Para entrar en DeepArcher, Maxine tiene un montón de contraseñas que le ha dado Vyrva con validez de duración limitada que cambian cada quince minutos de media. En esta ocasión no se le pasa por alto lo diferente que parece el paisaje. Lo que antes era un depósito ferroviario es ahora un puerto espacial de la era de los dibujos de Los Supersónicos, con ángulos absurdos y torres melladas en la lejanía, recintos lenticulares sobre pilotes, tráfico de platillos que va y viene en el cielo de neón. Tiendas duty-free yuppieficadas, algunas para marcas comerciales de paraísos fiscales de las que ella ni siquiera reconoce la tipografía en la que están escritas. Publicidad por todas partes. En las paredes, en la ropa y la piel de los figurantes que conforman la multitud, como ventanas emergentes salidas de lo Invisible que te saltan a la cara. Maxine se pregunta si… Como era de esperar, sí, ahí están, merodeando por la entrada de un Starbucks, un par de ciberflaneurs que resultan ser los publicistas conocidos de Eric, Promoman y Sandwichgrrl.
—Bonito sitio para pasar el rato —dice Sandwichgrrl.
—Por no decir para hacer negocios —añade Promoman—. El garito está a rebosar. Un montón de esos tipos que sólo parecen parte del fondo virtual, ¿los ves?, pues son usuarios reales.
—No me digas. Se supone que hay todo tipo de encriptado profundo.
—Pero también está la puerta trasera, ¿no lo sabías?
—¿Desde cuándo?
—Semanas…, meses.
De manera que la ventana de vulnerabilidad del 11 de septiembre que tanto preocupaba y, parece, por razones más que justificadas, a Lucas y Justin ha permitido no sólo que se cuelen invitados inoportunos, sino que alguien —Gabriel Ice, los federales, amigos de los federales, otras fuerzas desconocidas que le habían echado el ojo al sitio— instale una puerta trasera. Y, así de fácil, se jodió el barrio. Se aleja cliqueando, y al poco llega a un extraño y espeluznante nimbo que parece un foco móvil de un club en el que sabes que vomitarás antes de que acabe la velada; duda un momento, pero al final se decide, cliquea para entrar en el centro de la nauseabunda y turbia mancha de luz, y entonces, por un instante, todo se queda en negro, el negro más intenso que ella haya visto jamás en una pantalla.
Cuando vuelve la imagen, parece estar viajando en un vehículo del espacio sideral…, hay un menú para elegir vistas; cambia fugazmente a un plano exterior y descubre que no se trata de un vehículo aislado sino de una especie de convoy, cuya coherencia resulta un tanto alambicada, formado por naves espaciales de épocas y tamaños diferentes desplazándose a lo largo de una eternidad extendida… Heidi, si se le preguntara, diría que detectaba cierta influencia de Galáctica, Estrella de Combate.
Dentro, Maxine encuentra pasillos de conglomerado reluciente de la era espacial, largos como avenidas, distancias interiores desproporcionadas, sombras esculpidas, tráfico hacia las alturas a través de un crepúsculo cada vez más denso, peatones cruzando puentes, vehículos aéreos para pasajeros y de carga, brillantes y afanosos… Esto no es más que código, se recuerda. Pero ¿quién, entre todos estos seres sin rostro ni nombre, lo ha escrito y por qué?
De repente, aparece suspendida en el aire una ventana buscapersonas, que requiere su presencia en el puente, con un conjunto de direcciones. Alguien debe de haberla visto entrar en el programa.
En el puente encuentra botellas de licor vacías y jeringuillas usadas. La silla del capitán es una butaca reclinable La-Z-Boy, procedente de una remota antigüedad, de un color beis espantoso y salpicada de quemaduras de cigarrillo. Hay pósteres baratos de Denise Richards y Tia Carrere pegados con celo a las mamparas. Una especie de mix de hip-hop sale de altavoces ocultos; en ese momento suenan Nate Dogg y Warren G interpretando Regulate, un éxito de la Costa Oeste de mediados de los noventa. El personal va y viene cumpliendo diversas funciones, pero a un paso que no podría calificarse de apresurado.
