Es un anochecer cálido. Cerca de la hora en que los colores de la puesta de sol se despliegan sobre Jersey, cuando el tráfico de bicis de repartidores de comida se dispara en el barrio y los árboles urbanos se llenan de diálogos entre pájaros que alcanzan un crescendo mientras se encienden las farolas y las estelas de los vuelos nocturnos que acaban de despegar brillan suspendidas en el cielo, Horst y Maxine, que han dejado a los niños en casa de Ernie y Elaine, van en el metro camino del SoHo.
La recientemente adquirida Tworkeffx ha ocupado durante un puñado de rutilantes años, pagando un alquiler de los más altos del mercado, una especie de palazzo italiano, con una fachada de hierro colado que imita la piedra caliza, fantasmagórica esta noche a la luz del alumbrado callejero. Todo el Alley, o casi, pasado y presente, está convergiendo hacia él. Se oye la jarana desde manzanas antes de llegar. Una banda sonora de multitudes, voces con ganas de fiesta con subrayados de soprano, líneas de bajo de la música de dentro del edificio, puntuadas por la distorsión crepitante y a todo volumen de los walkie-talkies del personal de seguridad.
Esta noche uno no puede evitar reparar en cierto énfasis en la nostalgia de otros tiempos. La ironía de los noventa, un poco pasada ya su fecha de caducidad, brilla aquí en todo su esplendor. Maxine y Horst pasan entre los matones de la puerta, arrastrados en un torbellino de cortes mohicanos falsos, cabezas afeitadas a los lados y peinados emo, mechones, rapados y cortes de princesa japonesa, imitaciones de gorras Von Dutch, tatuajes temporales, canutos colgados de labios, Ray-Bans de la era Matrix, camisas hawaianas, que son las únicas con cuello que se ven por aquí, aparte de la que lleva Horst.
—Ay, Dios, no me lo puedo creer —exclama Horst—, esto parece Keokuk. —Los que pueden oírle son demasiado modernos para replicarle que eso es precisamente de lo que se trata.
Aunque la burbuja puntocom, aquel vistoso elipsoide en los buenos tiempos, languidezca ahora desinflada en un vívido tono rosa sobre la barbilla trémula de la era, puede que con apenas un vestigio de respiración superficial en su interior, esta noche no se ha escatimado en gastos. El tema de la fiesta, oficialmente «1999», tiene un subtexto más oscuro de Negación. Pronto queda claro que, por esta noche, todos fingen que siguen viviendo en los años de fábula previos al crash, bailando a la sombra del temido Y2K del año anterior,[29] que ha pasado a la historia sin más, pero que aquí, en esta ilusión compartida, todavía no se ha abatido sobre ellos, y todo está detenido en una imagen congelada que se remonta a la hora de Cenicienta de la medianoche del milenio, cuando al siguiente nanosegundo los ordenadores del mundo serían incapaces de cambiar de año correctamente y provocarían el Apocalipsis. Y eso se hace pasar por nostalgia en esta época de Trastorno de Déficit de Atención generalizado. La gente ha sacado sus camisetas premilenio de los plásticos de archivar en los que las habían guardado: Y2K IS NEAR, ARMAGEDDON EVE, Y2K COMPLIANT LOVE MACHINE, I SURVIVED… Resueltos todos, como se oye apremiar repetidamente a Prince, a divertirse como si fuera 1999.
En el equipo de sonido de la era soviética, saqueado de un fallido estadio de algún lugar de Europa Oriental, también suenan estridentes Blink-182, Echo and the Bunnymen, Barenaked Ladies, Bone Thugs-n-Harmony y otros viejos éxitos sentimentales, mientras cotizaciones de valores vintage de los años del boom del NASDAQ discurren a lo largo de un display de teletipo bursátil en un friso que recorre el perímetro entero de la pista de baile, por debajo de gigantescas pantallas led de cuatro por seis metros en las que aparecen y desaparecen en bucle imágenes históricas seleccionadas, como la declaración ante el gran jurado de Bill Clinton, «Depende de cuál sea el significado de la palabra “es”»; el otro Bill, Gates, recibiendo un tartazo en plena cara en Bélgica; el tráiler publicitario de Halo; cortes de la serie animada de televisión Dilbert y de la primera temporada de Bob Esponja; los anuncios de Boo.com de Roman Coppola; la aparición de Monica Lewinsky en Saturday Night Live; Susan Lucci ganando por fin un Emmy Daytime por su papel como Erica Kane, mientras suena de fondo la canción de Urge Overkill del mismo nombre.
