La dirección está en un rincón del lejano oeste de la zona baja de Hell’s Kitchen, entre accesos a depósitos ferroviarios y a túneles arados con indiferencia a través de un barrio cuyos fragmentos inconexos se han dejado de la mano de Dios para que sobrevivan como buenamente puedan: lofts, estudios de grabación, tiendas de mesas de billar, locales de alquiler de material de cine, desguaces… Maxine conoce a expertos inmobiliarios bien informados que le han asegurado que éste será el próximo barrio de moda de la ciudad. La remodelación se respira en el aire. Algún día, la línea Número 7 del metro llegará hasta aquí y el edificio de convenciones Javits Center tendrá su propia parada. Algún día habrá parques y condominios de precios desorbitados y hoteles turísticos de lujo. Por ahora sigue siendo una región asolada por el viento y a la que resulta difícil acceder, un barrio que los visitantes de otros planetas que lleguen en los siglos venideros, cuando Nueva York haya caído en el olvido, creerán que era una zona ceremonial, incluso religiosa, utilizada para espectáculos públicos, sacrificios de masas y comidas rápidas en jornada laboral.
Hoy la Undécima Avenida está atestada de policías, que hormiguean entre las manzanas que llevan hasta la Décima. Maxine se alegra de no ir a pie en ese momento. El taxista, que se ha encontrado con el lío, cree que debe de tratarse de un ejercicio policial, unas prácticas para actuar en el supuesto de que unos terroristas tomaran el Javits Center.
—¿Por qué —se pregunta Maxine— querría alguien asaltar eso?
—Bueno, suponga que pasara durante el Salón del Automóvil. Entonces se apoderarían de todos esos coches y camiones. Podrían vender algunos para sacar dinero y comprar bombas, rifles AK y toda esa mierda —el taxista acaba de entrar de lleno en un guión de elaboración propia—, y se quedarían con los más molones, como los Ferraris y los Panozes, utilizarían los camiones como vehículos militares, ah, y también tendrían que robar una flota de camiones para transportar los coches, unos Peterbilt 378 pongamos, algo por el estilo. Y… y por el material vintage de más calidad, Hispano-Suizas, Aston Martins, podrían pedir un rescate.
»“Dennos diez millones o destrozamos este coche.”
»Pero sólo le doblarían la antena, nada que jodiera gravemente el precio de reventa, no sé si me entiende. —A su alrededor, los policías, la flor y nata de la ciudad, se arremolinan, hacen guardia, corren en formación por la calle. Arriba, en el brillante cielo preotoñal, los ovnis llevan a cabo su paciente y secreto reconocimiento del terreno. De vez en cuando, se les acerca un policía con un megáfono, les clava una mirada de pocos amigos y les chilla para que el taxi siga adelante.
Por fin se detienen delante de la dirección, que parece un edificio de pisos de alquiler, de seis plantas, anticuado, abandonado, destinado a ser demolido cualquier día de éstos para sustituirlo por una promoción inmobiliaria, un rascacielos de apartamentos caros. Por la noche, una ventana iluminada, como mucho, por planta. Le recuerda a su propio vecindario en los ochenta, cuando se vendieron las viviendas de los edificios. Los inquilinos que no podían o no querían pagar tenían que marcharse. Los promotores, que se mueren de ganas de echar abajo estos edificios, tienden a comportarse de forma muy desagradable.
Cuando pulsa el interfono, le da la impresión de que pasan diez minutos en los que la mitad de los vecinos del barrio se congregan para observarla y reírse de ella, hasta que un ruido estridente que podría ser cualquier cosa surge del diminuto altavoz.
—Soy yo, Maxine.
—¿Nngga?
Vuelve a gritar su nombre y mira a través del cristal sucio. La puerta sigue sin zumbar. Finalmente, cuando ya se dispone a marcharse, aparece Windust y abre.
—El timbre no funciona, nunca ha funcionado.
—Gracias por avisar.
—Quería ver cuánto tiempo soportaba la espera.