—Bienvenida al puente, señora Loeffler. —Un joven tosco, sin afeitar, con pantalones cortos cargo y una camiseta sucia de More Cowbell. Hay un cambio en la atmósfera. La música fluye suavemente a la sintonía del juego Deus Ex, las luces se atenúan, unos ciberelfos invisibles limpian el espacio.
—¿Dónde está todo el mundo?, ¿el capitán?, ¿el oficial ejecutivo?, ¿el científico?
Alza una ceja y se palpa las puntas de las orejas como si comprobara lo afiladas que están:
—Lo siento, la directiva primaria es: Ni un Puto Oficial de Mierda. —Hace un gesto hacia las ventanas de observación delanteras—. La grandiosidad del espacio, disfrútela. Tropecientos millones de estrellas, cada una con su propio píxel.
—Pasmoso.
—Puede, pero no es más que código.
Una antena de Maxine gira.
—¿Lucas?, ¿eres tú?
—¡Piii-llado! —La pantalla se llena por un momento con patrones psicodélicos del Visualizador de iTunes.
—Bueno, así que estás aquí… ¿haciendo qué?, por los problemas de la puerta trasera, tengo entendido.
—Umm, no exactamente.
—Me han dicho que últimamente está abierta de par en par.
—Es lo malo de ser un programa privativo, de código cerrado; siempre, tarde o temprano, alguien abre una puerta trasera.
—Y a ti no te parece mal, pero ¿y a Justin?
—Lo mismo, la verdad es que nunca nos sentimos cómodos con el modelo anterior.
Anterior. Lo que debe de significar…
—Grandes noticias, ¿no? Déjame adivinar.
—Ajá. Finalmente hemos decidido trabajar en código abierto. Acabamos de sacar los archivos tar.
—Lo que significa… ¿que cualquiera puede…?
—Que cualquiera con la paciencia para hacerlo, si quiere entrar, entra. Ya se está preparando una versión para Linux, lo que debería atraer a manadas de novatos.
—Así que la pasta gansa…
—Ya no existe. A lo mejor nunca existió. Justin y yo tendremos que seguir siendo unos simples currantes por un tiempo.
Maxine contempla cómo fluye y se despliega el paisaje estrellado. Naves cabalísticas estrelladas en la Creación contra todas esas brillantes gotas de luz, alejándose precipitadamente del punto singular que les dio vida, conocido en otros lugares como universo en expansión…
—¿Qué pasaría si empezara a cliquear en algunos de esos píxeles de ahí?
—Podrías tener suerte. No es nada que escribiéramos nosotros. Pueden ser enlaces a otro sitio. También podrías pasarte la vida entera sondeando el Vacío sin sacar gran cosa de ninguna parte.
—Y esta nave… no va camino de DeepArcher, ¿verdad que no?
—Más bien se trata de una expedición. Una exploración. Se cuenta que, cuando los primeros vikingos empezaron a navegar por los océanos septentrionales, se encontraron una inmensa y cojonuda grieta en la cima del mundo, un torbellino insondable que te absorbía, como un agujero negro, sin huida posible. En estos tiempos miras la Web superficial, todo ese cotorreo, todas esas mercancías en venta, los spammers, los charlatanes y los dedos ociosos, todos inmersos en el mismo barullo agónico al que les gusta llamar economía. Mientras tanto, aquí abajo, tarde o temprano, en algún lugar profundo, tendrá que haber un horizonte entre lo codificado y lo no codificado. Un abismo.
—¿Es eso lo que estás buscando?
—Algunos de nosotros sí. —Los avatares no deberían traslucir melancolía, pero Maxine percibe algo parecido en el de Lucas—. Otros lo que intentan es evitarlo. Depende de lo que te traigas entre manos.
