37

Debido a un bloqueo mental, probablemente relacionado con el agente 007, acerca de qué armas llevar encima, siempre ha procurado evitar la Walther PPK con láser en la empuñadura, prefiriendo su segunda arma, la Beretta, lo que, si las pistolas tuvieran carreras profesionales conscientes, podría considerarse un ascenso. Pero ahora Maxine coge la escalera de tijera, hurga por el fondo de la parte de arriba del armario y saca la PPK. Al menos no es el modelo para mujeres que tiene la empuñadura de color rosa perla. Comprueba las pilas, enciende y apaga el láser. Una chica nunca sabe cuándo necesitará un láser.

En la calle, una de esas agobiantes tardes invernales, el cielo sobre Nueva Jersey es como un pálido estandarte de combate de la antigua «nación del invierno», partido horizontalmente, lila-cardo hexadecimal por arriba, amarillo mantecoso por abajo; tiene que andar hasta Broadway para buscar un taxi, que a estas horas del día es probable que esté acabando su turno y de regreso hacia Long Island City, con pocas ganas de más carreras. Y eso es lo que pasa. Cuando por fin consigue parar a uno, empiezan a encenderse las luces de la ciudad y ya oscurece.

En el «piso franco» pulsa el interfono, espera, espera, no hay respuesta, la puerta está cerrada, pero ve luz que se filtra por las rendijas. Se acerca para examinar el estado de la cerradura y se fija en que sólo tiene echado el pestillo, no está cerrada con llave. Tras años experimentando con diversas tarjetas de crédito y de compra, ha encontrado la combinación ideal de fuerza y flexibilidad en los naipes de plástico que los chicos se llevan a casa del ESPN Zone. Ahora saca uno, se arrodilla un momento, y la ha abierto con el naipe antes de plantearse siquiera si es una buena idea.

Vida de roedores, sombras fugaces titilando por delante. Ecos en las escaleras, gente que chilla en otros pisos, ruidos no humanos que no sabe identificar. Sombras en rincones espesas como la grasa, que ninguna bombilla podría penetrar por potente que fuera. Pasillos iluminados intermitentemente, y calor, cuando lo hay, que sólo sale de radiadores escogidos, de manera que hay trechos fríos que, según los conocidos ex New Age de Maxine, indican la presencia de fuerzas espirituales malévolas. En algún pasillo, una alarma de incendios cuyas pilas agonizan repite un gorjeo estridente y desolado. Se acuerda de que Windust le dijo que los perros salían a la puesta de sol.

La puerta del apartamento está abierta. Saca la PPK, enciende el láser, levanta el seguro, entra. Los perros están ahí, tres, cuatro, rodeando algo que yace entre ella y la cocina. Hay un olor reconocible aunque uno no sea un perro. Maxine se aleja de la puerta por si alguno de los animales quiere marcharse a toda prisa. Su voz suena bastante firme hasta el momento:

—Muy bien, Toto, ¡quieto!

Levantan las cabezas, tienen los hocicos más oscuros de lo que deberían. Ella se adentra un poco más, pegada a la pared. El objeto no se ha movido. Se hace notar, es el centro de atención, aunque esté muerto todavía intenta controlar la historia.

Un perro sale corriendo por la puerta, dos se acercan a ella gruñendo para hacerle frente, otro permanece junto al cadáver de Windust y espera que los demás se ocupen de la intrusa. Miran a Maxine; una mirada que no es canina, si Shawn estuviera ahí se lo confirmaría, sin duda: la miran con el rostro de antes del rostro.

—Tu cara me suena de la exhibición canina de Westminster del año pasado, ¿no te llevaste el premio al mejor de tu categoría?

El perro más cercano es una mezcla de rottweiler y lo que se quiera, y el pequeño punto rojo se ha desplazado hasta el centro de su frente, afortunadamente no titila sino que se mantiene firme como una piedra. El perro de al lado se queda quieto, como a la expectativa.

—Vamos —susurra—, ya sabes lo que es, colega, va a taladrarte el tercer ojo…, vamos…, no tiene por qué pasar. —Los gruñidos cesan; los perros, con cuidado, se acercan a la salida, el macho alfa de la cocina se aparta finalmente del cadáver y (¿la ha saludado con la cabeza?) se une a los demás. Se quedan esperando en el pasillo.