La barra de bar, una antigüedad esmeradamente tallada con varios motivos neoegipcios, fue rescatada por Tworkeffx de la sala de reuniones de la sede de una empresa semimítica situada en un edificio de la parte alta de la ciudad que, como todos los de ese tamaño en NYC, acabó siendo destinado a uso residencial. Si algún hechizo oculto impregna todavía el antiguo nogal del Cáucaso, está esperando la ocasión para manifestarse. Lo que sí pervive esta noche es el eco de los buenos recuerdos de las barras libres de los años noventa, donde todos los aquí presentes habían bebido gratis, noche tras noche, simplemente afirmando que tenían alguna relación con la start-up del momento. Los camareros que hoy están detrás de la barra son básicamente hackers sin trabajo o camellos callejeros cuyo negocio lleva menguando desde abril de 2000. Los que no paran de dar consejos sobre la bebida gratuita, por ejemplo, resultan ser antiguos alumnos de Razorfish, que siguen siendo los chicos más espabilados del mundillo. Aquí no hay nada de garrafón, todo es Tanqueray N.o Ten, Gran Patrón Platinum, The Macallan, Elit. Aparte de la cerveza PBR, claro, en una bañera llena de hielo picado, para aquellos que no pueden afrontar fácilmente la perspectiva de una velada sin ironía.
Si esta noche se habla de negocios, debe de ser en otro punto de la ciudad, donde el tiempo sea demasiado valioso para desperdiciarlo en fiestas. Los resultados del tercer trimestre son de pena, las inversiones potenciales se han reducido a un lento goteo, los presupuestos en tecnología de las empresas están tan congelados como las margaritas de máquina en un bar de Palo Alto, Microsoft XP acaba de pasar la fase beta, pero ya hay murmuraciones nerds e insatisfacción geek sobre su seguridad y retrocompatibilidad. Los cazadores de talentos se mezclan discretamente con la multitud, pero esta noche no se ve ninguno de sus habituales brazaletes con códigos de colores, así que los hackers que buscan trabajo por dinero rápido tienen que recurrir a la intuición para adivinar quién quiere contratar.
Más tarde, los que estuvieron ahí recordarán básicamente lo vertical que era todo. Las escaleras, los ascensores, los atrios, las sombras que parecen lanzarse en picado desde arriba en repetidos ataques a los grupos que se forman y se dispersan abajo…, los bailarines semiaturdidos, bajo las luces estroboscópicas, que no bailan, no exactamente, sino que más bien están en un sitio y se mueven de un lado a otro a la par que la música.
—No parece tan complicado —comenta Horst, casi para sí mismo, mientras se aleja y se pierde en la gran conmoción de aliasing temporal.
—Maxi, hola. —Es Vyrva, lleva el pelo recogido, los ojos teatralizados, un vestido negro básico y tacones de aguja. Justin asoma la cabeza por detrás de ella y, con la sonrisa del que ha pillado un buen colocón, menea las cejas. Incluso en este hervidero decadente, conserva su afable encanto de la Costa Oeste, y luce una camiseta en la que se lee JUSTIN\NOTHER PERL HACKER. También está Lucas, que lleva unos holgados tejanos homeboy y una camiseta de «I spotted the fed» de la Defcon.[30]
—Guau, atrás, Kim Basinger. Haces que me sienta todavía más zarrapastrosa de lo habitual, Vyrva.
—Pero qué dices, esto no es más que un trapo usado, a mi perra le gusta dormir encima y me lo ha prestado para esta noche. —Sin buscar contacto visual con ella, lo que a Vyrva no le pega nada, su mirada vaga hacia las pantallas gigantescas sobre sus cabezas como si esperara que apareciese algo en ellas, algunas imágenes proféticas. Maxine no hace encefalogramas, pero tiene una larga experiencia con gente que está nerviosa.
