». —Deja que se haga el silencio, largo pero puede que no tan profundo como sus inspiraciones—. ¿Lo has pillado?
—Shawn…
—Ésa es La Sabiduría, repite.
Suspirando con intención, ella cumple y añade:
—Depende, claro, de cuál sea tu definición de la palabra «es».
Muy bien, algo un poco distinto. ¿Cuál ha sido siempre la alternativa? Reclamada por las nimiedades cotidianas, fingiendo que la vida ha vuelto a la Normalidad, envolviéndose temblorosa frente al invierno de lo contingente en una manta deshilachada confeccionada con los gastos del primer trimestre, las comisiones escolares, las irregularidades en la factura de la tele por cable, una jornada laboral agitada por fantasías tan cutres que «fraude» sería un término demasiado elegante para describirlas, unos vecinos de arriba para quienes sellar bien la bañera es un concepto alienígena, un malestar en las alturas del aparato respiratorio y en las profundidades del intestino, y todo, todo, con la pintoresca convicción de que el cambio siempre será lo bastante gradual para sobrellevarlo, con seguros, con equipos de protección, con dietas saludables y ejercicio regular, y que el mal nunca cae con estruendo del cielo para explotar en medio de las delirantes ilusiones que nos hacemos todos de que estamos exentos…
Cada día que ve a Ziggy y a Otis sanos y salvos es otra milésima de punto que se suma al indicador de su confianza en que, tal vez, nadie va a por ellos, en que, tal vez, nadie la considera responsable de lo que sea que hiciera Windust, en que, tal vez, el posible asesino de Lester Traipse, Gabriel Ice, no está proyectando energías malignas en el corazón de su familia a través de Avi Deschler, quien, cada día que pasa, se parece más al chico de las películas de terror adolescente que al final resulta estar poseído.
—No —Brooke despreocupadamente—, debe de estar probando. No sé, a lo mejor le ha dado por la moda gótica.
Por extraño que parezca, estos días Maxine está prestando mucha atención a su hermana, al darse cuenta de que, entre todos los signos y síntomas que avisan de patologías urbanas, Brooke ha sido históricamente su mejor indicador, su detector de tóxicos de alta sensibilidad, y ahora le intriga el haber descubierto que en la actitud de Brooke se ha introducido desde hace poco una rara reticencia al lloriqueo, una predisposición a deshacerse de sus viejas manías sobre la gente y las compras, cierto… ¿resplandor? ¡Agggh! No, no puede ser, ¿verdad que no?
—Muy bien, dímelo, ¿cuándo cumples?
—¿Eh?, ¿que cuándo cumplo?, te refieres a años o… Oh. Oh, Maxi la Taxi, ¿te has dado cuenta? Si hasta anoche no se lo dije a Avi…
—Las hermanas tienen poderes extrasensoriales; deberías ver más películas de terror, te ilustrarían. ¿Cómo se lo ha tomado Avi?
—Genial.
No es exactamente eso lo que diría Avi. Ahora ha convertido en una costumbre semanal entrar a hurtadillas por la puerta de servicio que hay al doblar la esquina, pasar ante la mirada reprobadora de Daytona y contarle a Maxine sus historias de hashslingrz, como si ella tuviera un arsenal de superpoderes al que recurrir.
Su empresa se ha transformado en un nido de ratas, un escenario de lucha por el poder, defensa del territorio, arribismo, puñaladas traperas, traición y chivatazos. Lo que Avi había creído simple paranoia sobre la competencia se ha convertido ahora en un rasgo sistémico, con más enemigos dentro que fuera. De hecho, hasta utiliza la palabra «tribal». Además:
—¿Te importa si uso tu lavabo un momento?
Que en el caso de Avi acaba siendo una de las Preguntas Más Frecuentes. Al percatarse de los ojos enrojecidos y los párpados semicerrados, la nariz moqueante, la conversación dispersa y aletargada, las alarmas de Maxine empiezan a sonar. Un día, le concede una pequeña ventaja y luego le sigue por el pasillo hasta el lavabo, donde encuentra a su cuñado con el pitorro de un aerosol para limpiar el ordenador metido en la nariz, abusando del gas propelente.
—Avi, de verdad.
—Sólo es aire en una lata, inofensivo.
