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Si sólo lee el Diario de Referencia, puede llegar a creer que la ciudad de Nueva York, como la nación entera, unida en el dolor y la conmoción, se ha alzado frente al desafío del yihadismo global, implicándose en una cruzada de rectitud moral que la gente de Bush denomina ahora la Guerra contra el Terror. Si recurre a otras fuentes —internet, por ejemplo— puede que se represente una imagen distinta. Ahí fuera, en la inmensidad e indeterminación del anarquismo del ciberespacio, entre los miles de millones de ecos de fantasías reverberantes, empiezan a emerger oscuras posibilidades.

La columna de humo y de minúsculos restos estructurales y humanos desmenuzados ha estado soplando hacia el sudoeste, hacia Bayonne y Staten Island, pero puede olerse hasta en la parte alta de la ciudad. Un olor químico amargo, a muerte y fuego, que nadie con memoria ha olido jamás en esta ciudad y que persiste durante semanas. Aunque todo el mundo al sur de la calle Catorce se ha visto directamente afectado de una manera u otra, a gran parte de la ciudad la experiencia le ha llegado mediada, básicamente por la televisión, y cuanto más lejos les pilló, más vicaria es la vivencia del momento: relatos de miembros de la familia que iban a trabajar, de amigos, amigos de amigos, conversaciones telefónicas, habladurías, folclore; a la par que entran en escena poderes entre cuyos intereses se cuenta el hacerse imperiosamente con el control de la narración de los hechos, tan rápido como sea posible, y la historia fiable se va encogiendo a un tenebroso perímetro centrado en la «Zona cero», un término de la Guerra Fría extraído de aquellos guiones de la era nuclear tan populares a principios de los años sesenta. Esto nada tiene que ver con un bombardeo nuclear soviético en la zona baja de Manhattan, pero los que repiten «Zona cero» una y otra vez lo hacen sin pudor ni preocupación por la etimología. El propósito es que la gente se mueva, y que lo haga en cierto sentido. Que se mueva, se asuste y se sienta desamparada.

Durante un par de días, la West Side Highway se queda en silencio. Los vecinos que viven entre Riverside y el West End echan en falta el estruendo ambiente y les cuesta conciliar el sueño. Mientras tanto, en Broadway las cosas son distintas. Camiones con plataforma transportan grúas hidráulicas, vehículos oruga y otro equipo pesado y se dirigen ruidosamente hacia la parte baja en convoyes, día y noche. Cazas de combate rugen en el cielo, helicópteros en suspensión baten el aire durante horas muy cerca de los tejados, las sirenas no paran de sonar, el día entero, todos los días de la semana. Todos los parques de bomberos de la ciudad han perdido a algún miembro el 11 de septiembre, y no hay día que la gente del barrio no deje flores y comidas caseras delante. Empresas ex inquilinas del Trade Center celebran abigarrados funerales por aquellos que no salieron a tiempo, en los que participan gaiteros y guardias de honor de los Marines. Coros infantiles de las iglesias y los colegios de toda la ciudad son contratados con semanas de antelación para solemnes actuaciones en la «Zona cero», actos en los que America the Beautiful y Amazing Grace son las piezas estándar más repetidas. El lugar mismo de la atrocidad, que uno habría esperado que se sacralizara o al menos inspirara cierto respeto, rápidamente se convierte en motivo para sagas sin fin de tejemanejes, disputas e insultos sobre su futuro como solar inmobiliario, todo puntual y debidamente celebrado como «noticia» en el Diario de Referencia. Algunos perciben un extraño murmullo subterráneo procedente de la zona del Woodlawn Cemetery en el Bronx, que al cabo identifican: es Robert Moses, que está revolviéndose en su tumba.

