27

Los chicos llaman una noche desde Prairie du Chien o Fond du Lac o algún sitio así para decirle que estarán de vuelta dentro de dos días.

Todo, como dice, e incluso canta, Ace Ventura, bien. Maxine vaga inquieta por la casa, convencida de que ha dejado pruebas de su mal comportamiento que saltan a la vista y que, aunque no le causarán problemas con Horst, la obligarán a mostrarse atenta con los sentimientos de su ex, sentimientos que, pese a las apariencias, es posible que existan. Repasa las compañías que ha tenido, aparte de Windust, desde que Horst se marchó: Conkling, Rocky, Eric, Reg. En todos los casos puede aducir razones de trabajo justificadas, lo que estaría muy bien si Horst fuera inspector de Hacienda.

Pero es posible que Heidi sea algo menos que servicial.

—A lo mejor Carmine y tú podríais pasaros por aquí, digamos, como por casualidad —se pregunta Maxine.

—¿Esperas problemas?

—Emociones, quizás.

—¿Ummm…? Así que lo que estás diciendo es que quieres que Horst me vea liada con otro, porque estás paranoica e imaginas que yo todavía puedo interesarle. Maxi, la insegura Maxi, ¿cuándo serás capaz de dejarlo correr?

Últimamente, Heidi parece al borde de que vaya a darle algo, más cerca de lo habitual incluso tratándose de ella, por eso a Maxine no le sorprende que su amiga de la infancia se empeñe en no pasarse por su casa, con Carmine o sin él; de modo que no está presente cuando los varones Loeffler por fin vuelven, alborotando, gritones y altos de azúcar, irrumpen en el rellano y entran por la puerta.

—Hola, mamá. Te hemos echado de menos.

—Oh, chicos. —Se arrodilla en el suelo y abraza a los chicos hasta que todos se sienten un poco incómodos.

Los tres llevan gorras rojas de béisbol de Kum & Go, y le han comprado también una a Maxine, que se la pone. Han estado en todas partes. Floyd’s Knobs, en Indiana. En la Duck Creek Plaza de Bettendorf. En Chuck E. Cheese and Loco Joe’s. Le cantan el anuncio de los supermercados Hy-Vee. Más de una vez.

Al llegar a Chicago, emprendieron inmediatamente un tour por los paisajes de la nostalgia, que para Horst se concretaban en el cañón de LaSalle Street, su primer y más antiguo hogar, donde había sido uno de aquellos pioneros que con desquiciados aspavientos de hand-jive se lanzaban al parqué de la Bolsa un día sí y otro también. Empezó en el Mercado Financiero de Chicago, el Merc, negociando futuros en eurodólares a tres meses, tanto para clientes como para sí mismo, con una chaqueta de agente bursátil con franjas verdes y magentas de tono apagado y buen gusto y, sujeta a ella, una identificación con tres letras. Cuando cerraba el parqué, a eso de las tres de la tarde, se vestía de civil y se acercaba andando al CBOT, el mercado de opciones y futuros de Chicago, y pasaba por el Ceres Café. Cuando el Merc prohibió las operaciones especulativas dobles, Horst se unió a una considerable ola migratoria hacia el CBOT, donde no tenían tantos escrúpulos, aunque se negociaban muchos menos eurodólares. Durante un tiempo se dedicó a valores del Tesoro, pero pronto, como si respondiera a una llamada de las profundidades de las prolijas iteraciones del ADN del Medio Oeste, encontró el camino a los parqués de productos agrícolas, y antes de darse cuenta, estaba vagando por las inmensidades del campo estadounidense, inhalando el aroma de puñados de trigo, revisando soja en busca de manchas púrpuras en semillas enfermas, paseando por campos de cebada donde estrujaba granos e inspeccionaba glumas y pedúnculos, hablando con granjeros, oráculos del tiempo y peritos de aseguradoras, o, en sus propias palabras, redescubriendo sus raíces.

