A Maxine le gustaría que alguna Navidad pasaran por la tele una versión revisionista del Cuento de Navidad en la que Scrooge, para variar, no fuera el malo de la película. El capitalismo victoriano le ha urgido durante años a que venda su alma, transformándolo de un inocente y novato chaval en un mezquino viejo que trata a todos los demás como si fueran unos mierdas, y a nadie peor que a su aparentemente honesto contable Bob Cratchit, que en realidad ha estado esquilmando de forma sistemática al pobre, torturado y vulnerable Scrooge, manipulando los libros y escapándose periódicamente a París a derrochar lo que le ha robado en champán, juego y con las chicas del cancán, dejando a Tiny Tim y a la familia en Londres, donde se mueren de hambre. Al final, en lugar de que Bob sea el instrumento de la redención de Scrooge, es éste el que rescata y reintegra a aquél en el bando de la humanidad.
Cada año, cuando llegan las navidades y la Janucá, esta historia empieza a salpicar su trabajo. Maxine se encuentra invirtiendo polaridades, pasando por alto a obvios Scrooges y concentrándose en secretamente pecaminosos Cratchits. Los inocentes son culpables, los culpables ya no tienen remedio posible, todo está del revés, es una shakespeareana Noche de Reyes de la contradicción del capitalismo tardío, y no especialmente tranquilizadora.
Tras escuchar por la ventana la misma sentida interpretación callejera con trompeta de Rudolph the Red-Nosed Reindeer unas mil veces, todas idénticas, nota por nota, hasta que por fin les parece, esto, cómo lo dirían, ¿un rollo inaguantable?, Maxine, Horst y los niños deciden tomarse un descanso juntos y recorrer un par de manzanas hasta la terminal de autobuses de la Port of Authority, que alberga la última bolera no yuppieficada de la ciudad.
En la terminal, al subir las escaleras, entre el enjambre de viajeros, timadores, mirones desvergonzados y policías de paisano, Maxine repara en una briosa figura bajo una gigantesca mochila, que seguramente se encamina a algún destino que no tiene tratado de extradición con Estados Unidos.
—Ahora vuelvo, chicos. —Se abre paso entre el tráfico humano y esboza su sonrisa más sociable—. Vaya, Felix Boïngueaux, ça va, ¿qué, de vuelta a Montreal?
—¿En esta época del año?, ¿estás loca? Camino del sol, brisas tropicales, chicas en biquini.
—A una acogedora jurisdicción caribeña, supongo.
—Sólo hasta Florida, gracias, y ya sé lo que estás pensando, pero eso pertenece al pasado, ¿eh? Ahora soy un respetable hombre de negocios, que paga su seguridad social y todo.
—Rocky me contó lo de tu financiación puente, felicidades. No te veía desde el Cotillón Geek, recuerdo que te enzarzaste en una al parecer muy interesante conversación con Gabriel Ice. ¿Pudiste hacer algún negocio?
—Es posible que consiga algún trabajillo de consultoría. —Así, sin asomo de vergüenza. Felix es ahora un contable a sueldo del hombre que podría haberse cargado a su antiguo socio. A lo mejor lo ha sido desde siempre.
—Te diré una cosa, busca un tablero de güija y pregúntale a Lester Traipse qué opina él. Me habías dicho, y fue algo más que una mera insinuación, que sabías quién mató a Lester…
—Nada de nombres. —Parece nervioso—. A ti te gustaría que esto no fuera complicado. Pero lo es.
—Sólo una cosa, con total sinceridad, ¿vale? —¿Buscas miradas furtivas en este tipo?, olvídalo—. Después de que mataran a Lester…, ¿tuviste alguna vez razones para pensar que alguien iba también a por ti?
Pregunta capciosa. Si dice que no, Felix admite que ha estado protegido, lo que da pie a la siguiente pregunta, «¿Por quién?»; si dice que sí, deja abierta la posibilidad de hacer pública documentación, por incómoda que sea, a cambio de una suma apropiada. Él calla, procesándolo todo, impasible como un envase de poutine para llevar, entre la marabunta de viajeros de vacaciones, tipos disfrazados de Santa Claus, niños sujetos con correas, oficinistas empapados en alcohol víctimas de las comidas navideñas de empresa, empleados con horas de retraso y días de adelanto.