Tras puede que día y medio de aturdimiento, en el que han quedado en suspenso las habituales y tóxicas aversiones étnicas, éstas se reanudan ahora, feroces como nunca. Eh, así es Nueva York. Aparecen banderas estadounidenses por todas partes. En los vestíbulos de los edificios de apartamentos y, en las alturas, en ventanas y tejados, en escaparates y en colmados de las esquinas, en restaurantes, camiones de reparto y puestos de perritos calientes, en motos y bicicletas, en taxis conducidos por creyentes musulmanes, que, entre turnos, asisten a clases de español como segunda lengua con la intención de hacerse pasar por una minoría ligeramente menos vilipendiada, aunque cada vez que a algún latino se le ha ocurrido exhibir alguna variación, como la bandera puertorriqueña, ha sido instantáneamente maldecido y denunciado como enemigo de América.

Aquella mañana terrible, eso se afirmaría más tarde, desaparecieron todos los carritos de venta ambulante en un radio de varias manzanas alrededor de las torres, como si sus dueños, que por entonces se creía que eran mayoritariamente musulmanes, hubieran sido avisados para que se mantuviesen alejados. Avisados por una red. Una maligna red secreta de moros que llevaría años organizada. Los carritos ni se acercaron y así la mañana empezó mucho menos cómodamente, obligando a la gente a acudir al trabajo sin sus cafés ni sus brioches con pasas, donuts o botellas de agua de siempre, todas esas tristes apoyaturas para lo que estaba a punto de suceder.

Creencias como ésas se adueñan de la imaginación cívica. Algunos quiosqueros de las esquinas sufren asaltos, y sospechosos con aspecto islámico son sacados en masa de la ciudad. En diversas encrucijadas críticas se montan Centros Móviles de Mando Policial, sobre todo en el East Side, dondequiera que, por ejemplo, una sinagoga acaudalada y una embajada árabe comparten la misma manzana, y con el tiempo esas instalaciones dejan de ser móviles y se convierten en hitos permanentes del paisaje urbano, casi soldadas al asfalto. Del mismo modo, barcos sin bandera visible, simulando ser cargueros aunque con más antenas que brazos de grúas en cubierta, aparecen por el Hudson, echan el ancla y se convierten, de hecho, en islas privadas que pertenecen a innominadas agencias de seguridad, rodeadas por zonas de exclusión. Se ponen y quitan controles de carretera a lo largo de las avenidas que entran y salen de los principales puentes y túneles. Jóvenes guardias en uniforme de camuflaje nuevo y limpio, con armas y cargadores con munición, patrullan Penn Station, Grand Central y la Port of Authority. Los festivos y los aniversarios se convierten en acontecimientos propicios para la angustia.

Igor en el contestador de casa. Maxine responde.

—¡Maxi! El deuvedé de Reg, ¿tienes una copia ahí?

—Por algún sitio. —Conecta el altavoz del teléfono, encuentra el disco y lo introduce en el reproductor.

Maxine oye el tintineo de una botella contra un vaso. Parece un poco temprano.

Za shastye. —El brindis va seguido de un rítmico tamborileo sobre madera, como el de una cabeza contra una mesa—. Pizdets! Menuda mierda, vodka de Nueva Jersey, de ochenta grados, manténgase lejos de las llamas.

—Um, Igor, querías…

—Oh. Una grabación muy mona la del Stinger, gracias, me devuelve a los viejos tiempos. ¿Sabías que había más?

—¿Aparte de la escena en la azotea?

—Una pista oculta.

No, no lo sabía. Y March tampoco.

Es la grabación sin editar del Proyecto Hashslingrz Sin Nombre de Reg, nerds mirando pantallas, como era de esperar, además de un paisaje típico de oficina lleno de cubículos, espacios de laboratorio y recreativos, incluyendo media cancha indoor entre cuyas vallas metálicas se ve a yuppies blancos y asiáticos intercambiando flagrantes codazos y tiros a canasta fallidos, corriendo sobre asfalto urbano genuinamente atribulado, gritándose insultos de barrios pobres.

Lo que Maxine sólo esperaba a medias es el plano en el que Reg entra por la puerta equivocada y vemos a unos jóvenes de etnia árabe, toqueteando juntos un aparato electrónico.

—¿Sabes qué es esto, Igor?

—Un vircator —la informa—, un oscilador catódico virtual.

—¿Para qué sirve?, ¿es un arma?, ¿explota?