Los perros han causado algún estropicio que procura no mirar, y además está el olor. Recita para sí una poesía de la infancia:

Muerto, dijo el doctor,

muerto, dijo la enfermera,

muerto, dijo la dama con

el bolso de piel de caimán…

Va tambaleándose al lavabo, se da un golpe en el extractor de aire y se arrodilla sobre las baldosas frías bajo el ruido del ventilador. Los contenidos de la taza se alzan leve pero perceptiblemente, como si quisieran comunicarse. Vomita, asaltada por una imagen de todos los conductos de aire de cada sórdido despacho y cada olvidada habitación de paso de la ciudad, que van a parar, a través de un gigantesco colector, a una única tubería que ruge ruidosamente transportando una ráfaga constante de gases anales, mal aliento y papel higiénico en descomposición, hasta descargarse, como era de esperar, en algún lugar de Nueva Jersey…, mientras tanto, dentro de las rejillas que cubren cada uno de esos millones de conductos, la grasa se va apelmazando eternamente en las ranuras y listones, y el polvo que se levanta y se posa queda ahí retenido, acumulándose a lo largo de los años hasta formar un pelaje secreto, pardusco y ennegrecido…, una inmisericorde luz azulada, papel pintado con motivos en blanco y negro, su propio reflejo inestable en el espejo… Hay una mancha de vómito en la manga de su abrigo, intenta limpiársela con agua fría, pero no puede.

Vuelve junto al cadáver silencioso en la otra habitación. Desde el rincón la mira la Dama con el bolso de piel de caimán, en silencio, sin brillo en los ojos, sólo la curva de una sonrisa apenas visible en las sombras, el bolso colgado de un hombro, cuyo contenido permanece oculto para siempre porque siempre te despiertas antes de verlo.

—Se acaba el tiempo —susurra la Dama, sin crueldad.

Pese a todo, Maxine se toma un momento para mirar a quien había sido Nick Windust. Un torturador, un asesino múltiple; ella ha tenido su polla dentro, y ahora no sabe muy bien lo que siente, sólo puede mirar los botines a medida, que a esa luz son de un marrón claro sucio. ¿Qué está haciendo ahí?, ¿qué mierda había creído que podría hacer si venía corriendo?, ¿impedir que pasara?… Esos zapatones lamentables y estúpidos…

Se da una rápida vuelta por los bolsillos del cadáver: no lleva cartera, dinero, ni billetes doblados ni de ninguna otra clase, ni llaves, ni agenda de anillas, ni móvil, ni cigarrillos, ni cerillas ni encendedor, ni medicamentos ni gafas, nada más que una colección de bolsillos vacíos. Y luego hablan de que hay que irse limpio al otro barrio. Al menos, es coherente. Nunca se dedicó a esto por dinero. Los desmanes neoliberales debían de tener algún atractivo para él, un atractivo propio y ahora ya incognoscible. Al final, lo único que le quedaba, cuando el otro mundo ya se cernía sobre él, eran sus antecedentes, y sus mandos lo han abandonado a su merced. Su historial entero, con todos sus años y todo su peso.

Entonces, ¿con quién había estado hablando ella en el oasis de DeepArcher? Si Windust, a juzgar por el olor, ya llevaba mucho tiempo muerto, le quedan un par de posibilidades, las dos problemáticas: o él le estaba hablando desde el otro lado o era un impostor y el enlace podría haberlo desviado cualquiera, no necesariamente un admirador, espías, Gabriel Ice…, un chaval de doce años de California. ¿Por qué creerse nada?

Suena el teléfono. Se sobresalta un poco. Los perros vuelven a acercarse a la puerta, curiosos. ¿Contestar?, mejor no, le parece. Tras cinco llamadas se pone en marcha un contestador automático en la cocina, con el volumen alto, así que no hay forma de evitar oírlo. No es ninguna voz que reconozca, sino un susurro ronco y agudo.

—Sabemos que estás ahí. No hace falta que contestes. Es sólo un recordatorio de que mañana hay colegio, y uno nunca sabe cuándo sus hijos pueden necesitarle a su lado.

Oh, mierda. Oh, mierda.

Al salir pasa por delante de un espejo, se mira sin pensar, ve una figura borrosa en movimiento, tal vez ella misma, seguramente otra cosa, la Dama de nuevo, envuelta en sombras salvo por un único destello de su anillo de casada, cuyo color, si la luz tuviera sabor, algo que por un momento cree posible, sería levemente amargo.