Con todo, los cultivos, como las gorras de Kum & Go, tal como vienen se van, pero Chicago siempre acaba tirando de uno. Horst llevó a sus hijos a la cafetería de los corredores del CBOT y al Brokers Inn, donde comieron el legendario sándwich de pescado gigante, y recorrieron las steak houses de toda la vida del Loop, donde la ternera envejece colgada en el escaparate y el personal se dirige a los niños llamándolos «caballeros». Donde el cuchillo de carne que te ponen al lado del plato no es una delgada hojita serrada con un mango de plástico, sino acero afilado en piedra fijado en roble tallado a medida. Sólido.

Los abuelos Loeffler se pasaron toda la visita de sus nietos en la luna, concretamente en la de Iowa, que desde el porche delantero era la luna más grande que los chicos habían visto en su vida, y se alzaba sobre los pequeños árboles cuyas siluetas eran como pirulís, haciendo que todos se olvidaran de lo que podían estar perdiéndose en la tele, que seguía encendida dentro, pero más como una luz ambiental que como otra cosa.

Comieron en centros comerciales de todo Iowa, en Villa Pizzas y Bishop’s Buffets, y Horst les dio a probar por primera vez Maid-Rites, sándwiches de carne picada, así como variantes locales del Louisville Hot Brown, un bocadillo gratinado de pavo y beicon con salsa Mornay. Avanzado el verano, y después de varios días de viaje hacia el oeste, contemplaron el viento soplando sobre diferentes trigales y esperaron en los silencios inmensos del campo mientras oscurecía en plena tarde y aparecían relámpagos en el horizonte. Buscaron los míticos arcades, salones recreativos con maquinitas de videojuegos, en decrépitos centros comerciales, en billares junto al río, en garitos de ciudades universitarias, en heladerías encajonadas en microgalerías comerciales en mitad de una manzana. Horst no pudo evitar fijarse en que aquellos sitios, al menos la mayoría, se habían deteriorado con el paso del tiempo, los suelos estaban peor barridos, el aire acondicionado era más flojo y el humo más espeso que en los veranos del Medio Oeste del pasado. Jugaron en máquinas antiguas procedentes de la remota California, de las que se decía que habían sido programadas a medida por Nolan Bushnell en persona. Jugaron a Arkanoid en Ames y a Zaxxon en Sioux City. Jugaron a Road Blasters y a Galaga y Galaga 88, a Tempest, a Rampage y a Robotron 2084, que Horst considera el mejor videojuego clásico de todos los tiempos. Y sobre todo, allá donde podían encontrarlo, no paraban de darle al Time Crisis 2.

O al menos no paraban Ziggy y Otis. El gran gancho del juego era que los dos chicos podían jugar en la misma máquina sin perderse de vista, mientras Horst se dedicaba a sus diversas labores relacionadas con las materias primas.

—Voy a entrar un segundo en este bar, chicos. Por negocios.

Ziggy y Otis seguían disparando. Ziggy normalmente con la pistola azul y Otis con la roja, pisando y levantando el pie del pedal en función de si necesitaban ponerse a cubierto o salir a disparar. En un momento dado, tras unas cuantas fichas, repararon en un par de chicos lugareños que merodeaban por allí mirando cómo jugaban, pero, cosa rara en esos salones, reacios a meter baza. Aunque no es que babearan ni llevaran ningún arma de verdad, al menos que Ziggy y Otis pudieran ver, desprendían esa aura de amenaza indeterminada por la que resulta tan difícil llegar a sentirse a gusto en el Medio Oeste.

—¿Pasa algo? —Ziggy con el tono más neutral posible.

—¿Vosotros sois nerds?

—¿Nerds?, ¿qué es eso? —dice Otis, que lleva puesto un sombrero pork-pie azul medianoche y gafas de Scooby-Doo con cristales verdes—. Esto es lo que hay; si te vale, guay, y si no, te aguantas.

—Nosotros somos nerds —anuncia el más bajo.

Ziggy y Otis los miran con atención y ven a un par de chavales normales de las afueras.

—Si vosotros sois nerds —Ziggy, con cautela—, ¿qué pinta tienen por aquí los que no lo son?

