Llega Hallowe’en. Con los años, la celebración por debajo de la calle Catorce se ha convertido en un gran festival de la ciudad, con un desfile cuya cobertura televisiva compite con la del desfile de Macy’s del día de Acción de Gracias. Más arriba, en el Yupper West Side, las actividades tienden a limitarse a la escala de una fiesta de manzana, la calle Sesenta y Nueve se acordona, los callejones se transforman en casas encantadas, hay espectáculos callejeros y puestos de comida, más gente cada año, y es ahí adonde Maxine suele llevar a los niños al tradicional truco o trato, hasta acabar en la Setenta y Nueve y, a veces, en la Ochenta y Seis, tras recorrer los vestíbulos de varios edificios de viviendas. Pero este año, se rumorea, los miedos post-11-S pueden haber recortado o incluso llevado a anular algunas de esas actividades callejeras, a pesar de la cara del alcalde en todos los canales locales, que se parece extrañamente a la máscara de goma que venden en las tiendas que abren para la ocasión, hablando con la misma contundencia de siempre, recomendando que los neoyorquinos hagan frente al terror celebrando Hallowe’en como toda la vida.
—Los padres de Jagdeep organizan una fiesta de Hallowe’en —comenta Ziggy, se diría que con segundas.
Es el chico de la clase de Ziggy que ya escribía código a los cuatro años, recuerda Maxine, y resulta que vive en The Deseret.
—Qué oportuno. Ese edificio entero es una casa encantada.
—¿Qué tiene de malo The Deseret, mamá? —Otis con los ojos abiertos de par en par y en connivencia con su hermano.
—Todo —responde Maxine.
—¿Y aparte de eso? —Zig con tranquilidad.
—¿Estaréis haciendo truco o trato sólo dentro del edificio?
—No hace falta ir a ningún otro sitio, la fiesta de Hallowe’en de allí es legendaria. Cada piso se adorna con un motivo de terror diferente.
—Y… esto, claro, no tiene nada que ver con la hermana de Jagdeep. Ni con que le hayan salido con varios años de adelanto las…, esto…
—Tetas —sugiere Otis, que entonces se ve obligado a esquivar un fraternal golpe bajo de krav maga—. Ni la verás, Zig, estará por ahí de marcha —escapando de Ziggy, que le persigue—, en el Village, sólo sale con chicos de la uni…
Horst, esbozando una sonrisa de bobo que no dulcifica del todo la cara de palo que se le ha quedado:
—Las series finales de béisbol empiezan esta noche; El Duque es el primero, puede que contra Curt Schilling, podríamos quedarnos a ver el partido…
—¿Y pillar unos cacahuetes y unas palomitas?
Otis ha decidido que irá disfrazado de Vegeta, de Bola de Dragón, con el pelo engominado y de punta, y ha conseguido el traje plateado y azul en un extraño sitio web asiático; lo ha pedido y recibido casi antes de que acabara de cliquear «Añadir a la cesta». Ziggy va a ir de Empire State Building, con un simio de peluche sujeto a la altura del cuello. Vyrva y Justin aceptan ejercer de carabinas y se encontrarán con ellos en The Deseret.
Eric y Driscoll van al desfile del Village, disfrazados respectivamente de puerta NAND («Digo sí a todo») y de Aki Ross, de la película de Final Fantasy.
—El peinado con el que sueña todo el mundo, sesenta mil mechones, cada uno tratado por separado, ancho de banda de aquí te espero, aunque esta peluca —Driscoll sacude la cabeza para hacer una breve demo— tendría que ir bajo el epígrafe «desesperadas imitaciones con licencia».
—Ya se acabó lo de Rachel, ¿eh?
—He pasado página.
Heidi hace una breve visita, disfrazada con un vestido de un beis de contundencia tropical, una peluca corta enmarañada, gafas con montura metálica y una extraña guirnalda hawaiana de plástico, de esas que quizá resplandecen en la oscuridad, colgada del cuello.
—Me resultas familiar —la saluda Maxine—, ¿vas de…?
—Margaret Mead —responde Heidi—. Esta noche voy a lanzarme a la piscina antropológica urbana, chica, todo está ahí fuera y voy a sumergirme hasta el fondo. Mira lo que he encontrado en Canal Street.
—Abre la mano, no lo veo, ¿qué es?
—Una cámara digital, sólo las vendían en Japón. La batería dura horas, y me llevo de repuesto, así que puedo grabar toda la noche.
—Aun así pareces agobiada.
—¿Y quién no?, ahí están todas las compulsiones pop de la historia, concentradas en una noche del año, ¿y si no sé en qué dirección apuntar la lente, y si me pierdo algo verdaderamente crucial?
—Escúchame bien —algo que solían decirse de jovencitas—, no te vas a poner histérica, relájate, érase una vez una princesa…
—Oh, lady Maxipad, gracias, muchas gracias, siempre tan práctica…
—Sí, y acabo de ir al cajero automático, así que también sirvo para pagar una fianza, si se tercia.
