Esperándola en el buzón de casa hay una pequeña bolsa acolchada con un matasellos de algún lugar de la América más profunda. Puede que de un estado que empieza por eme. Al principio cree que es de los niños o de Horst, pero no lleva ninguna nota, sólo un deuvedé en una funda de plástico.
Mete el deuvedé en el reproductor y en la pantalla aparece bruscamente un plano holandés ladeado de una azotea, en algún punto del Far West Side, con el río y Jersey más allá. Luz de primera hora de la mañana. Un código de tiempo en pantalla dice que son las 7:02:00, de hace aproximadamente una semana, y se queda congelado por un instante antes de empezar a correr. Entonces se oye una pista de sonido, llena de ruidos interrumpidos: distantes sirenas de ambulancia, recogida de la basura en la calle, un helicóptero que pasa o da vueltas por encima. El plano está tomado desde detrás o puede que desde el interior de una estructura que aloja el depósito de agua del edificio. En la azotea hay dos hombres con un misil portátil, tal vez un Stinger, y un tercero que se tira casi todo el rato gritando por un móvil con una larga antena de látigo.
Hay vacíos temporales en los que no pasa gran cosa. El diálogo no se entiende muy bien, pero es en inglés, con acentos no especialmente marcados, de algún lugar indeterminado entre las costas. Reg (tiene que ser Reg) ha recuperado su inveterada costumbre de usar alegremente el zoom, tomando cumplida nota de todos los aviones de pasajeros que aparecen en el cielo antes de volver a la situación de espera de la azotea.
A eso de la 8:30, al percatarse de movimiento en el tejado de otro edificio cercano, la cámara hace una panorámica hacia él y se acerca a una figura con un fusil de asalto AR15, arma que fija a un bípode en ese momento, luego se tumba boca abajo, en posición de disparo, pero al cabo se levanta, quita el bípode, se aproxima al antepecho de la azotea y lo utiliza como punto de apoyo, seguidamente va cambiando a diferentes posiciones hasta que encuentra la que le gusta. Sus únicos objetivos parecen ser los tipos del Stinger. Y, todavía más interesante, no hace el menor esfuerzo por ocultarse, como si los del Stinger supieran que está ahí, vale, y no hicieran nada al respecto.
Un poco después, el tipo con el móvil señala al cielo y todo se tensa para pasar a la acción, el grupo apunta y fija el blanco, que parece un Boeing 767 que se dirige al sur. Siguen el avión y realizan unos movimientos como si se dispusieran a disparar, pero no lo hacen. El avión continúa su ruta y se desvanece detrás de unos edificios. El tipo del teléfono grita: «Ok, recoged», y el grupo recoge todo y deja el azotea. El francotirador del otro tejado también ha desaparecido. Se oye el ruido del viento y una breve ráfaga de silencio más abajo.
Maxine llama a March Kelleher.
—March, ¿sabes cómo subir material de vídeo a tu weblog?
—Claro, si lo permite la banda ancha. Te noto rara, ¿tienes algo interesante?
—Algo que deberías ver.
—Ven para acá.
March vive a unas manzanas de su casa, entre Columbus y Amsterdam, en una calle transversal que Maxine ya no recuerda cuándo pisó por última vez, si es que ha llegado a pisarla. Una tintorería, un restaurante indio en el que nunca había reparado. El antiguo vecindario ‘boricua’ sobrevive, raspado y mancillado, empujado puertas adentro, acabado, con sus textos originales despiadadamente sobrescritos: las bandas de los cincuenta, el trapicheo de drogas de hace veinte años, todo se va desvaneciendo públicamente en indiferencia yuppie a la par que las construcciones en altura, sin asomo de incertidumbre sobre su pertinencia, continúan su avance hacia el norte. Algún día, muy pronto, esto pasará a formar parte del midtown, a medida que las oscuras y tristes fachadas de ladrillo, las viviendas de alquiler subvencionado de la Sección 8, los viejos edificios de apartamentos en miniatura con nombres anglos de fantasía y columnas en los flancos de sus estrechos pórticos, con sus ventanas arqueadas y sus laberínticas escaleras de incendios de hierro colado que se va oxidando rápidamente, son uno tras otro demolidos, arrasados y empujados al vertedero de las memorias que flaquean.
El edificio de March, conocido como The St. Arnold, es un intruso de antes de la guerra, de tamaño medio, en una manzana de típicos brownstones, con una apariencia deliberadamente sórdida que Maxine ha aprendido a asociar con los frecuentes cambios de propietario. Hoy hay delante una furgoneta de mudanzas de marca blanca, y pintores y yeseros trabajando en el vestíbulo. Un rótulo de «No funciona» en uno de los ascensores. Maxine es recibida con más ohohs de suspicacia de los habituales antes de que la dejen entrar en el ascensor que sí funciona. Tanta seguridad también podría ser consecuencia de que un número suficiente de inquilinos se dediquen a actividades dudosas y paguen bajo mano al personal.