En la calle no se ven policías por ninguna parte, ni taxis, una oscuridad de mediados de invierno. Frío, un viento que se levanta. El resplandor de calles urbanas habitadas queda muy lejos. Ha salido a una noche diferente, a una ciudad completamente diferente, una de esas ciudades de los videojuegos de tirador en primera persona por las que aparentemente puedes desplazarte por toda la eternidad, pero de las que nunca puedes salir. La única humanidad visible son figurantes virtuales en la lejanía, ninguno de los cuales le ofrece la ayuda que necesita. Rebusca a tientas en el bolso, encuentra el móvil, y por descontado no tiene cobertura a esta distancia de la civilización, además, apenas le queda batería.

Tal vez la llamada telefónica era sólo un aviso, tal vez sólo eso, tal vez los chicos estén a salvo. Tal vez ésa sea una estúpida hipótesis que ya no puede permitirse. Se suponía que Vyrva iba a recoger a Otis a la escuela; Ziggy tendría que estar en clase de krav maga con Nigel, pero ¿qué importaba eso ahora? Cada espacio de su jornada que consideraba fiable ha dejado de serlo porque la única cuestión a la que se ha reducido todo es: ¿dónde estarán Ziggy y Otis a salvo de cualquier daño?, ¿quién de los que forman parte de su red sigue siendo digno de confianza?

Podría ser útil, se recuerda, no dejarse llevar por el pánico. Se imagina cristalizando no exactamente en una estatua de sal, sino en algo a medio camino entre la mujer de Lot y una estatua conmemorativa —de hierro, enjuta— de todas las mujeres de Nueva York que solían irritarla cuando se colocaban inmóviles en los bordillos «parando un taxi», aunque no hubiera taxis a la vista en quince kilómetros en ninguna dirección, y aun así extendían la mano hacia la calle vacía y el tráfico que se acerca pero no lo bastante, y lo hacían no con un gesto suplicante sino con un aire extrañamente sobrado, como si fuera su derecho, un gesto secreto que desencadenaría una alerta en todos los taxistas: «Zorra en una esquina con una mano levantada, ¡corred!, ¡corred!».

Pero aquí, transformada en una versión de sí misma que no reconoce, sin pensar, ve su propia mano alzarse al viento que procede del río, e intenta desde la ausencia de esperanza, desde el fracaso de la redención, invocar una fuga mágica. A lo mejor lo que veía en aquellas mujeres no era la convicción de la que se cree con derecho a algo, a lo mejor todo se reduce en verdad a un acto de fe. Algo que en Nueva York, técnicamente hablando, se requiere incluso para el simple gesto de salir a la calle.

De regreso en el espacio de carne y hueso de Manhattan, lo que acaba haciendo es cruzar las sombrías calles transversales sin policías hacia la Décima Avenida hasta que encuentra una profusión, que desborda las aceras de punta a punta, de alfanuméricos iluminados sobre alegres techos amarillos, todos en la dirección que le conviene, atravesando la hora oscura como si la calzada, cual río negro, fluyera eternamente hacia arriba, y todos los taxis, furgonetas y coches de habitantes de las afueras sólo se dejaran llevar por la corriente…

Horst todavía no ha vuelto a casa. Otis y Fiona están en la habitación de los niños, con sus discusiones creativas habituales. Ziggy está delante de la tele, como si no hubiera pasado gran cosa ese día, viendo ¡Scooby se hace latino! (1990). Maxine, tras una rápida visita al lavabo para reformatearse, y lo bastante sensata para no atacar de buenas a primeras con el interrogatorio, entra y se sienta a su lado casi a la vez que la película se interrumpe para los anuncios.

—Hola, mamá. —Quiere abrazarlo para siempre. Pero se contiene y deja que le resuma la trama. Shaggy, al que le han permitido conducir la furgoneta, se ha liado y ha cometido algunos errores de navegación, lo que lleva a que el quinteto de aventureros acabe en Medellín, Colombia, sede por entonces de un tristemente famoso cartel de la cocaína, donde descubren un plan de un malvado agente de la DEA para hacerse con el control del cartel fingiendo ser el fantasma —qué menos— de un mandamás de la droga asesinado. Sin embargo, con la ayuda de una pandilla de niños de la calle, Scooby y sus colegas desbaratan el plan.

Se reanuda la película de dibujos, el villano es conducido ante la justicia.

