Al final, Acción de Gracias no es tan espantoso como esperaba. Seguramente el 11 de septiembre tiene algo que ver. En la mesa hay un espacio vacío dispuesto al estilo del séder judío, no para el profeta Elías sino para cualquiera de las almas desconocidas a las que la profecía falló aquel día. El sonido ambiente es tenue, sin aristas. Ernie y los chicos se acomodan ante la maratón anual de La guerra de las galaxias, Horst y Avi hablan de deportes, los olores de la cocina llenan las habitaciones, Elaine entra y sale del comedor, de la despensa y de la cocina, como un ejército de elfos carpinteros formado por una sola mujer, Maxine y Brooke al final de la tarde han alcanzado cierta paridad en las pullas sin que hayan asomado armas letales, la comida es, como suele suceder con Elaine, una forma de viaje en el tiempo, el pavo, misericordiosamente, no está gafado pese a sus orígenes en Crumirazzi, las pastas se han librado de la tendencia de Brooke al exceso de elaboración y hasta incluyen lo que Otis, en una crítica entusiasta, califica de tarta de calabaza normal. Ernie opta por no agobiar a los demás con un discursito y se limita a hacer un gesto hacia la silla vacía con un vaso de sidra.
—Por todos los que tendrían que estar celebrando el día de hoy pero ya no están.
Al salir, Avi hace un aparte con Maxine.
—En tu oficina, ¿hay alguna entrada trasera?
—¿Quieres pasar por allí sin que nadie te vea? No sé, a lo mejor… podríamos desayunar en alguna otra parte.
—Umm…
—Demasiado público, vale; mira, mejor da la vuelta a la esquina, hay una puerta de entregas que suele estar abierta, entra en el patio, gira a la derecha, verás otra puerta pintada de minio, el ascensor de servicio está dentro. La oficina está en el tercero. Llama antes.
Avi sube a hurtadillas a la oficina, disfrazado con unos vaqueros demasiado ceñidos para él, una camiseta que reza ALL YOUR BASE ARE BELONG TO US[37] y un velludo sombrero Kangol 504 de color blanco al que Daytona mira tres veces, fingiendo que se ajusta las gafas.
—Creí que acababa de entrar Sam L. Jackson, el rey del cool, que se dignaba mezclarse con nosotras, las mortales. Los clientes se están volviendo demasiado modernillos para mi busto, señorita Maxine.
—¿No conocías a mi cuñado? —Avi se quita el sombrero, y ahí aparece su kipá. Se estrechan las manos con desgana.
—En ese caso correré a preparar unos litros de cafelito, ¿no?
—En buena hora, Avi, el repartidor de pastelitos daneses ha pasado hace un minuto.
—Ya, venía preguntándome qué es lo que queda en este barrio. Cuando volvimos, nos enteramos de que el Royale de la Setenta y Dos había cerrado.
—Dímelo a mí. Tenemos que cargar con esto desde la calle Veintitrés. Siéntate, por favor, ten, café, gracias, Daytona.
—Sólo dispongo de un minuto, tengo que fichar. Se supone que debo transmitirte un mensaje.
—De Ice, el Hombre de Hielo en persona, seguro. ¿Ninguno de los dos podíais telefonear?
—Bueno, no se trata sólo de eso. También quería preguntarte una cosa rara.
—Si el mensaje de tu jefe es que deje de mirar en los registros de transacciones de hashslingrz, dalo por hecho, ese asunto ha estado inactivo desde el 11 de septiembre.
—Me parece que tiene un trabajo para ti.
—Declino respetuosamente la oferta.
—¿Así de simple?
—Cada uno es cada cual, Avi. Puede que haya trabajado para un par de chorizos a lo largo de los años, pero este Ice es todo un ejemplar, espero que no os hayáis hecho muy amigos, es, cómo lo diría…
—Él también habla muy bien de ti.
—Y bien, ¿qué tipo de trabajo temporal podría ofrecerme…, dejarme atropellar por un camión?
—Cree que alguien, unos desconocidos, le está robando, alguien de la propia empresa.