—Es un dispositivo electromagnético, invisible. Te da un potente pulso de energía cuando quieres inutilizar aparatos electrónicos ajenos. Fríe los ordenadores, fríe los enlaces de radio, fríe la televisión, cualquier cosa que esté a su alcance.

—A la parrilla es más sano que frito. Escucha —corre el riesgo—, ¿has usado alguno?, ¿sobre el terreno?

—El aparato apareció después de mi tiempo de servicio. Pero es posible que haya comprado algunos desde entonces. Y vendido.

—¿Hay un mercado?

—Ahora mismo la adquisición de artículos militares se ha disparado. Muchas fuerzas de todo el mundo ya están desplegando vircators de corto alcance; se invierten fondos a lo grande en investigación.

—Esos tipos de la imagen…, Reg dijo que creía que eran árabes.

—Ninguna sorpresa, la mayoría de los artículos técnicos sobre armas de pulso electromagnético están en árabe. Pero para pruebas sobre el terreno verdaderamente peligrosas tienes que mirar, claro, a Rusia.

—Vircators rusos, que están…, ¿qué?, ¿muy bien considerados?

—¿Por qué?, ¿es que quieres uno? Habla con los padonki, trabajan a comisión, yo me quedo un porcentaje.

—Sólo me preguntaba por qué, si esos tipos cuentan con tanta financiación como la que se dice que disponen los árabes, tienen que fabricarse los suyos.

—Lo estuve revisando fotograma a fotograma, y no están confeccionando una unidad de la nada, sino modificando un hardware previo, seguramente una imitación estonia que comprarían en algún sitio.

Así que posiblemente se tratara sólo de trabajo de rutina, sin el objetivo de fabricar un producto final, nerds encerrados en una habitación; pero supongamos que sea algo más de lo que preocuparse ahora. ¿De verdad alguien quiere lanzar en medio de Nueva York, o del D.C., un pulso electromagnético que abarque toda la ciudad, o ese dispositivo de la pantalla está destinado a que lo transborden a otro punto del mundo? ¿Y en qué parte del negocio entraba Ice?

En el disco no hay nada más. Lo que les deja frente a una cuestión de más peso aún, a punto de levantar la trompa y empezar a barritar.

—Muy bien, Igor, dime, ¿crees que puede tener alguna relación con…?

—Ah, Dios, Maxi, espero que no. —Se administra otro trago de vodka de Jersey.

—¿Y entonces?

—Me lo pensaré. Piénsalo tú también. Tal vez no nos guste lo que descubramos.

Una noche, sin ningún timbrazo del interfono, oye una llamada vacilante en la puerta. A través de la mirilla de gran angular, Maxine ve a una joven temblorosa, una cabeza frágil luciendo un buen rapado.

—Hola, Maxi.

—Driscoll, tu pelo. ¿Qué le ha pasado a Jennifer Aniston? —Esperaba otra historia del 11 de septiembre sobre las frivolidades de la juventud, la seriedad reencontrada. Pero en vez de eso:

—El mantenimiento quedaba por encima de mis posibilidades. Calculé que una peluca de Rachel me costaba sólo veintinueve con noventa y cinco dólares y no puedes diferenciarla de un pelo auténtico. Mira, te la enseñaré. —Se quita de la espalda la mochila, cuyo tamaño, repara Maxine, parece el indicado para una expedición al Himalaya, hurga dentro, encuentra la peluca, se la pone, se la quita. Un par de veces.