—No lo sé —dice el más grande, Gridley—. No es fácil verlos, ni siquiera a la luz del día.

—Sobre todo no se los ve a la luz del día —añade Curtis, el otro.

—Nadie hace tantos puntos en Time Crisis. Normalmente.

—Nunca, Gridley. Menos aquel chaval de Ottumwa.

—Ya, pero ése es un alienígena del espacio. Uno que viene de esas galaxias remotas. ¿Vosotros sois alienígenas?

—Todo consiste en acumular puntos extra —Ziggy hace una demostración—. ¿Veis esos que van de naranja? Son los nuevos, los que menos dan en la partida, valen cinco mil cada uno, pero cinco mil por aquí —¡bang!—, cinco mil por allí —¡bang!—, y pronto tienes un montón de puntos.

—Nosotros nunca encontramos tantos.

—Oh —Ziggy en voz baja, como si todo el mundo lo supiera—, la próxima vez que veáis que el Jefe se aleja…

—¡Ahí! —apunta Otis.

—Vale, bueno, le voláis el sombrero, ¿veis?, muy rápido, cuatro veces, le seguís y apuntáis un poco por encima de la cabeza, así ahora no tenéis que ir directos a aquel depósito, antes podéis entrar en este callejón lleno de todos esos tullidos que dan puntos extra. Si les dais en la cabeza, tenéis más puntos.

—¿Sois de Nueva York?

—Te has dado cuenta —dice Ziggy—. Por eso somos buenos en los juegos de tiradores.

—¿Y con las lanchas de motor?

—Suena molón.

—¿Habéis probado el Hydro Thunder?

—Lo he visto —admite Otis.

—Venid —dice Gridley—. Podemos enseñaros rápido cómo conseguir lanchas extra. Hay una lancha de policía con un cañón, Respuesta Armada, eso debe de ser lo vuestro.

—Y puedes sentarte en un altavoz de graves.

—Mi hermano es un poco raro.

—Eh, olvídame, Gridley.

—¿Sois hermanos? Nosotros también.

Así que Horst, al volver del bar tras atender una demanda de cobertura complementaria, ajustar el diferencial de la soja julio-noviembre, hacer ingeniería social con una actualización del trigo duro rojo de invierno de Kansas City y ventilarse un número indeterminado de botellas de cerveza Berghoff, se encuentra a sus hijos gritando con lo que podría calificarse de un abandono excepcional, reventando fuerabordas trucados a través de una Nueva York postapocalíptica, medio sumergida, anegada en brumas, mal iluminada, con los puntos de referencia de siempre pintorescamente atribulados. La Estatua de la Libertad luce una corona de algas. El World Trade Center se inclina en un ángulo peligroso. Las luces de Times Square se han oscurecido por tramos irregulares, tal vez a causa de una reciente guerra urbana en el barrio. Los edificios intactos están envueltos en una red de andamios negros hasta la línea de las aguas. Ziggy está en la Respuesta Armada y Otis al timón del Tinytanic, una versión en miniatura del famoso y malhadado transatlántico. Gridley y Curtis han desaparecido, como si fueran señuelos que no pertenecieran del todo a esta tierra, cuya función en el mundo real consistiera en atraer a Ziggy y Otis a los ruinosos paisajes acuáticos de lo que podría estar esperándole a su ciudad, como si las habilidades con fuerabordas fuesen necesarias para los desastres venideros de la Gran Manzana, entre ellos, pero no sólo, el calentamiento global.

—Así que, mamá, estábamos pensando que a lo mejor podríamos mudarnos a algún sitio menos peligroso, ¿no?, ¿Murray Hill?, ¿Riverdale?

—Bueno…, estamos en un sexto…

—Pues entonces al menos un bote salvavidas, cerca de la ventana.

—Ya me diréis dónde lo pondríamos, ¿eh? Un poco de tranquilidad, no me seáis bobos.

Cuando se acuestan los niños, Maxine intenta acomodarse ante otra película televisiva con niñera homicida, y Horst la aborda con timidez.

