26

Cornelia llama y, como había amenazado previamente, quiere ir de compras. Maxine esperaba que se conformara con Bergford’s o Saks, pero Cornelia la mete en un taxi y antes de que se dé cuenta están camino del Bronx.

—Siempre he querido comprar en Loehmann’s —explica Cornelia.

—Pero no te dejaban entrar porque… ¿tenías que ir acompañada de algún judío?

—Te he ofendido.

—No es nada personal. Cosas mías, sólo eso. Te habrás fijado, supongo, en que éste no es el Loehmann’s de la leyenda. Aquél cambió de emplazamiento, allá por, no sabría decir, finales de los ochenta.

Cuando Maxine y Heidi eran niñas, esos grandes almacenes estaban todavía en Fordham Road, y cada mes, más o menos, sus madres las llevaban allí para enseñarles a comprar. En aquellos tiempos, Loehmann’s tenía por norma no aceptar devoluciones, así que no te quedaba otra que acertar a la primera. Era un campamento de instrucción. Aprendías disciplina y reflejos. Heidi se lo tomaba como si en una vida anterior hubiera sido una superestrella del comercio de trapos.

—Me siento rara, como si estuviera en casa, siento que esto es lo que soy en realidad, no puedo explicarlo.

—Yo sí —decía Maxine—, eres una compradora compulsiva.

Para Maxine se trataba de algo menos cósmico. Al probador le faltaba intimidad, era lo que a la gente le gustaba llamar «comunal», un espacio atestado de mujeres en diferentes etapas del proceso de desvestirse, con ánimo variable, intentando probarse ropa que en la mitad de los casos no les servía, pero aun así ofrecían consejos gratuitos en cuestiones de moda a quienquiera que pareciese necesitarlos, es decir, a todas las demás. Era como el vestuario en el insti Julia Richman, pero sin la envidia ni la paranoia. Bien, ahora esta rica anglosajona cargada de perlas quiere arrastrarla de vuelta a todo eso.

El nuevo Loehmann’s se ha mudado al norte, a una antigua pista de patinaje según parece, casi en Riverdale, justo detrás del incesante rugido de la autopista Deegan, y Maxine tiene que esforzarse para reprimir un grito de reconocimiento: los mismos pasillos interminables de ropa amontonada y revuelta, la misma tristemente famosa Back Room, llena, está segura, de los mismos errores de los clientes y de vestidos de lentejuelas de baile de fin de curso salidos de una película de terror esparcidos por todas partes. Por su parte, Cornelia, en cuanto pone el pie en el almacén, cae bajo su hechizo.

—¡Oh, Maxi! ¡Me encanta!

—Sí, bueno…

—Nos vemos en las cajas registradoras, pongamos a eso de la una, luego iremos a comer, ¿vale? —Cornelia desaparece entre la miasma que desprende el producto con formaldehído que los vendedores le hayan echado a la ropa para que huela así, y Maxine, sintiendo no exactamente claustrofobia, sino más bien un ataque de intolerancia al flashback, vuelve a salir a las calles, para situarse un poco al menos, y entonces se acuerda de que cerca de ahí, en la Deegan, justo por encima de la frontera de Yonkers, está Sensibility, el campo de tiro para mujeres cuya cuota de socia acaba de pagar por un año más, y de que para esta excursión a Loehmann’s se ha traído la Beretta.

