Cuando se lo cuenta a Shawn, ve que su gurú, a su modo, también está alucinando.
—¿Te acuerdas de aquellas dos estatuas gemelas de Buda de las que te hablé?, ¿las que estaban talladas en una montaña en Afganistán y las dinamitaron los talibanes la primavera pasada?, ¿no te recuerda nada?
—Budas gemelos, torres gemelas, una curiosa coincidencia, ¿y?
—Las torres del Trade Center también eran símbolos religiosos. Representaban lo que este país adora por encima de todo, el mercado, siempre el puto mercado sagrado.
—¿Estás diciendo que fue un ataque religioso?
—¿Y no es una religión? Son gente que cree que la Mano Invisible del Mercado lo rige todo. Libran guerras santas contra religiones rivales como el marxismo. Frente a todas las pruebas que demuestran que el mundo es finito, ésta es una fe ciega en que los recursos nunca se agotarán, en que los beneficios seguirán aumentando eternamente, igual que la población mundial: más mano de obra barata, más consumidores adictos.
—Hablas como March Kelleher.
—Ya, sí, o —la medio sonrisa de superioridad marca de la casa— a lo mejor es ella la que habla como yo.
—Ajá, escucha, Shawn… —Maxine le cuenta lo de los chicos en la esquina y la teoría del bucle en el tiempo.
—¿Es como lo de los zombis que decías que veías?
—Era una sola persona, Shawn, alguien que conozco, puede que muerto o puede que no, deja ya lo de los zombis.
Umm, sí, pero ahora otra sospecha, uno diría que descabellada, ha empezado a florecer bajo el sol de California de la consulta, a saber: supón que esos «chicos» sean en realidad agentes, soldados que viajan en el tiempo que han salido del Montauk Project, abducidos hace mucho y sometidos a una servidumbre inimaginable, que se han ido volviendo solemnes y grisáceos a lo largo de años de servicio, y a los que se ha asignado explícitamente la vigilancia de Maxine, por razones que ella nunca conocerá. Posiblemente estén implicados en extraños complots y, por qué no, relacionados con la banda privada de script kiddies cooptados de Gabriel Ice…, ¡agggh! ¡Y luego hablan de canguelo paranoide!
—Vale —con tono tranquilizador—, ¿como una especie de revelación? También me ha estado pasando a mí. Veo a gente por la calle que se supone que ha muerto, a veces incluso a personas que sé que estaban en las torres cuando se desmoronaron, que no pueden estar aquí, pero aquí están.
Se quedan mirándose un rato, ahí abajo, en el suelo del bar de la historia, sintiéndose pillados a traición, sin tener claro cómo levantarse y seguir adelante con un día que de repente se ha llenado de agujeros: familia, amigos, amigos de amigos, números de teléfono en el Rolodex que ya no responden…, la sensación desoladora, algunas mañanas, de que hasta el país mismo ya no está ahí, de que está siendo reemplazado silenciosamente, pantalla tras pantalla, por otra cosa, por una caja de paquetes informáticos sorpresa, en manos de tipos que mantienen la cabeza fría y los dedos a punto para cliquear.
—Lo siento, Shawn. ¿Y qué crees que puede ser?
—Aparte de lo mucho que los echo de menos, no sé. Es sólo esta puta ciudad de mierda; demasiadas caras, que nos vuelven locos a todos. ¿No estaremos presenciando un regreso al por mayor de los muertos?
—¿Preferirías que fuera al detalle?
—¿Te acuerdas de aquel trozo de la grabación de las noticias locales, cuando la primera torre se viene abajo? Una mujer corre por la calle, se mete en una tienda y cierra la puerta, y entonces llega esa terrible nube negra de ceniza y escombros que asuela las calles, y pasa con la fuerza de un vendaval por delante del escaparate…, ése fue el momento, Maxi. No el momento en que «todo cambió», sino en el que todo se reveló. Nada de una grandiosa iluminación zen, sino una avalancha de tinieblas y muerte. Que nos enseñaba exactamente en qué nos hemos convertido, lo que hemos sido todo el tiempo.
—Y eso que hemos sido siempre es…
—Es que vivimos un tiempo prestado. Y nos ha salido barato. Sin preocuparnos nunca de quién paga, de quién se está muriendo de hambre en otra parte, esa gente amontonada y aplastada por ahí para que nosotros tengamos comida barata, una casa, un jardín en las afueras…, a escala planetaria, más cada día que pasa, el desquite va preparándose. Y, mientras tanto, la única ayuda que recibimos de los medios es el lloriqueo por los muertos inocentes. Bua, bua; joder, nada más. ¿Sabes una cosa? Todos los muertos son inocentes. No hay ninguno que no lo sea.
Al cabo de un rato:
—¿No vas a explicarte un poco más, o a…?