—Me habría salido con la mía, claro que sí —se queja—, de no haber sido por esos chicos entromedellíntidos.

—Y bien —con toda la inocencia que Maxine puede simular—, ¿qué tal ha ido hoy el krav maga?

—Qué curioso que lo preguntes. Empiezo a cogerle el punto y a ver para qué sirve.

Justo después de la clase, mientras Nigel había salido a buscar a su canguro y Emma Levin preparaba un perímetro de seguridad, Ziggy oyó un bip en su mochila.

«Oh-oh, Nige.» Ziggy sacó su Cybiko, comprobó la pantalla, empezó a pulsar teclas con un pequeño lápiz óptico.

—Está en la Duane Reade, a la vuelta de la esquina. Hay una furgoneta aquí delante con unos tipos sospechosos y el motor en punto muerto.

—Eh, qué molón, un teclado de bolsillo, ¿puedes mandar e-mails con eso?

—Más bien mensajería instantánea. ¿No cree que esa furgoneta tendría que preocuparnos?

De repente hubo un enorme fogonazo y una ruidosa explosión.

Harah! —murmuró Emma—, la cuerda trampa.

Salieron corriendo por la puerta trasera y encontraron a un tipo con pinta de paramilitar en el callejón, parpadeando, tambaleándose y maldiciendo. Todo olía como a fuegos artificiales.

—¿Podemos hacer algo por usted? —Emma se desplazó rápidamente hacia la derecha y le hizo gestos a Ziggy para que fuera hacia la izquierda. El visitante se volvió hacia el punto desde el que ella acababa de hablar y pareció buscar algo. Emma pasó a la acción como un rayo. El energúmeno no voló por los aires muy lejos, pero cuando por fin tocó el suelo estaba tan descompuesto que a ella le bastaron unos pocos y contenidos gestos, con Ziggy como apoyo, para librarse de él.

—No sólo es un aficionado, sino también un estúpido. No sabe con quién está tratando.

—Es usted increíble, señora Levin.

—Claro, pero te incluía también a ti. Tú formas parte de mi unidad, Zig, nadie que se meta con nosotros va a salirse con la suya. —Registra al intruso y encuentra una Glock con un cargador descomunal. Ziggy aleja la mirada, como si prestara atención a algo más interno—. Umm…, puede que no sea un civil, aunque tampoco parece muy profesional que digamos, lo que no sé con qué nos deja.

—¿Alguien a sueldo?

—Lo que yo estaba pensando.

—Así que usted sí es una agente durmiente.

Encogimiento de hombros.

—Disponible las veinticuatro horas. Cuando se me necesita, aquí estoy. Y parece que se me necesita. Déjame colocar otra granada aturdidora por aquí, luego iremos al sótano, buscaremos un carrito y sacaremos a este idiota a algún sitio donde puedan recogerlo sus amigos de la furgoneta.

Cargaron con el pistolero inconsciente por la manzana y lo tiraron en el bordillo, junto a un mueble de oficina de conglomerado roto, hinchado y deformado por la lluvia. Pensaron en llamar al 911, pero optaron por no hacerlo.

—Y eso fue todo. Nigel, como siempre, se cabreó por no haber participado.

—Y… todo eso es algo que has visto en los Power Rangers o algo así, ¿verdad? —Maxine con esperanza.

—Atrae mal karma contar mentiras sobre cosas como ésta…, ¿mamá?, ¿estás bien?

—Oh, Ziggurat…, sólo me alegro de que estés sano y salvo. Me siento muy orgullosa de ti, de cómo te valiste por ti mismo… La señora Levin también debe de estarlo. ¿Te parece bien si la llamo?

—Ya te lo digo yo, ella te lo confirmará.

—Sólo para darle las gracias, Ziggy.

Otis y Fiona salen como balas por la puerta de la habitación.

—Escúchame, Fi, si pierdes el lenguaje de perpetuidad, te arrepentirás.

—Sólo es un cliché, Satjeevan dice que puedo caminar siempre que quiera.

—¿Y te lo crees? Es un reclutador.

—Ahora te estás portando como un novio celoso.

—Muy madura, Fiona.

Horst entra parpadeando en el piso, mira a Maxine.

—Tengo que hablar un momento con vuestra madre, chicos. —La levanta del sofá tirándole de la muñeca y la conduce amablemente al dormitorio.

—Estoy bien. —Maxine evita la mirada directa.