Eh, Cornelia tardará horas. Maxine encuentra un taxi que está dejando pasaje y a los veinte minutos ya se ha registrado en Sensibility y está en la línea de tiro, con gafas de protección, tapones en los oídos y orejeras, con un vaso de cartón lleno de balas sueltas al lado, disparando. Que el videojugador se quede con sus zombis, Han Solo con sus cazas estelares TIE y Elmer Gruñón con su esquivo conejo, porque para Maxine la diana siempre será la figura icónica de cartón que los policías llaman El Matón, aquí reproducido en fucsia y verde óptico. Tiene el aspecto de un delincuente juvenil envejecido, con uno de esos cortes de pelo brillantes de finales de los cincuenta, el ceño fruncido y una mirada bizca, seguramente miope. Hoy, incluso con su imagen arrastrada hasta el fondo de la berma, consigue acertarle con unas series bien dirigidas en la cabeza, el pecho y, aún más, la zona de la polla, lo que en el pasado le habría dado cierta vergüenza, aunque al cabo de un tiempo a Maxine le pareció que la cantidad de arrugas en los pantalones que el artista había añadido irradiando de la entrepierna podrían interpretarse como una invitación a disparar allí también. Dedica un rato a practicar el tiro de dos disparos controlados y rápidos. Por un momento se imagina —sólo por diversión, ya saben— que le está disparando a Windust.

Al irse, en el vestíbulo, llama por un teléfono público a un taxi y entonces se encuentra con nada menos que su viejo compinche en el hurto de vinos, Randy, al que vio por última vez saliendo del aparcamiento en el faro de Montauk. Hoy parece un poco preocupado. Se acomodan en un sofá bajo una captura de pantalla del inicio de La carta (1940), en la que Bette Davis simula descerrajarle seis tiros a un actor que no aparece en los créditos, aunque quizá sí en los agradecimientos, el que encarna al personaje de David Newell.

—¿Sabes qué ha hecho ese cabrón de Ice? Me ha prohibido el acceso a su casa. Alguien debió de hacer un inventario de los vinos. Cogió el número de mi matrícula del circuito cerrado de vídeo.

—Mal rollo. No habrá tenido consecuencias legales, espero.

—Por ahora no. A decir verdad, me alegro de que me hayan echado de allí. Últimamente había oído unos rumores bastante chungos. —Luces extrañas en plena noche, visitantes de ojos raros, cheques sin fondos que te devuelven cubiertos de letras ilegibles—. Por Montauk han aparecido equipos de grabación de los canales de fenómenos paranormales. Y los polis hacen horas extras, dedicados a incidentes misteriosos, entre ellos el incendio de la casa de Bruno y Shae. Supongo que a estas alturas te habrás enterado de lo del bueno de Westchester Willy.

—Lo último que sé es que se había dado a la fuga.

—Está en Utah.

—¿Qué?

—Los tres, ayer recibí una carta por correo ordinario, van a casarse. Todos, entre ellos.

—Así que no es que se fugaran porque sí, sino para casarse.

—Eh, mira esto. —Una postal con un grabado en el que aparecen flores, campanas de boda, cupidos, una especie de tipografía hippy tirando a ilegible.

Maxine, que empieza a sentir náuseas, lee sólo lo necesario.

—Esto es una invitación para su despedida de solteros, Randy. A ver, ¿es que en Utah es legal que se casen tres personas?

—Seguramente no, pero ya sabes cómo van estas cosas, te encuentras a alguien en un bar, se empiezan a decir chorradas, cada vez más deprisa, y son chicos impulsivos, alocados, así que acaban subiéndose al coche y largándose para allá.

—¿Estás pensando en asistir a esa fiestorra?

—Es muy difícil saber qué regalarles. ¿Un juego de accesorios de baño femeninos y dos masculinos?, ¿un mueble de baño con tres lavamanos?

—Una vajilla de treinta piezas.

—Veo que me entiendes. Deben de haber dictado una orden de búsqueda y captura federal contra ellos, podrías recoger una muda rápida y pillar un avión, y yo podría acompañarte como guardaespaldas.

—No soy una cazarrecompensas, Randy. Sólo una contable a la que le sorprende un poco que esa relación haya durado más de diez minutos después de que les congelaran las cuentas bancarias. En realidad, hasta me parece tierno. Puede que me esté convirtiendo en mi madre.