—¿Te parecería mal si me quedo un tiempo por aquí?

Reprimiendo lo que pudiera dar pie a equívocos:

—¿Te refieres a esta noche?

—Es posible que un poco más.

¿De qué va esto?

—Tanto como quieras, Horst, todavía compartimos los gastos de comunidad. —Intenta sonar todo lo elegante que puede dado el momento, cuando preferiría estar viendo a una antigua actriz de telecomedia en el papel de una jovencita Mamá en Peligro.

—Si supone una molestia, ya me quedaré en otro sitio.

—Los niños se pondrán contentísimos, me parece.

Maxine ve que él empieza a abrir la boca, pero la cierra a tiempo. Horst asiente y se va a la cocina, de la que al poco llegan los sonidos de su irrupción y saqueo de la nevera.

El drama en la tele se acerca a una crisis, el maléfico plan de la canguro ha empezado a desmoronarse, acaba de coger al Bebé e intenta escapar, con unos tacones poco apropiados, hacia una especie de parcela superpoblada de caimanes; un pelotón de policías, que parecen modelos de catálogo sin una idea clara de con qué punta de la pistola hay que apuntar al sospechoso, corren al rescate —tiros toda la noche, claro— y entonces Horst sale de la cocina con un bigote de chocolate y un envase de helado en la mano.

—Está escrito en ruso por todos lados. Es de ese Igor, ¿no?

—Sí, hace que se lo envíen de casa, siempre más del que puede consumir, y tengo que ayudarle con parte de lo que sobra.

—Y, a cambio de su generosidad…

—Horst, es trabajo, él tiene —con suavidad— ochenta años y se parece a Brézhnev, y ya te has zampado medio kilo, ¿quieres que lo devuelva?, ¿que te busque una bomba gástrica?

Horst se controla casi milagrosamente.

—Para nada, esto está buenísimo. La próxima vez que hables con el viejo Igor, ¿puedes enterarte de si allí tienen también de chocolate y macadamia?, ¿con un chorrito de maracuyá, si no es mucho pedir?

Maxine se pasa la mañana siguiente en Morris Brothers buscando ropa para la vuelta a la escuela de los chicos, y regresa al apartamento a la hora de la comida. Está a punto de abrir una tarrina de yogur cuando Rigoberto llama por el interfono. Incluso a través del altavoz de baja fidelidad, se percibe una extraña languidez en su voz.

—¿Señora Loeffler? Tiene visita. —Una pausa, como si estuviera pensando cómo decirlo—. Yo, verá, estoy bastante seguro de que es Jennifer Aniston la que ha subido a verla.

—Rigoberto, por favor, eres un neoyorquino sofisticado. —Se acerca a la mirilla y, como era previsible, al momento sale del ascensor y se acerca por el pasillo una versión en gran angular de Rachel «Quiero a Ross, no lo quiero» Green en persona. Maxine abre la puerta antes de que se le ocurran pensamientos negativos como «psicópata con máscara de famosa de látex».

—Señora Aniston, antes que nada déjeme decirle que soy una rendida seguidora de la serie…

Driscoll sacude el pelo.

—¿Qué te parece?

—Clavada, como una gota de agua. No me digas que Murray y Morris…

—Sí, y gracias por la información, me ha cambiado la vida. Los chicos me dijeron que te dijese que te echan de menos y que esperan que no sigas molesta por aquel pequeño fallo del secador.

—No fue nada, una emergencia federal, la mitad de los técnicos de la compañía eléctrica Con Ed en la calle con taladradoras, ¿por qué tendría que estar molesta? Anda, ven a la cocina, me he quedado sin Zima, pero puede que haya algo de cerveza.

Rolling Rock, dos botellines que no se sabe cómo se le han pasado por alto a Horst, al fondo del todo de la nevera. Se sientan a la mesa de la cocina.

—Toma. —Driscoll le desliza un sobre gris y borgoña de más o menos el tamaño y la forma de un viejo disco flexible—. Esto es para ti.