Al anochecer, Maxine y Horst cogen la bolsa de basura más grande de la casa y la llenan de caramelos tamaño XL de diferentes marcas, entre ellas Swedish Fish, PayDays y Goldenberg’s Peanut Chews, la dejan fuera, en el pasillo, cuelgan un rótulo de No Molestar del pomo de la puerta y se retiran al dormitorio, dejando que Hallowe’en siga a su aire, lo que en las calles del Upper West Side significa convertirse en un pseudópodo del exótico Greenwich Village, tras pasarse el resto del año acomodado en una vaga encarnación de Dubuque versión clase alta.
Puertas adentro, la velada se vuelve diríamos que festiva, con Maxine montando a Horst durante casi una hora, lo que no le importa a nadie, claro, y corriéndose varias veces, finalmente en arrebatada sincronía con Horst; y poco después, debido a un aviso paranormal procedente del televisor, al que han quitado el sonido, emergen de su bruma postorgía a tiempo de ver el bateo decisivo de Derek Jeter en la décima entrada, con home run incluido, consiguiendo así otro triunfo marca de la casa de los Yankees.
—¡Sí! —Horst empieza a gritar con gozosa incredulidad—. Y más vale que en su biopic lo interprete Keanu Reeves.
—Oh-oh. Odias todo lo de Nueva York —le recuerda Maxine.
—Ya. Bueno, he cruzado Arizona en coche y no tengo nada contra Arizona, pero sí había apostado un poco por los Yanks, una decisión muy personal, la verdad… —A punto de desviarse a una dispersa charla íntima…
—¿De verdad? —Puede que no tanto, Horst—. Escucha, como mañana hay escuela, creo que me voy a dar una vuelta y ver cómo les va a todos.
—Bueno, cariño, no puedo decir que no haya sido una pasada, ha sido la leche y el lechón, como dicen en la pocilga; yo casi me quedo a ver las repeticiones.
Viniendo de Horst, ella bien lo sabe, eso equivale a una declaración de amor. Pero en ese momento algo la llama fuera de casa, al The Deseret, y a lo que probablemente sea la peculiar fiesta de terror vertical que se esté celebrando allí.
Una luna llena todavía un poco asimétrica y que no ha alcanzado el cénit, y su pesadilla de la infancia, el conserje Patrick McTiernan, de servicio en la puerta, con un uniforme azul oscuro con el nombre The Deseret en letras doradas, galones también dorados almohadillando cada manga, charreteras de trenzas doradas y una fourragère dorada colgándole del hombro derecho. Su propio nombre por encima del bolsillo izquierdo. Dorado. A lo mejor es el disfraz de Hallowe’en. O a lo mejor es que han pasado los años, tantos como para que Patrick luzca más galones, además de los morros propios de un Distinguido Caballero Anciano. Por descontado, no reconoce a Maxine, ni del pasado ni como una visitante sin rostro de la piscina, y al ver que no forma parte de un grupo de adolescentes borrachos le hace gestos para que pase.
Los Singh viven en la planta décima, todos los ascensores están o bien ocupados o bien estropeados por la sobrecarga, y Maxine, que ha oído los rumores sobre lo beneficioso que es para la forma física, no se queja al subir las escaleras. El lúgubre y antiguo edificio emblemático se ve ciertamente animado esta noche. Las escaleras y pasillos están atestados de todas las diminutas versiones posibles de la Estatua de la Libertad, el Tío Sam, bomberos, policías y soldados en uniforme, por no mencionar a los Shreks, Bobs los Constructores, Bobs Esponjas, Arenitas Mejillas y Patricios, reinas Amidalas, personajes de Harry Potter con gafas de Quidditch, túnicas de Gryffindor y sombreros de bruja. Las puertas de todos los pisos están abiertas de par en par, y dentro se oye una amplia gama de bandas sonoras, entre ellas Ain’t Never Gonna Do It Without the Fez On, de Steely Dan. Los inquilinos, como siempre, se han salido, gastándose miles de dólares en efectos de casa encantada, generadores de luz negra y humo, equipos de sonido para grandes estadios, zombis de animatrónica, así como actores de carne y hueso que trabajan por tarifas insultantemente más bajas que las establecidas, surtidos de dulces que incluyen los de Dean & DeLuca y Zabar’s, y bolsas de regalos llenas de chismes digitales a la última, pañuelos de Hermès y billetes de avión gratuitos a destinos como Tahití y Gstaad.
En la residencia de los Singh, Prabhnoor y Amrita están disfrazados de Bill Clinton y Monica Lewinsky. Con máscaras de goma y todo lo demás. Prabhnoor regala puros. Amrita, con un vestido azul, faltaba más, sostiene un micrófono de karaoke sin sonido y canta dulcemente I Did It My Way. Parecen gente muy agradable. Todo el mundo está borracho, sobre todo de vodka, a juzgar por las botellas vacías amontonadas alrededor y detrás del bar, aunque el personal de catering, disfrazado de Droides de Batalla, va por todas partes con bandejas de champán, canapés de filet mignon y sándwiches de langosta. Vyrva, disfrazada, se supone, de Beanie Baby Pikachu, se acerca a Maxine entusiasmada:
—¡Qué pedazo de disfraz! ¡Eres clavada a una dama madura!