—Sí, es un punto la forma en que Shae y Bruno dieron un paso adelante por el bueno de Willy. Uno empieza a sentirse amargado por cómo son los seres humanos, y entonces la gente va y te sorprende.

—En mi profesión pasa al revés —Maxine, dirigiéndose no tanto a Randy como a sí misma—, primero la gente te sorprende y al poco empiezas a amargarte.

Vuelve a Loehmann’s justo en el momento en que Cornelia emerge entre las muchedumbres de mujeres de la Back Room que han estado asaltando las estanterías de ropa rebajada, mirando con ojos entrecerrados las etiquetas de diseñadores, pidiendo consejo por móvil a sus hijas adolescentes de talla cero. Maxine reconoce en Cornelia señales evidentes de un ataque de EER, Estupor ante Etiquetas de Rebajas.

—Te estás muriendo de hambre, anda, vayamos a buscar algo antes de que te desmayes. —Y así van a comer. En los tiempos de la Fordham Road, según recuerda, al menos podías encontrar una empanadilla decente en el barrio, una crema de huevo clásica. Por aquí sólo hay un Domino’s Pizza, un McDonald’s y una delicatessen judía seguramente falsa, Bagels ’n’ Blintzes, que es, claro, donde Cornelia tiene que ir a comer, faltaría más, pues debe de haber leído sobre ella en algún boletín de voluntarias de la Junior League, de modo que ahí están ahora, en un apartado, rodeadas de un contenedor de basura entero con las compras de Cornelia, para la que el término «impulsiva» puede que se quede corto.

Al menos, no es una tetería para señoras del centro. A la camarera, Lynda, una clásica veterana de deli, le basta oír dos segundos a Cornelia para empezar a murmurar:

—Me ha tomado por la doncella de la planta baja de su mansión.

Mientras tanto, Cornelia se empeña en pedir pan de centeno «judío» para acompañar su combinado de rosbif y pastrami de pavo. Llega el sándwich.

—¿Está segura de que esto es pan de centeno judío?

—Se lo preguntaré. ¿Hola? —Sostiene el sándwich delante de la cara—. ¿Eres judío? La cliente quiere saberlo antes de comerte. ¿Cómo? Vaya, no, es un pan gentil, pero no tienen kosher, así que, toc-toc-toc, esto es lo que hacen. —Y así sucesivamente.

Maxine presenta a Cornelia el Dr. Brown’s Cel-Ray, y le sirve un vaso del refresco de apio.

—Toma, champán judío.

—Interesante, tirando un poco a semiseco…, discúlpeme, Lynda, ¿no tendrá de esto pero un poco más seco, brut a ser posible?…

—Chissst —la acalla Maxine, y Lynda, que se ha dado cuenta del cachondeo pijo que se traen, lo pasa por alto.

En el curso de la cháchara durante la comida, Maxine acaba harta de la historia del matrimonio Slagiatt. Aunque la atracción fue perversa e inmediata, Cornelia y Rocky, según parece, no es que se enamoraran sino que se sumieron en una folie à deux neoyorquina clásica: ella, fascinada con la idea de casarse y formar parte de una genuina Familia Inmigrante, esperando encontrar un Alma Mediterránea, una cocina sin par, el abrazo desinhibido de la vida, incluyendo prácticas sexuales italianas no del todo imaginables; él, por su parte, anhelando la iniciación en los Misterios de la Clase Alta, en los secretos del vestir con elegancia, del estilo y la conversación ingeniosa en sociedad, más una reserva ilimitada de dinero heredado lista para utilizarlo como aval de préstamos sin tener que preocuparse de avisos de acreedores, o al menos no de los que él conocía.