—Menudo salón de baile, ¿verdad? Adondequiera que mires te da ideas de temas para el bar mitzvá. El mal bicho de Ice no ha escatimado en gastos, debe de andar por aquí.
—No sé, no lo he buscado.
—Yo —dice Lucas— creo que está en una espeluznante competición con Josh Harris, a ver quién la tiene más larga. ¿Os acordáis de aquella fiesta de fin de milenio en Pseudo, la que se alargó durante meses?
—Te refieres —dice Justin— a… a gente en habitáculos de plástico transparente follando a la vista de todos…, ¿dónde? ¿Dónde?[31]
—Eh, Maxi. —Eric, el pelo teñido de una especie de verde eléctrico claro, la mirada coqueta, una sonrisa que, de analizarse, daría positivo en el extremo de muecas más macarras de la escala. Maxine siente que Horst, invisible pero cerca, los está mirando, a punto de cagarla. Ayayay—. ¿Habéis visto a mi marido por aquí? —Lo bastante alto para que lo oiga Horst si no anda muy lejos.
—¿A tu qué?
—Oh —tono normal—, a mi especie de casi ex marido, ¿no te lo he contado?
—Menuda sorpresa —farfullando alegremente—, y, guau, ¿qué tenemos aquí esta noche?, son unos Giuseppe Zanotti, ¿no?
—Stuart Weitzman, listillo, pero, espera, quiero presentarte a alguien, una admiradora de Jimmy Choo si no me equivoco. —Es Driscoll, en su versión anistoniana completa, lo que hace que una pantalla empiece a parpadear en la Lobodex del Amor de Maxine, también conocida como aplicación interna del cerebro para las actividades de alcahueta—. A no ser que ya os conozcáis…
Ya estamos otra vez, Maxine, ¿por qué no puede resistirse a estos rancios impulsos de cotilla que se adueñan de ella?, basta de marujeo, por favor, las fiestas por sí solas cumplen mejor la función de liante que las cotillas, por una cuestión de economía de escala o algo así. Eric entorna los ojos con encanto.
—¿No nos conocimos en… una de esas fiestas Cybersud, cuando intentaste tirarme al río o algo así? No, espera, aquella chica era más baja.
—¿Tal vez en algún acto sin cerveza? —con aire de cripto-Rachel hablándole en código a Ross—, ¿un fiestorro de instalación de Linux? —Números de teléfono escritos con rotulador en las palmas de las manos o un ritual por el estilo, y Driscoll desaparece de nuevo.
—Escucha, Maxi —Eric se pone serio—, tenemos que encontrar a una persona. El socio de Lester Traipse, el canadiense.
—¿Felix?, ¿anda todavía por aquí? —No sabe por qué, pero no son buenas noticias—. ¿Qué problema tiene?
—Necesita verte, por algo relacionado con Lester Traipse, pero también se está comportando como un paranoico, no ha parado de moverse ni de ir a fiestas.
—En busca de la seguridad mediante la inmadurez. —Lester, ¿qué pasa con Lester?
No ha sabido nada de Felix desde aquella noche en el karaoke y de repente ahora quiere hablar. ¿Dónde estaba cuando asesinaron a su confiado socio?, ¿de vuelta, oportunamente, en Montreal? ¿No andaría por Montauk con Gabriel Ice, planeando cómo hacerle la cama a Lester? Qué corre tanta prisa esta noche para que Felix necesite contárselo ya a Maxine, se pregunta.
—Vamos, haremos un barrido pseudoaleatorio de los lavabos.
Ella le sigue por las fauces resonantes y atestadas de este espacio de trabajo reconvertido en local de festejos, pasea la mirada por la multitud y atisba por un momento a Horst, que está en la pista, haciendo el mismo Salto en el eje de la Z que todo el mundo, y que al menos no tiene pinta de no pasárselo bien.