—Estás temblando, estás más blanca que Greenwich, Connecticut, un jueves. No hay por qué preocuparse, cariño. He hablado con la instructora de Zig, sólo era el típico pirado de Nueva York, la gentuza para la que se ha inventado el krav maga. —Ella sabe en qué puede transformarse esta cara honesta que nunca se dejará engañar, y sabe que es mejor dejarlo correr, a no ser que quiera derrumbarse bajo el peso de lo que quiera que sea, llámalo culpa, y así se conforma con asentir con la cabeza, distante, triste. Que Horst se trague la típica historia del pirado. En esta ciudad hay mil cosas de las que asustarse, puede que hasta dos mil, y muchas más historias que seguramente él ni imaginaría. Todos los silencios, todos los años, las infidelidades como investigadora de fraudes sin siquiera follar, y luego, inesperadamente, un polvo de verdad y ahora el otro está muerto. Ni se plantea improvisar sobre lo que ha ocurrido hoy; lo primero que diría Horst: ese tipo que murió, ¿estabas saliendo con él?, y ella estallaría, no tienes ni idea de lo que dices, entonces él le echaría la culpa por poner a los chicos en peligro, y ella replicaría y dónde andabas tú cuando deberías haber estado con ellos, y así seguirían echándose mierda y más mierda, sí, y volverían a los viejos tiempos. De manera que más vale que te calles, Maxine, una vez más, cállate, cá-lla-te.

Al día siguiente, Emma Levin llama con noticias de un anónimo ramo de flores rebosante de rosas que le han llevado a su gimnasio, con una nota en hebreo que expresa el deseo de que todos estén bien.

—¿A lo mejor el novio?

—Naftali sabe que existen las flores, las ve en el mercado de la esquina, pero todavía cree que son comestibles.

—Pues a lo mejor…

—A lo mejor. Por otro lado, nadie nos paga para que seamos Shirley Temple. Esperemos a ver.

Aun así, a lo mejor, tampoco es que sea una mala señal. Mientras tanto, ahora que Avi y Brooke se han mudado a una vivienda de propiedad cooperativa cerca de Riverside por un precio de entrada cuya obscenidad está en sintonía con el salario de Avi en hashslingrz, Maxine tiene una excusa medianamente creíble para mandar a los chicos durante un tiempo con sus abuelos, cuyo edificio dispone de sistemas de seguridad comparables a cualquiera de los que pueden encontrarse en la capital de nuestra nación. Horst la apoya entusiasmado, y no en poca medida porque está redescubriendo a su casi ex esposa como objeto de lujuria.

—No puedo explicarlo.

—Muy bien, no lo hagas.

—Es como cometer adulterio, aunque distinto.

Señor Elegante. Maxine supone que ese despertar guarda una misteriosa relación con las vibraciones de mujerzuela que, le guste o no, está transmitiendo, además de con las descabelladas sospechas de Horst sobre todos los hombres, fantasmas o no, que se le acerquen lo bastante para sobarle el culo; y dado que no causa demasiadas alteraciones en su propio nivel de perversidad el sentirse halagada de ese modo, le deja pensar lo que quiera, y así la erección no se resiente.

A lo que hay que añadir que un día, sin que venga a cuento, Horst le da las llaves del Impala.

—¿Para qué las quiero?

—Por si acaso.

—Por si acaso… ¿qué?

—Nada concreto, sólo una sensación.

—Una…, ¿una qué, Horst? —Lo estudia con atención. Parece bastante normal—. ¿Seguro que no te arrepentirás? Ten en cuenta tu problema de intolerancia a las abolladuras.

—Oh, los costes de la carrocería…, ésos corren de tu cuenta, claro.

Lo que no implica que Horst se apoltrone en casa todo el tiempo. Una noche, él y su colega Jake Pimento, que se ha mudado de Battery Park a Murray Hill, salen a trasnochar con una cuadrilla de capitalistas de riesgo de la otra orilla interesados desde hace poco en invertir en tierras raras, que Horst, con sus talentos paranormales, ha determinado que serán la próxima materia prima en alza, y Maxine decide pasar la noche con sus padres y los chicos.