Imaginen su mutua decepción al enterarse de la verdadera situación. Lejos de la adinerada dinastía aficionada a los programas culturales del Canal 13 de la PBS que esperaba, Rocky descubrió en los Thrubwell una tribu de vulgares entrometidos, con el buen gusto y las habilidades conversacionales de los niños criados por lobos, y con una red de contactos sociales y económicos que ni siquiera aparecerían en las listas de Dun & Bradstreet. Cornelia se quedó igual de anonadada al descubrir que para los Slagiatti, la mayoría de los cuales se diseminaban por un archipiélago de las afueras muy al este de los límites del rico condado de Nassau, lo más parecido a un banquete italiano era pedirse algo de un Pizza Hut; además, no «se daban calor» ni entre ellos, y controlaban a sus criaturas no con el griterío afable o las bofetadas que uno esperaría tras una adolescencia pasada en el Thalia viendo películas neorrealistas, sino con unas miradas frías, silenciosas, es más, se diría que casi de furia patológica.

Ya durante su luna de miel en Hawái, Rocky y Cornelia empezaron a intercambiar miradas que decían: pero qué coño hemos hecho. Sin embargo, allí estuvieron como en el cielo, con ukeleles en lugar de arpas, y a veces el cielo funciona. Una noche, mientras contemplaban una puesta de sol poscoital, «auténticas pijas protestantes», dijo Rocky, con una nota de adoración latiendo en su voz, «bueno, habrá que conformarse».

—Somos mujeres peligrosas. Hemos aprendido nuestras propias artimañas mafiosas, no sé si lo sabes.

—¿Eh?

—La mamadafia.

Una especie de compasiva claridad nació allí, y creció. Cornelia siguió insistiendo dramáticamente en que para los Thrubwell la mayor parte de los que aparecían en la guía del pijerío de la urbe, el Social Register, resultaban inaceptables por arribistas y desde un punto de vista étnico; y Rocky siguió cantando Donna non vidi mai mientras la miraba lascivamente en la ducha, a menudo comiéndose un trozo de pizza siciliana a la vez. Pero al intimar también acabaron descubriendo quién era en realidad la persona a quien creían que engañaban.

—Tu marido tiende a moverse hacia otras dimensiones —supone Maxine.

—En Koreatown lo llaman «4-D». Y, dicho sea de paso, también es vidente. Cree que tú tienes algún problema, pero es reacio a lo que él llama «meterse» —Cornelia con uno de esos movimientos de cejas típicos de las pijas anglosajonas, posiblemente genéticos, en sintonía con un subtexto que dice: por favor, no más perdedores con los que tratar…

Aun así, por más involuntario que sea, no hay que descartar la posibilidad de un mitzvá.

—No quiero hacerme la interesante pero, verás, ha llegado a mis manos un vídeo. Ni siquiera tendría que molestarme en preocuparme, pero es algo político en el peor sentido, puede que incluso internacional, y supongo que he llegado a un punto en el que me vendría bien algún consejo.

Sin la menor vacilación que Maxine pueda percibir:

—En ese caso, ponte en contacto con Chandler Platt, tiene un don especial para ofrecer soluciones, y además es un verdadero encanto.

Lo cual hace sonar la bocina de premio de un concurso televisivo porque, si Maxine no se equivoca, ya se ha cruzado con el tal Platt, un pez gordo del mundo financiero y un intermediario de cierta reputación con acceso y contactos de alto nivel, por no mencionar lo que ella cree un sentido especial, calibrado con la precisión de un plano de artillería, para reconocer dónde radican los intereses que más le convienen. A lo largo de los años se han encontrado varias veces, mientras cumplían diversas funciones, en el cruce entre la generosidad del East Side y la culpa del West Side, y, tal como recuerda ahora, es posible que Chandler hasta le sobara fugazmente una teta, más por un acto reflejo que por otra cosa, una de esas situaciones incómodas que a veces se dan en un guardarropa, y aquí no ha pasado nada. Duda que él se acuerde siquiera.

Y, bueno, hay intermediarios e intermediarios.

—Ese don suyo… ¿incluye el saber estarse callado?

—Ah, sólo cabe esperar que sí, como siempre dice el Padrino.