Eric la conduce a través de una puerta y por un pasillo hasta un lavabo que resulta ser unisex y donde no hay ninguna intimidad. En lugar de urinarios en hilera, unas cortinas de agua descienden por las paredes de acero inoxidable, contra las que los caballeros, y las damas con esa predisposición, están invitados a mear, mientras que para los menos aventureros hay compartimentos de acrílico transparente que, en mejores tiempos de Tworkeffx, también permitían a las patrullas de haraganes asomarse y ver quién se escaqueaba del trabajo, con el interior decorado ex profeso por renombrados grafiteros de la ciudad, entre cuyos motivos más recurrentes están las pollas que entran en bocas, así como expresiones sentimentales del tipo: MUERTE A LOS PICHACORTAS DE MICROSOFT y LARA CROFT TIENE PROBLEMAS POLIGONALES.
Ni rastro de Felix ahí. Llegan a las escaleras, empiezan a subir, y planta por planta van entrando en esos brillantes salones de la ilusión, rondando por oficinas y cubículos cuyo mobiliario ha sido seleccionado y adquirido a precio de ganga de puntocoms quebradas, y que, a su vez, no tardará en ser destinado al saqueo de los semejantes de Gabriel Ice.
La juerga se extiende por todas partes. A veces entran por gusto, a veces se ven arrastrados… Caras en movimiento. La piscina larga de los empleados, llena de botellas vacías de champán balanceándose en la superficie. Yuppies que parecen haber aprendido a fumar hace poco, gritándose unos a otros: «¡El otro día me fumé un espléndido Arturo Fuente!». «¡Genial!» Un desfile de narices incansables esnifando rayas sobre espejos circulares art déco de hoteles de lujo demolidos hace mucho, que se remontan a la última vez que Nueva York vivió un frenesí de mercado tan intenso como el que acaba de pasar.
Entran y salen de varios aseos temáticos: gigantescos urinarios casi envolventes típicos de bar irlandés, lavabos vintage con repujados de hace un siglo, cisternas sujetas a las paredes con cadenas colgando; otros espacios, peor iluminados y menos elegantes, que pretenden evocar los aseos de los clubes clásicos del centro, en los que no han pulverizado Lysol desde mediados de los noventa y donde hay una sola taza de váter, atribulada y tóxica, para cuyo uso la gente tiene que hacer cola.
Felix, mientras tanto, no aparece en ninguno de esos lavabos. Al llegar por fin a la última planta, Eric y Maxine entran en el padrino de los lavabos posmodernos, una extensión del tamaño de una piazza, baldosas esmaltadas en ocre, azul claro y borgoña desvaído, recicladas de una mansión de la parte baja de Broadway, con tres docenas de compartimentos, su propio bar, salón con televisión, equipo de sonido y dj, que en ese momento, mientras una matriz de bailarines en formación de seis por seis realiza el Electric Slide sobre las baldosas antiguas, ha puesto el himno disco de Nazi Vegetable que había reventado las listas de éxitos:
En el lavabo [tempo de «Hustle»]
Qué sensación más rara y desquiciada, con tu
sesera mareada, dando vueltas por el techo ¡del
lavabo!
[Acompañamiento de chica] ¡Del lavabo!
Coca, éxtasis y maría,
nunca se sabe cuándo las necesitaría
en el lavabo
(¡todo ahí, en ese lavabo!),
sólo vine a echar un vistazo, y me pasé
una semana, dándome el gustazo, aquí, en el
¡lavabo!
(¡Lavabo! ¡Lavabo!)
Todos esos espejos, esos cromados, cosas
que no pondrías en tu casa ni colocado, aquí en en en el
¡lavabo!
Guau, oh, chica, y
[Tono de final]
chico, que
la noche su curso siga,
decidle adiós al día,
no sobéis nada,
echad un vistazo pero no toquéis, o lo
estropearéis,
sed cool, es el la-va-aa-bo.
La impaciente y muy desinfectante
cita en los aseooos…
Pulidos urinarios, como en los telediarios,
harán que se te caigan los pantalones, de puro encanto, ven
¡al
lavabo!, ¡tira de la cadena,
despídete de los problemas y baila, nena!
