29

El domingo, las casas de apuestas dan un margen de dos puntos para el partido Jets-Indianápolis. Horst, ejerciendo como siempre su lealtad regional, apuesta a Ziggy y Otis una pizza a que los Colts ganarán, y, en efecto, consiguen una victoria fácil con una ventaja de veintiún puntos. Peyton Manning no se equivoca ni una vez; Vinny Testaverde se muestra menos fiable y, sin ir más lejos, en los últimos cinco minutos se las apaña para perder el balón en la línea de dos yardas de los Colts ante un defensor que seguidamente recorre las noventa y ocho yardas que tiene por delante y anota un touchdown, porque Testaverde es el único que lo persigue mientras el resto de los Jets se quedan mirando, y Ziggy y Otis empiezan a usar un lenguaje poco comedido que su padre no ve la forma de reconvenir.

Es una tarde tibia, y en lugar de pedir una pizza en casa, optan por pasear hasta Columbus e ir a Tom’s Pizza, un local que pronto se desvanecerá en la memoria popular del Upper West Side. Por primera vez desde hace años, pensará más tarde Maxine, hacen algo como una familia normal. Se sientan a una mesa de fuera. La nostalgia se cierne a su alrededor, lista para tenderle una emboscada. Maxine recuerda cuando los chicos eran pequeños y las pizzerías del barrio tenían la costumbre de cortar las pizzas en pequeños pedazos cuadrados que podían comerse de un bocado, para ponérselo fácil a los niños. Cuando la criatura por fin es capaz de manejar una porción normal entera es como si llegara a la mayoría de edad. Más adelante, con los aparatos dentales, se produce una regresión a los pedacitos cuadrados. Maxine mira a Horst buscando la mínima señal visible de actividad de la memoria, pero ni por asomo, la vieja Geometría Impasible está entretenida embutiéndose la pizza a ritmo constante e intenta hacer que los chicos pierdan la cuenta de cuántos trozos se ha zampado. Lo que de por sí, supone Maxine, podría considerarse una tradición familiar, no especialmente admirable, cierto, pero, qué pasa, las hay peores.

Más tarde, de vuelta en casa, Horst acomodado delante de la pantalla de su ordenador:

—Chicos, venid, mirad esto. Tela de raro.

La pantalla está llena de números.

—Ésta es la Bolsa de Chicago, hacia finales de la semana pasada, ¿veis?, hubo un repentino y anormal aumento de opciones de venta de United Airlines. Miles de opciones de venta, pero muy pocas de compra. Pues bien, hoy sucede lo mismo con American Airlines.

—Una opción —dice Ziggy— ¿es como vender en corto?

—Sí, es cuando esperas que baje el precio de la acción. Y el volumen negociado se ha disparado, mucho, sextuplica el normal.

—¿Y sólo en esas dos líneas aéreas?

—Ajá. Raro, ¿verdad?

—Información privilegiada —le parece a Ziggy.

El lunes por la noche, Vyrva llama a Maxine con una voz que delata pánico.

—A los chicos se les ha ido la cabeza. Algo sobre una fuente de números aleatorios que habían estado hackeando y que de repente se han vuelto no aleatorios.

—Y me lo cuentas porque…

—¿Te va bien que Fiona y yo pasemos un momento por tu casa?

—Claro. —Horst ha ido a un bar de deportes del centro para ver Monday Night Football. Juegan los Giants y los Broncos, en Denver. Tiene pensado quedarse a dormir en el apartamento de su colega Jake Pimento, otro que se ha quedado colgado en la adolescencia, que vive en Battery Park City, y de ahí irse a trabajar al Trade Center.

Vyrva aparece alterada.

—Se están gritando. Nunca ha sido una buena señal.

—¿Qué tal fue el campamento, Fiona?

—Genial.

—Molaba.

—Exacto.

Otis, Ziggy y Fiona se acomodan delante de Homer Simpson, que, oportunamente, interpreta a un contable, en una película de género noir, o seguramente jaune, titulada D.O.H.[33]

Vyrva muestra signos de primeriza perplejidad parental.