Chandler Platt tiene una espaciosa oficina a dos vientos en el midtown, en el bufete de abogados Hanover, Fisk, una firma que dispara fuego graneado y forra a sus socios a la velocidad de una costurera destajista, en lo alto de una de las cajas acristaladas del corredor de la Sexta Avenida, con una vista que propicia los delirios de grandeza. Ascensor exclusivo, un patrón de tráfico de personal que vuelve imposible decir cuánto negocio hay en marcha, y mucho menos de qué tipo. Los tonos dominantes parecen el ámbar intenso y el rojo zarista. Un becario asiático en prácticas conduce a Maxine ante Chandler Platt, que está instalado detrás de una mesa confeccionada con madera de kauri neozelandés de hace cuarenta mil años, una pieza más inmobiliaria que mobiliaria, lo que lleva a un observador fortuito, incluso uno de mirada pacata, a preguntarse cuántas secretarias cabrían cómodamente bajo la mesa y con qué instalaciones podría amueblarse: accesorios de baño, conexión a internet, futones que permitan que las chicas trabajen por turnos. Esas malsanas fantasías son estimuladas por la sonrisa que esboza la cara de Platt, intrigantemente ubicada entre la lujuria y la benevolencia.

—Un placer, señora Loeffler, después de ¿cuánto tiempo?

—Oh…, debió de ser en algún momento del siglo pasado.

—¿No nos vimos en aquel picnic playero en el San Remo para la campaña de Eliot Spitzer?

—Podría ser. Nunca hubiera imaginado que usted recaudara fondos para los demócratas.

—Oh, Eliot y yo nos conocemos de antiguo. Desde que trabajamos en Skadden, Arps, puede que incluso de antes.

—Y ahora él es fiscal general y va a por ustedes como antes iba a por la mafia. —Si es que hay alguna diferencia, está a punto de añadir—. Irónico, ¿eh?

—Cálculo de costes y beneficios. En conjunto, ha sido positivo para nosotros, eliminó a algunos elementos que con el tiempo se habrían vuelto en nuestra contra y nos habrían mordido.

—Cornelia dejó caer que usted tiene amigos de todo el espectro político.

—A largo plazo, lo que importa tiene menos que ver con las etiquetas que con que todos salgan satisfechos. Algunos de ellos se han acabado convirtiendo en amigos, en el sentido del término de antes de internet. Como Cornelia. Hace mucho, cortejé fugazmente a su madre, que tuvo el buen juicio de enseñarme la puerta.

Maxine ha llevado el deuvedé de Reg y un diminuto reproductor Panasonic que Platt, que ni siquiera sabe dónde están los enchufes de la pared, le permite conectar. Sonríe ante la pequeña pantalla de un modo que a ella le hace sentirse como un nieto que le enseñara un vídeo musical. Pero en el instante en que aparece la gente del Stinger:

—Oh. Oh, espere un momento. ¿Éste de aquí es el botón de pausa?, ¿le importa si…?

Ella pulsa el botón.

—¿Algún problema?

—Estas armas son… misiles Stinger o algo así. Caen un poco fuera de mi campo, espero que se dé cuenta.

Y si hubiera querido andarse con rodeos, se habría ido a dar una vuelta por Central Park.

—Muy bien, siempre se me olvida que a ustedes les van más bien los Mannlicher-Carcano.

—Jackie y yo éramos amigos íntimos —responde con frialdad—, no sé si debería ofenderme.

—Oféndase, ande, oféndase, sabía que esto era un error. —Está ya de pie, recogiendo su bolso de Kate Spade, y nota una desacostumbrada ligereza. Claro, el único puto día que sí debería haber traído la Beretta. Alarga la mano para expulsar el deuvedé del reproductor. A esas alturas, los reflejos diplomáticos de Platt han reaparecido, o a lo mejor es la obsesión por controlarlo todo propia del WASP con poder.[27] Murmura algo como: «Un momento, un momento», y pulsa un botón oculto, que rápidamente trae al becario con una cafetera y un surtido de galletas. Maxine se pregunta si las Girl Scouts serían tan inconscientes como para venderle de las suyas. Platt mira el resto de la grabación de la azotea en silencio.