March lleva unas zapatillas de andar por casa con forma de tiburón y chips de sonido en los talones de manera que, cuando anda, suena el tema de apertura de Tiburón (1975):
—¿Dónde puedo encontrar unas como ésas? El precio no importa, puedo desgravármelas.
—Le preguntaré a mi nieto, se las compró con su paga…, el dinero de Ice, pero supongo que si pasó por el chico ya puede considerarse blanqueado.
Van a la cocina; antiguas baldosas provenzales en el suelo y una mesa de pino sin pintar a la que pueden sentarse ambas y todavía queda sitio para el ordenador de March, una pila de libros y una cafetera.
—Ésta es mi oficina. ¿Qué me traes?
—No estoy segura. Si es lo que parece, debería llevar un rótulo de peligro de radiación.
Ponen el disco, y March, captando la situación desde el primer fotograma, murmura, joooder, se remueve y frunce el ceño hasta que aparece el tipo con el fusil, entonces se inclina hacia delante, concentrada, salpicando un poco de café sobre el ejemplar matutino —y más caro— del Guardian.
—No puedo creérmelo, joder —cuando acaba la escena—. Bien —sirve café—, ¿quién lo grabó?
—Reg Despard, un chico que conozco que hace documentales y estaba trabajando en un proyecto para hashslingrz…
—Oh, me acuerdo de Reg, nos conocimos durante la tormenta del 96, en el World Trade Center, los conserjes se habían declarado en huelga y pasaban un montón de cosas raras: secretos, sobornos. Cuando acabó, nos sentíamos como viejos veteranos. Teníamos un acuerdo: cualquier cosa interesante que grabara, yo sería la primera en colgarla, en mi weblog. Si el ancho de banda lo permitía. Perdimos el contacto, pero al final, una cosecha lo que siembra, ¿no? Y lo que acabamos de ver, ¿te parece a ti lo mismo que me parece a mí?
—Alguien casi derriba un avión y cambia de opinión en el último momento.
—O a lo mejor es un ensayo. Alguien que planea derribar un avión. Pongamos, alguien del sector privado, que trabaja para el actual régimen de Estados Unidos…
—¿Y por qué iban a querer…?
Los irlandeses, a diferencia de los judíos, no tienen fama de recitar oraciones en silencio, pero March se queda quieta un rato, como si lo estuviera haciendo.
—Vale, en primer lugar esto podría ser una simulación o un montaje. Supongamos que soy el Washington Post, ¿vale?
—Claro. —Maxine estira la mano hacia la cara de March y hace como si pasara páginas.
—No, no, me refiero a como en la peli del Watergate. Periodismo responsable y todo eso. En primer lugar, el disco es una copia, ¿no? El original de Reg podría haber sido manipulado de mil maneras. El código de tiempo de la esquina con la fecha y la hora podría ser falsa.
—¿Y quién se molestaría en falsear algo así, según tú?
March se encoge de hombros.
—Alguien que quiera dar por culo a Bush, suponiendo que «Bush» y «culo» sean términos distinguibles. O a lo mejor es alguien de la gente de Bush jugando la carta de la víctima, intentando clavársela a alguien que quiere clavársela a Bush…
—Muy bien, pero supongamos que es una especie de ensayo de vestuario. ¿Quién es el francotirador del otro tejado?
—El seguro para controlar que llegan hasta el final.
—¿Y quién está en el otro lado de la línea del móvil al que le grita el tipo de ahí?
—Perdona, ya sabes lo que pienso. Los del Stinger hablaban en inglés, mi suposición es que son civiles a sueldo, porque ésa es la ideología del Partido Republicano: privatizar siempre que se pueda, y cuando los laboratorios secretos de sonido hayan limpiado y transcrito todo el diálogo, esos mercenarios van a estar metidos en mierda hasta el cuello por no haber registrado bien la azotea. ¿Cómo te lo ha hecho llegar Reg?, si me permites la pregunta.
—Por el montante de la puerta.
—¿Y cómo sabes que ha sido él? A lo mejor es de la CIA.
—Vale, March, todo es un montaje, sólo he venido aquí a hacerte perder el tiempo. ¿Qué me aconsejas, no hacer nada?
—No, para empezar descubriremos dónde está esa azotea. —Vuelven a revisar la grabación—. Vale, eso es el río…, eso es Jersey.