—Lee la etiqueta. En un planeta cuya atmósfera fuera de gas fluoroetano, sí, tal vez podrías llamarlo «aire». Mientras tanto, aquí en la Tierra, deberías recordar que vas a ser paterfameapilas antes de que te des cuenta.
—Gracias. No debería caber en mí de contento, ¿no? Pues, ¿sabes qué?, quepo perfectamente, estoy angustiado, sé que tengo que encontrar otro empleo, Ice me tiene agarrado por las pelotas, ¿cómo pago la hipoteca y sostengo a la familia sin un salario?
—Lo único que le preocupa a Ice —tranqui, tranqui, como siempre— es que otras manazas que no sean las suyas soben el pandero de la empresa, y, sólo en muy segundo término, el incumplimiento de la cláusula de confidencialidad. Si puedes convencerle de que no supones ninguna amenaza en ninguna de esas áreas, él en persona te buscará por ahí el empleo de tus sueños.
Pero a ella le cuesta estar fuera de DeepArcher. Desde que pasó a código abierto y dio la bienvenida a la mitad de los habitantes del planeta, ninguno de los cuales es quien dice ser, adquiriendo una serie de menús de opciones del tamaño del Código Fiscal de Estados Unidos, cualquiera puede deambular por el sitio: manadas de turistas ociosos, policías fisgones, el fin del mundo tal como lo conocíamos bajo los robots indexadores, ROM hackers, aficionados manitas, herejes de los videojuegos de rol, continuamente borrando y sobrescribiendo, desasignando, volviendo obsoletas funciones previas, redefiniendo un siempre creciente inventario de contribuciones a gráficos, instrucciones, codificaciones, secuencias de escape…, ha corrido la voz y da la impresión de que llevaban años esperando; es lo que se denomina demanda reprimida. Maxine es capaz de meterse entre las multitudes, invisible y a su aire. No es que sea una adicta, aunque un día en que por casualidad ha vuelto al mundo de carne y hueso durante un segundo, mira al reloj de la pared, echa cuentas y le faltan tres horas y media que no sabe justificar. Menos mal que no hay nadie, aparte de sí misma, que le pregunte qué está buscando ahí abajo, porque la respuesta es tristemente obvia.
Sí, es consciente de que DeepArcher no resucita a nadie, gracias por recordárselo. Pero ha estado pasando algo raro con el informe de Windust, el que había copiado a su ordenador poco después de que Marvin le llevara el lápiz de memoria en el que iba grabado. A ratos sueltos, le ha estado echando un vistazo, y no, últimamente, sin punzadas de temor colorrectal, porque cada vez que lo consulta descubre nuevo material añadido. Como si —dándose un paseo, vistas las antiguallas que ella tiene como cortafuegos— alguien hubiera estado entrando cada vez que le ha apetecido.
«Considérese la teoría propuesta recientemente», por ejemplo, «de que el sujeto, aunque no fuera un agente doble en el sentido clásico, hubiera seguido un bien definido plan personal. Según archivos desclasificados hace poco, eso podría haber empezado en fecha tan temprana como 1983, cuando el sujeto supuestamente facilitó la fuga de una ciudadana guatemalteca, de interés para el Archivo como elemento insurgente, y con la cual el sujeto estaba casado por entonces.» Y otras actualizaciones similares, todas, misteriosamente, de material nada crítico cuando no expresamente elogioso. ¿A qué ojos iría destinado ese tipo de información?, ¿sólo a los de Maxine?, ¿a quién le convendría saber que Windust, veinte años atrás, todavía era capaz de una buena acción, de salvar a su por entonces esposa Xiomara de los asesinos fascistas para quienes, hablando con propiedad, él trabajaba?
El primer autor del que habría que sospechar sería el propio Windust, que intentaría presentarse como una buena persona, salvo que es descabellado porque Windust está muerto. Así que, o bien es cosa de bromistas de la Beltway haciendo de las suyas, o bien internet se ha convertido en un medio de comunicación entre los mundos. Maxine empieza a atisbar presencias en la pantalla que sabe que debería ser capaz de nombrar, tenues, fugaces, cada una de las cuales acaba desvaneciéndose hasta quedar reducida a un único y anónimo píxel. O puede que no. Es más probable que Windust permanezca sin iluminar, en otro espantoso lugar.