Pasillos desolados, sin barrer y mal iluminados, que se extienden más allá de lo que las dimensiones exteriores del edificio harían suponer. Paredes que relucen insalubres en espeluznantes tonos amarillos y verdes impregnados de mugre, colores de residuos médicos… Un edificio abierto a todo tipo de intrusiones, aparte de los okupas que de vez en cuando pasan por delante de la línea de visión de Maxine y desaparecen al instante, como dianas en un videojuego de disparos en primera persona. Se ha arrancado el enmoquetado de los pasillos. Las goteras no se reparan. La pintura cuelga desconchada. Los fluorescentes, ya en tiempo de descuento, zumban purpúreos en el techo.
Según Windust, en el sótano viven perros salvajes que salen al ocaso y vagan por los pasillos durante toda la noche. Los trajeron para intimidar a los últimos inquilinos y que se fueran, y los dejaron aquí para que se valieran por sí mismos en cuanto la factura de la comida para perros subió más de lo que costaba llevárselos.
Dentro del apartamento, Windust no pierde tiempo.
—Al suelo. —Parece poseído por una especie de rabia erótica. Ella lo mira—. Ahora.
¿No debería ella responderle: «¿Sabes qué te digo?, encúlate tú solo, te divertirás más», y marcharse de allí? Pero no, en vez de eso, docilidad instantánea: se arrodilla. Rápidamente, sin más discusión, aunque una cama ajena tampoco habría supuesto una opción mejor, se ha unido a meses de porquería acumulada en una alfombra por la que no se ha pasado la aspiradora, boca abajo, el culo en pompa, la falda levantada; las uñas no precisamente cuidadas de Windust desgarran metódicamente los pantis de color gris pardo que ella tardó veinte minutos, como poco, en elegir en Saks no hace tanto, y su polla la penetra con tan poca resistencia que Maxine debía de estar húmeda sin haberlo notado. Las manos de Windust, manos de asesino, la aferran con fuerza de las caderas, justo donde importa, justo en el punto donde un grupo diabólico de receptores nerviosos de los que ella hasta ahora sólo había sido vagamente consciente esperaban que los encontraran y utilizaran como botones en un mando de videojuegos…, no sabe si es él el que se mueve o si es ella misma…, una distinción a la que no merece la pena darle muchas vueltas, ni siquiera alguna, aunque en ciertos círculos se sostiene que es fundamental…
Abajo, en el suelo, con la nariz a la altura de una toma de corriente, se imagina durante un segundo que ve un intenso fulgor eléctrico detrás de las ranuras paralelas del enchufe. Algo, del tamaño de un ratón, se escabulle por los límites de su campo de visión, y es Lester Traipse, la tímida y maltratada alma de Lester, necesitada de refugio, abandonada por todos, también, es verdad, por Maxine. Lester se levanta ante la toma de corriente, la toca, separa los lados de una de las ranuras como si fuera una puerta, mira hacia atrás, disculpándose, y se desliza hacia el brillo aniquilador. Desaparece.
Ella grita, aunque no precisamente por Lester.
En esa luz melancólica, Maxine escruta el rostro de Windust en busca de alguna emoción. Para tratarse de un polvo rápido, no ha estado mal, aunque ni por asomo haya habido el menor contacto visual, no, Dios no lo quiera. Por otro lado, al menos se ha puesto condón…, espera, un momento, como si no estuvieran lo bastante fuera de lugar los reflejos adolescentes de baile de fin de curso, ¿también está rellenando la lista de gastos e ingresos del polvo?
Por la ventana, en vez de una amplia panorámica de luces, cada una iluminando un drama distinto de la Gran Manzana, hay una humilde vista de baja altura, con depósitos de agua dispuestos como cohetes antiguos en tejados cuya capa de impermeabilización fue fregada por última vez por manos de inmigrantes muertos hace generaciones, luces de otras ventanas amortiguadas por colchas clavadas a la pared, estanterías llenas de ajados libros de bolsillo, partes traseras de televisores, persianas bajadas del todo hace muchos contratos de alquiler, que no se han vuelto a levantar.