—No es Hoboken. No se ve ningún puente, así que estamos al sur de Fort Lee…
—Espera, para la imagen. Ésa es la Port Imperial Marina. Sid va allí algunas veces.
—March, detesto mencionarlo siquiera, nunca he estado ahí, pero esa azotea me produce escalofríos, me da la sensación de que…
—No lo digas.
—… es el puto…
—Maxi.
—Deseret.
March entorna los ojos ante la pantalla.
—Es difícil de decir, ninguno de los ángulos está muy claro. Podría ser cualquiera entre una docena de edificios de ese trecho de Broadway.
—Pero Reg estaba vigilando ése. Fíate de mí, se grabó ahí. Lo sé.
Con cautela, como si le hablara a una pirada.
—A lo mejor sólo quieres que lo sea.
—Porque…
—Porque es donde encontraron a Lester Traipse. A lo mejor quieres creer que hay una relación.
—Tal vez la haya, March, ese sitio me ha producido pesadillas toda la vida, y he aprendido a creérmelas.
—No debería ser muy difícil comprobar si se trata de la misma azotea.
—Soy cliente habitual del montacargas, te conseguiré un pase de invitada para la piscina, desde allí ya se nos ocurrirá una forma de subir a la azotea.
Tras serpentear por un laberinto de pasillos y escaleras de incendios poco frecuentado, salen al aire libre, arriba, cerca de una pasarela que comunica dos partes del edificio, apta para aventureros adolescentes, amantes clandestinos y malvados forrados en fuga, y toman esa vertiginosa vía hasta un tramo de escaleras de hierro que, finalmente, dando la vuelta, las conduce a la azotea, al viento que sopla por encima de la ciudad.
—Atenta —March se agacha detrás de una chimenea de ventilación—; unos caballeros con instrumentos metálicos.
Maxine se acuclilla a su lado.
—Sí, tengo su disco, me parece.
—¿Son los del misil?, ¿qué es todo eso que llevan?
—No parecen Stingers. ¿No sería más fácil acercarse y preguntarles?
—¿Soy tu marido?, ¿es esto una gasolinera? Ve tú si quieres.
En cuanto se yerguen, aparece otro grupo que sale del ascensor.
—Espera —March se levanta las gafas de sol—. A ella la conozco, es Beverly, de la Asociación de Inquilinos.
—¡March! —Un saludo agitando la mano con demasiado vigor como para no ser fruto de un medicamento con receta—. Me alegro de verte.
—Bev, ¿qué está pasando?
—Los cabrones de la junta de la cooperativa de propietarios otra vez. Sin decírselo a nadie, han alquilado un espacio de aquí arriba a una empresa de móviles. Esos tíos —señala al equipo de trabajo— quieren instalar antenas de microondas para irradiar el barrio entero. Si nadie se lo impide, todos acabaremos con el cerebro refulgiendo en la oscuridad.
—Me apunto, Bev.
—March, esto…
—Vamos, Maxi, vivas o no aquí, también es tu barrio.
—Vale, un rato, pero me debes otro ataque de remordimientos.
«Un rato», por descontado, acaba significando que Maxine se pasa el resto del día en la azotea. Cada vez que hace ademán de marcharse, estalla una nueva minicrisis, llegan instaladores, supervisores, administradores del edificio con los que discutir, y entonces aparecen los de Eyewitness News, graban un poco, luego se presentan más abogados, manifestantes que no madrugan al día siguiente, mirones de paseo y buscadores de sensaciones fuertes que entran y salen de escena, y todo el mundo tiene una opinión.
En esa hora tonta de la tarde en la que resulta desalentador hasta mirar el reloj, March, como si se acordara de que había subido ahí a buscar pistas, se inclina y coge una tapa de rosca, grisácea y desgastada, de cinco o seis centímetros de diámetro, abollada aquí y allá, con unas letras desvaídas escritas con rotulador, Maxine la examina entornando los ojos.
—¿Qué es esto, árabe?
—Tiene pinta de militar, ¿no?
—¿Tú crees?
—Escucha…, ¿por qué no se lo enseñamos a Igor? Es sólo un presentimiento.
—Igor podría ser una especie de cerebro de una organización criminal, ¿quieres correr el riesgo?
—¿Te acuerdas de Kriechman, el usurero?
—Claro, cuando nos conocimos estabas manifestándote contra él.
—Un par de años después, en un momento dado, sin duda por razones de negocios, Igor le cogió ojeriza, fue a Pound Ridge y echó pirañas a la piscina del buen doctor.
—¿Y así se hicieron amigos para siempre?
—El mensaje llegó a su destinatario, el doctor cambió de opinión y desistió de lo que fuera que se trajese entre manos y desde entonces se ha vuelto muy cortés. Así que he acabado considerando a Igor una especie de mafioso benevolente para quien el negocio inmobiliario sólo es algo secundario.