Aunque sus creadores afirmaran no Jugar a la Metafísica, esa opción permanece abierta en DeepArcher, junto a explicaciones más seculares; así que cuando se topa inesperadamente con Lester Traipse, en lugar de asumir que está ante un impostor con intenciones ocultas, o ante un robot preprogramado con diálogos para cualquier circunstancia, no ve qué daño puede hacer si le trata como a un alma que ya ha partido.
Sólo para quitarse el tema de la cabeza:
—Y bien, Lester, ¿quién lo hizo?
—Interesante. Lo primero que quiere saber la mayoría de la gente es cómo es esto de estar muerto.
—Vale, cómo es…
—Ja, ja, pregunta capciosa. No estoy muerto, soy un refugiado, un exiliado de mi propia vida. Y en cuanto a quién lo hizo, es mucho suponer que lo sepa. Yo acordé por teléfono dejar un montón de pasta en efectivo envuelta en papel transparente como primer plazo para Ice bajo la piscina de The Deseret, a medianoche, y sin darme cuenta me veo aquí vagando perdido, rascándome el ombligo metafísico con mi dedo espectral.
—Igor Dashkov dijo que hablabas de buscar alguna clase de asilo en DeepArcher. ¿Eres tú con quien en realidad estoy hablando, Igor?, ¿Misha?, ¿Grisha?
—No creo, yo utilizo demasiado el artículo.
—Vale, muy bien. Asumamos que sigue habiendo un filo en alguna parte. Y más allá un vacío. Si has estado allí…
—Lo siento. Sólo soy un empleado que reparte la correspondencia, ¿te acuerdas? Quieres profecías, claro. Puedo dártelas, pero todo serán memeces.
—¿Y por qué no me dejas traerte de vuelta? Seas quien seas.
—Cómo. ¿De vuelta a la superficie?
—O más cerca, en cualquier caso.
—¿Por qué?
—No sé. —No sabe—. Si eres de verdad tú, Lester, me duele que andes por aquí perdido.
—Se trata justamente de eso, de andar por aquí, perdido. Echa un buen vistazo a la Web superficial alguna vez, ya me dirás si no es una imagen penosa. Menudo favor me harías, Maxine.
Bien podría hallarse en plena celebración de una fiesta de antiguos alumnos. Sin saber cómo, ¿a quién tiene ahí delante más que a su Ziggy y a su Otis? Con un universo en expansión entero donde elegir, entre ese aluvión de información global, los chicos han localizado de alguna forma archivos gráficos para crear una versión de NYC tal como era antes del 11 de septiembre de 2001, antes del sombrío anuncio de la señora Cheung sobre lo real y lo inventado, reformateada ahora como la ciudad personal de Zigotisópolis, plasmada en una paleta de colores amablemente luminosos tomados de tratamientos del color de la vieja escuela, como los que se ven en las postales con ilustraciones de otra época. En algún lugar del mundo, alguien que disfruta de esa misteriosa exención del tiempo que da lugar a la mayor parte del contenido de internet, ha estado codificando y ensamblando con paciencia estos vehículos y calles, esta ciudad que no puede existir. El viejo Hayden Planetarium, el Commodore Hotel pre-Trump, las cafeterías de la parte alta de Broadway que hace años que no existen, bufés y bares que ofrecen comidas gratis siempre que bebas, donde los parroquianos merodean por la puerta de la cocina para echar un primer tiento a lo que sea que entre, cines urbanos de verano con rótulos en letras azules ribeteados de escarcha y carámbanos que prometen: DENTRO SE ESTÁ FRESCO, Madison Square Garden aún en la Cincuenta con la Octava Avenida y el restaurante de Jack Dempsey todavía enfrente, y en la vieja Times Square, antes de las putas, antes de las drogas, salones recreativos como Fascination, máquinas del millón tan clásicas ahora que sólo yuppies remunerados con largueza pueden permitirse comprarlas, y cabinas de grabación en las que caben media docena de personas para versionar lo último de Eddie Fisher en acetato. La maquinaria retro que se ve por las calles, aunque indefinida en cuanto a marcas y años, es abundante y está siempre en movimiento. Ernie y Elaine, como fuentes probables de todo eso, estarían aullando al reconocerlo.