—Y ahora, de golpe, está haciendo películas en Quake. Algunas ya las ha colgado online, y hasta tiene seguidores. Hemos estado firmando acuerdos de distribución y todo. Con más cláus-ulas que una reunión de la familia de Santa en el Polo Norte. Ni idea de lo que estamos aceptando, claro.

Maxine hace palomitas.

—Quedaos, ¿eh? Horst no volverá esta noche, hay sitio de sobra.

Sigue una más de esas maratones de cotilleo hasta bastante tarde, nada especial, los chicos acostados sin demasiado dramatismo, la tele encendida pero sin sonido, aunque tampoco hay confesiones profundas, más bien charla de trabajo. Vyrva llama a Justin alrededor de medianoche.

—Han vuelto a hacerse amigos. Peor todavía. Creo que me quedaré.

El martes por la mañana van todos juntos a la Kugelblitz y esperan en las escaleras de entrada hasta que suena el timbre; Vyrva se marcha entonces a buscar un autobús transversal, Maxine se encamina al trabajo, se asoma a un estanco para coger un periódico, y ve que todo el mundo anda frenético y deprimido a la vez. Algo raro está pasando en la parte baja de la ciudad.

—Un avión acaba de estrellarse contra el World Trade Center —según el indio que está detrás del mostrador.

—¿Cómo?, ¿una avioneta privada?

—Un jet comercial.

Oh-oh. Maxine va a casa y pone la CNN. Y ahí está todo. Y de malo pasa a peor. Durante todo el día. A eso del mediodía, llaman de la escuela y avisan de que van a cerrar, que si puede pasar a recoger a sus hijos.

Todo el mundo está con los nervios a flor de piel. Saludos con la cabeza, manos que se estrechan, poca conversación social.

—Mamá, ¿estaba papá hoy ahí, en su oficina?

—Anoche se quedó en casa de Jake, pero creo que trabajaba desde el ordenador. Así que lo más probable es que ni siquiera fuera allí.

—Pero no has hablado con él.

—Todo el mundo está llamando a todo el mundo, las líneas están saturadas, ya llamará, no estoy preocupada, y vosotros tampoco tenéis que preocuparos, ¿vale?

No se lo creen. Claro que no. Pero aun así los dos asienten y siguen como si nada. Unos tipos con estilo, este par. Los coge de la mano, uno a cada lado, hasta casa, y aunque es un gesto propio de su infancia y que por lo general les irrita, hoy la dejan.

El teléfono empieza a sonar al cabo de un rato. Cada vez que Maxine salta a cogerlo, esperando que sea Horst, resulta que es Heidi, o Ernie y Elaine, o los padres de Horst llamando desde Iowa, donde todo queda una hora más cerca de la inocencia del sueño. Pero del tarugo carne que, espera, todavía comparte su vida, ni palabra. Los chicos están metidos en su habitación mirando el único plano con teleobjetivo de las torres humeantes, ya muy distantes. Ella asoma la cabeza cada dos por tres. Les lleva algo para que picoteen, y, por una vez, el tentempié incluye bocados que no necesariamente contarían con el aprobado materno, pero ellos ni lo tocan.

—¿Estamos en guerra, mamá?

—No. ¿Quién lo ha dicho?

—Wolf Blitzer, el locutor.

—Por lo general los países van a la guerra contra otros países. No creo que quienquiera que haya hecho esto sea un país.

—En las noticias han dicho que son de Arabia Saudí —le cuenta Otis—. A lo mejor estamos en guerra con Arabia Saudí.

—No puede ser —señala Ziggy—, necesitamos todo ese petróleo.

Como por una conexión sobrenatural, suena el teléfono: es March Kelleher.

—Es el incendio del Reichstag —saluda a Maxine.

—¿El qué?

—Esos putos nazis de Washington necesitaban un pretexto para un golpe de Estado, ahora ya lo tienen. Este país se encamina a la puta mierda, y no son los moros volando en sus alfombras los que deben preocuparnos, sino Bush y su pandilla.