—Oh, por favor. ¿Y necesita a una ex CFE para dar visos de legalidad a ese cuento? Voy a contarte un gran secreto, Avi, esos desconocidos resultan ser el propio Ice, junto, seguramente, a su señora, que también debe de estar en el ajo, siendo, como recordarás, la supervisora contable. Siento ser yo la portadora de malas noticias, pero Ice lleva meses, tal vez años, robando lo que quiere de su propia tienda.
—Gabriel Ice… ¿está malversando?
—Sí, despreciable, ¿verdad?, pero ahora se queja de los Empleados Deshonestos, es el truco más viejo del manual, quiere endilgárselo a un pobre memo que no pueda pagarse un abogado lo bastante bueno. ¿Quieres mi diagnóstico? Fraude clásico, tu jefe es un estafador. Esto son diez segundos de honorarios cobrables. Te mandaré una factura.
—¿Le están investigando?, ¿le acusarán? —tan quejumbroso que al final Maxine alarga la mano y le palmea el hombro a su cuñado.
—Nadie va a ponerse a investigar a fondo, puede que haya cierta curiosidad a escala federal, pero Ice cuenta ahí con sus propios amigos, lo más probable es que en algún momento todo lo resuelvan en secreto sin que nada llegue a los tribunales ni salga de los círculos de poder del D.C. Tú y yo, los contribuyentes, acabaremos, claro, un diminuto porcentaje más empobrecidos, pero a quién coño le importa. Tu empleo está asegurado, no te preocupes.
—Mi empleo. Bueno, eso era lo otro.
—Oooh, ¿alguien no es feliz? —con una voz que le gusta utilizar por la calle con los bebés llorones a los que no tiene por qué conocer necesariamente.
—No, y tampoco soy Mudito ni Sabio. Si esta ciudad fuera un manicomio, hashslingrz sería el pabellón de los paranoicos: auxilio, socorro, el enemigo, mirad, ya llega, ¡nos está rodeando! Es como haber vuelto a Israel en un mal día.
—Y, tal como se ve desde dentro de tu lugar de trabajo, esta analogía del mundo de los negocios rodeado por todas partes de árabes desquiciados y criminales sería…
Un encogimiento de hombros descoordinado y un tanto desesperado.
—Sea quien sea, no es una ilusión ni un delirio, hay alguien dedicado activamente a la tarea, gente al acecho, que piratea nuestras redes, que nos sonsaca información en los bares.
—Vale, dejando a un lado lo que podría ser, perdona que te lo diga, una estrategia deliberada de la empresa para mantener a los empleados en un estado de paranoia…, ¿qué me dices de Brooke, te ha comentado que alguien la acose o la siga, le has notado una falta de buen gusto más marcada y más allá de lo habitual en esta ciudad?
—Hay dos tipos.
—Oh-oh. —Espera que esta vez la placa de circuito impreso de su intuición esté escacharrada—. ¿Una especie de pareja de hip-hop rusa?
—Qué curioso que lo menciones.
Pizdets.
—Escucha, si son quienes creo, probablemente no tienen intención de hacer daño.
—«Probablemente.»
—No puedo darte una cifra, pero sí hacer una llamada. Déjame averiguar qué pasa, y mientras tanto dile a Brooke que no se preo cupe.
—A decir verdad, no le he contado nada de todo esto.
—Estás hecho un valiente, Avi, siempre preocupado por su nivel de estrés, mi hermana no sabe la suerte que tiene.
—Bueno, no se trata exactamente de eso…, el acuerdo de confidencialidad del contrato especifica que nada de esposas.
Cuando sale, Daytona le enseña las uñas.
—Me encantaste en Pulp Fiction, chico. Aquella cita de la Biblia, ¡uuuuum!
A eso de las cinco de la mañana, Maxine se despierta de una de sus exasperantes pesadillas recursivas, esta vez en torno a Igor y una descomunal botella de vodka con el nombre de un jugador de baloncesto lituano, que él no para de presentarle como si fuera una persona. Se levanta y va a la cocina, donde se encuentra a Driscoll y a Eric compartiendo con dos pajitas su habitual desayuno, una botella de Mountain Dew.
—Queríamos habértelo dicho antes —empieza Driscoll y, mirándose como dos cantantes de country en una actuación benéfica, ella y Eric se ponen a cantar la sintonía de la vieja telecomedia The Jeffersons—: «Nos mudamos».