—Algún día seremos amigos —Felix mueve su mochila—, te lo prometo.
—Yo también lo espero. Bon voyage. Tómate un mai tai helado en recuerdo de Lester.
—¿Quién era ése, mamá?
—¿Ése? Oh, uno de los elfos de Santa Claus, que ha bajado en viaje de negocios desde Montreal, que es como un centro regional de las actividades del Polo Norte, porque tiene las mismas condiciones climatológicas y todo eso.
—Los elfos de Santa Claus no existen —afirma Ziggy—; en realidad…
—Chitón, chaval —murmura Maxine casi a la vez que Horst avisa:
—Basta ya.
Parece que algunos jovencitos sabelotodos de NYC, conocidos de Otis y Ziggy, han hecho correr el rumor de que Santa no existe.
—No saben de qué están hablando —dice Horst.
Los niños miran a su padre entrecerrando los ojos.
—¿Cuántos años tienes?, ¿cuarenta, cincuenta?, ¿y todavía crees en Santa Claus?
—Pues sí, y si esta miserable ciudad va tan de sobrada que no sabe asumirlo, pues que le den —mira a su alrededor teatralmente— por el culo, que, por cierto, la última vez que miré estaba por el Upper East Side.
Mientras se apuntan en Leisure Time Lanes, recogen los zapatos de bolos, examinan el inventario de fritangas y demás, Horst sigue explicando que, al igual que los clones de Santa Claus de las esquinas de las calles, los padres también son agentes de Santa, y actúan in loco Santaclausis:
—En realidad, a medida que se acerca Nochebuena, sólo van como locos. Veréis, el Polo Norte ya no es el único lugar de fabricación, los elfos han ido dejando poco a poco los talleres y se dedican a los acabados y al reparto, se ocupan de externalizar las tareas y planificar las rutas de distribución de las peticiones de juguetes. Últimamente casi todo se mueve a través de Santanet.
—¿Santa qué? —preguntan Ziggy y Otis a la vez.
—Eh. Nadie tiene ningún reparo en creerse internet, ¿no?, que, si os fijáis, realmente es mágica. Así que ¿qué problema hay en creer en una red privada virtual para los negocios de Santa? El resultado final son juguetes reales, regalos reales, repartidos antes de la mañana de Navidad, ¿dónde está la diferencia?
—El trineo —se apresura Otis—, los renos.
—Sólo ofrecen costes rentables en zonas nevadas. A medida que el planeta se calienta y los mercados del Tercer Mundo adquieren más importancia, la Sede Central del Polo Norte tiene que ir subcontratando el reparto a empresas locales.
—Y en esa Santanet —Ziggy, implacable—, ¿hay contraseñas?
—A los niños no se les permite el acceso —Horst no está dispuesto a cambiar de tema—, es como cuando no os dejan ver películas piratas.
—¿Qué?
—Películas piratas. ¿Por qué no?
—Porque están clasificadas para mayores. A ver, ¿me ayuda alguien a programar este marcador?, estoy un poco confundido…
Encantados de ayudarle, pero Maxine sabe, mientras la asalta la nostalgia de estas fechas, que sólo se trata de una prórroga muy breve.
Entretanto, cada vez resulta más difícil localizar a March Kelleher. Ninguno de los porteros actuales del St. Arnold ha oído hablar de ella, ninguno de sus teléfonos desvía siquiera ya las llamadas a un contestador, sólo suenan sin parar en un silencio enigmático. Según su weblog, la atención, pública y privada, que le prestan la policía y sus socios ha alcanzado niveles alarmantes, obligándola a enrollar su futón todas las mañanas, subirse a una bicicleta y reubicarse en algún sitio nuevo, procurando no dormir en el mismo lugar muchas noches seguidas. Cuenta con una red de amigos que recorren la ciudad en bici con PC portátiles y le suministran una lista creciente de puntos de conexión wi-fi gratuitos, que ella procura utilizar cambiando de punto con frecuencia. March lleva un iBook Clamshell de un tono que se llama Lima de los Cayos y se conecta allá donde pueda encontrar acceso libre a internet.