Maxine no lo tiene tan claro.

—Parece que ninguno de ellos sabe qué hacer ahora mismo, los han pillado por sorpresa, me recuerda más a Pearl Harbor.

—Eso es lo que quieren hacernos creer. Además, ¿quién dice que Pearl Harbor no fue un montaje?

¿De verdad están hablando de eso?

—Pase que se lo hagan a su propio pueblo, pero ¿a su propia economía?

—¿Nunca has oído eso de que «Para ganar dinero hay que gastarlo antes»? Están pagando el diezmo a los dioses oscuros del capitalismo.

Entonces a Maxine se le ocurre algo.

—March, aquel deuvedé de Reg, el misil Stinger…

—Lo sé. Nos engañaron.

Suena el teléfono.

—¿Estás bien?

Gilipollas. ¿A él qué coño le importa? No es una voz que Maxine se muriera de ganas de escuchar. De fondo se oye un tumulto burocrático, teléfonos que suenan, empleados de sueldo bajo a los que maltratan verbalmente, trituradoras de papel a pleno rendimiento.

—¿Quién ha dicho que era?

—Si quieres hablar, ya tienes mi número. —Windust cuelga. ¿«Hablar» quiere decir «follar»? No la sorprendería; con ese nivel de desesperación, claro, tenía que haber perdedores que utilizaran la tragedia que se estaba desarrollando en la ciudad para echar un polvo por la cara, y no tiene motivos para pensar que el Windust que ella conoce no sea uno más de esos desgraciados.

Todavía no sabe nada de Horst. Intenta no preocuparse, creerse lo que les ha dicho a los niños, pero está preocupada. Avanzada la noche, después de acostarlos, se sienta desvelada delante de la tele, va echando cabezadas, de las que la despiertan microsueños en los que alguien entra por la puerta, y luego se vuelve a adormilar.

En algún momento de la noche, Maxine sueña que es un ratón que lleva mucho tiempo corriendo entre las paredes de un inmenso edificio de apartamentos que, lo sabe, es Estados Unidos; entra en cocinas y despensas para buscar comida, confusa pero libre, y en esas horas de la madrugada la ha atraído lo que reconoce como una trampa para ratones de tamaño humano, pero no puede resistirse al cebo, que no es el tradicional quesito ni mantequilla de cacahuete sino más bien algo que ha salido de una sección gourmet, quizá paté o trufas, y en el instante en que pone el pie dentro de la pequeña y tentadora estructura, basta con el peso de su cuerpo para que se suelte una puerta con resorte que se cierra de golpe, sin hacer demasiado ruido, tras ella, y es imposible abrirla de nuevo. Se encuentra en un espacio que parece un salón de actos de varios niveles, en una reunión, tal vez una fiesta, llena de caras desconocidas, colegas ratones, aunque ya no del todo ratones, o al menos no sólo. Sabe que ese lugar es un corral de aislamiento entre la libertad en el campo y algún otro entorno que no imagina en el que, uno por uno, todos ellos serán liberados, y que eso no puede ser más que una analogía de la muerte y de la vida después de la muerte.

Desea desesperadamente despertarse. Y cuando se despierta desea estar en otra parte, incluso en un engañoso paraíso de geeks como DeepArcher.

Se levanta de la cama, sudando, se asoma para comprobar que los chicos siguen roncando, entra en la cocina, se queda mirando la nevera como si se tratara de un televisor que fuera a contarle algo que necesita saber. Oye ruido en el cuarto de invitados. Procurando no dejarse llevar por la esperanza, no hiperventilar, se acerca de puntillas y allí, sí, está Horst, roncando delante de su canal BioPiX, el único canal que esta noche no ofrece una cobertura de veinticuatro horas de la catástrofe, como si fuera lo más normal del mundo estar vivo, y en casa.