Maxine prosigue vagando por pasillos durante un rato, captando conversaciones al azar, sea lo que sea lo que signifique ahí «azar». Empieza a tener la escalofriante sensación de que algunos de los pasajeros más recientes podrían ser refugiados de los sucesos del Trade Center. Carece de pruebas directas, tal vez sólo se deba a que tiene el 11 de septiembre metido en la cabeza, pero allá donde mira cree ver a desconsolados supervivientes, agentes criminales extranjeros y nacionales, correos, intermediarios, paramilitares, que pueden haber participado en los sucesos de aquel día o simplemente afirman haberlo hecho como parte de alguna estafa.
En los casos de aquellos que podrían ser víctimas auténticas, es posible que sus imágenes hayan sido traídas aquí por sus seres queridos para que disfruten de una vida después de la vida, con rostros escaneados de fotos familiares…, algunos no son más expresivos que emoticonos, otros exhiben un inventario de sentimientos que van de la euforia festiva a lo abyectamente lúgubre pasando por la timidez ante la cámara, algunos aparecen estáticos, otros animados en bucles de imágenes GIF, cíclicos como el karma, haciendo cabriolas, saludando con las manos, comiendo o bebiendo lo que fuera que estuviesen tomando durante la boda o el bar mitzvá o la noche de marcha en que el obturador pestañeó.
Aun así, es como si quisieran relacionarse: miran, sonríen, ladean las cabezas inquisitivamente. «Sí, ¿qué era?» o «¿problemas?» o «Ahora mismo no, ¿vale?». Si ésas no son las voces reales de los difuntos, si, como algunos creen, los muertos no hablan, entonces las palabras se las ha puesto en la boca quienquiera que haya subido sus avatares, y lo que parecen decir es lo que los vivos querrían que dijeran. Algunos han empezado weblogs. Otros están ocupados escribiendo código y añadiéndolo a los archivos de programa.
Maxine se para en un café que hace esquina y al poco entabla conversación con una mujer —puede que sea una mujer— que participa en una expedición al filo del universo conocido.
—Con todos estos catetos que están llegando ahora, que se meten por todas partes, aquí ya se está tan mal como en la Web superficial. Te empujan más al fondo, a las profundidades sin iluminar. Más allá de cualquier sitio donde ellos se sientan cómodos. Y ahí es donde está el origen. Del mismo modo que un potente telescopio te lleva más lejos en el espacio físico, más cerca del instante del big bang, aquí, al bajar a más profundidad, te acercas al territorio fronterizo, al límite de lo innavegable, a la región sin información.
—¿Formas parte de este proyecto?
—Sólo estoy aquí para echar un vistazo. Para descubrir cuánto tiempo puedo permanecer al filo del principio, antes del Verbo, cuánto tiempo puedo mirar ahí dentro hasta que me entre vértigo (o nostalgia o náuseas o lo que sea) y me caiga.
—¿Tienes una cuenta de e-mail? —pregunta Maxine.
—Muy amable por tu parte, pero es posible que no vuelva. Es posible que un día mires en la bandeja de entrada de tu correo y yo ya no esté ahí. Ven. Acompáñame.
Llegan a una especie de plataforma de observación, un voladizo que sobresale peligrosamente de la nave hacia la radiación dura, el vacío, lo inanimado.
—Mira.
Sea quien sea la mujer, no lleva arco ni flechas, y su pelo no es lo bastante largo, pero Maxine la ve mirar hacia abajo en el mismo ángulo pronunciado, con la misma concentración extasiada en el infinito, que la figura de la página de inicio de DeepArcher, contemplando un vacío incalculablemente fecundo en enlaces invisibles.
—Hay un ligero resplandor, al cabo de un rato lo percibirás, algunos dicen que es la huella, como la radiación del big bang, de la memoria, en la nada, de haber sido algo en el pasado…
—¿Tú eres…?
—¿El Arquero? No. Ése guarda silencio.
De vuelta en el mundo de carne y hueso, necesitada de hablar con alguien sobre el nuevo, e imagina que pronto irreconocible, DeepArcher, Maxine llama al número de móvil de Vyrva.
—Ahora mismo estoy bajando al metro, te llamo en cuanto recupere cobertura.