No todo el mundo llega a sacar algún provecho de una juventud malgastada. Los adolescentes contemporáneos de Maxine se perdieron en los lavabos de los clubes de los ochenta: entraban y ya nunca volvían a salir; algunos, con suerte, se volvieron demasiado hip, o puede que no lo bastante, para llegar siquiera a apreciar el escenario; otros, como la propia Maxine, seguían adelante sólo para tener un flashback de vez en cuando, como una iluminación epileptigógica, Metacualonas en venta en la pista, peinados que delataban tu procedencia de barrio…, ¡las brumas de laca Aqua Net! ¡Las horas adolescentes perdidas, sentada delante de un espejo! La extraña incongruencia entre la música de baile y las letras, Copacabana, What a Fool Believes, historias desgarradoras, incluso trágicas, engastadas en esas melodías curiosamente bullangueras…
El Electric Slide es una danza en grupo en que se baila suelto y alineado repitiendo ciertos movimientos hacia las cuatro «paredes», que Maxine recuerda haber visto en muchos bar mitzvás que se han ido desvaneciendo con el paso de los años desde los tiempos del viejo Paradise Garage de su adolescencia, la única fracción de la semana que de verdad importaba, las noches de sábado cuando se escabullía de casa a la una o la una y media, cogía el metro hasta Houston y recorría la interminable, interminable manzana hasta King, se teletransportaba más allá de los porteros para reunirse durante un rato con el núcleo duro de los fanáticos de la disco, bailaba toda la noche perdiéndose en el mundo evocado, y luego esperaba hasta el desayuno en un diner para ver si se le ocurría una buena historia que contarles a sus padres esta vez…, y sin darte cuenta estás rebuscando pañuelos de papel en el bolso porque todo eso ha desaparecido, claro, otra más de esas expulsiones a una estación del año más fría, adonde ni siquiera todos han podido llegar, porque ahí estaba el sida y el crack, y no olvidemos al puto capitalismo tardío de mierda, así que sólo unos pocos pudieron encontrar refugio, o algo parecido…
—Esto, eh, Maxine, ¿estás…?
—Sí. No. Estoy bien…, ¿qué?
Eric hace un gesto con la cabeza y allí, entre los intrincados dibujos art nouveau del suelo, en el medio de la formación de baile, Maxine divisa al elusivo y posible cómplice de homicidio Felix Boïngueaux, que lleva un traje cruzado de la era disco de un tono coral chillonamente saturado, casi con toda seguridad encontrado en unas rebajas, un impulso de comprador de grandes almacenes del que pronto se arrepentiría, y debajo una camiseta con un logo de la hoja de arce canadiense y THE EH? TEAM encima.[32] El grupo de bailarines se reformatea en parejas, y Felix se acerca, sudando y agitado.
—Qué hay, Felix, ça va?
—Vaya mierda lo de Lester, ¿eh? —Mirada de desenfado, sin parpadear.
—¿Querías verme para eso, Felix?
—Estaba fuera de la ciudad cuando ocurrió.
—¿He dicho yo algo? Aunque es verdad que Lester parecía, bueno, tener la impresión de que tú le cubrías las espaldas.
Las posibilidades de poner nervioso a este tipo son tan escuálidas como Ally McBeal.
—Entonces sigues en el caso.
—Mantenemos el expediente abierto. —La primera persona del plural de toda investigación. Que piense que un tercero la ha contratado—. ¿Puedes ayudarnos con algo?
—Tal vez. Y tal vez tú vayas corriendo a contárselo a la policía o algo así.
—No soy una amante de los polis, Felix, me confundes con Nancy Drew, lo que, dicho sea de paso, tampoco es una comparación muy halagadora, deberías mejorarla.
—Eh, tú eres la que intentó que le echaran el guante al bueno de Vipster. —Felix, mientras tanto, ha empezado a mirar con suspicacia a Eric, que se aleja amistosamente y se pierde en el flujo y reflujo de bailarines, bebedores y drogatas.
Ella finge suspirar.
—Es por el poutine, ¿verdad?, nunca me lo perdonarás; una vez más, Felix, siento haberlo dicho, fue un comentario estúpido, un disparo barato.
Lo que da lugar a que Felix se explaye:
—En Montreal sirve para diagnosticar el carácter moral: si alguien se resiste al poutine, se resiste a la vida.
—¿Puedo pensármelo —echa una mirada a la fiesta que la rodea— más tarde?, ¿el lunes? Te lo prometo.