—¿Qué tal los críos hasta ahora?
—Bastante bien, tendríamos que haber alquilado una camioneta de mudanzas para los caramelos. Justin va con ellos, de puerta en puerta. Menudo Hallowe’en el de aquí, ¿eh?
—Sí. No puedo entender por qué siento tanta hostilidad de clase.
—¿Por esto? En comparación con las fiestas de start-ups del Alley de hace un par de años, esto no es más que una nota al pie, querida. Una apostilla.
—Llevas demasiado tiempo en Nueva York, Vyrva, empiezas a hablar como mi padre.
—Justin lleva el móvil, ¿quieres que le llame y vea si…?
—Estamos en The Deseret, fuera del planeta, es probable que las tarifas de roaming no las pueda pagar nadie; me daré una vuelta, gracias.
Y así recorre este edificio, al que ya se le ha pasado la posibilidad de un exorcismo purificador y que nunca le ha parecido ni remotamente agradable. Flanqueando los pasillos, amplios como calles, donde hace cien años los carros de reparto tirados por ponis, subidos hasta ahí en inmensos ascensores hidráulicos, llevaban directamente a las puertas de los inquilinos latas de leche, ramos de flores y cajas de champán, Maxine encuentra esta noche elaboradas réplicas del campamento de Crystal Lake de Viernes 13, tumbas de momias, el laboratorio art déco de Frankenstein en blanco y negro. La hospitalidad de los inquilinos es, se diría, proactiva. Al poco, sin tener que alzar siquiera una ceja, se ve arrastrando sacos llenos del pillaje de Hallowe’en demasiado pesados para que un niño pueda levantarlos.
A medida que avanza la velada, avanza también la edad media de la gente que entra, y el énfasis en la pintura de ojos, la purpurina, las medias de malla, las hachas en cráneos, la sangre de pega. Es inevitable que alguien aparezca disfrazado de Osama bin Laden, y ahí de hecho hay dos, a quienes Maxine reconoce antes de lo que quisiera como Misha y Grisha.
—Íbamos a disfrazarnos de World Trade Center —explica Misha—, pero pensamos que OBL sería aún más insultante.
—¿Y cómo es que no andáis por el Village, donde está la tele?
Se intercambian una mirada que dice: ¿es digna de confianza?
—Hay un motivo —conjetura ella—, privado, no público.
—Esto es el puto Hallowe’en, ¿no? —dice Grisha.
—Estamos presentando nuestros respetos —explica Misha.
¿A quién? Ahí, en The Deseret, claro, ¿a quién más que a Lester Traipse, el verdadero espectro de Hallowe’en esta noche? Lester, la triste y ridícula víctima de una hoja de un cuchillo balístico a la que no le había dado tiempo de acabar el trabajo pendiente, condenado a vagar por estos pasillos de un siglo de antigüedad hasta que las cuentas se salden, o por toda la eternidad, lo que sea que ocurra antes. Lester era una criatura de Silicon Alley, Alley hasta la médula, y en el Alley esas historias nunca son breves, y menos aún agradables, no sólo es un barrio mediagénico de sueños recientemente desvanecidos, sino también el último en una larga tradición neoyorquina de barrios que conviene evitar, con sombras llenas de voces de desequilibrados mentales, ecos de la mampostería, gritos de desolación urbana, ruidos metálicos menos inocentes que los de los antiguos cubos de basura al viento.
—¿Vosotros erais amigos de Lester?, ¿teníais negocios con él? —O, por expresarlo de otro modo: ¿qué relación terrenal…?, a no ser que se trate precisamente de eso, y la relación sea cualquier cosa menos terrenal. Es el puto Hallowe’en.
—Lester era un colega podonok —Misha se ruboriza un poco, como si le avergonzara lo mal que suena—, amigo de hackers cabrones de todas partes.
—Incluida —acaba de ocurrírsele a Maxine— la antigua Unión Soviética. A lo mejor hasta era un asunto de la policía secreta, ¿no?
Misha y Grisha se ríen entre dientes mirándose la cara, con la intención de decidir quién va a abofetear primero a quién para recobrar la sobriedad y el respeto por los que se han ido. Una costumbre de las cárceles.
—Vosotros dos —tantea con cautela— sí asististeis a esa Escuela de Hackers Civiles de Moscú, ¿verdad?
—¡La Academia Umnik! —exclama Misha—, menudos tipos, no, qué va.
—¡Nosotros no! ¡Sólo somos chainiki!
—¡De Bobruisk! —Misha asiente con vigor.
—Ni siquiera sabemos cómo sentarnos delante de un teclado.
—No es que quiera entrometerme, es sólo que Lester pudo haber acabado mal con Gabriel Ice, que, como debéis de saber, es casi sinónimo de acabar mal con las estructuras de seguridad de Estados Unidos. Así que es natural que el espionaje ruso se interesara por sus actividades.