—Denver ganó treinta y uno a veinte. Me quedé dormido en el sofá de Jake. Por la noche, no sé a qué hora, me desperté y no pude volver a conciliar el sueño. —Era muy raro estar allí, en Battery Park por la noche. Hizo que Horst se acordara de la víspera de Navidad cuando era niño. Santa Claus en las alturas, invisible, de camino, en algún punto de aquel cielo. Todo en silencio. Salvo por Jake, que roncaba en el dormitorio. Y en ese vecindario, aunque no se vean las torres del World Trade, puedes sentirlas, como alguien en un ascensor que te empuja con el hombro. Y fuera, a la luz del sol, la imponente y brumosa presencia de aluminio…

A la mañana siguiente, se ha desatado el infierno en el exterior; cuando Jake se acuerda de dónde está el café y Horst pone las noticias en la tele, ya se oyen sirenas, helicópteros, por todo el barrio, al poco ven por la ventana a gente que se dirige al agua, y se les ocurre que no sería mala idea unirse a ellos. Remolcadores, ferris y barcos privados se acercan y recogen a la gente de la dársena, todo por su cuenta, con una asombrosa coordinación.

—No creo que hubiera nadie al mando, simplemente fueron y lo hicieron. Acabé en Jersey. En un motel.

—Vaya, tu sitio preferido.

—La televisión no funcionaba muy bien. No había más que noticias de última hora.

—Así que si no os hubierais quedado dormidos…

—Cuando trabajaba en la Bolsa, conocí a un operador de futuros de café, Christer se llamaba, que me decía que era como la gracia, algo que no pides. Simplemente llega. Claro que pueden quitártela en cualquier momento. Es como cuando yo siempre sabía cómo negociar con eurodólares. O las veces que vendimos Amazon en corto, nos deshicimos de Lucent cuando la acción estaba a setenta dólares, ¿te acuerdas? No era que yo «supiera» nada. Pero pasaba. De repente un par de líneas de más de código cerebral, quién sabe. Yo me limité a seguirlas.

—Pero entonces…, si fue ese mismo extraño talento el que te mantuvo a salvo…

—¿Cómo pudo ser?, ¿cómo podría ser la predicción del comportamiento del mercado lo mismo que la predicción de un espantoso desastre?

—A menos que sean formas diferentes de lo mismo.

—Eso suena demasiado anticapitalista para mi gusto, chata.

Más tarde, Horst reflexiona:

—Siempre me has tenido por una especie de idiota espabilado; tú eras la que sabía moverse por la vida, la práctica e informada, y yo era un pasmado con un talento especializado, que no merecía tener tanta suerte. —Es la primera vez que se lo dice en persona, aunque es un discurso que le ha soltado más de una vez a una imaginaria ex esposa, solo, por la noche, en habitaciones de hotel de Estados Unidos y del extranjero, donde no es raro que el televisor hable lenguas que sólo domina lo justo para salir del paso, y donde el servicio de habitaciones siempre le trae la comida de otro, algo que ha aprendido a sobrellevar con un espíritu de temeraria curiosidad, recordándose que, de otro modo, jamás habría probado, pongamos, el guiso de caimán ennegrecido con encurtidos fritos o la pizza de ojos de cordero. El trabajo diurno es pan comido para él (tan digerible como la sopa de ganso que también le sirvieron una vez, para desayunar, en Ürümqi), sin que pueda establecer una relación clara entre esas horas diáfanas y el resto de la jornada, los callejones tenebrosos del día, las confusas conversiones de divisas y palabras a las tres de la madrugada que azuzan el temor a sueños inoportunos, las sombras de la ciudad proyectadas en formas ilegibles a través de la ventana. Volúmenes de un azul ponzoñoso que no quiere ver, pero aun así no para de retirar un poco las cortinas para asomarse parpadeando el tiempo que haga falta. Como si ahí fuera estuviese pasando algo que no debiera perderse.

Al día siguiente, cuando Maxine y los niños van a salir para la Kugelblitz:

—¿Te importa si os acompaño? —dice Horst.