—Mira, mira, es Gabriel Ice. —Señala con la cabeza hacia el bar, donde, como era de esperar, está el refinado anfitrión, exhibiéndose ante un pequeño grupo de admiradores—. ¿Lo conoces?
Ella comprende que posiblemente se trataba de eso.
—Hemos hablado por teléfono. Me dio la impresión de que para él el tiempo es precioso.
—Ven, que te lo presento, hemos estado haciendo algunos negocios juntos.
Claro que los has hecho, cabrón. Se deslizan sobre la atestada superficie hasta que pueden oír al esbelto magnate, que no está conversando sino impartiendo una charla de autopromoción.
Sus ojos, enmarcados por una montura de pasta de Oliver Peoples, son menos expresivos que muchos de los que Maxine ha visto en la lonja de pescado, aunque a veces un tipo que puede parecer inmune a la pasión resulta en realidad demasiado susceptible, hasta peligrosamente susceptible, y no tiene la menor idea de cómo reaccionar cuando sobrepase los límites, como sin duda ocurrirá, y entonces no le quedará más remedio que poner los pies en polvorosa. Labios delgados y cautelosos. En esta profesión te cruzas con muchas caras como ésa, no sabes qué quieren, ni cuánto, ni qué harán una vez que lo obtengan.
—Cada vez más servidores se acumulan en el mismo lugar disparando los niveles de calor, lo que rápidamente se convierte en un contratiempo a no ser que te gastes el presupuesto en corriente alterna. Lo que hay que hacer —proclama Ice— es ir al norte, establecer granjas de servidores allá donde la disipación del calor no suponga mayor problema, utilizar la energía de las renovables, como la hidro o la solar, aprovechar el exceso de calor para ayudar a mantener las comunidades que crezcan alrededor de los centros de datos. Comunidades bajo cúpulas diseminadas por la tundra ártica.
»¡Mis queridos hermanos geeks! Los trópicos pueden estar bien por la mano de obra barata y el turismo sexual, pero el futuro está allá, en el permafrost, un nuevo imperativo geopolítico: hacernos con el control del suministro de frío como si fuera un recurso natural de valor incalculable, más si cabe con el calentamiento global…
Hay algo que resulta perturbadoramente familiar en esa defensa del traslado al norte. Por un corolario de la ley de Godwin válido sólo en el Upper West Side, el nombre de Stalin, como el de Hitler, aparecerá con un cien por cien de probabilidades en una discusión de cualquier duración, y Maxine recuerda ahora a Ernie hablándole del genocida georgiano y sus planes en los años treinta para colonizar el Ártico con ciudades bajo cúpulas y ejércitos de técnicos jóvenes, lo que también se conocía, como Ernie siempre se molestaba en señalar, como trabajos forzados, y, para dar un énfasis multimedia a sus palabras, sacaba su disco de 78 rpm de La atractiva colegiala de Zazhopinsk, una oscura ópera de la época de las purgas, con ahogados duetos de bajo y tenor rusos invocando las estepas de hielo, la noche termodinámica. Y ahora ahí está Gabriel Ice, con una máscara de fiesta capitalista, en una reposición neoestalinista.
Aggh, que Dios nos asista, qué sórdido es todo, ¿y cómo ha acabado así?, un palacio alquilado, una negación del paso del tiempo, un magnate que se desliza por las pistas de esquí más difíciles del sector de la tecnología de la información creyéndose una estrella del rock. No se trata tanto de que no se pueda engañar a Maxine, sino más bien de que le revienta que la engañen, y cuando descubre que alguien se empeña demasiado en colársela, echa mano a su revólver. O, en este caso, se da la vuelta y se encamina hacia las escaleras, dejando que Felix y Gabriel Ice larguen a gusto, de granuja a granuja.
¿Tuvo que aguantar alguna vez Nora Charles algo parecido?, ¿o Nancy Drew? En las fiestas a las que van ellas, todo son entremeses de catering caro y apuestos desconocidos. Pero cada vez que Maxine sale con intención de divertirse un poco…, olvídenlo, siempre acaba igual. Obligaciones de jornada laboral, culpabilidad, fantasmas.