Maxine no es una veterana en el reconocimiento de excusas falsas con móviles, pero reconoce los nervios cuando los oye. Media hora después, Vyrva, supuestamente recién salida del East Side, se presenta en la oficina arrastrando una bolsa de basura de grueso calibre llena de Beanie Babies.
—¡La nueva temporada! —grita, y saca uno por uno murciélagos de Hallowe’en, sonrientes calabazas con sombreros de bruja, osos fantasma, osos con capas disfrazados como Drácula.
—Ghoulianne la Chica Fantasma, mira, con la calabacita, ¿a que es mona?
Ummm, sí, Vyrva está un tanto frenética esta mañana, sin duda el East Side puede tener este efecto de Denteraceleración en la gente, pero —los circuitos de retro-CFE a toda vela— a Maxine se le ocurre que los Beanie Babies podrían haber sido una tapadera desde el principio, ¿no?, para otras actividades de menos interés público…
Banales cómo está Justin, cómo está Fiona, todos bien, gracias (¿un sospechoso parpadeo ahora?):
—Los chicos…, bueno, quiero decir que todos estamos estresados últimamente, pero… —Vyrva se pone un par de gafas de cristales lilas y montura metálica, de las que venden a cinco dólares por la calle, y tiene razones para ponérselas—: Vinimos a Nueva York, todos, tan inocentes… En California era divertido, sólo se trataba de escribir el código, buscar la solución molona, la elegancia, ir a fiestas cuando podíamos, pero aquí cada vez es más como…
—¿Hacerse mayor? —puede que un punto demasiado reflexivo.
—Vale, los hombres son como niños, ya lo sabemos, pero esto es como verlos enganchados a un vicio secreto que no saben cómo parar. Quieren aferrarse a los chavales inocentes que eran, y tú lo ves, ves la terrible desconexión, ves que la ruptura entre la esperanza infantil y la depravación del meatspace de Nueva York se está volviendo insoportable.
Querida Abby, tengo una amiga con un problema muy gordo…
—Quieres decir que para ti es insoportable…, no sé…, ¿emocionalmente?
—No —Vyrva busca su mirada fugazmente—, para todos, insoportable en el sentido de que ya es demasiado, de que con un poco de pasta basta, de que se ha vuelto una pesadez.
El tono de la explicación es alegre pero gruñón, muy habitual en la profesión de Maxine. Tal vez también esconde una petición de comprensión, realizada con la esperanza de que salga gratis. Ésa es la reacción usual cuando los avisos de control de las auditorías empiezan a repescar pruebas de las que ellos, los malversadores, creían haberse desembarazado para siempre, cuando el inspector de Hacienda se sienta al otro lado de la mesa con el termostato al máximo, impertérrito, dando caladas a un puro barato que ha pagado todos los impuestos, esperando.
Con cuidado de no incluir ningún subtexto por el momento:
—A lo mejor es el negocio lo que les desborda.
—No. No puede ser la presión por el código fuente, ya no, ya se lo han quitado de encima. No se lo digas a nadie, pero van a trabajar en código abierto.
Finge que todavía no sabía la noticia:
—¿Lo van a ceder?, ¿han estudiado las consecuencias fiscales?
Según Vyrva, Justin y Lucas salieron una noche y acabaron en el bar demasiado iluminado de un motel para turistas de la calle Cincuenta y pico Oeste. Enormes pantallas de televisión sintonizadas en canales de deportes, árboles de imitación, algunos de seis metros de altura, camareras rubias de pelo largo, una barra de caoba de los viejos tiempos. Un atasco de asistentes a congresos. Los socios beben King Kongs, que es whisky Crown Royal con licor de plátano, y revisan el local en busca de rostros familiares cuando oyen una voz con la que el tiempo no ha sido, por decirlo suavemente, muy respetuoso.
—Un Fernet-Branca, por favor, mejor que sea doble, con un chupito de ginger-ale.
Y Lucas escupe su bebida.
—¡Es él! ¡El cabronazo loco de Voorhees, Krueger! ¡Nos sigue, quiere que le devolvamos el dinero!