—Pero, un momento, no «al East Side».
—A Williamsburg —dice Eric—, ésa es la verdad.
—Todo se está desplazando a Brooklyn. Nos da la sensación de que somos los últimos mohicanos que quedan del Alley de los viejos tiempos.
—Espero que no sea por nada que hayamos hecho.
—No es por vosotros, de verdad, es por Manhattan en general —explica Driscoll—. Ya no es la que era, te habrás fijado.
—Estado de codicia —amplía Eric—. Cuando las torres se vinieron abajo, uno podía pensar que sería como pulsar un botón de reinicio para la ciudad, para el negocio inmobiliario y Wall Street, una oportunidad para que todo empezara de nuevo, limpio. Pero, míralos, peor que antes.
A su alrededor, la Ciudad Que Nunca Duerme comienza a desvelarse otra vez, un poco más. Las luces se encienden en las ventanas de los edificios de enfrente. Los borrachos que han pululado por las calles desde que han cerrado los bares gritan disgustados. En la manzana, la alarma de un coche se pone en marcha con un popurrí de toques de atención. En las avenidas paralelas, la maquinaria pesada ruge en modo de espera, disponiéndose a ocupar sus puestos bajo las ventanas de ciudadanos lo bastante incautos para seguir acostados a esas horas. Los pájaros, demasiado despistados o testarudos para irse de la ciudad antes del invierno que ya se cierne sobre ella, empiezan a discutir por qué no están en terapia aviar todavía.
Maxine, ocupada con el café, observa a sus propias aves migratorias con pena.
—¿Y en Brooklyn viviréis juntos o separados?
—Es verdad —responden Eric y Driscoll al unísono.
Maxine mira fugazmente al techo.
—¿Perdón? La «o» era no excluyente.
—Cosas de geeks —explica Driscoll.
Cuando Maxine llega al trabajo ya ha habido varias llamadas aterradas y, no hace falta decirlo, insultantes, de Windust. Daytona parece extrañamente divertida.
—Siento que hayas tenido que lidiar con ése…, espero que no se pusiera a soltar basura racista.
—Puede que él no, pero…
—Oh, Daytona. —Maxine contesta la siguiente llamada. Windust ciertamente parece alterado—. Tranquilízate, vas a reventarme el altavoz del teléfono.
—Esa zorra irresponsable y destructiva, ¿qué coño se cree que está haciendo?, ¿sabe a cuánta gente ha puesto en peligro?
—Y «ella» es…
—Ya sabes de qué estoy hablando, mierda, Maxine, ¿tienes algo que ver con esto?
—Con… —No puede evitarlo, le sienta bien verlo en ese estado. Al cabo de un rato consigue que Windust lo suelte por fin. Parece que March Kelleher ha colgado en internet la grabación de Reg de la azotea de The Deseret. Ya te vale, March, gracias por avisar; aunque ya era hora—. Déjame ver…, aquí está.
March —Maxine puede imaginarse el destello malicioso en su mirada— intenta mantener un tono elegante. «Muchos de nosotros precisamos el consuelo de una trama sencilla con villanos islámicos; y colaboradores necesarios como el Diario de Referencia están encantados de echar una mano. Pobre América, pobre de ella, ¿por qué nos odian tanto esos pérfidos extranjeros?, debe de ser por toda esta libertad nuestra, y qué perverso es eso de odiar la libertad. En realidad, están pensando en todos esos solares edificables donde ya se han acabado las labores de demolición. Sin embargo, si le interesan otros relatos alternativos, cliquee en este enlace al vídeo de un comando con un Stinger en una azotea de Manhattan. Revise teorías y contrateorías. Contribuya con la suya.»
A decir verdad, no era necesaria ninguna invitación. Internet ha estallado en un Mardi Gras de paranoicos y trolls, un pandemonio de comentarios que no habría tiempo de leerse en lo que le queda de vida al universo, ni siquiera descontando los que se borran por infracciones del protocolo, además de vídeos caseros y pistas de audio, entre ellas un cantarín fragmento sonoro del portavoz de The Deseret, Seamus O’Vowtey: «La seguridad de nuestro edificio es la mejor de la ciudad. Esto tiene que ser un trabajo de infiltrados, seguramente algo relacionado con ciertos inquilinos».