—Bien. Inquietante. Si me concede un par de minutos… —Se retira a un despacho interior y deja a Maxine con el becario, que se ha apoyado en la puerta y la mira, le gustaría decir que inescrutablemente, pero sonaría racista. Sin tener a mano una lista completa de los ingredientes, por descontado que no piensa hincarles el diente a las galletas.

—Bueno…, ¿y qué tal el trabajo?, ¿estás dando tus primeros pasos en la carrera legal?

—Espero que no. En realidad soy rapero.

—Rapero como, esto, ¿como Jay-Z?

—La verdad es que soy más de Nas. Ya sabrá que ahora están peleados, la vieja historia de siempre, Queens contra Brooklyn, me fastidia tener que elegir, pero… The World Is Yours…, no se ha hecho una canción como ésa.

—¿Actúas en público, no sé, en clubes?

—Sí. De hecho, tengo un bolo en un club pronto; tenga, mire esto. —De algún sitio ha sacado un clon de un sintetizador TB-303 con altavoces incorporados, lo enchufa, lo conecta y empieza a teclear una línea de bajo pentatónica—. Píllalo.

Intento hacer como Tupac y Biggie, pringao,

con las huchas de cerditos rojos del presidente Mao,

como Screamin Jay en Hong Kong

llegando a una errónea conclusión,

confusiones de pelis viejas, eh, esa pava

que hace de asiática es escandinava;

pones a una Sigrid a hacer, tachán,

de hija de Kublai Kan,

Warner Oland es Charlie Chan, la amargura del General Yan,

por su estúpida superioridad

a Bette Davis la apuñala Gale Sondegaard

como si estuvieran en el trullo

o encerradas en una celda olvidada

lejos, muy lejos de la esquina de

Mott y Pell, capullo…

—Sí, oh, y Darren —Chandler Platt reaparece con cierta brusquedad—, cuando tengas un momento, ¿serías tan amable de traerme aquellas copias del acuerdo complementario de Braun, Fleckwith? Y avisa a Hugo Goldman para que venga.

—Eh, mola, ¿verdad? —Desenchufa su bajo digital y se encamina a la puerta.

—Gracias, Darren —Maxine sonríe—, bonita canción, al menos lo poco que el señor Platt me ha permitido escuchar.

—En realidad, es excepcionalmente tolerante. No a todo el mundo de su grupo social demográfico le gusta lo que llamaríamos el Gongsta Rap.

—Eh…, me pareció pillar un par de, no estoy segura, alusiones raciales…

—Son ataques preventivos. De todos modos van a insultarme con toda esa mierda de comentarios sobre los amarillos, así que me adelanto. —Le pasa un disco en un joyero—. Es mi mix, disfrútelo.

—Los regala. —Chandler Platt parpadea a intervalos regulares, como las caras de los dibujos animados de bajo presupuesto—. Cometí el error de preguntarle una vez cómo pensaba ganar dinero. Dijo que no era lo que importaba, pero nunca me ha aclarado qué es lo que sí importa. A mí estas actitudes me horrorizan, disparan al corazón mismo de la Bolsa. —Alarga la mano y se sienta contemplando una galleta de virutas de chocolate—. Cuando empecé en la profesión, «ser republicano» no implicaba más que una especie de codicia con principios. Organizabas todo para que tú y tus amigos salierais bien parados, te comportabas con profesionalidad y, sobre todo, ponías el trabajo y te llevabas el dinero sólo después de habértelo ganado. Bien, pues me temo que el partido ha caído en una época oscura. Esta nueva generación…, es algo casi religioso. El milenio, los últimos días, ya no hace falta ser responsable con el futuro. Les han quitado un peso de encima. El niño Jesús maneja la cartera de valores de los asuntos terrenales y nadie le echa en cara su participación en cuenta… —De repente, y desde el punto de vista de la galleta, con brusquedad, la mastica y esparce las migas—. ¿No quiere una?, son muy…, ¿seguro? Muy bien, gracias, ¿no le importa que yo…? —Coge otra, bueno, en realidad dos o tres—. Acabo de hablar con algunas personas. Una conversación desconcertante, he de decir. Al menos, contestaron.