—Claro que no, es un koan.
Esa inopinada carcajada nocturna que se oye en el dormitorio. Horst está tumbado delante de la tele, divirtiéndose sin poder evitarlo. Por alguna razón está viendo la NBC en lugar del canal BioPiX. Un tipo apocado, con el pelo largo y gafas de sol ámbar, está haciendo un monólogo en un programa nocturno.
Una semana después de la peor tragedia en la vida de todo el mundo y Horst se está partiendo el culo de risa.
—¿Qué te pasa, Horst, es una reacción tardía por estar vivo?
—Me alegro de estar vivo, pero hay que reconocer que este Mitch Hedberg es muy gracioso.
No son muchas las veces que ella ha visto reír con ganas a Horst. La última vez debió de ser viendo el episodio de «Yo dejé caer el tornillo en el atún» de la serie de Kenan y Kel, hará cuatro o cinco años. A veces se ríe entre dientes, pero raramente. Cada vez que alguien pregunta cómo es posible que todos se estén riendo de algo y él no, Horst explica su convicción de que la risa es sagrada, un fugaz empujoncito que nos da una fuerza del universo y que las risas enlatadas sólo abaratan y trivializan. No soporta las risas sin motivo y sin alegría.
—Para mucha gente, sobre todo en Nueva York, reír es una forma de hacer ruido sin tener que decir nada. —Aunque, entonces, ¿qué pinta todavía en esta ciudad?
Una mañana, de camino al trabajo, se topa con Justin. Parece accidental, pero puede que ya no haya accidentes, es posible que la Patriot Act los haya prohibido, junto a todo lo demás.
—¿Te molesta si hablamos un momento?
—Sube.
Justin se repantiga en una silla de la oficina de Maxine.
—Es sobre DeepArcher. ¿Te acuerdas de que justo antes del ataque al Trade Center, Vyrva debió de contártelo, todo se puso un poco raro con los números aleatorios que estábamos utilizando?
—Vaga, muy vagamente. ¿Ha vuelto a su cauce normal?
—¿Hay algo que haya vuelto?
—Horst dice que la Bolsa también se volvió loca. Justo antes.
—¿Has oído hablar del Proyecto de la Conciencia Global?
—Algo…, es una de esas historias californianas.
—De Princeton, para ser precisos. Esa gente mantiene una red de treinta o cuarenta generadores de sucesos aleatorios por todo el mundo, cuyos resultados van a parar a la sede de Princeton las veinticuatro horas del día los siete días de la semana, y allí se mezclan para producir una serie de números aleatorios. Una fuente de primera calidad, de pureza excepcional. Se basa en la teoría de que, si nuestras mentes están en realidad vinculadas de algún modo, cualquier suceso global importante, un desastre o lo que sea, aparecerá en los números.
—Quieres decir que, de alguna manera, dejarán de ser tan aleatorios.
—Exacto. Mientras tanto, para que DeepArcher fuera ilocalizable, necesitábamos un suministro de alta calidad de números aleatorios. Lo que hicimos fue crear globalmente un conjunto de nodos virtuales en ordenadores voluntarios. Cada nodo sólo existe el tiempo necesario para recibir y reenviar, luego desaparece; nosotros utilizamos los números aleatorios para establecer un patrón de conmutación entre los nodos. En cuanto nos enteramos de la existencia de la fuente de Princeton, Lucas y yo entramos en el sitio y nos aprovechamos a hurtadillas del producto. Todo va bien hasta la noche del 10 de septiembre, cuando de repente los números que salen de Princeton empiezan a alejarse de la aleatoriedad, ya te digo, de manera muy brusca, drásticamente, sin explicación. Puedes revisarlo, los gráficos están colgados en su sitio web y todo el mundo puede verlos; para mí…, no sé, me da miedo descubrir qué significa cualquiera de esos cambios. Y se mantuvo así durante todo el día 11 y varios días más. Y luego, igual de misteriosamente, todo volvió a una aleatoriedad casi perfecta.
—Así que… —y por qué le está contando esto Justin, a ver—, fuera lo que fuese, ha desaparecido.
—Salvo que, durante ese par de días, DeepArcher fue vulnerable. Hicimos cuanto pudimos a partir de números de serie de billetes de dólar, que van bastante bien como semillas de un generador de números pseudoaleatorios de baja tecnología, pero, aun así, las defensas de DeepArcher empezaron a desintegrarse, todo se volvió más visible, de acceso más fácil. Es posible que algunas personas encontraran la forma de entrar, cuando en otras circunstancias no habrían podido. En cuanto los números del PCG volvieron a ser aleatorios, la salida de DeepArcher se tornó invisible para cualquier intruso. Pueden haberse quedado dentro del programa. Es posible que sigan ahí.
—¿No pueden simplemente pulsar la tecla de «Salir»?