Se duerme pronto, pero se despierta cada dos por tres. Retazos de sueños, ciclos de los que no puede salir. Se mira en un espejo, aparece un rostro detrás de ella, su propia cara, pero supurando maldad. Durante toda la noche, esas estampas la despiertan, produciéndole un vacío reverberante en el corazón. En cierto momento, ya no puede más. Se da la vuelta murmurando entre las sábanas. Alguien recorre a toda prisa Broadway en un coche cuya bocina toca los ocho primeros compases del tema de El padrino de Nino Rota. Una y otra vez. Eso le pasa muy de tarde en tarde, y esa noche, según parece, es la noche.

Maxine empieza a pasear por el piso. Los niños apilados en literas, la puerta un poco abierta, le gusta pensar que para ella, sabedora de que algún día sus puertas se cerrarán y tendrá que llamar. El despacho de Ernie, que comparte con una lavadora y secadora, un antiguo monitor TRC de Apple sobre una mesa, que está encendido; en el comedor, el museo de Elaine de bombillas de larga duración usadas en este apartamento, cada una en su pequeño envoltorio de gomaespuma, etiquetada con las fechas en que se colocó y en que se fundió. Las bombillas Sylvania de cierta época parecen ser las que más duraban.

Algún tipo de música clásica sale del cuarto de la tele. Mozart. En esos desolados tramos de programación previos al alba, encuentra a Ernie frente al aparato, con la cara transfigurada por el antiguo resplandor Trinitron, viendo una versión casi desconocida de Don Giovanni, que de hecho nunca se llegó a distribuir, protagonizada por los hermanos Marx, con Groucho en el papel principal. Se acerca, descalza y de puntillas, y se sienta al lado de su padre en el sofá. Hay un gran cuenco de plástico con palomitas, demasiado grande hasta para dos, que Ernie, al cabo de un momento, empuja hacia ella. Durante un recitado, él la pone al corriente:

—En esta versión han eliminado al Commendatore, así que no hay Donna Anna, ni Don Ottavio, por eso, sin el asesinato, es una comedia.

A Leporello lo encarnan tanto Chico como Harpo, uno cuando tiene frases y el otro para los gags visuales; por ejemplo, Chico dispara su lengua en el aria del catálogo mientras Harpo corre detrás de Donna Elvira (Margaret Dumont, en el papel para el que nació), pellizcando, sobando todo lo que puede y haciendo sonar la bocina de su bicicleta, y más tarde tocará el acompañamiento de arpa de Deh, vieni alla finestra. Masetto es un barítono de estudio, no Nelson Eddy; Zerlina es una muy joven, más que guapa y con buena sincronización de labios Beatrice Pearson, que más adelante encarnará a otra ingenua con una atracción fatal por los canallas como John Garfield en La fuerza del destino (1948).

Cuando acaba la ópera, Ernie pulsa el botón de silencio y extiende las manos medio encogiéndose de hombros, como un bajo haciendo una reverencia.

—¿Y bien? Es la primera vez que te veo aguantando una ópera entera.

—No sé, papá, debe de ser por la compañía.

—También se la he grabado a los chicos, parece que a ellos sí les va.

—Intercambio cultural, ya he visto que te han hecho jugar a Metal Gear Solid estos días.

—Es mejor que la basura televisiva que veíais Brooke y tú, creo recordar.

—Sí, te reventaban aquellas series de policías. Si nos pillabas viendo una, apagabas la tele y nos castigabas.

—¿Acaso han mejorado?, ¿qué ha sido de los detectives privados, de los criminales adorables?, se han perdido con toda aquella propaganda que se desató pasados los años sesenta. La bota de Orwell en la cara, acusaciones y persecuciones sin fin, polis, polis y más polis. ¿Por qué no íbamos a querer protegeros a vosotras, tan pequeñas, de todo eso, proteger vuestras almas sensibles? Y mira para qué sirvió. Tu hermana es del Likud, y tú persigues a pobres desgraciados que sólo intentan pagar el alquiler.

—Tal vez la televisión de entonces lavaba el cerebro, pero eso ya no podría pasar hoy. Nadie controla internet.

—¿Lo dices en serio? Créetelo mientras puedas, alma bendita. ¿Sabes de dónde sale todo eso, ese paraíso online tuyo? Empezó en la Guerra Fría, cuando los think tanks estaban llenos de genios que se planteaban las consecuencias de una posible guerra nuclear. Maletines y gafas de pasta, el traje completo de la cordura académica, que cada día acudían a un trabajo que consistía en imaginar todas las variantes en que podía llegar el fin del mundo. Por entonces el Departamento de Defensa denominaba a tu internet DARPAnet, y su verdadero propósito original era asegurar la supervivencia del mando y control de Estados Unidos después de un intercambio nuclear con los soviéticos.