Sin embargo, por alguna razón, consigue aguantar toda la noche y es de las que cierran el garito. Horst, tal vez por el humo inhalado como fumador pasivo, ha retrocedido a sus tiempos de jaranero y recorre amistosamente todo el local. Maxine se enreda en discusiones de nerds y al poco acaba arbitrándolas, aunque no entienda ni jota. Echa una cabezadita en el lavabo un par de veces, y, si llega a soñar, le resulta difícil diferenciar el sueño del gran e invisible alboroto que gira a su alrededor, disminuyendo la velocidad, difuminando el ruido a un casi silencioso blanco y negro, hasta que por fin llega la hora del CD tilde home, o sea, de volver a casa. Como música de retirada, suena Closing Time, de Semisonic, una despedida de cuatro acordes al viejo siglo. La antigua y la futura nerdistocracia va saliendo —mirándoles, se diría que con reticencia—, de vuelta a la calle, hacia el largo septiembre que lleva con ellos de forma virtual desde hace dos primaveras, y que no deja de intensificarse. Vuelven a ponerse sus caras de calle para hacerle frente. Caras ya sometidas a una agresión silenciosa, como si algo les aguardara más adelante, un Y2K de la semana laboral que nadie acaba de imaginar del todo, mientras la multitud se dispersa despacio por las legendarias callejuelas y los colocones empiezan a disiparse, desvaneciéndose entre los velos que caen ante la luminosidad del alba, un mar de camisetas que nadie lee, un clamor de mensajes que nadie recibe, como si ésa fuera la verdadera historia del texto de las noches en el Alley, un griterío al que hay que prestar atención y que no debería ignorarse, las entregas de kozmo a las tres de la madrugada para veladas de codificación y fiestas dedicadas a destruir documentación que se alargaban toda la noche, compañeros de cama que iban y venían, bandas en los clubes, canciones cuyos pegadizos estribillos todavía esperan una hora ociosa para emboscar la memoria, trabajos fijos con reuniones sobre reuniones y jefes que no tienen ni idea, series irreales de ceros, modelos de negocio que cambian de un minuto para otro, fiestas de start-ups todas las noches de la semana, y los jueves, más de las que puedas llevar la cuenta; ¿cuál de estas caras tan castigadas por el tiempo, por la época cuyo final han estado celebrando toda la noche, cuál de ellas puede anticipar, ver más adelante, entre los microclimas del código binario, abarcando la Tierra entera, llegando a todos los rincones a través de fibra oscura y cable de par trenzado y ahora ya sin cables por espacios privados y públicos, en cualquier parte entre las agujas de los talleres de ciberexplotación, que centellean sin parar, incesantes, en ese agitado tapiz inmensamente hilvanado y deshilvanado a cuyo servicio todos se han sometido alguna vez y por el que se han ido quedando lisiados, cuál puede asomarse a la forma del día inminente, un procedimiento que espera su ejecución, a punto de revelarse, el resultado de una búsqueda sin ninguna instrucción sobre cómo buscarlo?
Ya en el taxi de vuelta a casa, por la radio suena una ruidosa cháchara en árabe, que Maxine al principio toma por un programa de llamadas de oyentes, hasta que el taxista coge un auricular y se une a la charla. Ella mira la tarjeta de identificación fijada en el plexiglás. La cara de la fotografía es demasiado borrosa para distinguirla, pero el nombre es islámico, Mohammed no sé qué.
Es como oír una fiesta desde la habitación de al lado, aunque Maxine se fija en que no hay música ni risas. Emoción intensa, sí, pero más cerca de las lágrimas o la rabia. Hombres que se pisan al hablar, gritando, interrumpiéndose. Un par de las voces podrían ser femeninas, aunque más tarde le parecerá que pertenecían a hombres de voz aguda. La única palabra que Maxine reconoce, y la oye más de una vez, es Inshallah.
—«Lo que sea» en árabe —dice Horst asintiendo con la cabeza.
Están parados en un semáforo, esperando.
—Si Dios quiere —le corrige el conductor, medio volviéndose en su asiento, de manera que Maxine de repente puede mirarle directamente a la cara. Lo que ve en ella hará que le cueste conciliar el sueño. O al menos así lo recordará.