«Las cosas se están poniendo raras», admite en una de las entradas de su weblog. «Hasta el momento he podido ir un par de pasos por delante, pero una nunca sabe de qué información disponen ellos, hasta qué punto están al día, a quién tienen a sueldo y a quién no. No me malinterpretéis, me caen bien los nerds, en otra vida habría sido una de sus groupies, pero incluso ellos pueden comprarse y venderse, casi como si las épocas de gran idealismo conllevaran grandes oportunidades de corrupción.»
«Tras el ataque del 11 de septiembre», editorializa March una mañana, «entre todo aquel caos y confusión, se abrió silenciosamente un agujero en la historia de Estados Unidos, un vacío de responsabilidad, por el que empezaron a desaparecer valores humanos y financieros. En los tiempos de la candidez hippy, a la gente le gustaba culpar a “la CIA” o a una “operación secreta ilegal”. Pero éste es un enemigo nuevo, innombrable, ilocalizable en ningún organigrama ni en ningún presupuesto…, quién sabe, a lo mejor hasta la CIA le tiene miedo.
»Tal vez sea invencible, o tal vez haya formas de resistirse a él. Lo que se requiere es un grupo de gente preparada, combatientes dedicados y dispuestos a sacrificar tiempo, ingresos, seguridad personal, una fraternidad de hombres y mujeres consagrada a una lucha incierta que puede prolongarse durante generaciones y, aun así, acabar en una derrota absoluta.»
Se está volviendo loca, piensa Maxine, así es como hablan los Jedis. O a lo mejor aquel discurso del verano en la Kugelblitz era en realidad una profecía que ahora se está cumpliendo. Por lo que sabe Maxine, March está durmiendo en el parque, con sus pertenencias en bolsas de Zabar’s, el pelo cada vez más revuelto y canoso, sin darse un baño caliente, dependiendo de las lluvias de invierno para ducharse. ¿Hasta qué punto debe sentirse culpable Maxine por haberle pasado el vídeo de Reg?
Vyrva pasa por su casa una mañana después de dejar a los niños en la escuela. No es que la relación entre Maxine y ella se haya enfriado. Entre las normas implícitas del universo de la investigación de fraudes está la de que un sábado por la noche cualquiera puede jugar a la canasta con cualquiera, y quién juegue en concreto raramente es tan importante como lo que se anota en la hoja de resultados.
Con la nariz en la taza de café, Vyrva anuncia:
—Por fin ha pasado. Me ha plantado.
—Esa rata.
—Bueno, digamos que de algún modo me lo busqué.
—Y él no…
—¿No se vengaría porque DeepArcher pasó a código abierto? Mierda, no, está encantado, significa que lo ha conseguido gratis, le ahorra una pasta con la que Fiona, Justin y yo podríamos habernos mudado a un ático de doce habitaciones del centro.
—Oh —Preocupación por las propiedades inmobiliarias: una vuelta a la cordura—. ¿Es que estáis buscando casa?
—Yo sí. Todavía tengo que convencer a Justin, claro, él siente nostalgia de California.
—Tú no.
—¿Te acuerdas de una película que se titulaba Lawrence de Arabia (1962), esa en la que un tipo de Inglaterra va al desierto y de repente comprende que está en su verdadero hogar?
—¿Y tú te acuerdas de otra que se titulaba El mago de Oz (1939), en la que…?
—Vale, vale. Pero ésta es la versión en la que Dorothy se pone a comprar como loca viviendas en Ciudad Esmeralda.
—Después de una relación inapropiada con el mago.
—Que me ha abandonado; en cualquier caso, me ha dejado a un lado, soy una mujer caída, pero sobrellevo mi culpa, sí, soy libre, libre, te lo digo yo.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara? —Maxine se permite una vez al año imitar al chulesco y sobrado locutor deportivo Howard Cosell, y hoy, precisamente, es el día—. Vyrva, no te regodees en el lloriqueo.
—Oh, Maxi, me siento tan… tan absolutamente, no sé…, ¿usada?
—¿Por qué?, eres una chica más que atractiva, al menos cuando no lloriqueas, ¿y si no eran sólo intrigas de negocios, y si era de verdad lujuria lo que él sentía? —¿de verdad está ella diciendo esas cosas?—, lujuria verdadera y simple, desde el principio.
Eso acaba de abrir el grifo del todo.