—Qué me dices.

—Pues sí, la idea era establecer los suficientes nodos para que, sin importar lo que fuera destruido, siempre pudieran reorganizar alguna especie de red conectando lo que quedara en pie.

En eso puede desembocar una inocente conversación padre-hija ahí, en la capital del insomnio, cuando todavía faltan horas para que amanezca. Bajo esas ventanas oyen el anárquico paisaje sonoro de la calle a medianoche, las roturas, gritos, tubos de escape, carcajadas neoyorquinas, demasiado altas, demasiado banales, los frenos pisados demasiado tarde antes del subsiguiente estampido angustioso. Cuando Maxine era pequeña, creía que ese alboroto nocturno procedía de demasiado lejos para preocuparse, como las sirenas. Ahora siempre suena demasiado cerca, forma parte de la existencia diaria.

—¿Estuviste alguna vez metido en ese lío de la Guerra Fría, papá?

—¿Yo? Demasiado técnico para mí. Pero sí había gente que conocía, del Bronx Science… Crazy Yale Jacobian, un buen chaval, solíamos salir juntos al centro, echar unas partidas de ping-pong. Fue al MIT, consiguió un empleo en la RAND Corporation, se mudó a California. Perdimos el contacto.

—A lo mejor no trabajaba en el departamento que planeaba cómo reventar el mundo.

—Lo sé, soy un tipo demasiado crítico, demándame. Pero para hacerte una idea tendrías que haber estado allí, hija. Ahora todos creen que los años de Eisenhower fueron una época pintoresca, tranquila y aburrida, pero todo aquello tenía un precio, por debajo corría el terror en estado puro. La medianoche eterna. Si te parabas a pensar, siquiera un minuto, ahí estaba, y podías caer en ella casi sin darte cuenta. Algunos cayeron. Otros se volvieron locos, algunos incluso se suicidaron.

—Papá.

—Sí, y tu internet fue una invención suya, este chisme mágico que ahora se filtra como un olor a través de los detalles más nimios de nuestras vidas, la compra, los quehaceres domésticos, los deberes, los impuestos, absorbiendo nuestra energía, devorando nuestro precioso tiempo. Y no es inocente. En ninguna parte. Nunca lo ha sido. Fue concebido en pecado, el peor pecado posible. Ha ido creciendo, pero nunca se ha desprendido del gélido deseo de muerte para el planeta que anida en su corazón, y no, no creo que haya cambiado nada, hija.

Maxine rebusca entre los granos de maíz que no han estallado las pocas palomitas que queden.

—Pero la historia sigue, como siempre te gusta recordarnos. La Guerra Fría acabó, ¿no?, internet evolucionó sin parar, apartándose cada vez más de los militares, volviéndose civil; hoy en día son los chats, la World Wide Web, las compras online, lo peor que puede decirse es que tal vez se esté mercantilizando demasiado. Y mira el poder, la fuerza, que está concediendo a miles de millones de personas, la promesa, la libertad que ofrece.

Ernie empieza a zapear, como si estuviera irritado.

—Llámalo libertad, pero está basada en el control. Todo el mundo conectado y todos juntos, ya es imposible que nadie se pierda, jamás. Da el paso siguiente, conéctala a los teléfonos móviles, y tienes una red de vigilancia total, ineludible, de la que nadie puede escapar. ¿Te acuerdas de los cómics del Daily News?, ¿la radio de muñeca de Dick Tracy?, pues estará por todas partes, todos los patanes llevarán una, serán las esposas del futuro. Tremendo. El sueño del Pentágono: la ley marcial universal.

—Ya veo de dónde he heredado la paranoia.

—Pregúntales a tus hijos. Fíjate en Metal Gear Solid: ¿a quién secuestran los terroristas?, ¿a quién intenta rescatar Snake? Al jefe de DARPA. Piénsalo, ¿eh?

—Papá.

—Si no me crees, pregúntales a tus amigos del FBI, ya sabes, esa especie de polis con su base de datos del NCIC. ¿Cuántos archivos tienen?, ¿cincuenta, cien millones? Te lo corroborarán, estoy seguro.