—Es el dueño de este edificio —casi le espeta Grisha, que recibe una mala mirada de su colaborador—. Si anda por aquí esta noche, a lo mejor nos lo cruzamos. A él o a alguna de su gente. A lo mejor no les gusta ver a los gemelos Osama. ¿Quién sabe? Un poco de Mortal Kombat, a lo mejor.
Nota para sí misma: sondea a Igor, que debe saber de qué coño va todo esto. Garabateada ilegiblemente en un pósit virtual, pegada a un poco frecuentado lóbulo cerebral del que se cae al momento, pero cuyo rastro perdura al menos con un inquietante valor marginal.
Un extravagante alboroto de doncellas francesas, furcias callejeras y dominatrices juveniles, ninguna de las cuales va todavía a secundaria, sube vibrando por las escaleras.
—¡Mirad! ¿Qué os había dicho?
—Diosmío.
—Iggg, da repelús.
Misha y Grisha sonríen risueños, se llevan las manos a los corazones y hacen una leve reverencia.
—Tha tso kalan yee?
—Tha jumat ta zey?
Lo cual manda a las jovencitas de vuelta, rebobinando en un frenesí escaleras abajo, mientras Misha y Grisha les gritan afablemente:
—Wa alaikum u ssalam!
—¿Eso es hebreo? —dice Maxine.
—Pastún. Les hemos expresado nuestros deseos de paz, y también les hemos preguntado cuántos años tienen y si van a la mezquita regularmente.
—Aquí vienen mis chicos.
El disfraz de Empire State Building de Ziggy ha adquirido un grafiti pintado con espray y alguien ha colocado una gorra de recuerdo en miniatura de los Red Sox en la cabeza de King Kong. El pelo de Otis sigue desafiantemente vertical, y, como el caballero que es, arrastra la bolsa de Fiona además de la suya.
—Fiona, qué disfraz tan bonito, échame una mano, se supone que vas de…
—Misty.
—La chica de Pokémon. Y éste es…
La amiga de Fiona, Imba, que se ha disfrazado de Psyduck, el amigo de Misty que padece desánimo crónico.
—Lo echamos a suertes —dice Fiona.
—Misty es una líder del gimnasio —explica Imba—, pero le cuesta controlar su impaciencia. Psyduck tiene poderes, pero es muy infeliz. —Sincronizadas, Fiona y ella se agarran los lados de la cabeza como S.Z. Sakall y emiten el típico «Psy, psy, psy». A Maxine se le ocurre que Psyduck, aunque sea japonés, también podría ser judío.
—Buenas noches, Asistencia Técnica, ¿cómo puedo abusar de ustedes? —Justin ha venido esta noche disfrazado del perro friki con poderes de Dilbert, Dogbert, con gafas de sol índigo en lugar de cristales transparentes. Maxine presenta a todos.
—Tú eres el Justin McElmo. —La primera vez que Maxine ha oído a uno de esos matones decir «el».
—No lo sé, a lo mejor hay más por aquí.
—El de DeepArcher —amplía Grisha.
—Sólo son un par de fanáticos de la Game Boy —murmura Maxine.
—¿Vosotros habéis bajado?, ¿desde cuándo? —Justin no parece tan alarmado como curioso.
—Desde el 11 de septiembre, tal vez. Hasta entonces era mucho más difícil meterse. De golpe, el día del ataque, se vuelve más fácil. Más tarde, otra vez es imposible.
—Pero seguís entrando.
—¡No podemos estar fuera!
—Pizdatchye —alardea Grisha—, siempre hay alguna historia nueva, gráficos nuevos, distintos cada vez.
—Todo evoluciona —dice Misha—. Dinos, Justin, ¿lo diseñasteis para que fuera así?
—¿Para que evolucionara? —Justin parece sorprendido—. No, se suponía que iba a ser único y, cómo decirlo, atemporal. Un refugio. Sin historia, eso era lo que Lucas y yo esperábamos. Y ahora vosotros, ¿qué es lo que veis?
—La govno habitual —dice Grisha—. Política, mercados, expediciones, tonterías.
—Pero no son guiones de juego, no sé si lo entiendes. Ahí abajo no podemos ser jugadores, tenemos que ser viajeros.
Una base suficiente para intercambiar tarjetas profesionales.
Antes de seguir con las diabluras, los matones hacen un aparte con Maxine.
—DeepArcher…, tú también lo conoces. Has estado ahí.
—Ummm —nada que perder—, veréis, es sólo, no sé, ¿código?
—¡No, Maxine, no! —con un tono que podría pasar tanto por fe ingenua como por locura delirante—, ¡es un sitio real!
—Es un refugio, no importa que seas el más pobre, que no tengas casa, que seas el más mísero de los presos, obizhenka, condenado a morir…
—Muerto…
—DeepArcher siempre te aceptará, te mantendrá a salvo.