Se reúnen en el ZiL, mientras recorren Manhattan de trapicheo en trapicheo.
—Claro, qué puntazo, me trae buenos recuerdos, forma parte de un lanzador de misiles Stinger. Es la tapa del receptáculo del refrigerante de baterías.
—Os disparaban con Stingers —March tiene la consideración de señalar.
—A mí, a mis amigos, pero no me lo tomaba como algo personal. Después de Afganistán, los Stingers se quedaron allí con los muyahidines, pasaron al mercado negro, muchos los volvió a comprar la CIA. Yo organicé algunos negocios. A la CIA no le importaba pagar lo que fuera, podían conseguirse hasta ciento cincuenta mil dólares por unidad.
—Eso fue hace mucho tiempo —dice Maxine—. ¿Todavía corre alguno por ahí?
—Muchos. Por todo el mundo, puede que unas sesenta o setenta mil unidades, sin contar las imitaciones chinas… Pero pocos en Estados Unidos, lo que hace que esto resulte interesante. Perdonad que lo pregunte, pero ¿de dónde lo habéis sacado?
March y Maxine se miran.
—¿Qué daño puede hacer? —se pregunta Maxine.
—A ver, la última vez que alguien dijo eso…
—Vamos, si os morías de ganas de contármelo… —Igor sonriente.
Se lo cuentan, incluyendo una breve sinopsis del deuvedé.
—¿Y quién lo grabó?
Resulta que Reg e Igor también han hecho negocios juntos. Se conocieron en Moscú en pleno apogeo de la moda de adoptar niños rusos en Estados Unidos, cuando Reg grababa a criaturas susceptibles de ser adoptadas para ayudar a los pediatras estadounidenses a aconsejar a los potenciales padres adoptivos. Dadas las posibilidades de fraude, la idea no consistía en que los bebés se limitaran a sentarse ante la cámara y posar para primeros planos, sino en que hicieran cosas como agarrar objetos, rodar o arrastrarse por el suelo, lo que implicaba cierta dirección o al menos cierta agitación por parte de Reg.
—Un joven muy simpático. Con un gran aprecio por el cine ruso. Siempre andaba por el mercado Gorbushka, comprando deuvedés por kilos, piratstvo, claro, pero nada de películas de Hollywood, sólo rusas: Tarkovsky, Dziga Vertov, La dama del perrito, por no mencionar la película de animación más grande de todos los tiempos, Yozhik v Tumane (1975).
Maxine oye unos sollozos espasmódicos, mira a los asientos delanteros y ve a Misha y a Grisha con lágrimas en los ojos, incapaces de controlar el temblor de sus labios inferiores.
—¿A ellos también les gusta ésa?
Igor sacude la cabeza con impaciencia.
—Va de erizos; son cosas rusas, no preguntes.
—Este texto en la tapa de las baterías, ¿qué dice?, ¿sabes leerlo?
—Es lengua pastún, «Dios es grande», tal vez sea auténtico, tal vez una falsificación de la CIA para que parezca de los muyahidines y encubrir alguna movida propia.
—Bueno, ahora que lo dices, hay otro…
—Déjame leerte el pensamiento. Otro cuchillo de la Spetsnaz, ¿no?
—Con la hoja voladora, que supuestamente acabó clavándose en Lester Traipse…
—Pobre Lester. —Una extraña combinación de compasión y alarma en su cara.
—Oh-oh. —Parece que aquí había otra relación—. Lo del cuchillo tiene pinta de ser un montaje.
—Los de la Spetsnaz no disparan cuchillos a la gente, se los lanzan. Un cuchillo balístico es un arma para chainik, tipos sin formación para lanzar armas blancas, que temen acercarse mucho y quieren evitar el ruido de un disparo de pistola. Y… —finge que vacila— la hoja que sacaron de Lester, vale, tengo un primo lejano que trabaja en el centro, en la Police Plaza, y la vio en el depósito, y ¿sabéis qué? Una mierda de podyobka, totalmente, ni siquiera era una hoja austriaca, tal vez china o aún más barata. Es posible que algún día os cuente algo más, pero todavía no se trata de lo que los Picapiedra llamarían una página arrancada de la historia. En este momento todavía hay muchas cuentas pendientes.
—Lo que te apetezca compartir con nosotras, Igor, faltaría más. Mientras tanto, ¿qué se supone que debemos hacer con respecto a la otra arma? La de alta tecnología de la azotea. ¿Crees que tiene una hora marcada?
—¿Me dejáis echar un vistazo al deuvedé? Por simple nostalgia, nada más.