—Nada que ver con la cháchara banal entre empresas, debo asumir.

—No, ha sido algo más, algo… peculiar. Nada en voz alta ni en muchas palabras, sino como si…

—Espere, si no quiere contármelo…

—… como si ya supieran lo que va a pasar. Como si ya estuvieran al tanto de este… suceso. Lo saben y no van a hacer nada al respecto.

¿Se trata de otro ejercicio para volver loca a la gente corriente, para que sigamos balando y suplicando protección? ¿Cuánto miedo se supone que debería tener Maxine?

—Espero no haberle metido en ningún lío —dice Maxine.

—«Lío». —Ella cree que ya ha visto la mayoría de las expresiones de desesperación al alcance de hombres de este nivel salarial, pero para lo que ahora asoma fugazmente en la cara de Platt tendría que abrir un archivo nuevo—. ¿Meterse en líos con esa pandilla? Eso nunca es fácil de saber. Si las cosas se pusieran feas, siempre puedo confiar en el joven Darren, que tiene los títulos pertinentes en todo lo necesario, desde el nunchaku hasta…, bueno, misiles Stinger, no me cabe duda, y más allá. Tranquilícese por lo que respecta a mi seguridad, mi joven dama, y atienda un poco más a la suya. Intente evitar actividades relacionadas con terroristas. Ah, ¿y le importaría salir por la puerta de atrás? Usted nunca ha estado aquí, por si no lo sabe.

La salida trasera está cerca del cubículo de Darren, Maxine se asoma y lo ve junto a la ventana, girado y ofreciéndole un cuarto de su perfil, mirando, apuntando, hacia cincuenta pisos más abajo, al interior de Nueva York, a ese abismo específico, con una intensidad que ella reconoce haber visto en la pantalla inicial de DeepArcher. Se pregunta si debería entrar, interrumpir su concentración con preguntas como: ¿conoces a Cassidy?, ¿posaste tú para el Arquero?, provocándole no quiere saber qué desagradable reacción de rapero gongsta y que le grite quítate de mi vista… ¿Tan desesperada está por establecer un enlace literal entre este chico y la imagen de una pantalla?, cuando lo cierto es que está convencida de que no hay ninguno, que la figura ya estaba allí, siempre lo ha estado, eso es todo, que Cassidy, gracias a una intervención que nadie sabe cómo llamar, encontró el camino hacia esa presencia silenciosa y tensa al filo del mundo, luego copió lo que recordaba e inmediatamente después se olvidó de cómo volver allí…

Con pensamientos intranquilos rondándole y tintineando en su cabeza, Maxine sale a la calle y se da cuenta de que está a un corto paseo de Saks. Tal vez media hora de fuga distraída entre los trapos de moda, no lo llamemos ir de compras, la tranquilice con sus hechizos. Ataja hacia la Quinta Avenida por la calle Cuarenta y Siete. Dado que es la calle de los diamantes, ¿quién no aprovecharía para pasar por allí? No sólo por si se da la casualidad, todo lo remota que se quiera, de llegar a atisbar desde lejos las piedras y el engaste exactos que ha estado buscando toda su vida, sino también por la vaga atmósfera de intriga que se respira, la sensación de que nada ni nadie en esa manzana está en el lugar en el que está por accidente, de que, saturando el espacio, invisibles como las longitudes de onda que llevan los culebrones a casa, se desarrollan por todas partes intrincados dramas de muchas facetas.