Hay una especie de cocina cuyas alacenas, en la tradición de las viejas pensiones, están llenas de objetos que una invisible y larga retahíla de anónimos comerciales, intermediarios y viajantes debieron de creer necesarios durante sus estancias aquí, para las noches en que no tenían las ganas o el permiso para aventurarse por las calles…: pasta de extrañas formas, latas con imágenes en colores poco conocidos de alimentos difíciles de identificar, sopas de nombres impronunciables, productos para picar con etiquetas de entrada al país de aspecto oficial, enganchadas donde suele encontrarse la información nutricional. En la nevera lo único que ve es una solitaria remolacha, recostada, se diría que con insolencia, en una bandeja. Hay indicios de un moho verde azulado, interesantes visualmente, pero…
—¿Un rato para un café?
—No puedo, tengo que volver.
—Noche entre semana con escuela mañana, claro; yo mismo tendría que visitar a Dotty.
—Dotty, que es…
—Mi mujer.
Ah. Una reacción tardía para sus adentros que viene a decir: ¿sí?, ¿y qué? Y con ésta, ¿de cuántas esposas estamos hablando?, ¿dos?, ¿y a ti qué te importa, Maxine? Y, por último, la cuestión subyacente: ¿ha esperado él intencionadamente hasta este momento para mencionarle a su esposa?
Windust ha encontrado una caja adornada con escritura japonesa de lo que parecen ser algas, y se sumerge en ella, con toda la pinta de estar hambriento. Maxine observa, no con náuseas exactamente, al menos no todavía.
—¿Te apetece una de éstas?, son… especiales… Y, Maxine…, no, no me ha defraudado.
Vaya, menuda explosión de romanticismo. Que no le ha defraudado, dice el tío. Por otro lado, la que se ha dejado enredar es ella. Una ráfaga descontrolada de viento interior le trae el aroma del 9.30, recordándole la azotea del The Deseret, y a Lester Traipse.
—Puede que hoy esté un poco distraída, pero hay un caso —no ve qué daño puede hacer el mencionarlo— que técnicamente no pertenece a mi esfera de intereses, pero no me lo quito de la cabeza. A lo mejor lo has visto en las noticias. Un asesinato, Lester Traipse.
Reacciona con frialdad, demasiada.
—¿Quién?
—Sucedió en mi calle, en The Deseret. ¿No habrás estado alguna vez allí, por casualidad? Te lo pregunto porque he visto el gran interés que tienes por Gabriel Ice, que resulta ser dueño de una parte del edificio.
—No me digas.
¿Es que esperaba una confesión como las de las películas de juicios? Él sabe que yo sé, piensa Maxine, así que basta de trabajo por hoy.
Una vez dentro del taxi que ha cogido sin que él bajara a despedirla, de camino hacia la parte alta de la ciudad, lo único que es capaz de preguntarse es: ¿en qué coño estaba pensando?, joder. Y, lo peor de todo, ¿o acaso quiere decir lo mejor?, es que incluso ahora le costaría muy pero que muy poco, sí, mientras recorren el pequeño pómulo que forma el arco plateado de la FDR, inclinarse hacia delante, interrumpir el festival de odio que suena por la radio del taxista y, con una voz que seguro sería trémula, pedir que la devuelva al extorsionador homicida en su oscura y salvaje guarida de ocupa, para que le dé más de lo mismo.
No se decide a leer la carpeta que le dio Windust hasta avanzada esa noche. De repente ha encontrado un montón de tareas domésticas pendientes, inesperadamente fascinantes: ordenar por colores y tamaños las esponjas bajo el fregadero, pasar un limpiacabezales por el VCR, revisar los menús de comida a domicilio y tirar los repetidos. Por fin coge el documento, con su desvaída aura punk-rock. La portada no está mancillada con ningún título, autor, logo ni cualquier otra identificación. Dentro encuentra una especie de miniinforme en el que nos enteramos inmediatamente de algo que debe de parecerle muy importante a quienquiera que compilase la información, a saber, que Gabriel Ice es judío, a la vez que desempeña un papel fundamental en la transferencia ilegal de dólares americanos a una cuenta de Dubái controlada por el fondo Wahhabi Transreligious Friendship (WTF),[26] que, al menos por lo que dice ahí, es una conocida institución mecenas de terroristas.