—¿Te has vuelto paranoico? —Ésa es la esperanza Justin. Se esconden detrás de una bromelia de plástico y miran entrecerrando los ojos. El envoltorio es ahora un poco distinto, pero, en efecto, parece tratarse de Ian Longspoon, visto por última vez años atrás, cuando acababa de derrapar en el derbi de vehículos estrafalarios de Sand Hill. Ahora lo aborda un individuo fornido con unas gafas Oakley M Frame y un traje de calle de color aguacate neón. Justin y Lucas reconocen inmediatamente a Gabriel Ice con lo que alguien como él debe de creer que es un consumado disfraz.
—¿Para qué se reunirá Ice con nuestro viejo inversor, y a escondidas? —se pregunta Lucas.
—¿Qué es lo que tienen en común?
—¡A nosotros! —los dos a la vez.
—Tenemos que ver esas servilletas de cóctel, ¡y rápido! —Resulta que conocen al encargado de seguridad del motel, y al instante están en su oficina revisando una pared de monitores de circuito cerrado de TV. Hacen un zoom sobre la mesa de Ice/Longspoon y logran atisbar unos extraños diagramas empapados, llenos de flechas, recuadros, signos de exclamación, además de lo que parece una gigantesca J, por no mencionar la L…
—¿Crees que…?
—Podrían representar cualquier cosa, ¿no?
—Espera, déjame pensar… —Cada uno se sienta delante por turnos, acercándose y alejándose la imagen para verla mejor, y al poco se ha adueñado de ellos un pánico paranoico, y su amigo de seguridad, que se está cabreando, les enseña la puerta trasera.
—La conclusión a la que llegaron los chicos —resume Vyrva— es que Ice intentaba conseguir que Voorhees, Krueger invocara supuestas cláusulas de protección, se quedara con la empresa y luego vendiera sus activos, es decir, básicamente, el código fuente de DeepArcher, al propio Ice.
—A la mierda —Justin, avanzada esa noche, con inesperada amargura—; él la quiere, pues que la tenga.
—No es propio de ti, colega, ¿qué pasará la próxima vez que necesitemos perdernos?
—Para mí ya no habrá una próxima vez —Justin, con cierta melancolía.
—Pues a lo mejor para mí sí —afirma Lucas.
—Podemos inventarnos otro sitio.
—Justin, ¿qué está haciéndonos esta ciudad en la cabeza?; tío, antes no éramos así.
—Tampoco creo que la cosa esté mejor en California. Todo igual de corrupto; hemos recorrido las mismas calles juntos y tú ya sabes adónde conducen, tanto aquí como allí.
Vyrva, aunque técnicamente sea una shiksa, una jovencita gentil, les deja seguir, entrando y saliendo de la conversación con tono maternal, ofreciéndoles algo para picar y guardándose su irritación para sí. Ahora le dice a Maxine:
—Y luego hablan de gente que anda perdida. Mira, a veces…
Aquí está, el lamento del estafador. Maxine podría impartir talleres sobre Movimientos Oculares Seductores.
—A veces…
—A veces pienso que, si están tan perdidos —apenas audible—, a lo mejor es por culpa mía.
Entra Daytona con una bolsa llena de galletas danesas y una jarra de plástico con café.
—Eh, Vyrva, arriba ese ánimo, chica.
Vyrva es lo bastante enrollada para levantarse, tocar con el culo el de Daytona y contribuir con ocho compases de acompañamiento al clásico pero muy raramente escuchado Soul Gidget, antes de que Daytona, tras echarle un vistazo, comente:
—Deberías cantar A Whiter Shade of Pale, pareces un poco anoréxica, chica, te hacen falta ¡unas chuletas de cerdo y unas berzas!
—Empanadillas de melocotón —Vyrva sin muchas ganas pero siguiendo la corriente.
—A lo que me refiero —despidiéndose desde la puerta— es a que te andes con cuidado y ¡ojito con la mayonesa!
—Vyrva…
—No. Está bien. Bueno, no, no está bien, oh, Maxi…, me siento tan culpable…
—Si no eres judía, tienes que disponer de un permiso, porque la patente es nuestra, no sé si lo sabes.
Vyrva menea la cabeza.