Maxine se lo toma como lo que parece, una invitación a hablar:

—Escucha, papá. Tengo que contarte algo… —Y ahí le sale. La inmisericorde sensación de vacío tras la desaparición de Windust. Aunque, por descontado, da una versión corregida de la historia, puliéndola para evitar angustias de abuelo, claro, eludiendo la mención del incidente de Ziggy en la clase de krav maga.

Ernie la escucha hasta el final.

—Leí algo en el periódico. Muerte misteriosa, le describían como un experto de un think tank.

—Y qué quieres que digan. Un matón a sueldo, ¿decían algo de eso?, ¿que era un asesino?

—Ni una palabra. Pero supongo que, tratándose del FBI, de la CIA, nadie descartaría lo de asesino.

—Papá, la comunidad del pequeño fraude en la que trabajo cuenta con su propio código de perdedores, con su lealtad, su respeto, tonterías como el no chivarse hasta que no sea estrictamente necesario. Pero esa pandilla…, se delatan unos a otros antes de desayunar, Windust estaba viviendo un tiempo prestado.

—¿Crees que se lo cargaron los suyos? Yo habría imaginado una venganza, teniendo en cuenta el montón de tercermundistas cabreados que ese tipo debió de dejar tras de sí a lo largo de su vida.

—Tú lo conociste antes que yo, me pasaste su tarjeta, podrías haberme dicho algo.

—¿Más de lo que ya te dije? Cuando eras pequeña, hacía lo que podía, procuraba evitar que te sumaras a esa descerebrada adoración a la policía, pero, a partir de un momento dado, cada uno comete sus propios errores. —Y entonces, más vacilante de lo que lo ha visto en toda su vida—: Maxeleh, ¿no te habrás…?

Maxine, mirándose las rodillas para no mirar a su padre, finge explicarse:

—Nunca, ni una vez, le he dado bola a ninguno de esos estafadores de poca monta con los que me cruzo, pero del primer criminal de guerra de primera división con el que me topo, voy y me quedo colgada, sé que tortura y asesina a gente, siempre sale bien parado, y ¿me repugna, me conmociona? No, lo que pienso es: puede cambiar. Todavía está a tiempo de darle la espalda a todo eso, no hay nadie tan perverso, debe de tener conciencia, hay tiempo, puede reparar el daño que ha hecho; pero la verdad es que no, ya no puede…

—Chiss, chisss. No pasa nada, pequeña —alarga la mano con timidez hacia su cara. No, el gesto no la hace sentirse libre de culpa, sabe que está siendo menos que honesta, con la esperanza de que Ernie, sea para protegerse a sí mismo o con una genuina candidez que ella no tiene el valor de mancillar, se tome sus palabras literalmente. Que es lo que hace—. Siempre has sido así. Yo esperaba que con el tiempo abandonarías, que te rendirías, que te volverías tan fría como todos nosotros, pero también rezaba para que no lo hicieras. Volvías de la escuela, de las clases de historia, siempre con una pesadilla nueva: los indios, el Holocausto; todos los crímenes contra los que yo había insensibilizado mi corazón hacía muchos años, los crímenes que enseñaba pero por los que ya no sentía gran cosa, y tú te enfadabas tanto…, te dolían tan intensamente, apretabas tus pequeños puños, ¿cómo podía alguien hacer cosas así, cómo podían vivir después?, ¿qué se suponía que tenía que decirte? Te pasábamos pañuelos de papel y decíamos: son cosas de mayores, algunos se portan así, tú no tienes por qué ser como ellos, tú puedes ser mejor. Fue lo único que se nos ocurrió, lamentable, sí, pero, ¿sabes qué?, nunca he sabido qué deberíamos haberte dicho. ¿Te parece que me siento orgulloso de eso?

—Los chicos me preguntan las mismas cosas, no quiero verlos convertidos en lo que ya son sus compañeros de clase, pequeños cabrones sabihondos y cínicos…, pero ¿qué pasa si Ziggy y Otis empiezan a preocuparse demasiado, papá?, este mundo podría destruirlos como si nada.

—No hay alternativa, confía en ellos, confía en ti, y también en Horst, que parece haber vuelto a escena…

—A decir verdad, ya lleva un tiempo. A lo mejor nunca salió del todo.

—Bueno, en cuanto a ese otro hombre, más vale que algún otro se encargue de las flores, de las palabras de despedida. Como siempre dice el camarada Joe Hill, no llores por mí, organiza. Y un consejo de moda de tu elegante padre aquí presente: ponte algo de color, evita que se te vea demasiado de negro.