—Lester —susurra Grisha, con los ojos apuntando escaleras arriba, hacia la piscina—, el alma de Lester. ¿Lo entiendes? Stingers en el tejado. Eso. —Un gesto con la cabeza hacia la noche de Todos los Santos, hacia la lejana parte baja de la ciudad donde se levantaba el Trade Center, más allá de la invisible muchedumbre de cientos de miles de celebrantes enmascarados por las calles iluminadas del todo o a medias, hasta el agujero hediondo con el nombre de la Guerra Fría en el filo inferior de la isla.
Maxine asiente, simulando ver lo que no puede ver.
—Gracias, id con cuidado, chicos. —Recoge a Ziggy y a Otis, que ya se están zampando las trufas Teuscher como si fueran bombones Hershey Kisses, y se encaminan hacia los zaguanes prohibidos del The Deseret y de ahí a casa.
—Que pasen buena noche, caballeros —dice Patrick McTiernan.
Sí, ya, ¿dónde estaba todo ese buen rollo de duende cuando ella era pequeña?
Horst todavía está despierto, viendo a Anthony Hopkins en The Mikhail Baryshnikov Story, absorbido por la película, con una cucharada de helado Urban Jumble suspendida a medio metro de su boca, goteándole encima del zapato.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Espabila!
—No os lo creeréis —parpadea Horst—, el bueno de Hannibal bailando como un loco.
Tras su expedición antropológica de Hallowe’en, Heidi ha vuelto cambiada.
—Niños de todas las edades encarnando el momento cultural pop al completo. Todo reducido al tiempo presente simple, todo en paralelo. Mímesis y representación. —Puede que al cabo de un rato cayera en alguna incoherencia. Por ninguna parte vio una copia perfecta de nada. Ni siquiera quienes decían «Oh, yo voy de mí mismo» eran réplicas auténticas de sí mismos—. Es deprimente. Yo pensaba que la Comic-Con era peculiar, pero esto era Verdad. Todo lo de ahí fuera está a un clic de ratón. La imitación ya no es posible. Hallowe’en ha muerto. Nunca creí que la gente pudiera desengañarse tanto. ¿Qué será de todos nosotros?
—Y como tú siempre encuentras a quien echar la culpa…
—Oh, es culpa de la puta internet. Sin duda.
La llamada a Igor no es de las que más le apetezca hacer. Sea cual sea el equilibrio kármico que se mantenga entre él y Gabriel Ice, ella ha evitado coger el teléfono hasta que Misha y Grisha, incordios de más allá de la membrana diurna que ella preferiría no sobrepasar, lo han hecho imposible. A lo que hay que añadir que ahora parece que los dichosos matones han estado acechando a hashslingrz por motivos ocultos, y probablemente le compete a ella adivinar cuáles, aunque, la verdad, no espera que le cuente muchos detalles.
Igor está contento. Demasiado contento. Se comporta como si llevara toda la vida esperando esa llamada.
—Mira, Igor, no se trata de que alguien me esté pagando para averiguar quién mató a Lester…
—Tú ya sabes quién lo hizo. Yo también. La policía no hará nada. Se ha convertido en una cuestión de… —¿Quiere que sea ella la que lo diga?
—Justicia.
—De reparación.
—Está muerto. ¿Qué hay que reparar?
—Te sorprendería.
—Desde luego. Sobre todo si es un asunto del KGB y tú y tu pandilla sois valores no transferibles.
Un silencio que a ella no le queda otra que calificar de divertido.
—Ya no lo llaman KGB, ahora lo llaman FSB o SVU. Desde Putin, el KGB sólo hace referencia a los viejos que están en el gobierno.
—Lo que sea. Ice estaba muy metido en la financiación de antiyihadistas. Rusia tiene sus propios problemas islámicos. ¿Es tan descabellado imaginar que los dos países cooperan?, ¿que se preocupan cuando Lester empieza a quedarse primas sin autorización?
—Maxine, no. No sólo fue por el dinero.
—¿Perdón?, y entonces ¿por qué?
Espera una fracción de latido de más.
—Lester había visto demasiado.
Ella intenta recordar la última vez que habló con Lester, en el Eternal September. Debe de haber alguna pista que se le pasó por alto, un lapso, algo.
—Si entendió lo que vio, ¿no se lo habría contado a alguien?
—Lo intentó. Me llamó al móvil. La noche antes de que le pillaran. No pude contestar. Dejó un largo mensaje en el buzón de voz.
—¿Tenía tu número de móvil?
—Todo el mundo lo tiene. Es el precio de hacer negocios.
—¿Cuál era el mensaje?
—Una basura bastante desquiciada. Escalades negros que intentaban echarlo de la autopista de Long Island. Llamadas telefónicas a su mujer, amenazas a sus hijos. Yo, mi gente…, él creía que teníamos contactos. Que podíamos ayudarle a negociar algún acuerdo.
—¿Como por ejemplo…?
—Él se olvida de lo que ha visto, ellos no le matan. Buena suerte.
—¿Y qué es lo que vio?