—Déjame adivinar por qué estás aquí. —La escena se ha repetido por todo el barrio. Montones de refugiados, a los que se les ha prohibido volver a sus apartamentos en el Lower Manhattan, tanto pijos como humildes, han estado presentándose a las puertas de amigos de la zona alta de la ciudad, acompañados de esposas, hijos, a veces canguros, chóferes y también cocineras, pues han concluido, tras un exhaustivo análisis de coste-beneficio, que por el momento es el mejor refugio disponible para ellos y su séquito. «La semana que viene, quién sabe qué pasará, ¿no? Iremos haciendo planes de semana en semana», «o día a día sería mejor aún». Los vecinos del Yupper West Side han aceptado con generosidad a estas víctimas inmobiliarias, ¿qué otra cosa pueden hacer?; y a veces las amistades casuales se profundizan y otras veces se destruyen para siempre…

—Ningún problema —es lo que le dice ahora Maxine a Driscoll—, puedes quedarte en el cuarto de invitados —que resulta estar libre, pues poco después del 11 de septiembre, Horst ha cambiado de cama y se ha instalado en la habitación de Maxine, lo que no incomoda a ninguno de los dos y, la verdad, si de hecho ella alguna vez llegó siquiera a comentárselo a alguien, sorprendería a muy pocos. Por otro lado, ¿a quién le importa? Todavía le cuesta hacerse a la idea de lo mucho que lo ha echado de menos. ¿Y qué hay de lo que llaman «relaciones conyugales», follan o no? Pues claro, pero ¿a ti qué te importa? ¿Banda sonora? Frank Sinatra, si tanto te interesa. El más conmovedor si bemol de toda la música lounge está en la canción de Cahn & Styne Time After Time, y empieza por la frase «por la noche, cuando el día ha pasado», y nunca es tan eficaz como cuando Sinatra llega a él en el vinilo que casualmente se conserva entre los discos de la casa. En momentos como ése, Horst se queda indefenso y Maxine ha aprendido hace mucho a aprovecharlo. Dejando que Horst se crea, claro, que ha sido idea suya.

Al cabo de dos horas, a Driscoll la sigue Eric, que se tambalea bajo una mochila todavía más abultada, expulsado sin previo aviso por un casero al que la tragedia cívica le ha servido de oportuna excusa para deshacerse de él y de los demás inquilinos, y así convertir el edificio en viviendas de propiedad y embolsarse de paso algunos fondos públicos.

—Um, bueno, sí, hay sitio si no te importa compartirlo. Driscoll, Eric, os conocisteis en la fiesta, en Tworkeffx, ¿os acordáis?, sed buenos, no discutáis… —Se va murmurando para sí.

—Hola. —A Driscoll se le pasa por la cabeza revolverse el pelo; a tiempo, se lo piensa mejor.

—Hola. —No tardan en descubrir que comparten varios intereses, entre ellos la música de Sarcófago; de hecho, Eric carga entre sus pertenencias con todos los cedés del grupo, además de otros de músicos de black metal noruegos como Burzum y Mayhem, que pronto se instauran como banda sonora preferida para las actividades del cuarto de invitados que empiezan esa misma noche a los diez minutos de que Eric vea a Driscoll con una camiseta con el logo de Ambien.

—¡Ambien, genial! ¿Tienes alguna? —Sí que tiene. Parece que también comparten el gusto por esta pastilla para dormir recreativa que, si eres capaz de mantenerte despierto, produce alucinaciones semejantes a las del ácido, por no mencionar un aumento dramático de la libido, así que al rato están follando como los adolescentes que, técnicamente, han sido hasta hace muy poco, y dado que otro de los efectos secundarios es la pérdida de memoria, ninguno de ellos recordará exactamente qué ha pasado hasta la próxima vez que pase, de manera que es como revivir el primer amor una y otra vez.

Al encontrarse a Ziggy y Otis, la retozona pareja exclama, casi al unísono: «¿Sois de verdad?»; entre las ampliamente documentadas alucinaciones del Ambien se cuenta la aparición de numerosas personas diminutas afanadas en una variada gama de quehaceres domésticos. Los chicos, aunque fascinados, son niños de ciudad y saben cómo mantener las distancias. En cuanto a Horst, en el improbable caso de que se acordara siquiera de Eric del Cotillón Geek, su recuerdo ha quedado sepultado por los acontecimientos recientes, y en todo caso el cuelgue Eric-Driscoll evita cualquier reacción horstiana típica de celos desquiciados. El que su razonablemente serena vida doméstica se vea invadida por fuerzas leales a las drogas, el sexo y el rock-and-roll no parece tomárselo como una amenaza. Bueno, piensa Maxine, pasaremos un tiempo amontonados; a otros les va peor.