Dentro hay una tarjeta de papel caro escrita en una tipografía manual con buena caligrafía.

Señora Maxine Tarnow-Loeffler

Se solicita el placer de su presencia en

el primer Gran Baile

de la Rentrée, o

Cotillón Geek

El sábado por la noche, 8 de septiembre de 2001

Tworkeffx.com

Barra libre

Vestuario opcional

<ja ja iba en serio/>

—¿Qué es esto?

—Oh, estoy en una comisión.

—Pues tiene pinta de ser algo gordo, ¿quién puede permitirse aún una fiesta de esta envergadura?

Bien, parece que Gabriel Ice, quién si no; por lo visto, ha adquirido hace poco Tworkeffx, una empresa que crea y mantiene redes privadas virtuales, y ha descubierto entre sus activos un fondo especial para fiestas que ha estado en depósito durante años, esperando algo similar a este peculiar Fin del Mundo Tal Y Como Lo Conocemos.

Maxine se enfada.

—¿Y en todo ese tiempo a nadie se le ha ocurrido saquear la cuenta?, ¿no te parece demasiado idealista? A ninguno de los estafadores con los que trato cada día (cojos, idiotas, tanto da) se les habría pasado por alto. Hasta que llega el cabrón de Ice, claro. Así que ahora es el encantador anfitrión y no tiene que gastarse ni un centavo de su propio bolsillo.

—Aun así, a todos nos vendrá de perlas una buena farra, aunque sólo se trate de la mayor fiesta de despidos celebrada en el Alley. En el peor de los casos, al menos habrá barra libre.

A medida que se aproxima el día del Trabajo,[28] Maxine empieza a recibir un montón de visitas, gente de la que no sabía nada desde hacía años, como una compañera de pupitre de Hunter que le recuerda con todo detalle cómo en el momento oportuno, una noche de sopor irresponsable, le había salvado la vida parando un taxi; o conocidos de fuera de la ciudad que hacen su peregrinación otoñal de todos los años a NYC, ansiosos como los domingueros urbanitas que se desplazan en el otro sentido para contemplar el colorista espectáculo de la decadencia del follaje; o viajeros sofisticados que se han pasado todo el verano en destinos turísticos de fábula y que regresan ahora para aburrir a cuantos pueden camelar con cintas de vídeo e historias de gangas fantásticas, viajes en primera, estancias con nativos, safaris antárticos, festivales de gamelán indonesios o tours de lujo por las boleras de Liechtenstein.

Horst, aunque no es que se pase el día entero metido en casa, ha encontrado tiempo para los niños, más tiempo, parece, por los recuerdos cada vez más desenfocados que Maxine conserva de los Años de Horst, del que les había dedicado antes, y los lleva a un partido de los Yankees, descubre con ellos el último salón de skee-ball que queda en Manhattan e incluso se ofrece a acompañarlos a la vuelta de la esquina para cumplir un deber estacional del que él siempre se había escaqueado: cortarles el pelo antes del inicio del nuevo curso.

La barbería El Atildado es un local subterráneo, por debajo de la acera. Dentro resuena un ruidoso aparato de aire acondicionado subártico, tiene ejemplares antiguos de OYE y Novedades, y el noventa por ciento de la conversación, como los comentarios sobre el partido de los Mets en la tele, es en español caribeño. Horst se ha quedado ensimismado viendo el partido, que es contra los Phillies, cuando, desde la calle, baja las escaleras y entra por la puerta un tipo con una camiseta de Johnny Pacheco, cargando con una barbacoa de patio completa, bombona de propano incluida, con la intención de venderla a un precio atractivo. Es algo que pasa con frecuencia en El Atildado. Miguel, el dueño, siempre comprensivo, intenta explicar con paciencia por qué es improbable que le interese a ninguno de sus clientes de ese momento, señalando la logística de ir andando a casa con el trasto por la calle, por no mencionar a la policía, que tiene a El Atildado en su lista y no para de mandar a fornidos anglos de paisano que no engañarían ni a tu hermana pequeña, que frenan con un chirrido en el bordillo, se apean de un salto y pasan a la acción. Más aún, según un conserje de un edificio de esa manzana que se está tomando un descanso y asoma la cabeza con las últimas noticias sobre la vigilancia policial, ese guión está a punto de rodarse. Sigue una tensa conversación a bajo volumen. Laboriosamente, el tipo de la barbacoa maniobra con su mercancía, la saca por la puerta y sube las escaleras, y menos de un minuto más tarde aquí llega la Vigésima Comisaría, representada por un policía con una camisa hawaiana que no oculta por completo su Glock, y grita:

—Muy bien, ¿dónde está?, acabamos de verlo en Columbus, si me entero de que ha entrado aquí os voy a dar por culo, ¿me habéis entendido, putos cabrones?, os voy a hundir en mierda hasta el cuello, ‘mierda honda, tú me comprendes’ —y todo lo demás.

—Eh, mira —dice Otis mientras su hermano le hace señas para que se calle—, es Carmine…, ¡eh!, ¡eh, Carmine!

—Qué hay chicos. —Los ojos del detective Nozzoli parpadean hacia la pantalla del televisor—. ¿Cómo van?

—Cinco cero —dice Ziggy—. Payton acaba de hacer un home run.

—Ojalá pudiera verlo. Pero tengo que ir detrás de un chorizo. Saludad a vuestra madre de mi parte.

—¿«Saludad a vuestra madre»? —pregunta Horst cuando ha acabado la entrada del partido y empiezan los anuncios.

—Heidi y él están saliendo —Ziggy con voz tranquilizadora—, antes lo traía a casa a veces.

—Y vuestra madre…

Así se hace público también que Maxine ha estado colaborando con policías, con alguna clase de policías al menos, los chicos no saben precisar cuál.

—¿Acaso se dedica ahora a casos penales?

—Creo que es por un cliente.

La mirada hacia la pantalla de Horst se tiñe de melancolía.

—Menudos clientes…

Más tarde, Maxine encuentra a Horst en el comedor intentando montar una mesa de ordenador de aglomerado para Ziggy; ya le mana sangre de varios dedos, las gafas de leer están a punto de caérsele deslizándose sobre el sudor que le cubre la nariz, unas misteriosas sujeciones de plástico y metal cubren el suelo, las hojas con las instrucciones están hechas pedazos y aletean por todas partes. Chilla. La frase que le sale por defecto es: «Puto IKEA».

Como millones de otros hombres a lo largo y ancho del mundo, Horst odia al gigante sueco del Hágalo Usted Mismo. Una vez, Maxine y él malgastaron un fin de semana buscando el establecimiento que habían abierto en Elizabeth, Nueva Jersey, situado al lado del aeropuerto para que el cuarto millonario más rico del mundo ahorre en costes de carga mientras el resto de los mortales nos pasamos el día perdidos en el peaje de la autopista de Nueva Jersey. Y también fuera de la autopista. Por fin llegaron a un aparcamiento del tamaño de un condado, y allá a lo lejos relucía un templo, o un museo, consagrado a una concepción de la vida doméstica demasiado ajena para que atraiga a Horst. Los aviones de carga no paraban de aterrizar suavemente en las cercanías. Una sección entera de la tienda estaba dedicada a cambiar piezas y elementos de fijación equivocados o perdidos, pues en el caso de IKEA ése no es un problema exótico. Dentro del almacén propiamente dicho, uno camina eternamente de un contexto burgués, o «habitación de la casa», a otro, a lo largo de un sendero fractal que se obceca por llenar todo el espacio disponible. Las salidas están claramente señalizadas pero es imposible llegar a ellas. Horst está confundido, de una forma potencialmente violenta.

—Fíjate en esto. Un taburete de bar, ¿y se llama Sven? Debe de ser una vieja costumbre sueca, llega el invierno, el tiempo empeora, al cabo de un rato te encuentras hablando con los muebles de maneras que ni habrías imaginado.