—Guau, qué marrón —Maxine con poca sinceridad.
—Pues no es más que el principio de…
—No, me refiero a The Deseret, me costó años poder entrar por la puerta principal, y ahí hay un comando entero con un misil que entra como quien va de paseo y sube hasta la azotea.
—Es inútil pedirle que retire el vídeo de la red, ¿no?
—Ya debe de haber un millón de copias por ahí.
—Pues con el revuelo que ha levantado me ha jodido vivo. Me he encontrado con algún contratiempo, por así decir. Ahora soy un fugitivo, tengo que entrar y salir a escondidas de mi propia casa, la última vez que he sabido algo de Dotty fue en plena noche, cuando me avisó de que delante había furgonetas sin identificar, ahora no tiene línea, y quién sabe cuándo volveré a verla…
—¿Desde dónde me llamas?, oigo chino de fondo.
—Desde Chinatown.
—Ah.
—Supongo que no podrás quedar conmigo aquí, ¿no?
—No. —¿De qué coño va esto?—. A ver, ¿para qué?
—Ninguna de mis tarjetas funciona en los cajeros.
—Ya, ¿y quieres que te presten dinero?, ¿que te lo preste yo?
—Yo no diría prestar porque eso da por sentado un futuro en que podría devolverlo.
—Estás empezando a asustarme un poco.
—Bien. ¿Podrías traerme el dinero suficiente para llegar hasta el D.C.?
—Sí, esa película ya la he visto, creo que tu papel lo interpretaba Elizabeth Taylor.
—Sabía que me saldrías con eso.
Hoy, se recuerda Maxine mientras se encamina hacia la parte baja de la ciudad, todas las galletas de la fortuna están chillando: «¡No pecar de confiado con los cabrones!». Este hombre no se merece ninguna piedad, Maxine, lo mejor que puedes hacer ahora es dejar que se joda solo. Anda escaso de pasta, jua jua, dadas sus habilidades, asaltar una tienda no debería suponerle mucho problema, preferiblemente una de Nueva Jersey, y así ya estaría a medio camino del D.C. De modo que, claro, ahí está ella, corriendo a buscarle con un maletín lleno de billetes. Sin embargo, la causa y el efecto evidentes de ese acto serían merecedores de un segundo vistazo. March cuelga la grabación de vídeo, Windust se ve obligado a huir y le congelan las cuentas. Cuesta resistirse a establecer una relación: es posible que Windust no orquestara toda la operación de la azotea de The Deseret, pero al menos sí debió de encargarse de la seguridad, y la cagó. Cualquiera conectado a internet, cualquier corderito civil, puede ver ahora lo que Windust tenía el deber de mantener oculto. Así que no es muy sorprendente que se le apliquen sanciones graves, incluso extremas.
Sentada en el taxi, mira en el monitor de vídeo del respaldo el avance a paso de tortuga a través de las calles de Manhattan tal como lo va señalando un GPS, mientras se deja llevar por pensamientos poco provechosos. ¿No será esa maldición de los indios americanos según la cual si le salvas la vida a alguien eres responsable de lo que le pase a partir de ese momento? Dejando a un lado las teorías sin contrastar de que los indios eran las tribus perdidas de Israel y demás, ¿acaso, sin saberlo, le había salvado la vida a Windust hace mucho tiempo, y ahora la invisible burocracia kármica le está enviando estos mensajes: ¡él te necesita, así que ve!?
Encuentra a Windust bajo una marquesina junto a varios chinos que esperan el autobús; sobre ellos se alza el puente de Manhattan. Tras observarlo desde la acera de enfrente un largo minuto, Maxine se da cuenta de que las dos personas que tiene Windust a cada lado no hablan entre sí directamente sino a través de él. Espabilado como siempre, parece estar traduciendo de una clase de chino a otra. La divisa mirándolo, asiente, hace una señal con la cabeza —Quédate donde estás— y se le acerca serpenteando. Visto ahora, no parece gran cosa. De hecho, sólo un hombre al límite.
—Justo a tiempo. Acabo de gastarme los últimos dólares americanos que me quedaban en el autobús al D.C.
—¿Hay una terminal de autobuses por aquí?