Ve a los chicos, pero ellos no la han visto. No hay ninguna contraseña, y aun así Maxine no sabe si entrar sin una invitación; después de todo, es la ciudad que han creado ellos. Y ellos tienen otras prioridades, los paisajes urbanos del DeepArcher de Maxine están misteriosamente rotos, son espacios de indiferencia y abuso, de mierda de perro sin recoger, y ella, por poco que pueda evitarlo, no quiere arrastrar nada de eso a la ciudad más amable de sus hijos, con sus tonos de colores antiguos, sus arbustos verde ácido, su asfalto índigo y sus flujos de tráfico demasiado organizado. Ziggy lleva el brazo sobre el hombro de su hermano, y Otis lo mira con resuelta adoración. Se pasean tranquilamente por este paisaje de pantalla todavía no corrupto, se nota que se sienten ya como en casa, sin la menor preocupación por su seguridad, su salvación, su destino…
No os molestéis por mí, chicos, sólo me asomaré desde la página de visitantes. Toma nota mental para comentárselo, con cautela, con amabilidad, cuando todos hayan vuelto al mundo de carne y hueso, al meatspace o al sucedáneo-de-soja-space, sea lo que sea ahora. Porque, de hecho, se está dando una situación extraña. Cada vez le cuesta más distinguir el NYC «real» de traducciones como Zigotisópolis…, es como si se quedara atrapada en un torbellino que la arrastra sin parar hacia el interior del mundo virtual. Ciertamente, no estaba previsto en el plan de negocios original, pero ahí surge la posibilidad de que DeepArcher esté a punto de desbordarse en el peligroso golfo entre la pantalla y la cara.
De entre las cenizas y la herrumbre de este invierno posmágico, han empezado a emerger en pantalla elementos contrafactuales, como si se tratara de pequeños goombas. Una mañana ventosa, temprano, Maxine camina por Broadway cuando ahí viene la tapa de plástico de un envase de aluminio de comida para llevar, de veinte centímetros, empujada por el viento, rodando por la manzana, sobre el canto, un canto fino como un sueño justo antes del alba, y parece que quiere tumbarse pero la corriente de aire u otra cosa —o puede que haya un nerd ante el teclado— la mantiene erguida a lo largo de una distancia inverosímil, media manzana, una manzana entera, se queda esperando ante el semáforo, luego media manzana más hasta que por fin baja rodando del bordillo y un camión que sale la atropella y acaba aplastada. ¿Real?, ¿animado por ordenador?
El mismo día, después de comer en un local de hummus donde no siempre puedes descartar la presencia de toxinas psicodélicas en el tabulé, pasa casualmente por el barrio del Tío Dizzy y ahí está el viejo epónimo en persona, al doblar la esquina, con la habitual furgoneta de reparto a la que aporrea mientras chilla: «¡Vamos! ¡Vamos!». Maxine se detiene a mirar un parpadeo de más y Dizzy la ve.
—¡Maxi! ¡Justo la persona que estaba buscando!
—No, Diz, no soy yo, de verdad.
—Toma, esto es para ti. En agradecimiento. —Le extiende una pequeña caja con bisagras que lleva dentro lo que parece un anillo.
—¿Qué es esto?, ¿me estás pidiendo la mano?
—Acabo de recibirlo del mayorista, nuevecito y sin estrenar. Es chino. Ni siquiera sé a cuánto debo venderlo.
—Porque…
—Es un anillo de la invisibilidad.
—Esto, Diz…
—Lo digo en serio, quiero que te lo quedes, ten, pruébatelo.
—Y… me hará invisible.
—Garantía personal del Tío Dizzy.
Sin saber muy bien por qué, se pone el anillo. Dizzy hace un par de piruetas sin ayuda y empieza a tantear el aire.
—¿Adónde ha ido?, ¡Maxi!, ¿estás ahí? —y todo lo demás. Ella tiene que saltar para esquivarle.
Es una solemne tontería. Se quita el anillo y se lo devuelve.
—Toma. Te diré qué haremos: ahora te lo pruebas tú.