—No si están ocupados en intentar aplicar ingeniería inversa para salir de nuestro código fuente. Lo que es imposible, pero aun así podrían poner en peligro una buena parte de lo que hay ahí.
—Pues parece otra razón para utilizar un código abierto.
—Lucas dice lo mismo. Ojalá yo pudiera… —Parece tan desconcertado que Maxine, contra lo que le dicta el sentido común, dice:
—Dime que me calle si ya lo has oído. Un tipo va por ahí con una brasa de carbón…
Esa noche, lo primero que nota al abrir la puerta es que algo huele muy bien. Horst está preparando la cena. Parecen ser coquilles SaintJacques y daube de bæuf provenzal. Otra vez. Claro, el Menú Especial del Culpable. Por una extraña invarianza en los parámetros de su vida conyugal, Horst se está volviendo, hasta un punto casi insufrible, un chico de su casa. La otra noche ella llegó tarde, todas las luces estaban apagadas, y, bum, de repente se ve atacada a la altura de los tobillos por un aparato mecánico, que resulta ser una aspiradora robot.
—¿Querías matarme?
—Creí que te gustaría —dice Horst—, es el Roomba Pro Elite, recién salido de fábrica.
—Con la función de ataque a la esposa incluida.
—En realidad, no lo sacarán al mercado hasta el otoño, conseguí éste en una venta de prueba para usuarios pioneros. El futuro ya está aquí, cielito.
Sin pizca de ironía. Impensable hace sólo un año. Mientras tanto, ahora le toca a Maxine tener estos, umm, apremios poco hogareños. Lo que, para aquellos a los que les atraen los libros sobre el equilibrio, debe de estar bien. ¿Culpa?, ¿qué es eso?
Eric y Driscoll entran y salen de casa juntos y por separado de forma impredecible, aunque respetan las noches de los días de escuela y un toque de queda informal a partir de las once. Si están fuera más tarde de esa hora, se quedan a dormir en otro sitio, lo que a todos les parece bien, y además evita más preocupaciones a Maxine. En cualquier caso, los chicos, como su padre, siguen durmiendo tan imperturbables que hasta el encargado del inventario de un aserradero sufriría insomnio a su lado.
Un día, Maxine encuentra a Eric en el cuarto de invitados con un pulverizador grande de Febreze, rociando su ropa sucia, pieza por pieza.
—En el sótano hay una lavandería, Eric. Podemos dejarte detergente.
Echa la camiseta que estaba sosteniendo en un montón de ropa ya rociada con Febreze y se apunta el pulverizador a la oreja, como si fuera a dispararse.
—¿Viene con fragancia a Abril Fresco Aterciopelado? —Bajando la voz, como unos rendimientos decrecientes. Pero también parece preocupado.
Maxine inclina una antena:
—¿Quieres decirme algo más, Eric?
—Anoche no pude pegar ojo. Mierda de hashslingrz. No me lo quito de la cabeza.
—¿Te apetece un café? Voy a preparar un poco.
La sigue a la cocina.
—Ese flujo de dinero a los Emiratos, ¿te acuerdas?, los bancos de Dubái y toda esa mierda, no podía dejar de darle vueltas, una y otra vez: ¿y si ese dinero había ayudado a financiar el ataque al Trade Center?, entonces Ice no es sólo otro cretino puntocomer más, es un traidor a su país.
—Alguien en Washington coincide contigo. —Le hace un rápido resumen del informe que le había pasado Windust, impregnado de su colonia punk-rock.
—Sí, ¿y qué hay de la Wahhabi Transreligious Friendship?, ¿la mencionan?
—Creen que es una especie de fachada para mover el dinero a cuentas bancarias de los yihadistas.
—Pues resulta que es más enrevesado aún. Se trata de una fachada, sí, pero de la CIA, que se hace pasar por yihadista.
—Anda ya.
—A lo mejor fue el Ambien, a lo mejor siempre lo he tenido ahí, delante de mí, y no lo veía, pero por alguna razón esta vez los velos han ido cayendo uno por uno, y ahí aparece Mata Hari en persona. La historia consistía en un medio de mandar fondos a las diferentes fuerzas clandestinas antiislámicas de la región. A cambio, Ice se queda con una comisión de todo lo que se mueve, más unos honorarios de consultoría para cagarse.
—Vaya, el hombre es un patriota.
—Es un mierdecilla codicioso —la cabeza de Eric está envuelta ahora en un halo de gotas de espuma como el del Pato Lucas—, pasarse la eternidad en el lounge de un motel de Houston, Texas, con un mix de Andrew Lloyd Webber sonando en bucle en el estéreo, sería poco castigo para ese cabrón de mierda. Créeme aunque sólo sea en una cosa: voy a joderlo vivo.
—Suena como si estuviera a punto de pasar algo gordo.