Claro que no. Maxine se fija en otros padres, algunos de los cuales no se hablaban desde hacía años, que aparecen juntos acompañando a sus hijos, sin importar la edad ni la situación laboral, a la entrada y a la salida. El director Winterslow está en la puerta, saludando a todos, uno por uno. Serio y cortés, reprimiendo por una vez su discurso ilustrado. Toca a la gente, aprieta hombros, da abrazos, estrecha manos. En el vestíbulo hay una mesa con hojas donde apuntarse como voluntario para colaborar en el lugar de la atrocidad. Todo el mundo camina todavía aturdido, tras pasarse el día anterior sentado, o de pie, delante de las pantallas de televisión, en casa, en bares, en el trabajo, mirando como zombis, incapaces en cualquier caso de procesar lo que estaban viendo. Una población de espectadores cuya mirada ha retrocedido a su condición primigenia: sobrecogida, indefensa, cagada de miedo.

En su weblog, March Kelleher no ha tardado nada en adoptar lo que ella llama su tono de invectivas de vieja izquierdista. «Decir simplemente que lo hicieron los islámicos es una explicación peor que fácil, y lo sabemos. Vemos esos primeros planos oficiales en la pantalla. La mirada de mentiroso taimado, el destello en los ojos del que ha seguido los doce pasos. Un vistazo a esas caras y sabemos que son culpables del peor de los crímenes que podamos concebir. Pero ¿quién tiene prisa por concebir nada?, ¿por establecer la espantosa relación? No más prisa que la que tenían los alemanes en 1933, cuando los nazis incendiaron el Reichstag un mes después de que Hitler ocupara la cancillería. Esto, que quede claro, no supone en absoluto insinuar que Bush y su gente han perdido la cabeza y han montado los sucesos del 11 de septiembre. Habría que tener una mente irremediablemente enferma de paranoia, más aún, habría que ser un pirado desquiciadamente antiamericano, para que se te pasara siquiera por la cabeza la posibilidad de que ese espantoso día haya podido ser organizado deliberadamente como pretexto para imponer una interminable “guerra” orwelliana y la legislación de emergencia con la que pronto viviremos. No, quiá, ni lo penséis, líbreme Dios.

»Pero siempre queda lo otro. Nuestro anhelo. Nuestra profunda necesidad de que sea verdad. En alguna parte, en algún vergonzoso y oscuro recoveco de nuestra alma nacional, necesitamos sentirnos traicionados, incluso culpables. Como si fuéramos nosotros los que creamos a Bush y a su pandilla, Cheney, Rove, Rumsfeld, Feith y los demás, nosotros, que invocamos el sagrado relámpago de la “democracia”, y entonces la mayoría fascista del Tribunal Supremo accionó los interruptores, y Bush se levantó de la mesa de operaciones y empezó su salvaje desvarío. Y lo que pasara desde entonces sea culpa nuestra.»

Aproximadamente una semana más tarde, Maxine y March desayunan en el Piraeus Diner. Ahora tiene una inmensa bandera estadounidense en el escaparate y un cartel de UNITED WE STAND.[34] Mike se muestra sumamente servicial con los policías que entran buscando comida gratis.

—Mira esto. —March le pasa un billete de dólar, en cuyo anverso, alrededor de los márgenes, alguien ha escrito con bolígrafo: «El World Trade Center fue destruido por la CIA; la CIA de Bush padre está convirtiendo a Bush hijo en presidente de por vida y en un héroe»—. Me lo dieron con el cambio en el colmado esta mañana. Y todavía no hace ni una semana del ataque. Llámalo como quieras, pero es un documento histórico. —Maxine recuerda que Heidi tiene una colección de billetes de dólar con cosas escritas, y ella los considera la pared del lavabo público del sistema monetario estadounidense, con chistes, insultos, eslóganes, números telefónicos, o con la cara de George Washington pintada de negro, luciendo sombreros raros, peinados afro, rastas, a lo Marge Simpson, con porros encendidos en la boca, y con comentarios en bocadillos de cómic que van de ingeniosos a estúpidos.