—¡Ese pequeñín tan dulce!, lo mandé a la mierda, le herí, soy una auténtica zorra…
—Toma, un regalo —le acerca un rollo de papel de cocina— de alguien que ha pasado por eso. Absorbe mejor que los pañuelos de papel, no se gastan tantos metros cúbicos, así luego hay menos que limpiar.
Daytona, como si hubiera hecho una promesa de fin de año, interrumpe su numerito de negra graciosa durante un momento.
—¿Señora Loeffler?
—Oh-oh. —Revisa la oficina en busca de vengadores, cobradores o policías.
—No, es sólo por ese asunto de Ehbler-Cohen. Los que tenían aquel plan de pensiones con prestaciones definidas, raro de cojones. Lo estuvieron ocultando en la hoja de cálculo, mira.
Maxine mira.
—¿Cómo has descubierto…?
—En realidad, fue por suerte; resulta que me quité las gafas de leer y, de repente, borroso, pero ahí estaba, el patrón. Se veían demasiadas casillas vacías.
—Explícamelo como si fuera idiota, por favor, soy una inútil con las hojas de cálculo, cuando la gente dice Excel creo que se refieren a una talla de camiseta.
—Mira, despliegas Herramientas, cliqueas en Auditoría de Fórmulas y eso te permite ver todo lo que ha entrado en las celdas de fórmulas y… ya está.
—Oh. Guau. —Siguiendo las explicaciones—. Espléndido. —Asintiendo valorativamente, como si fuera un programa de cocina—. ¡Qué bien! Yo nunca lo habría pillado.
—Bueno, habías salido a trabajar en otra cosa, así que me tomé la libertad de…
—¿Y dónde has aprendido todo esto, si puede saberse?
—En la escuela nocturna. ¿Has creído todo este tiempo que acudía a rehabilitación? Ja, ja. He estado asistiendo a clases para sacarme el certificado de contable público. Voy a presentarme al examen el mes que viene.
—¡Daytona! Eso es magnífico, pero ¿por qué lo has mantenido tan en secreto?
—No quería que fliparas con rollos tipo Eva al desnudo.
La Navidad viene y se va, y puede que no sea fiesta para Maxine, pero sí lo es para Horst y los niños, y este año a ella parece costarle menos seguir la corriente, aunque, como era previsible, en Nochebuena se encuentra gritando desesperada en Macy’s a medianoche, con el cerebro convertido en el habitual cucurucho de granizado con circunvoluciones, y ha llegado hasta la entreplanta rechazando una idea para regalos tras otra cuando de repente nota un palmeo cálido y amistoso en el hombro…, ¡aggh! ¡El doctor Itzling! ¡Su dentista! ¡Es lo que hay!
Pero en algún lugar entre el resplandor de oropel, hay también fragancias de los ejercicios realizados con el horno desde hace al menos una semana; Horst y su probablemente tóxica receta de ponche de huevo; el ir y venir de amigos y familia, incluidos los parientes políticos lejanos que siempre acaban contando chistes de circuncisores y circuncisiones; una versión familiar navideña de Guerra de Bestias en el Radio City Music Hall, con Optimus Primitivo, Rhinox, Cheeta y el resto de la panda colaborando en el espectáculo navideño de una escuela secundaria, haciendo cameos en los que cantan como animales del pesebre; los niños, demasiado consentidos, sentados entre una montaña mañanera de papel de regalo que no puede reciclarse y cajas de las que han emergido plataformas de juegos, muñecos, deuvedés, equipamiento deportivo, ropa que a lo mejor se pongan algún día o a lo mejor no.
Durante esos días se producen esporádicos momentos de distensión, reservados para visitas más espectrales, de aquellos que no pueden o no querrían estar aquí, entre ellos, a una distancia típicamente incómoda de los festejos, Nick Windust, del que no ha tenido noticias, aunque ¿por qué debería esperarlas? Perdido por alguna parte de ese terreno de la indiferencia nómada, conduciendo el autobús de chinos hacia un futuro de horarios imprecisos y opciones reducidas. ¿Cuánto dura eso?
—Nick.
Él guarda silencio, dondequiera que esté. A estas alturas una oveja americana más, a la que los pastores le han perdido la pista, en alguna parte del altiplano por encima de esta hora ruinosa, atrapada en la tormenta.