—¿Estás segura?… —Está segura—. Muy bien, ha sido idea tuya. —Se pone el anillo y desaparece de golpe. Ella se pasa más tiempo del que en realidad dispone hoy buscándole, pero no da con él, los transeúntes empiezan a lanzarle miradas curiosas. Maxine vuelve al despacho, pero es como si ese lío sobre lo que es real y lo que no haya ensombrecido el día, deja el trabajo a eso de las cuatro y va a la calle Setenta y Dos, que no tardará en ser midtown, donde se encuentra a Eric, que sale de Gray’s Papaya con un cómplice adolescente cuyos significantes delatan, a gritos, sublegalidad.
—Maxi, te presento a mi amigo Ketone, su especialidad es la falsificación de fotografías de carné, ven, ayúdanos a buscar.
—¿El qué?
Una furgoneta blanca, explica Eric, preferiblemente aparcada, sin abolladuras, suciedad, logos ni rótulos. Rastrean varias manzanas arriba y abajo, hasta Central Park West y de vuelta, antes de encontrar una furgoneta aceptable para Ketone, ante la cual éste hace posar a Eric, luego saca una cámara con flash y le dice que sonría. Toma media docena de instantáneas, luego van hasta Broadway y entran en una tienda de maletas de gama baja, lo que pone los sensores de Maxine en alerta máxima, porque metida en alguno de esos atractivos bolsos de viaje y maletas con ruedas que se exponen puede haber cualquier mercancía que usted, y los chicos de comisaría, quieran imaginar. Tras un breve intervalo de descarga, Ketone vuelve con una selección de fotos de carné de Eric.
—¿Cuál te gusta, Maxi?
—Ésta está bien.
—Dame cinco, diez minutos —dice Ketone, que se dirige a la instalación de impresión y plastificación que tiene en la trastienda.
—¿Una movida —aventura ella— de la que me convendría no saber nada?
Eric adopta un tono furtivo.
—Sólo es por si tuviera que marcharme con prisas. —Pausa, como si se lo pensara—. Las cosas se están poniendo raras.
—Dímelo a mí. —Le cuenta lo de la tapa rodante y el numerito de la desaparición del Tío Dizzy—. Últimamente, parecen estar adquiriendo, no sé cómo decirlo, un tono virtual espeluznante.
Eric también lo ha notado.
—Tal vez sean de nuevo los del Montauk Project. Como si viajaran de aquí para allá en el tiempo, dedicados a interferir en causas y efectos, así que cada vez que vemos que las cosas empiezan a romperse, pixelarse y parpadear, cualquier mal rollo que nadie había previsto, incluso cuando el clima se vuelve loco, es porque esos tipos de operaciones especiales que se desplazan en el tiempo han estado haciendo de las suyas.
—A mí me suena creíble. Al menos, no es más difícil de creer que lo que emiten en los canales de noticias. Pero nunca podremos saberlo. Todos los que se acercan demasiado a la verdad desaparecen.
—Tal vez es que hemos estado viviendo en una pequeña ventana privilegiada, y ahora las cosas están volviendo a lo que siempre han sido.
—¿Ves, esto, problemas en camino?
—Sólo esta extraña sensación sobre internet, que se ha acabado, no me refiero a la burbuja tecnológica ni al 11 de septiembre, sino a algo fatal en su propia historia. Que ha estado ahí desde el principio.
—Hablas como mi padre, Eric.
—Piénsalo bien, cada día hay más pringados pasivos y menos usuarios informados; los teclados y las pantallas se han convertido en puertas a sitios web donde sólo hay aquello que les interesa a los Administradores, para hacernos adictos: compras, juegos, guarradas para hacerte pajas, basura inacabable en stream…
—Dios, Eric, te pasas de crítico, ¿no? ¿Qué me dices de un poco de eso que Buda llama compasión?
—Mientras tanto, hashslingrz y los demás no paran de llenarse la boca cada vez más con la «libertad de internet» y, al mismo tiempo, se la van entregando a los malos de la película… Nos han pillado, muy bien, sí, todos estamos solos, necesitados, ofendidos, desesperados por tragarnos, por creernos cualquier penosa imitación de identidad que quieran vendernos… Están jugando con nosotros, Maxi, y la partida está amañada, y no acabará hasta que internet, la verdadera, el sueño, la promesa, sea destruida.
—¿Y dónde está la tecla de Deshacer?
Un temblor casi invisible. A lo mejor se está riendo para sus adentros.