El amor, en plena floración para unos, se marchita para otros. Heidi aparece un día bajo densas nubes de una muy familiar insatisfacción.

—Oh, no —exclama Maxine.

Heidi niega con la cabeza, luego asiente.

—Parece que lo de salir con policías se ha terminado. Todas las chicas de la ciudad, independientemente de su coeficiente intelectual, se han transformado de la noche a la mañana en desamparadas estúpidas que se desviven por que las cuide uno de esos grandes y fuertotes uniformados de emergencias. ¿Modernas ellas?, ¿modernillas de pitiminí? Puaj. Unas descerebradas que no se enteran de nada, eso es lo que son.

Reprime las ganas de preguntar si Carmine, incapaz de resistirse a tanta atención, ha estado engañándola:

—Pero ¿qué ha pasado exactamente?, bueno, no, mejor exactamente no.

—Carmine ha estado leyendo los periódicos, se ha tragado la historia entera. Ahora se cree que es un héroe.

—¿Y no lo es?

—Es un detective de comisaría. No ve las emergencias ni en pintura, para cuando él llega ya se han ido todos. Se pasa la mayor parte del tiempo en la oficina. El mismo trabajo que ha hecho siempre, los mismos ladronzuelos de siempre, los mismos camellos, los mismos maltratadores domésticos. Pero ahora Carmine cree que está en primera línea de la Guerra contra el Terror y que yo no me muestro lo debidamente respetuosa.

—Pero ¿lo has sido alguna vez?, ¿acaso antes no se daba cuenta?

—Él apreciaba que una mujer tuviera carácter, una personalidad fuerte. Eso decía. Y eso creía yo. Pero desde el ataque…

—Sí, ya, se nota lo mucho que se han agriado algunos caracteres. —Los policías de Nueva York siempre han sido arrogantes, pero últimamente aparcan siempre en la acera, gritan a los civiles sin motivo; cada vez que un chaval intenta saltarse un torno, se suspende el servicio de metro y vehículos policiales de todas las clases, de superficie y aerotransportados, convergen en la zona y ahí se quedan. En Fairway han empezado a vender mezclas de café con los nombres de los distritos policiales. Las panaderías que sirven a las cafeterías han inventado un gigantesco bollo relleno de mermelada llamado «Héroe», con la forma del conocido sándwich del mismo nombre, para cuando aparecen los coches patrulla.

Heidi ha estado trabajando en un artículo para el Journal of Memespace Cartography que ha titulado «Estrella heteronormativa en alza, compañero oscuro homófobo», en el que argumenta que la ironía, que se supone que es un rasgo básico del humor gay urbano y era muy popular en los años noventa, se ha convertido ahora en una víctima colateral más del 11 de septiembre porque no habría impedido que ocurriese la tragedia.

—Como si, no se sabe por qué, la ironía —recapitula para Maxine—, tal como la practicaba una quinta columna de refinados entre risitas, hubiera provocado de hecho los sucesos del 11 de septiembre, al impedir que el país estuviera todo lo serio que debería, debilitando su anclaje en «la realidad». Así que todo lo que sea fruto de la fantasía (y no me refiero al estado de delirio en el que se ha sumido el país) también debe sufrir las consecuencias. Ahora todo debe ser literal.

—Sí, los chicos están recibiendo ese tipo de discurso en la escuela. —La señora Cheung, una profesora de inglés que si la Kugelblitz fuera un pueblo sería la bruja del barrio, ha anunciado que no les pondrá más trabajos de lecturas de ficción. Otis está aterrado; Ziggy, un poco menos. Cuando Maxine los sorprende viendo Rugrats: Aventuras en pañales o reposiciones de La vida de Rocko, ellos gritan asustados, por reflejo: «¡No se lo digas a la señora Cheung!».