—¿Qué debo hacer? Estoy asustada, me he colgado hasta el fondo.
—¿Y qué me dices de Lucas?, ¿también se lo toma tan en serio?
—¿Lucas? No, ¿cómo Lucas? —Cabreada porque Maxine no lo entienda.
—Oh-oh. Estamos hablando de otro. ¿Quién?
—Por favor… Creí de verdad que podría ayudar. Se suponía que lo hacía por Fiona, por Justin, por todos nosotros. Él dijo que los chicos podrían imponer las condiciones que quisieran.
—Alguien —por fin las escamas tamaño dinosaurio caen estrepitosamente de los ojos de Maxine—, alguien que quería adquirir el código fuente de DeepArcher asumió que salir con la esposa de uno de los socios le ayudaría a poner un pie dentro, ¿voy bien hasta ahora?
—Maxi, tienes que creer…
—No, eso lo decían con los Mets del 69, te lo preguntarán en el examen para concederte la ciudadanía de la Gran Manzana; y, mientras tanto, quién, me pregunto, quién de las docenas de pretenciosos pretendientes sería lo bastante cabrón para intentar algo así, espera, espera, lo tengo aquí, casi en la punta de la lengua…
—Tendría que habértelo contado, pero le odias tanto que…
—Todo el mundo odia a Gabriel Ice, así que supongo que eso significa que no se lo has contado a nadie.
—Y, lo sé, es un cabronazo vengativo; si yo intentara cortar, se lo contaría todo a Justin, destruiría mi matrimonio, mi familia…, perdería a Fiona, lo perdería todo…
—Tranqui, tranqui, no te mortifiques, eso es ponerse en lo peor. Las cosas pueden salir de muchas formas. ¿Cuánto tiempo lleváis liados?
—Desde Las Vegas, este verano. Incluso echamos un polvo rápido el 11 de septiembre, lo que lo empeora todo aún más…
Maxine es incapaz de reprimir un bizqueo.
—Sólo espero que no estés insinuando que lo provocaste tú de algún modo. Eso sería descabellado, Vyrva.
—Es el mismo tipo de irresponsabilidad, ¿no?
—¿El mismo tipo que qué?, ¿no me vas a venir tú también con el discursito de «escuchad, pandilla de haraganes»?, ¿acaso te has tragado eso de que el abandono de los valores familiares en Estados Unidos ha sido lo que ha traído a Al Qaeda en los aviones y ha derribado el Trade Center?
—Ellos han visto cómo somos, en qué nos hemos convertido. Lo blandos, lo dejados, lo complacientes que nos hemos vuelto. Nos han tomado por un blanco fácil, y tenían razón.
—No sé por qué, pero me cuesta ver la relación de causa y efecto, aunque a lo mejor sólo me pasa a mí.
—¡Soy una adúltera! —lloriquea en voz baja Vyrva.
—Oh, vamos. Una adulescentera, como mucho.
Aun así, ¿quién puede evitar, en estas situaciones, querer enterarse de un par de detalles? El acogedor pisito de soltero de Ice en Tribeca, por ejemplo, con un baño de aproximadamente la misma superficie que una cancha de baloncesto profesional, con un amplio surtido de tampones de todas las marcas, tamaños y absorbencias, frascos de champú y acondicionador de cuyas etiquetas no puedes leer ni una palabra porque son importadas de muy, muy lejos, accesorios de peluquería que abarcan de horquillas a enormes secadores de salón retro en los que, aparentemente, no sólo te sientas debajo sino que tienes que escalarlos por dentro, además de una selección de condones que hace que el expositor de las farmacias Duane Reade parezca la máquina expendedora del lavabo de caballeros de una gasolinera.
—Y lo peor —tras sonarse la nariz— es que el sexo siempre es espléndido.
—Un amante sensible y considerado.
—Mierda, no, es un hijo de puta. ¿Has probado el sexo anal?
¿De verdad quiere Maxine que se lo explique?
¿La zapatería Delman’s vende zapatos?
—Ya le pega —dándole un empujoncito—, es su especialidad, ¿no?