—Por entonces estaba loco. Ellos ya le habían arrebatado la cordura. No les hacía falta matarlo. Algo más que debe repararse. Tú quieres una relación de causa y efecto secular, pero aquí, lo siento, es donde todo se sale de los manuales. Lester dijo: «La única opción que me queda es DeepArcher». Yo había oído hablar del sitio DeepArcher a los padonki, así que tengo una vaga idea de lo que significa, pero no de lo que está hablando.
Santuario. Mientras a ella se la follaba uno de sus asesinos.
El día de la maratón de NYC, siete semanas después de la atrocidad, con el espantoso día todavía reverberando, se respira lo que podría denominarse una atmósfera patriótica, y miles de corredores salen en conmemoración del 11 de septiembre y sus víctimas desafiando la posibilidad de que pueda repetirse, con unas medidas de seguridad más que estrictas, el puente de Verrazano vigilado de punta a punta, todo el tráfico de la bahía cortado, nada visible en las alturas del cielo salvo helicópteros que mantienen una diligente vigilancia…
A eso del mediodía, mientras se dirige al mercadillo semanal en una cercana escuela secundaria, Maxine empieza a ver, primero de uno en uno y luego en una corriente torrencial, a yuppies con capas de plástico Mylar —el trabajo de superhéroe se ha vuelto labor de pacotilla por aquí— que se van filtrando desde el parque. En la esquina de la Setenta y Siete y Columbus, se ha convertido en una secuencia de masas. Jalean, gritan, se abrazan y ondean banderas por todas partes.
Sentado exhausto en la acera, apoyado en una pared entre una hilera de otros maratonianos que se recuperan de la carrera, cuyo brillante atuendo oficial proclama que acaban de correr, está Windust.
Primera vez que se ven cara a cara desde aquella velada romántica en el Far West Side.
—No le digas a nadie que me has visto —todavía sin recuperar del todo el aliento—, esto es perverso, sobre todo cuando hace tan poco del 11 de septiembre, aún hay demasiada muerte por aquí, ¿por qué dar la nota?, ¿para que haya todavía más? Y aun así… —agita el brazo cansinamente a su alrededor—, aquí estamos todos. —A no ser que le haya comprado la capa de recuerdo a alguien por la calle y Maxine esté tragándose otra trola.
—Demasiado profundo para mí.
Una sonrisa maliciosa y coqueta.
—Sí, me acuerdo.
—Bien pensado, a veces un centímetro ya es demasiado. No pasa nada, se ve que la carrera te ha afectado al organismo. ¿Puedes levantarte ya? Te invito a un café. —Claro, Maxine, cómo no, ¿y también a unas danesas dulces de queso? ¿Se ha vuelto loca? Es lo último que debería hacer. Pero la Madre Judía, sentada en silencio en la oscuridad, ha elegido inesperadamente este momento para aparecer, encender la elegante lámpara de Scully & Scully y forzar por sorpresa a Maxine a otra vergonzosa exhibición de solicitud eppes-essen. Durante un segundo, Maxine desea que Windust esté demasiado agotado. Pero su buena forma física se impone, se levanta y antes de que a ella se le ocurra ninguna excusa están sentados en un vagón restaurante retro en Columbus, que se remonta a los años ochenta, cuando el barrio estaba de moda, pero ahora tiene más interés para los turistas a los que les va la historia subcultural. El local es un hervidero de maratonianos recafeinándose. Sin embargo, nadie habla muy alto, así que las posibilidades de conversación, para variar, son al menos mitad y mitad.
¿En qué categoría de ex encajaría a Windust?, se pregunta. ¿Ex lío pelmazo?, ¿ex equivocación?, ¿ex polvo rápido?, ¿acaso x a secas, por incógnita desconocida? A esas alturas debería fingir que nada de lo que pasó pasó jamás, pero ahí está ese icono de carpeta chillón fosforito parpadeando delante de ella: cuentas sin saldar.
La gente pasa empujándose por delante de la ventana, felicitándose a gritos, riéndose demasiado alto, embutiéndose comida, haciendo florituras con las capas. En la pantalla de inicio triunfal, Windust es un solitario píxel de insatisfacción.
—Se creen que les han dado una lección a los moros, puaj. Míralos. Un ejército de bobos que no tienen ni idea de nada, que se creen que el 11 de septiembre es suyo.
—Eh, ¿y por qué no iban a hacerlo?, al fin y al cabo os lo compraron a vosotros, todos lo hicimos; cogisteis nuestro precioso dolor, lo sometisteis a un tratamiento especial y nos lo revendisteis como una mercancía más. ¿Puedo preguntarte algo? El día en que ocurrió, el Día en que Todo Cambió, ¿dónde estabas tú?
—En mi pequeño cubículo. Leyendo a Tácito. —El número del soldado-erudito—. Que sostiene que Nerón no incendió Roma para echarles la culpa a los cristianos.
—Me suena, no sé por qué.