—Podría haber los suficientes buenos hackers por ahí interesados en resistir. Proscritos que trabajarán gratis, que no tendrán piedad con quien intente utilizar la Red para fines perversos.
—La guerra civil.
—Sí. Salvo que ahora los esclavos ni siquiera saben que lo son.
Hasta más tarde, metida ya en los yermos desolados de enero, Maxine no se da cuenta de que ésa era la noción que tenía Eric de una despedida. Algo así debía de estar escrito desde el principio, aunque ella había esperado un alejamiento virtual más lento, bajo la sucia capa de algas demasiado iluminada de la superficie, con sus sitios de compra y blogs de cotilleos, hundiéndose hacia una luz incierta, deslizándose tras una sucesión de velos de código encriptado, hacia lo más hondo de la Web Profunda. Pero no, en vez de eso, un día, pum, adiós al tren de la línea L, al Joie de Beavre, todo queda bruscamente a oscuras y en silencio, otra clásica fuga, que la deja sólo con la atribulada fe en que él todavía exista en algún lugar del lado honorable del libro mayor.
Driscoll sigue en Williamsburg, y aún contesta los e-mails.
«Pues con el corazón destrozado, gracias por preguntar. En todo caso, nunca supe qué estaba pasando. Eric tenía desde el principio, cómo diría, ¿un destino alternativo? O puede que no, pero tú debiste de darte cuenta. Ahora mismo tengo que lidiar con mierda más inmediata, como el exceso de compañeros de piso por aquí, problemas con el agua caliente, robos de champú y acondicionador, necesito concentrarme en avanzar lo suficiente para poder pagarme un piso propio, y si eso significa cambiar de fase, pasarme las horas diurnas encerrada en un cubículo de una empresa al otro lado del puente, pues que así sea. Por favor, no te mudes a las zonas residenciales o algo así, ahora no, ¿vale? Cuando tenga un momento me gustaría pasar por tu casa.»
Muy bien, Driscoll, 3-D y aquí fuera, en «la realidad objetiva», estaría muy bien que lo consiguieras, sin que importe tanto a qué lado del río como a qué lado de la pantalla. Maxine no se siente más cómoda que antes con la sensación de error que se ha adueñado de ella, el bug epistemológico suelto por ahí, una confusión que no afecta a Horst, quien, inmune como siempre, muy pronto se encuentra siendo útil como último recurso, a modo de infalible patrón de calibración.
—A ver, papá, ¿es esto real?, ¿o no lo es?
—No es real. —Horst le lanza a Otis una mirada fugaz desde lejos, pongamos que a lo Ben Stiller en The Fred MacMurray Story.
—Es una sensación muy extraña —le confiesa impulsivamente Maxine a Heidi.
—Ya —Heidi se encoge de hombros—, debe de ser la PIGAP, la vieja Pregunta de la Incertidumbre Granada-Asbury Park.[38] Siempre ha estado ahí.
—Será dentro de tu cerrado y endogámico mundo académico, ¿no?
—Puede que te guste su sitio web —en el mismo tono irritado— para víctimas cuyo empeño por distinguir la diferencia es especialmente vívido, como es tu caso, por ejemplo, Maxi…
—Gracias, Heidi —con una cadencia que sube un poco hacia el final—, y Frank, me parece, cantaba sobre el amor.
Están en el JFK, en la sala de embarque de clase business de Lufthansa, dando sorbos a una especie de mimosa orgánica, mientras los demás pasajeros que esperan en la sala se afanan por coger una cogorza lo antes posible.
—Bueno, todo va del amor, ¿no? —Heidi escanea la sala buscando a Conkling, que ha ido a hacer una excursión nasal por las instalaciones.
—Esta situación real/virtual no te pega, Heidi.
—Supongo que soy una chica más bien de tipo Yahoo! Clic para entrar, clic para salir, sin alejarme mucho, sin nada que sea demasiado… —la característica pausa de Heidi— profundo.
Es el periodo entre semestres en el City College, y Heidi, de vacaciones, está a punto de volar con Conkling a Múnich, Alemania. Cuando Maxine se enteró, una sección de metal wagneriana empezó a resonar estridente y bruscamente por los pasillos de su memoria a corto plazo.