—Te recogen en la calle, no es muy legal pero lo que ahorran se lo rebajan al cliente, es la ganga del siglo, eres judía, me sorprende que no la conozcas.
—Tu sobre.
En lugar de contar los billetes como una persona normal, Windust sopesa con mano experta el sobre, el tipo de gesto que, con el tiempo, se vuelve mecánico para un correo profesional.
—Gracias, ángel. No sé cuándo…
—Devuélvemelo cuando puedas; algo que no tenga que declarar como ingresos. Tal vez de lo que venden en la planta baja de Tiffany’s, no, espera, ¿cómo se llama?, ¿Dotty? No, no querrías que se enterara.
Él le estudia la cara.
—Pendientes. Unos sencillos, de diamantes. Con el pelo recogido…
—En realidad, los que me van son los pendientes de anzuelo. —Apenas le da tiempo de pensar en añadir «qué sórdido es esto» cuando llega la bala, invisible, silenciosa hasta que impacta contra un trozo de la pared, donde encuentra su voz y sale rebotada zumbando alegremente hacia Chinatown, pero para entonces Windust ya ha agarrado a Maxine y la ha hecho agacharse detrás de un cubo de basura lleno de escombros.
—Joder. ¿Estás…?
—Espera —la avisa—, dale un minuto, no estoy seguro del ángulo, podría haber venido de cualquier parte. De cualquiera de esos de ahí arriba —señala con la cabeza a los pisos altos que les rodean. Observan el fragmento de calzada que se extiende un poco más adelante y ven los orificios que más tarde serán tomados por sólo unos baches más. La gente del otro lado de la calle no parece haberse dado cuenta de nada. Con la brisa entrante, llega un lejano tartamudeo.
—No sé por qué esperaba series de tres detonaciones. Esto suena más como un AK. No te muevas.
—Ya sabía yo que hoy tendría que haberme puesto el vestido de Kevlar.
—Entre tus amigos de la mafia rusa, la distancia equivale al respeto, así que podemos considerar el asesinato con un AK-47 un honor.
—Dios, debes de ser un pez gordo de cojones.
—Dentro de quince segundos —mira su reloj— tengo intención de desaparecer y seguir con mi jornada. Puede que te apetezca quedarte un poco más aquí antes de proseguir con la tuya.
—Qué elegancia, había pensado que me agarrarías del brazo y correríamos a alguna parte, como en las películas, con chinos apartándose a nuestro paso. ¿O tendría que ser rubia? —Mientras tanto revisa las ventanas altas, mete la mano en el bolso, saca la Beretta y le quita el seguro.
—Muy bien —Windust asintiendo como si dijera que ya era hora—, puedes cubrirme.
—Aquella de allí, la que está abierta, ¿te parece bien? —No hay respuesta. Ya, como cantan los Eagles, se ha ido. Ella se aparta, retrocede desde detrás del cubo de basura y suelta un par de disparos dobles seguidos hacia la ventana, gritando—: ¡Cabrones!
Por Dios bendito, Maxine, ¿de dónde te ha salido eso? Nadie responde al fuego. La gente que espera el autobús empieza a señalar y a hacer comentarios. Manteniendo un ojo atento al tráfico de la calle, espera un vehículo lo bastante alto para poder cubrirse, y resulta ser una furgoneta de mudanzas con el rótulo MITZVAH MOVERS en letras hebreas de imitación y un dibujo de lo que parece un rabino enloquecido con un piano a la espalda, y así abandona la zona.
Bueno, como siempre repetía Winston Churchill, no hay nada más estimulante que te disparen sin que te den, aunque Maxine también sufre una reacción secundaria, como un desquite, que le llega unas horas después, en las escaleras de la Kugelblitz, al acabar la jornada escolar, delante de una selección de madres del Upper West Side cuyas habilidades vitales incluyen un ojo clínico para el menor repunte en el malestar de las demás, y no es que Maxine se ahogue en un mar de lágrimas, pero de repente las rodillas le parecen poco fiables y puede que note cierta ligereza en la cabeza…
—¿Todo bien, Maxine? Pareces tan… tan inexplicable.
—Uno de esos momentos en los que se te viene todo encima, ¿y tú qué tal, Robyn?