—Vosotros queréis creer que todo fue una descomunal operación de bandera falsa, con un superequipo invisible controlando toda la información, simulando la cháchara en árabe, controlando el tráfico aéreo, las comunicaciones militares, los medios de comunicación civiles, todo coordinado sin un contratiempo ni un fallo, la tragedia entera montada para que pareciera un ataque terrorista. Por favor. Mi espabilada rompecorazones civil. ¿Quieres que te cuente un secreto? En esta profesión nadie es tan bueno.
—¿Me estás diciendo que no hace falta que me subleve más por esto? Muy bien. Es un verdadero alivio. Mientras tanto, vosotros tenéis lo que queréis, vuestra Guerra contra el Terror, la guerra sin fin, y empleo en servicios de seguridad hasta que os reviente el culo.
—Para otros, tal vez; no para mí.
—¿Ya no se requieren las habilidades del comando de mercenarios y esquiroles? Bah.
Él baja la mirada, hacia sus abdominales, su polla, sus zapatos, unos Mizuno Waves vintage en una combinación de colores que ha envejecido mal y que hace daño a la vista.
—Se acerca la jubilación, básicamente.
—¿Os dan opciones al dejarlo? No me mamonees.
—Bueno…, teniendo en cuenta cuáles son las salidas, intentamos llegar a acuerdos privados.
—Ya, la calderilla ahorrada, Cayos de Florida, pequeño esquife con nevera portátil llena de Dos Equis, algo así…
—Ojalá pudiera ser más concreto.
Según el informe del dispositivo de memoria flash que Marvin le llevó en verano, la cartera de valores de Windust rebosa de bienes públicos privatizados por todo el Tercer Mundo. Ella se imagina unas cuantas agraciadas hectáreas en el impenetrable mundo retrocolonial, en algún lugar «seguro», signifique eso lo que signifique para esa gente, fuera de la matriz de vigilancia, alejado de los cambios de régimen organizados por Estados Unidos, de los niños con fusiles AK, la deforestación, las tormentas, las hambrunas y demás insultos planetarios del capitalismo tardío…, con alguien en quien pueda confiar, un Tonto definitivo,[36] que le eche un ojo a la finca y guarde el perímetro por él a medida que pasen los años… En las diversas vidas que se le atribuyen a Windust, ¿son posibles lealtades como ésa?
Debería haber caído antes en la peculiar gravedad que hoy traslucen los ojos de Windust, una insuficiencia más allá del cansancio secular. «Jubilación» es un eufemismo, y por alguna razón ella duda de que él esté ahí cumpliendo con un programa cardiosaludable para maduritos. Esto se parece cada vez más a un repaso de tareas pendientes que está llevando a cabo antes de pasar a otra cosa.
En cuyo caso Maxine, y basta ya de darle vueltas a la noche loca de marras, puede sentir una corriente de aire frío filtrándose a través de una costura desgastada en el tejido del día, y aquí no hay recompensa que merezca más inversiones.
—Veamos, te has tomado, ¿cuántos?, ¿tres gigaccinos?, y además los bagels…
—Tres bagels, más la tortilla Denver deluxe; tú un bagel sencillo…
En la acera, ninguno de los dos sabe encontrar la fórmula que les permitiría despedirse con una mínima gracia. Tras medio minuto más de silencio, acaban asintiendo con las cabezas, dándose la vuelta y yéndose en direcciones opuestas.
De camino a casa, pasa por delante del parque de bomberos del barrio. Los hombres están trabajando en uno de los camiones. Maxine reconoce a uno al que ve siempre en el Fairway comprando cantidades ingentes de comida. Se sonríen y saludan con la mano. Un chico mono. En otras circunstancias…
Circunstancias de esas que nunca se dan las suficientes. Serpentea entre los ramos de flores que diariamente salpican la acera, y que retirarán dentro de un rato. La lista de bomberos de ese parque que cayeron el 11 de septiembre está colocada en un lugar más íntimo, lejos de la mirada pública, si alguien quiere verla puede pedirlo, pero a veces se demuestra más respeto no exhibiendo cosas como ésas en una valla publicitaria.
Si no es por el salario, si no es por la gloria, y si a veces no vuelves vivo, entonces, ¿por qué es? ¿Qué hace que estos hombres elijan dedicarse a eso, trabajar turnos de veinticuatro horas y luego seguir trabajando, metiéndose en ruinas tambaleantes, abriéndose paso con sopletes a través del acero, poniendo gente a salvo, recuperando restos de otros, hasta acabar enfermos, acosados por pesadillas, difamados y ninguneados, muertos?
Sea lo que sea, ¿sería Windust capaz de reconocerlo siquiera? ¿Cuánto se ha alejado de las realidades básicas?, ¿qué santuario se ha buscado y cuál, si es que alguno, le han concedido?