—Esto va por…
—Él —ya no dice, se fija Maxine, «Conkling»— ha comprado hace poco un frasco seminuevo de colonia 4711, que fue liberado por nuestros soldados al final de la guerra del lavabo privado de Hitler en Berchtesgaden… y… —La vieja mirada heidical que dice: sí, y a ti qué coño te importa.
—Y el único laboratorio forense del mundo capacitado para verificar el matapiojos de Hitler resulta que se encuentra en Múnich. Bien, ¿quién no querría asegurarse?, es algo así como un embarazo, ¿no?
—Nunca le has entendido —se aparta con agilidad de la trayectoria del sándwich a medio comer que Maxine ha recogido reflexivamente y luego le ha arrojado. Aunque es verdad que todavía no entiende a Conkling, que ahora regresa a la sala de embarque de Lufthansa casi brincando.
—¡Estoy listo! ¿Y tú, mi chica Poison, preparada para esta aventura?
—No veo la hora de partir —Heidi un tanto distraída, le parece a Maxine.
—¿Sabes?, ésta podría ser la conexión perdida, el primer paso de vuelta por ese oscuro sillage, a lo largo de todo ese tiempo y caos, al Führer viviente…
—Antes no lo llamabas así —se le ocurre a Heidi.
La respuesta de Conkling, probablemente una idiotez, se ve interrumpida por una joven anunciando por los altavoces el vuelo a Múnich.
Ahora hay un control nuevo, producto del 11 de septiembre, en el que las autoridades descubren en uno de los bolsillos interiores de Conkling el frasco posiblemente histórico de 4711. Excitado alemán coloquial por los altavoces. Seguridad armada de dos naciones converge sobre los sospechosos. Uy, Maxine se acuerda de que habían dicho algo sobre no llevar líquidos a bordo del avión…, desde detrás de una barrera de plástico a prueba de balas intenta transmitirle la información con gestos teatrales a Heidi, que le clava unas cejas arqueadas como diciendo: no te quedes ahí pasmada y llama a un abogado.
Más tarde, horas más tarde, en el taxi de vuelta a Manhattan:
—Probablemente sea lo mejor, Heidi.
—Sí, puede que en Múnich todavía perviva la calderilla del mal karma. —Heidi asiente se diría que casi con alivio.
—No está todo perdido —interviene Conkling—, puedo enviarlo por un servicio de mensajería internacional y sólo habremos perdido un día, mi flor tuberosa.
—Replantearemos la estrategia —promete Heidi.
—Marvin, no llevas puesto el uniforme. ¿Qué fue del equipo de kozmo?
—Lo vendí enterito en eBay, cariño, hay que adaptarse a los tiempos.
—Ya, por un dólar con noventa y ocho, no me fastidies.
—Por más de lo que podrías soñar. Ya nada muere, el mercado de coleccionistas es como la otra vida, y los yuppies son sus ángeles.
—Vale. Y esta cosa que acabas de traerme…
¿Qué iba a ser? Otro disco; aunque hasta después de cenar, con Horst definitivamente apalancado delante de la tele viendo a Alec Baldwin en The Ray Milland Story, Maxine no puede echarle un vistazo, y sin ninguna gana. Otro traveling, esta vez a través del parabrisas batido por la aguanieve de un vehículo grande indeterminado. Por lo que deja entrever el mal tiempo, es un terreno montañoso, un cielo gris, franjas y trechos de nieve, ninguna referencia horizontal hasta que se acerca de golpe un paso elevado, y entonces ve lo innecesariamente inclinado que es el encuadre, así que detrás de la cámara no puede estar más que Reg Despard.
Y no sólo Reg; como a propósito, el plano gira a la izquierda y ahí, al volante, gorra de malla, puro de forajido, barba de una semana y todo lo demás, está su otrora socio de travesuras Eric Outfield, de nuevo, resurgido de las profundidades o de donde sea.
—Hola, hola, colega del volante, hermano del asfalto y todo lo demás —dice risueño Eric—, y un tardío feliz Año Nuevo para ti, Maxi, y para los tuyos.
—Lo mismo digo —añade un invisible Reg.
—Es el karma, ¿ves?, Reg y yo no paramos de encontrarnos.