Llevaban años casados cuando Horst admitió por fin que no era una persona casera, y, a esas alturas, el dato no sorprendió a nadie.

—Mi espacio de vida ideal es un motel no demasiado destartalado del Medio Oeste profundo, en algún punto de las tierras baldías, pongamos entre Dakota del Sur y Nebraska, más o menos cuando caen las primeras nieves.

De hecho, la cabeza de Horst es como un único ventisquero que se extiende por todo el país y en el que se acumulan habitaciones de motel en lejanos lugares asolados por el viento, a los que Maxine no sabría cómo llegar, ni menos aún podría habitar. Cada precipitación cristalina cae en la noche de Horst una sola vez, irrepetible. El agregado resultante es un vacío invernal que ella no logra entender.

—Ven, tómate un descanso. —Enciende la tele, se sientan y ven el Canal Meteorológico un rato, sin sonido. El hombre del tiempo dice algo y el otro presentador le mira, reacciona y entonces vuelve a mirar a cámara y asiente. Luego cambian de posición, el segundo habla y el primero asiente.

Tal vez esa afabilidad formal sea contagiosa. Maxine se descubre hablando de su trabajo, y Horst, inopinadamente, la escucha. No es que sea asunto suyo, claro, pero, bien pensado, ¿qué daño puede hacer recapitular un poco?

—El chico de los documentales, Reg Despard, y su amigo Eric, un genio de la informática que está el doble de paranoico, descubrieron algo raro en la contabilidad de hashslingrz.com, ¿vale?; Reg acude a mí con la información, cree que es algo siniestro, de alcance mundial, que seguramente tenga que ver con Oriente Medio, aunque también cabe la posibilidad de que haya visto demasiado Expediente X o lo que sea. —Pausa, hábilmente disimulada como si respirara. Espera que Horst se cabree. Pero él se limita a parpadear, despacio todavía, lo que tal vez sea señal de cierto interés—. Bien, parece que Reg ha desaparecido, misteriosamente, aunque también es posible que se haya marchado a Seattle.

—¿Y qué piensas tú que está pasando?

—Oh, ¿que qué pienso yo?, ¿tengo tiempo para pensar? Los federales se han metido ahora en el caso, en mi caso, en teoría por Brooke, por su marido y su supuesta relación con el Mossad, que puede no ser más que, como decís en tu pueblo, una memez como un piano.

A esas alturas, Horst se sostiene la cabeza con ambas manos, como si se dispusiera a lanzarla en un tiro libre.

—¡Jemima, Cesia y Keren-Hapuc! ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

—Pensándolo bien, ¿sabes qué? —Cómo se le habrá ocurrido y hasta qué punto lo está diciendo en serio—. El sábado por la noche hay un gran picnic playero de nerds en el centro y… y no me vendría mal un acompañante, ¿qué me dices, eh?

Él hace algo parecido a bizquear.

—Claro. —Media pregunta—: Espera…, ¿tendré que bailar?

—Quién sabe… Horst, a veces, cuando la música es la apropiada, ya sabes, a uno no le queda otra.

—Umm, no me refiero a… —Horst resulta casi mono cuando se pone nervioso—. Nunca me perdonaste que no aprendiera a bailar, ¿verdad?

—Horst, ¿qué esperas que haga, que me ponga a andar de puntillas alrededor de tus remordimientos? Si quieres, puedo enseñarte un par de pasos muy sencillos ahora mismo, ¿serviría de algo?

—Mientras no tenga que menear las caderas… Un hombre tiene que marcar líneas rojas en alguna parte.

Ella escarba en la colección de cedés, saca un disco.

—Muy bien, esto es merengue, muy fácil, lo único que tienes que hacer es quedarte ahí, como un silo, y si te apetece mover un pie de vez en cuando, pues mucho mejor.

Los chicos llegan al cabo de un rato y se los encuentran engastados en un achuchón formal, bailando al ritmo de Copacabana.

—Al despacho del vicedirector, los dos.

—Ya vamos, marcando el paso.