—¿Te has fijado —prosigue Heidi— en cómo la programación de «realidad» ha llenado de repente todos los canales por cable, como mierda de perro? Claro que así los productores no tienen que pagar la escala salarial de los actores reales. Pero, espera, ¡aún hay más! Alguien necesita que esta nación de mirones pasmados se crea que por fin ha espabilado, que todos se han curtido y están a la altura de la condición humana, que se han liberado por fin de las ficciones que los llevaban por mal camino, como si prestar atención a vidas inventadas fuera una forma de abuso de drogas malignas que el desmoronamiento de las torres ha curado al meterles de nuevo el miedo en el cuerpo a todos, sin excepción. Y, a propósito, ¿qué pasa en la otra habitación?

—Un par de chicos con los que trabajo de vez en cuando. Vivían en el downtown. Otra de esas historias de traslado y reubicación.

—Creí que era Horst viendo porno en internet.

En el pasado, Maxine habría replicado con chispa: «Sólo le entraban ganas de ordenador mientras salía contigo», pero estos días se siente reacia a incluir a Horst en las pullas de ida y vuelta que tanto les gustan a Heidi y a ella porque…, porque ¿qué?, ¿no será por una especie de lealtad hacia Horst, verdad que no?

—Hoy ha ido a Queens, que es adonde se han llevado el mercado de materias primas.

—Creía que a estas alturas ya se habría marchado, que andaría por ahí —agitando la mano vagamente hacia más allá del Hudson—. Por lo demás, ¿todo bien?

—¿El qué?

—Ya sabes, en términos de…, oh, bueno, ¿Rocky Slagiatt?

—Estupendamente, al menos que yo sepa, ¿por qué?

—Supongo que el bueno de Rocky estará más animadito estos días, ¿eh?

—¿Y cómo quieres que yo lo sepa?

—Me refiero a todo el lío del FBI transfiriendo a los agentes que se ocupaban de la mafia a antiterrorismo.

—Así que el 11 de septiembre ha resultado un mitzvá para la mafia, Heidi.

—No quería decir eso. El día fue una tragedia espantosa. Pero ésa no es la historia completa. ¿No lo sientes tú también?, es como si todo el mundo estuviera sufriendo una regresión. El 11 de septiembre ha infantilizado a este país. Tenía una oportunidad de madurar, pero prefirió desconectar y volver a la infancia. Ayer iba por la calle, y detrás de mí había un par de chicas de instituto que mantenían esta conversación de adolescentes: «Así que yo dije algo así como: “Oh, Dios mío”, y él: “Yo no te dije que no estuviera saliendo con ella”», y cuando por fin me doy la vuelta para mirarlas resulta que son dos mujeres de mi edad, no, ¡mayores aún!, de la tuya, unas mujeres que a estas alturas deberían saber de qué va el mundo, de verdad. Es como si estuviéramos atrapados en un puto bucle temporal o algo así.

Por extraño que parezca, a Maxine le había pasado algo parecido en la esquina de Amsterdam Avenue. Todas las mañanas de escuela, de camino a la Kugelblitz, veía a tres chicos que esperaban en la esquina un autobús escolar, para ir a la Horace Mann o una de ésas, y una mañana en que había un poco de niebla, o tal vez la niebla estaba en su interior, como un sueño que no se hubiera disipado del todo, lo que vio, justo en el mismo lugar, fue a tres hombres de mediana edad, de pelo cano, vestidos con menos aire juvenil, y aun así supo, estremeciéndose un poco, que se trataba de los mismos chicos, con las mismas caras, sólo que cuarenta o cincuenta años mayores. Peor todavía, la miraban con la extraña intensidad de quien sabe qué está pasando, concentrados personalmente en ella, siniestros en aquel aire matutino enrarecido. Comprobó la calle. Los coches no eran de diseño más moderno, no se veía más que el habitual tráfico de policías y militares por la calzada o suspendidos en el aire, los edificios pequeños que aún resistían no habían sido reemplazados por construcciones más altas, así que tenía que estar en «el presente», ¿no? Eso quería decir que algo les había pasado a los chicos. Pero a la mañana siguiente todo había vuelto a la «normalidad». Los chavales, como siempre, no le prestaron la menor atención.

Entonces, a ver, ¿qué coño está pasando?