El primer lunes después de las fiestas, se reanudan las clases en la Kugelblitz. Horst y Jake Pimento han ido a Nueva Jersey a buscar un local que les sirva de oficina, Maxine podría aprovechar otra horita de sueño o irse a trabajar, pero sabe dónde tiene que estar, y en cuanto todos han salido de casa, prepara doce tazas de café, se pone delante de la pantalla, se conecta y se encamina hacia DeepArcher.
El código abierto ha dado lugar a algunos cambios evidentes. El núcleo se ha convertido en un hervidero de listillos, yuppies, turistas y pelmazos escribiendo código para lo que se les ocurra que necesitan e instalándolo, hasta que algún otro pirado lo ve y lo desinstala. Maxine entra sin tener nada claro qué va a encontrar.
A la pantalla, consecuentemente, salta un desierto; corrección: el desierto. Tan vacío como las estaciones de tren y las terminales de puertos espaciales de una época más inocente habían estado superpobladas. Aquí no hay servicios de clase media, más allá de flechas que te permiten mirar por el horizonte. Éste es un país de fundamentalistas de la supervivencia. Los movimientos no son borrosos, cada píxel cumple su función, la radiación de arriba genera colores demasiado traicioneros para el código hexadecimal, una banda sonora de viento del desierto a ras del suelo. Se supone que debe avanzar por ahí, sondeando un desierto que no sólo es un desierto, buscando enlaces invisibles e indefinidos.
Sin sumirse todavía en la desesperación, allá va, se acerca y rota, sube y baja dunas y uadis de profunda pureza, delicadamente matizados con tintes minerales, pasa bajo rocas y sierras, trechos vacíos por los que Omar Sharif no llega a aparecer al galope saliendo de un espejismo. Debía de ser sólo un videojuego más de adolescentes sociópatas, con la salvedad de que no es un juego de disparos, al menos hasta el momento, no hay guión, no hay detalles sobre el posible destino, ni manual que leer ni listas de trucos. ¿Alguien consigue vidas extras?, ¿alguien consigue siquiera vivir ésta?
Se detiene en las nerviosas melismas que produce el viento del desierto. Supongamos que en realidad se trata de perder, no de encontrar. ¿Qué es lo que ha perdido? ¿Maxine?, ¿hola, estás ahí? Por decirlo de otro modo: ¿qué es lo que intenta perder?
Windust, de vuelta a Windust. Cuando buscaba a ciegas en su día a día, fuera de la pantalla, ¿alguna vez en el pasado previo al 11 de septiembre cliqueó sin saberlo en el píxel invisible pero exacto que la llevó hasta él?, ¿hizo él lo mismo e irrumpió de golpe en la vida de Maxine?, ¿cómo puede revertir el proceso uno de ellos?
Alternando panorámicas horizontales y cenitales, descubre una forma de cambiar el ángulo entre ellas, de manera que, como un arqueólogo al alba, ahora puede ver este paisaje desértico con una perspectiva superficial rasante, lo que le permite distinguir accidentes del relieve que de otro modo serían invisibles. Éstos resultan ser prolíficas fuentes de los enlaces que necesita cliquear para seguir avanzando. Al poco se encuentra fundiéndose lentamente sobre estaciones repetidoras, oasis, y, de tarde en tarde, se cruza con algún que otro viajero que se desplaza en sentido contrario, de vuelta de lo que quiera que haya más adelante, con muy poco que contar más allá de alusiones crípticas a un río helado sin canalizar en cuyas orillas más lejanas se alza una ciudad construida con un raro metal impenetrable, una ciudad gris y resplandeciente en su misterioso aislamiento, a la que sólo se puede acceder tras largos intercambios de signos y contrasignos…
Unas estructuras empiezan a emerger por delante, aves carroñeras aparecen en el cielo. De vez en cuando, en la lejanía, unas figuras humanas, encapuchadas y con túnicas, inmóviles, cuyos atuendos ondea el viento, más altas de lo que la perspectiva requeriría, observan a Maxine. No hacen ningún gesto de acercarse ni de darle la bienvenida. Por delante, más allá del barrio de adobe que ahora se alza a su alrededor, percibe una presencia. El cielo cambia, empieza a saturarse, deslizándose al agrisado Alice Blue del SVG, el paisaje adquiere una espeluznante luminosidad que se desplaza hacia Maxine, adquiriendo velocidad, abalanzándose sobre ella para envolverla.