—¿Maxine Tarnow?, ¿eres tú? —Parece ser Emma Levin, la profesora de krav maga de Ziggy—. He quedado aquí con mi novio para ir a comer.

—Así que vais a… ¿comprar diamantes?, tal vez… ¿el diamante? ¡Oh! ¿Qué es ese dindón que oigo? Podría ser que… —No, en realidad no dice nada de eso en voz alta. ¿O sí?, ¿se está convirtiendo, sin quererlo, en Elaine, como Larry Talbot se transforma en el Hombre Lobo?

Naftali, el novio ex Mossad, trabaja en la seguridad de un comerciante de diamantes de esa calle.

—Todos imaginan que nos conocimos hace años en el trabajo: un agente de campo que se pasa por un despacho, ¡un flechazo! ¡Magia! Pero no, fue visitando un piso que necesitaba reformas. Eso sí, los dos tuvimos la misma iluminación repentina…

—Ziggy ha estado contando en casa historias de Naftali desde que empezó con el krav maga. Le ha causado una gran impresión, algo que raramente le pasa a Ziggy con nadie.

—Ahí viene. Mi guaperas. —Naftali finge hacer tiempo ante un escaparate, un paseante distraído que puede convertirse al instante, silenciosamente, en el ejecutor de la cólera de Dios. Según Ziggy, la primera vez que Naftali visitó el gimnasio, Nigel le preguntó a bocajarro a cuántas personas había matado, y él se encogió de hombros, «He perdido la cuenta», y cuando Emma le miró con furia se corrigió: «Quiero decir que… que no me acuerdo». Tal vez estaba gastándole una broma a un bromista, pero Maxine prefería no tener que averiguarlo. Sin una gota de grasa y rapado, traje negro, una cara amigable a media manzana de distancia pero que, a medida que se va haciendo más nítida, recupera su historial de laceraciones, cicatrices y sentimientos mantenidos a una distancia profesional. Aunque para Emma Levin hace una excepción. Se sonríen, se abrazan y por un segundo son las dos bengalas más chispeantes de la manzana.

—Ah, usted es la madre de Ziggy. El chico duro. ¿Cómo está pasando el verano?

¿Chico duro?, ¿su pequeño Ziggurat?

—Anda por Iowa, o puede que Illinois, uno de los dos. Practicando sus ejercicios cada día, estoy segura.

—Un buen sitio para estar estos días —Naftali, acelerándose tal vez un poco mientras Emma le clava la mirada.

Dado su propio historial de propensión a largar de más, Maxine puede verse reflejada, pero aun así, preguntándose qué es lo que acaba de insinuar Naftali, lo intenta:

—Ojalá se me ocurriera el modo de pasar un tiempo fuera de la ciudad.

Él la mira fijamente, sin sonreír del todo pero complacido, como quien ha participado en los suficientes interrogatorios para valorar la sutileza en el protocolo.

—Aquí, por las calles, ya sabe, se oyen todo tipo de historias. Lo que pasa es que la mayoría son basura.

—Lo que no ayuda mucho si eres aprensiva.

—¿Lo es usted? Nunca lo hubiera dicho.

—Naftali Perlman —gruñe Emma—, deja de agobiarla, está casada.

—Separada. —Maxine pestañea con fuerza.

—¿Ves?, mira que eres posesiva —Naftali risueño—. Vamos a comer, ¿quiere acompañarnos?

—Tengo que volver al trabajo, pero gracias.

—Trabaja usted de… ¿de modelo?

Con toda precisión, Emma Levine desliza un pie a un lado, flexiona un codo y pone cara de película de kung-fu.

—¡Ésta es mi chica! —Naftali la soba descaradamente apretujándola con una llave que no puede decirse que Emma se esfuerce por evitar.

—Portaos bien, chicos. Shalom.