—Me está volviendo loca el bar mitzvá de Scott, no puedes imaginártelo, el trabajo, los del catering, el dj, las invitaciones. Y Scott está preparando su lectura de la aliyá, se esfuerza por memorizarla, y como el hebreo se lee al revés nos da miedo que acabe disléxico.
—Bueno —con la voz más racional que es capaz de poner en ese momento—, ¿y por qué no te olvidas de la Torá y buscas un pasaje de, no sé, Tom Clancy? Es verdad que no sería tan tradicional, supongo que ni siquiera sería judío, pero no estaría mal un fragmento en el que saliera, ya sabes, Ding Chavez. —Al cabo de un momento se da cuenta de que Robyn la está mirando raro y la gente empieza a apartarse. En ese instante, providencialmente, los chicos salen del vestíbulo a la carrera y asaltan las escaleras, así que se reanudan las subrutinas parentales, que les llevan, a ella, a Ziggy y a Otis, escaleras abajo y a la calle, donde repara en que Nigel Shapiro se afana toqueteando con cierto estilo el diminuto teclado de un dispositivo de bolsillo verde y morado con forma ondulada. No parece una Game Boy.
—Nigel, ¿qué es eso?
Tarda en levantar la mirada.
—¿Esto? Es un Cybiko, me lo ha dado mi hermana, todo el mundo en La Guardia tiene uno, su gancho comercial es el silencio. Es inalámbrico, ¿ve?, puedes enviar y recibir mensajes de texto en clase y nadie te oye.
—Así que si Ziggy y yo tuviéramos uno cada uno, ¿podríamos enviarnos mensajes?
—Sí, si están en su radio de alcance, que viene a ser sólo una manzana y media. Pero, créame, señora Loeffler, es el futuro.
—Supongo que querrás uno, Ziggy.
—Ya tengo, mamá. —Y quién sabe quién más lo tendrá. Un temblor recorre las cejas de Maxine. Y luego hablan de redes privadas.
El teléfono de la oficina se desboca con una musiquilla robótica y Maxine contesta. Es Lloyd Thrubwell, un tanto nervioso.
—El asunto por el que preguntabas. Lo siento mucho. No puedo sacar mucho más.
Ya, sí, déjame buscar en mi manual de frases Beltway-Inglés, sí, aquí está:
—Te han ordenado no meter las narices, ¿no?
—Esta persona ha sido objeto de un informe interno, de varios, la verdad. No puedo decir más.
—Seguramente ya te habrás enterado, pero a Windust y a mí nos dispararon ayer.
—¿Su mujer —sólo con una pizca de gracia— o tu marido?
—Lo interpretaré como «Gracias a Dios que los dos estáis bien» en idioma WASP.
Fragmento ininteligible amortiguado por el micrófono.
—Espera, lo siento, es algo muy serio, claro. Ya lo estamos investigando. —Un latido de silencio, que en el analizador de estrés de Avi se registra con toda claridad como muy por encima del nivel de Cerdo Mentiroso—. ¿Tenéis alguno de los dos una teoría sobre la identidad del tirador?
—Dada la cantidad de enemigos que se ha granjeado Windust durante su larga carrera cumpliendo con el trabajo sucio de su país…, coño, Lloyd, te lo digo de verdad, sólo ponerse a pensarlo ya sería mucho trabajo.
Más cotorreo amortiguado.
—No pasa nada. Si mantienes algún contacto con el sujeto, por indirecto que sea, te aconsejamos encarecidamente que lo interrumpas. —El monitor del chisme de Avi ha adquirido ahora un vívido tono rojo cadmio y empieza a parpadear.
—¿Porque no quieren que me entrometa en los asuntos de la Agencia o por otra cosa?
—Por otra cosa —susurra Lloyd.
El sonido de fondo cambia cuando alguien descuelga una extensión de la línea, y otra voz, una que Maxine no ha oído nunca, al menos en el mundo de la vigilia, la avisa:
—Se refiere a su propia seguridad personal, señora Loeffler. La valoración que hacemos aquí del Hermano Windust es que es un activo muy bien informado, pero no lo sabe todo. Lloyd, es suficiente, ya puedes salir de la línea. —La comunicación se interrumpe.