¿Dónde exactamente está situado aquí el punto en el que perderá del todo los nervios? La ciudad, la kasba o lo que quiera que sea, queda rápidamente atrás, dejándola ahora en lo que son unas tinieblas del Tercer Mundo, iluminadas sólo por fuegos aislados. Al cabo de un rato, palpando para abrirse paso a oscuras, toca petróleo. Un chorro enorme, repentino, con un rumor de bajo profundo, negro recortándose sobre negro, sale disparado hacia arriba; aparecen de la nada los trabajadores con generadores y focos, cuyo resplandor no llega siquiera a iluminar el extremo más alto del chorro. El sueño de cualquier buscador de petróleo y, para muchos, el sentido último del viaje. Maxine exclama guau, toma una instantánea virtual, pero sigue adelante. Poco después, el chorro estalla y arde en llamas que perduran visibles a su espalda durante kilómetros.
Una noche cuya duración no puede seleccionarse como preferencia. Una vigilia nocturna cuyo propósito es convertir a quienquiera que ande por ahí fuera en un ciego buscando a tientas en lo desconocido, casi perdido en la inmensidad del desierto. Sin poder concentrarse con claridad en nada que pueda verse.
Y en el amanecer virtual, Maxine se encuentra nada menos que a Vip Epperdew, en la cumbre de una colina, contemplando el desierto. No está segura de que él la haya reconocido.
—¿Cómo están Shae y Bruno?
—Creo que se han ido a L.A. Yo no. Yo sigo en Vegas. Según parece, ya no somos un trío.
—¿Qué pasó?
—Estábamos en un casino, el MGM Grand, yo jugaba a una de esas tragaperras de Los Tres Chiflados, había sacado tres Larrys, un Moe y un pastel en la línea de premios, y me di la vuelta para compartir mi buena suerte; pero no vi a Shae ni a Bruno. Recogí el premio y fui a buscarlos por todas partes; se habían marchado. Siempre había pensado que, si se fugaban, me harían pasar vergüenza, me dejarían en alguna situación embarazosa, esposado a una farola o algo así. Pero ahí estaba, libre como cualquier ciudadano normal, con la habitación pagada y suficiente crédito en el casino para un par de días.
—Debió de ser perturbador.
—En aquel momento, para serte sincero, estaba todavía demasiado abstraído en las tragaperras. Cuando comprendí que los chicos no volverían, había ganado lo bastante para pagar el alquiler de un piso de una habitación en North Las Vegas. Lo demás ha sido dejarme llevar por el impulso.
A día de hoy, Vip es un jugador de tragaperras profesional, que se las ha apañado hasta ahora para irse sacando un mínimo porcentaje de ganancias, un asiduo, conocido en toda la ciudad, de los garitos enmoquetados a las tiendas de barrio. Ha adoptado unos aires que concuerdan con su síndrome de adicto a las maquinitas. Ha encontrado su vocación.
—¿Te gusta mi coche? —Señala colina abajo a un Citroën Sahara, fabricado en los sesenta, con motores delantero y trasero, tracción en las cuatro ruedas para el terreno desértico, reproducido todo con esmerado detalle; parece un 2CV normal salvo por la rueda de repuesto sobre el capó—. Sólo llegaron a fabricarse seiscientos, gané el de verdad con un par de jotas que nadie creía que tuviera. Una apuesta a la carta más alta. Por si te lo estás preguntando, la belleza de este sitio —mira a su alrededor, al paisaje desértico vacío— es que no es Vegas. No hay casinos, las apuestas son honorables. Aquí los números aleatorios son estrictamente legales.
—Eso me contaron una vez. Hoy ya no lo tengo tan claro. Deberías andarte con cuidado…, Vip, ¿te acuerdas de mí?
—Querida, no me acuerdo ni de la última partida.