—Tanto da cuál sea la versión oficial que acabe imponiéndose —le parecía a Heidi—, éstos son los sitios en los que deberíamos mirar, no en los periódicos ni en la televisión, sino en los márgenes, en los grafitis, en las expresiones involuntarias, a la gente que tiene pesadillas y grita en sueños cuando duerme en espacios públicos.

—Este mensaje en el billete no me sorprende tanto como la rapidez con la que ha aparecido —dice March ahora—. Lo rápido que ha sido el análisis.

Le guste o no, Maxine se ha convertido en la escéptica oficial de las opiniones de March y, aunque por lo general no le molesta, estos días se siente un tanto perdida, como todos.

—March, desde que pasó, ya no sé qué pensar.

Pero March, que no pierde comba, saca a colación el deuvedé de Reg.

—Supón que hubiera un comando con un Stinger preparado y esperando órdenes para derribar el primer 767, el que se estrelló contra la Torre Norte. Tal vez había otro comando situado en Jersey para pillar al segundo, que estaría dando la vuelta para acercarse desde el sudoeste.

—¿Por qué?

—A modo de seguro anticompasión. Alguien no se fía de que los secuestradores lleguen hasta el final. Los organizadores son gente de mentalidad occidental, que no se siente cómoda con una concepción del suicidio al servicio de la fe. Así que amenazan con derribar a los secuestradores por si se acobardan en el último momento.

—Ya puestos, si los secuestradores cambian de opinión, ¿qué pasa si el comando del Stinger hace lo mismo y no derriba el avión?

—Eso explicaría el francotirador de apoyo en el otro tejado, cuya presencia conocen los del Stinger, y que los tiene en su mirilla hasta que cumplan con su parte de la misión. Que acaba en cuanto el tipo del teléfono recibe el aviso de que el avión ha llegado hasta el final; entonces todo el mundo recoge y desaparece. A esas alturas están a plena luz del día, pero eso no supone un gran riesgo porque todas las miradas se concentran en la parte baja de la ciudad.

—¡Socorro!, demasiado bizantino, ¡déjalo!

—Lo intento, pero ¿responde Bush a mis llamadas?

Mientras tanto, Horst está desconcertado por otra cosa.

—¿Te acuerdas de que la semana antes de que pasara todo esto se dispararon las opciones de venta de la United y la American Airlines? Que resultaron ser precisamente las dos compañías aéreas cuyos aparatos fueron secuestrados. Bueno, pues el jueves y el viernes también hubo ratios distorsionadas de opciones de compraventa para Morgan Stanley, Merrill Lynch y un par más como ellas, todas inquilinas del Trade Center. Como investigadora de fraudes, ¿qué te sugiere?

—Conocimiento previo de una bajada del valor de sus acciones. ¿Quién hacía todas esas operaciones?

—Hasta el momento nadie se ha significado.

—Jugadores misteriosos que sabían qué iba a pasar. ¿Extranjeros, quizá?, ¿de los Emiratos, por decir algo?

—Intento mantenerme dentro de los márgenes del sentido común, pero…

Maxine va a casa de sus padres a comer, y Avi y Brooke están allí, como esperaba. Las hermanas se abrazan, aunque no podría decirse que calurosamente. No hay forma de no hablar del Trade Center.

—Aquella mañana nadie tenía nada que decir —Maxine, en un momento dado, se fija en que la kipá de Avi lleva un logo de los NY Jets—, los comentarios más profundos no pasaban de un «¿no es espantoso?». Un único ángulo de cámara, el plano estático con teleobjetivo de aquellas torres ardiendo, la misma noticia de que no hay noticia, las mismas idioteces de los cabezas huecas de los programas matinales…

—Estaban aturdidos —dice Brooke en voz baja—, como todo el mundo ese día, ¿tú no?

—Pero ¿por qué siguieron enseñándonos sólo eso, qué se suponía que estábamos esperando, qué más iba a pasar? Demasiado alto para subir mangueras, vale, así que el fuego o bien se consumiría o bien se propagaría por otras plantas o… ¿o qué más? ¿Para qué nos estaban preparando sino para lo que pasó? Una torre se desmorona, y luego la otra, ¿y a quién le sorprendió?, para entonces ¿no parecía ya inevitable?