A medida que se aproxima el día de Acción de Gracias, el barrio, con atrocidades terroristas o sin ellas, revierte a su insufrible esencia de siempre, que alcanza uno de sus puntos álgidos la víspera del festivo por la noche, cuando las calles y las aceras rebosan de gente que ha venido a la ciudad a presenciar el Inflado de Globos del desfile de Macy’s. Hay policías por todas partes, las medidas de seguridad son agobiantes. Delante de todos los restaurantes se forman colas que se extienden por la calle. En locales en los que por lo general es fácil entrar, pedir una pizza para llevar y esperar no más tiempo del necesario para que la horneen, ahora hay que aguardar al menos una hora. En la acera todo el mundo se comporta como un chabacano Mercedes a pie, haciendo valer sus derechos, chocando, gruñendo, empujando sin molestarse en soltar siquiera el eufemismo local, por lo demás hueco, de «Perdón».
Esta noche, Maxine ha salido a la calle y se ve inmersa en el triste espectáculo de este clásico comportamiento neoyorquino, tras haber cometido el error de ofrecerse a comprar un pavo si Elaine lo cocinaba, pifia que había agravado al encargarlo por adelantado en Crumirazzi, una tienda gourmet cerca de la calle Setenta y Dos. Llega allí después de cenar y descubre que el local está más atestado que el metro en hora punta, lleno de ciudadanos agobiados recogiendo provisiones para sus banquetes de Acción de Gracias; por si fuera poco, la cola del pavo se dobla sobre sí misma ocho o nueve veces y avanza muy pero que muy despacio. La gente se grita y la cortesía, como todos los productos de los estantes, escasea.
Un colón en serie ha estado adelantándose por la cola del pavo, un corpulento ejemplar de macho alfa cuyas habilidades sociales, si es que las tiene, todavía están en fase beta, intimidando a los clientes uno por uno para colarse.
—Discúlpeme. —Se abre paso a empujones adelantando a una anciana que espera en la cola justo detrás de Maxine.
—Éste se quiere colar —chilla la mujer, que se descuelga el bolso del hombro y se dispone a emplearlo.
—Usted debe de ser de fuera de la ciudad —Maxine se dirige al infractor—, aquí, en Nueva York, no sé si lo sabe, esa forma de comportarse se considera un delito.
—Tengo prisa, zorra, así que apártate, a no ser que prefieras que lo arreglemos en la calle.
—Buf. ¿Después de todo lo que le ha costado llegar hasta aquí? Le diré qué haremos: sale usted primero y me espera, ¿vale? No tardaré, se lo prometo.
Cambiando a un tono de indignación:
—Tengo una casa llena de niños que alimentar… —pero le interrumpe una voz que grita desde la zona de descarga:
—¡Eh, gilipollas! —Y sobre las cabezas de la multitud vuela como una bala de cañón un pavo congelado, que alcanza al molesto yuppie en toda la cabeza, lo tumba, rebota y acaba en manos de Maxine, que se queda mirándolo y parpadeando, como Bette Davis miraría un bebé con el que inesperadamente tuviera que compartir plano. Le pasa el pavo a la señora que tiene detrás.
—Me parece que es suyo.
—¿Cómo?, ¿después de que haya tocado a ése?, no, pero gracias de todos modos.
—Ya me lo quedo yo —dice el tipo de más atrás.
A medida que la cola avanza lentamente, todo el mundo se cuida de pisar, no de esquivar, al caído colón.
—Es agradable comprobar cómo la ciudad va recuperando la normalidad, ¿verdad? —Una voz familiar.
—Rocky, ¿qué haces por estos lares?
—Es por Cornelia, no puede pasar Acción de Gracias sin una marca de relleno especial que comía de pequeña, en Dean & DeLuca ya no les queda y el único local donde también lo venden es Crumirazzi.
Maxine mira con ojos entrecerrados la gigantesca bolsa de plástico que lleva.
—«Squanto’s Choice, Authentic Old-Tyme WASP Recipe.»
—Lleva pan blanco antiguo.
—¿«Antiguo»?
—Wonder Bread de verdad, del de antes de que empezaran a venderlo en rebanadas.
—De eso hace setenta años, Rocky, ¿no se ha enmohecido?
—Se pone duro como el cemento. Tienen que utilizar taladros para romperlo. Le da un punto especial. ¿Y tú qué haces en esta cola?, te pegan más los pavos de Swift Butterball.
—Se me ocurrió echarle una mano a mi madre. Otro error, para variar. Mira esta casa de locos, es como el zoo. Parece el escenario de un crimen kármico. Sólo espero que el mal rollo no acabe contaminando la comida.
—Reunión familiar al completo este año, ¿eh?
—Ya lo leerás en el Post. «Entre los que han quedado ingresados en observación…»
—Oye, ¿te acuerdas de tu amigo de Montreal? ¿Felix, el del antizapper? Vamos a darle un poco de financiación puente; Spud Loiterman tiene un sexto sentido y ha dicho que adelante.
—Así que ahora me queréis contratar, ¿o preferís esperar a que Felix esté lo que Bobby Darin llama «más allá del mar»?
—Sí, bueno, es un chanchullo, ¿y qué?, yo también fui así en el pasado, por eso no me cuesta entenderlo, y además, ¿quién soy yo para criticar al Dean Martin de la Disonancia?