Ella encuentra un enlace que la lleva a un oasis, un jardín envolvente salido del paraíso islámico, con más agua de la que ha corrido jamás por todo el árido territorio que Maxine acaba de dejar atrás, palmeras, piscinas con bares dentro, vino y humo de pipa, sandías y dátiles, una banda sonora potente en la escala hijaz. Esta vez, a decir verdad, sí tiene un avistamiento confirmado de Omar Sharif, dentro de una tienda, jugando al bridge y esbozando aquella sonrisa irresistible. Y entonces, sin previo aviso:
—Hola, Maxine. —El avatar de Windust es una versión más joven de él mismo, un principiante enteradillo, todavía sin corromper, más rutilante de lo que se merece.
—No esperaba encontrarte aquí, Nick.
¿De verdad? ¿No era eso lo que esperaba que pasara? Que alguien, alguna cibercotilla omnisciente a la que ha pertenecido siempre su historia online, estuviera siguiendo cada uno de sus clics, cada movimiento de cursor. Sabedora de lo que quiere antes de que ella misma lo sepa.
—¿Volviste sin problemas al D.C.? —pregunta que, hay que joderse, suena demasiado a: ¿dónde está mi dinero?
—No llegué. Ahora hay zonas de exclusión. Alrededor de mi casa, de mi familia. No he dormido mucho. Da la impresión de que se han deshecho de mí. Me han abandonado por fin. Todo se ha quedado a oscuras, todos los que tenía en mi agenda han desaparecido, incluso aquellos sin nombre de los que sólo anotaba sus números.
—¿Y dónde estás ahora?, físicamente me refiero.
—En una zona con conexión wi-fi. Un Starbucks me parece.
Le parece. Entonces Maxine tiene que tomarse un inesperado respiro. Eso es casi lo primero que se cree de todo lo que él le ha dicho. Windust ya no tiene ni puta idea de dónde está. La atraviesa el rayo transparente de un sentimiento, un rayo que no identificará hasta más tarde. Hacía mucho que no sentía lástima.
De golpe, y no está segura de quién ha dado el primer paso, han vuelto al desierto, se mueven a mucha velocidad, aunque no es que vuelen, porque eso significaría que ella está dormida y soñando, bajo una luna creciente que derrama más luz de la que debería, dejando atrás formaciones rocosas modeladas por el viento que Windust tiende a esquivar en el último momento y con brusquedad porque intenta mantenerse a cubierto mientras tira de ella.
—¿Nos están disparando?
—Todavía no, pero hemos de dar por supuesto que algo nos sigue, así que, hagamos lo que hagamos, tiene que ser breve. Ellos creerán que han descubierto un patrón de huida en busca de refugio. Entonces les sorprenderemos y nos quedaremos a campo abierto…
—¿Nosotros? A mí, la verdad, no me molesta esconderme detrás de las rocas. ¿Es ésta la misma gente que nos disparó con AK aquella vez?
—No te me pongas sentimental.
—¿Por qué no? Podríamos haber sido lo que somos ahora. Amantes en fuga.
—Oh, sí, gran idea. Tus chicos, tu casa, tu familia, tu profesión y tu reputación a cambio de un apego fatal y sensiblero por aquellos a los que no puedes salvar. Por mí está bien. —El avatar la mira, fijamente, sin asomo de arrepentimiento, una fachada buscada, segura de sí; pero, quienesquiera que sean esos «ellos», Maxine necesita creer que son mucho peores de lo que Windust llegó a ser, trabajando para… ellos. Descubrieron en él ese talento natural, la crueldad infantil, y lo desarrollaron, lo desplegaron y lo utilizaron, con leves mejoras, hasta que un día él se vio convertido en un sádico profesional, con un empleo de seguridad clasificado GS-1800, y sin remordimientos. Nada podía afectarle, y creyó que eso seguiría así hasta bien entrados sus años de jubilación. Bobo. Gilipollas.
Maxine siente rabia, siente impotencia.
—¿Qué puedo…?
—Nada.
—Lo sé. Pero…
—No he sido yo el que te ha buscado. Tú has cliqueado sobre mí.
—¿Lo he hecho?
Un largo silencio, como si él discutiera consigo mismo y por fin se aclarara.
—Estaré en el piso. No puedo garantizar una erección.
—Buf. ¿Quieres abrirle tu corazón a alguien?
—Yo estaba pensando más bien en que me llevaras dinero.
—Veré qué puedo robarles a los niños.