—¿Crees que los canales lo sabían por adelantado? —Brooke, ofendida, mirándola con rabia—. ¿De qué lado estás?, ¿eres americana o qué eres? —Brooke desbordando indignación—. Esta espantosa, horrible tragedia, una generación entera traumatizada, la guerra con el mundo árabe a punto de estallar en cualquier momento…, ¿y ni siquiera esto queda a salvo de tu mezquina ironía de hipster estúpida?, ¿qué es lo siguiente, chistes de Auschwitz?

—Pasó lo mismo cuando mataron a Kennedy. —Ernie, con retraso, intenta distender el ambiente con nostalgia de abuelete—. Nadie quería creerse tampoco la versión oficial. Y de repente aparecieron todas esas extrañas coincidencias.

—¿Crees que se hizo desde dentro?

—El principal argumento contra las teorías de la conspiración siempre es que implicarían que hubiera demasiada gente al tanto, y sin duda alguien acabaría largando. Pero fíjate en el aparato de seguridad de Estados Unidos, esos tipos son WASP de pura cepa, típicos blancos anglosajones protestantes, o mormones, la élite de Skull and Bones de Yale, reservados por naturaleza. Instruidos, a veces desde el nacimiento, para no irse de la lengua. Si en algún lugar existe la disciplina, es entre ellos. Así que, claro, todo es posible.

—¿Y qué dices tú, Avi? —Maxine se vuelve hacia su cuñado—. ¿Qué es lo último que corre por los 4360,0 kilohercios? —con tono entre indolente y cordial. Pero él reacciona sobresaltándose—. Uy, ¿o tendría que haber dicho megahercios?

—¿Qué cojones…?

—Cuidado con ese vocabulario —Elaine mecánicamente antes de darse cuenta de que ha sido Brooke, que parece buscar a su alrededor un arma.

—¡Propaganda árabe! —grita Avi—. Basura antisemita. ¿Quién te ha hablado de esa frecuencia?

—Lo vi en internet —Maxine se encoge de hombros—, los radioaficionados lo han sabido desde siempre, las llaman estaciones E10, y las maneja el Mossad desde Israel, Grecia, Sudamérica; las voces son de mujeres que pueblan los ensueños eróticos de los radioaficionados de medio mundo, aunque lo que recitan sean códigos alfanuméricos, encriptados, claro. Se cree que se trata de mensajes para sus agentes, a sueldo o no, en la Diáspora. Corre el rumor de que la víspera de la atrocidad el tráfico era muy intenso.

—Todos los que odian a los judíos en esta ciudad —Avi adoptando un tono agraviado— culpan al Mossad del 11-S. Incluso corre el rumor de que todos los judíos que trabajaban en el Trade Center llamaron ese día para avisar de que estaban enfermos, alertados por el Mossad a través de su —abre comillas— red secreta —cierra comillas.

—Y los judíos que se pusieron a bailar en el techo de aquella furgoneta en Jersey —Brooke echando chispas— mientras veían cómo se desmoronaban las torres, no te olvides tampoco de ésa.

Más tarde, cuando Maxine se dispone a marcharse, Ernie se le acerca en el recibidor.

—¿Llamaste al tipo del FBI?

—Sí, ¿y sabes qué? Cree que Avram es del Mossad, ¿vale? Un agente a la espera, zapateando a un ritmo klezmer que sólo él oye, aguardando a que lo activen.

—La maligna conspiración judía.

—Pero ya te habrás dado cuenta de que Avi nunca habla de lo que hizo en Israel, ninguno de los dos, como tampoco de lo que está haciendo aquí, ahora, para hashslingrz. Lo que puedo garantizarte es que será recompensado, espera y verás; os regalará un Mercedes por vuestro aniversario.

—¿Un coche nazi? Perfecto, así podré venderlo…