—Esta vez mi viejo amigo Black Hat estaba merodeando por el campus de Redmond, y por arte de magia se hackeó físicamente a través de la puerta…
—Un interés compartido por los parches de seguridad.
Je, je.
—Pero distintos fines, claro. Mientras tanto, surge este otro curro.
—Ésta es nuestra salida.
Salen de la interestatal, tras un par de giros paran en una gasolinera. La cámara da la vuelta hasta la parte de atrás del tráiler; Eric, en primer plano, se pone serio.
—Ahora, todo esto es profundamente secreto. Este disco que estás viendo tiene que ser destruido en cuanto hayas acabado; tritúralo, machácalo, mételo en un microondas, algún día todo saldrá en un largometraje documental, pero no hoy.
—¿Un par de tíos en un camión? —pregunta Maxine a la pantalla.
Eric abre los cierres de la puerta y la levanta.
—Nunca has visto nada de esto, ¿vale? —Ella puede distinguir, amontonados dentro, equipos electrónicos en estantes que se pierden en el infinito. Unas bombillas led resplandecen en la penumbra. Oye el zumbido de ventiladores de refrigeración—. Con amortiguación a medida, especificaciones militares, estos de aquí son todos lo que llaman servidores blade, los almacenes están llenos, como puede esperarse en estos tiempos, y los venden a precios tirados, ¿y quién —Eric en una alegre nube de humo de puro—, seguro que te estarás preguntando, pagaría por una granja de servidores sobre ruedas, en realidad por una flota entera, en continuo movimiento e imposible de rastrear en ningún momento?, ¿qué tipo de datos llevan estas unidades en sus discos duros?
—Mejor no preguntes —Reg entre carcajadas—. Por el momento todo es experimental. Podría no ser más que una inmensa pérdida de nuestro tiempo y del dinero de un desconocido.
Una respiración tranquila sobre el hombro de Maxine. Por alguna razón, ni se sobresalta ni grita, o al menos no mucho, sólo detiene la reproducción.
—Parece que es en los alrededores del Bozeman Pass —supone Horst.
—¿Qué tal tu película, cariño?
—Están en los anuncios, hasta ahora han llegado al rodaje de Días sin huella (1945), con un curioso cameo de Wallace Shawn como Billy Wilder, pero, escucha, no te fíes de lo que han grabado ahí, ¿vale? Por esa zona hay un paisaje precioso, a ti te encantaría… A lo mejor un verano podríamos…
—Quieren que destruya el disco, Horst, así que, si no te importa…
—No he visto nada, sordo y mudo; eh, ése era Eric, ¿no?
Es posible que haya un matiz de envidia en su voz, pero en esta ocasión ni rastro de lloriqueos de marido malcriado. Maxine echa un fugaz vistazo a su cara y le pilla mirando las montañas barridas por la ventisca, como un exiliado, con un deseo muy evidente de arrastrarse una vez más entre tormentas y vientos implacables, solo por las autopistas del norte. ¿Cómo va a acostumbrarse ella a esa nostalgia invernal?
—Me parece que ya ha vuelto a empezar tu película, muchachote. Si estás buscando un modelo que imitar, podría ser peor que Ray Milland, tal vez deberías estar tomando notas.
—Sí, siempre me ha gustado The Thing with Two Heads (1972).
Maxine reanuda el disco. El camión vuelve a estar en marcha. Van pasando kilómetros que no parecen anunciar nada. Al cabo de un rato, Eric dice:
—Ah, a propósito, por si te lo estás preguntando, no, esto no es la guerra civil. ¿Te acuerdas de lo que hablamos la última vez? Ni siquiera es Fort Sumter. Sólo estamos dando una pequeña vuelta por la interestatal, nada más. Todavía en la fase de desarrollo bleeding-edge. Podríamos dirigirnos a cualquier parte, Alberta, los Territorios del Noroeste, Alaska, veremos adónde nos lleva. Siento no haberte enviado más e-mails, pero nos movemos por sitios donde a uno no le gustaría traerse el ordenador familiar. Contenido inapropiado, por no hablar de que los aparatos revientan de formas que no le harían gracia nadie. A partir de ahora el contacto tendrá que ser un tanto intermitente. Tal vez algún día… —La imagen funde a negro. Ella le da al avance rápido buscando algo más, pero parece que es todo lo que hay.