—Es posible.
—Un tiempecito de condena en Rikers ya no te basta, ¿estás pensando en ataques de denegación del servicio?
—Demasiado leve para Ice. Si todas las empresas con un gilipollas al frente recibieran un ataque DOS, no quedaría nadie en el sector. Pero, mira, déjame que te cuente mi última invención, es como un entremés.
Se lo enseña en su portátil. Parece que Eric ha creado recientemente un programa, el Vomit Kurser, bautizado como homenaje al mal afamado Comet Cursor de los años noventa y desarrollado en sociedad con una ‘bruja’ de uno de sus antiguos barrios. Mediante atractivos pero falsos anuncios en ventanas emergentes que prometen salud, riqueza, felicidad, etcétera, el Kurser lanza subrepticiamente maldiciones de la vieja escuela a objetivos seleccionados: cliqueas una vez y la has cagado. De algún modo, según le ha explicado la hechicera latina a Eric, internet exhibe una extraña afinidad con la dinámica de las maldiciones, sobre todo cuando se escribía en lenguajes antiguos, anteriores al HTML. A través de las incontables imágenes de cruces que siembran el cibermundo, se arruina el destino de irreflexivos y alegres cliqueadores: fallos de sistema, datos perdidos, cuentas bancarias saqueadas, todo lo cual podrías esperarte dado que está relacionado con problemas informáticos, pero también hay inconvenientes del mundo real, como granos, parejas infieles, fugas irreparables en retretes, que proporcionan a quienes tienen inclinaciones metafísicas más pruebas de que internet sólo es una pequeña parte de un continuo integrado mucho más vasto.
—¿Y eso hará caer el sistema de Ice? Recuerda que es judío, no tiene ni idea de santería; todo esto tiene un aire que parece salido del extremo más yuyu del espectro, incluso para ti, Eric.
—Eh, relájate, esto no es lo gordo, sólo un tráiler, mientras tanto no sólo he estado fastidiándole la función malloc(3), se la he desquiciado y se la he puesto boca abajo, requerirá años de terapia el enderezarla.
—Por favor, ándate con cuidado, me parece que ya he visto esta película, y acaba tirando a mal, con un tono vengativo. En los créditos finales se dice algo así como que «en la actualidad, cumple condena de por vida en una cárcel federal».
Ella nunca había visto esa expresión en la cara de Eric. Asustada pero también resuelta.
—Aquí no hay tecla de Escape. No hay forma de recurrir a los trucos hex de Game Shark ni a las pequeñas y animadas funciones auxiliares sobrecargadas, se acabaron los buenos tiempos, ahora el único camino que me queda es seguir hasta el fondo.
Pobre chico. A Maxine le gustaría acariciarle, pero no sabe dónde.
—Parece peligroso.
—No pasa nada. ¿Tienes la menor idea de cuántos malos de película con fortunas en Bolsa están en la lista de clientes de Ice? Al menos puedo enseñar a otros hackers y crackers cómo entrar en algunos lugares útiles. Seré un gurú de los forajidos.
—¿Y si alguno de esos colegas tuyos ya está vendido?, ¿y si te entrega a los federales?
Se encoge de hombros.
—Tendré que ser un poco más cuidadoso que en mis tiempos de script kiddie.
—Algún día, Eric, inventarán la máquina del tiempo y podremos reservar pasajes online, y todos volveremos, puede que más de una vez, y reescribiremos la historia tal como debería haber sido, sin lastimar de nuevo a los que lastimamos, sin hacer las elecciones que hicimos. Perdonaremos aquel préstamo, acudiremos a aquella cita para comer. Por supuesto, al principio los pasajes costarán un ojo de la cara, hasta que amorticen los costes de desarrollo del producto…
—A lo mejor habrá un programa para viajeros en el tiempo frecuentes, en el que podrás conseguir años extras. Yo acumularía montones.
—No desvaríes. Eres demasiado joven para tener tanto que lamentar.
—Eh, si hasta ya me siento mal por nosotros.
—¿Nosotros?
—Por aquella noche al volver del Joie de Beavre.
—Un recuerdo enternecedor, Eric. Me parece que la infidelidad podológica todavía no ha entrado en el código penal. No, estoy convencida.
—¿Se lo has contado a Horst?
—No, nunca he encontrado el momento. O por decirlo de otro modo: ¿por qué iba a contárselo?, ¿se lo has dicho tú a Driscoll?
—No, estoy casi seguro de que no…
—«Casi seguro»… —Se da cuenta entonces de que se ha descalzado y se ha estado frotando los pies. Casi se diría que con tristeza.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Depende…
—Verás, hay unas personas muy diminutas que salen de debajo del radiador con… con escobas y recogedores muy pequeños, y…
—Eric, no. No quiero que me lo cuentes.