«¿Por qué», se pregunta el texto con tono quejumbroso, «siendo judío, proporcionaría Ice ayuda y apoyo a esta generosa escala a los enemigos de Israel?» Las hipótesis posibles incluyen: Simple Avaricia, Agente Doble y Autodesprecio Judío.
Hay una docena de páginas dedicadas a las tentativas de seguir el rastro del dinero a través del sistema hawala que descubrió Eric, empezando por la empresa Bilhana Wa-ashifa Import-Export de Bay Ridge, seguida de la refacturación de envíos a Estados Unidos de halva, pistachos, esencia de geranio, garbanzos, varios tipos de especias ras el hanut, y de exportaciones de teléfonos móviles, dispositivos de mp3 y otros electrodomésticos pequeños, deuvedés, sobre todo episodios de Los vigilantes de la playa; y esos datos, recopilados por un comité de tipos que a todas luces no tenían mucha idea, alarmantemente desconocedores incluso de los términos de las Normas Básicas de Contabilidad, o GAAP, están diseminados tan al azar que, tras media hora de estudio, los glóbulos oculares de Maxine rotan en direcciones contrarias y no sabría decir si el documento pretende ser un autoelogio o la confesión esmeradamente disimulada de un fracaso. Conclusión: parece que se han enterado de la existencia del hawala…, eh, tíos, me dejáis de piedra. ¿Qué más? La última página lleva el encabezamiento «Recomendaciones de Actuación» e incluye la lista habitual de sanciones contra hashslingrz: retirada de las autorizaciones de acceso de seguridad, persecución judicial, cancelación de contratos importantes y una inquietante nota al pie, «Opción X – Consúltese el Manual». Manual que, por descontado, no se incluye.
¿Por qué querría enseñarle esto Windust? La probabilidad de que sea una trampa parece cada vez mayor. Cerca del alba, revive en sueños una reposición de La extraña pasajera (1942), en la que versiones de Paul Henreid, como Jerry, y Bette Davis, como Charlotte, están a punto de hacer otra pausa para fumar. Como siempre, Jerry se lleva con elegancia dos cigarrillos a la boca y los enciende, pero esta vez, cuando Charlotte alarga la mano con expectación para recoger el suyo, él los retiene en la boca y sigue dando caladas, sonriendo agradablemente, dejando escapar enormes nubes de humo, hasta que sólo quedan un par de colillas pastosas colgadas de su labio inferior. En los sucesivos contraplanos, se ve a Charlotte cada vez más ansiosa. «Oh…, oh, bueno…, claro que si tú…» Maxine se despierta gritando, con la impresión de que hay algo en la cama con ella.
Habiendo descubierto recientemente en el mercado de coleccionistas yuppies una credulidad que no conoce límites, una banda de falsificadores de puros ha estado ofreciendo desde una tienda de artículos de fumador de la calle Treinta Oeste puros cubanos «de contrabando» a veinte dólares la pieza, un precio atractivo para la época, junto con una serie de puros considerados «rarezas antiguas», entre ellos supuestos surtidos de la reserva privada de J.P. Morgan, atrezo mascado de las películas de Groucho Marx y puros incunables como el primer habano de Cristóbal Colón, mencionado por De Las Casas en la Historia de Las Indias. Por increíble que parezca, esas falsificaciones se vendían al precio que se pedía, y un pequeño fondo de inversión de la ciudad ha estado pagando a estos artistas de la pirula sumas ingentes, sufragando viajes y diversiones y llevándose lo que luego, cuando los medios se enteraron, se llamaría Jugosas Comisiones. Una mañana, un par de días más tarde, Maxine está poniéndose al tanto de este timo eterno cuando Daytona entra sacudiendo la cabeza adelante y atrás, con los ojos mirando hacia abajo y a la derecha. Recordando lo aprendido en un taller de neurolingüística al que asistió una vez en Atlantic City, Maxine comenta:
—Estás hablando sola otra vez.
—A mí no me vengas con ese rollo yuyu, hay una llamada por la línea uno. A ver si lo haces callar.
Estos días, gracias a su cuñado Avi, Maxine tiene conectado al teléfono un milagroso aparato israelí que analiza las voces y cuyo algoritmo se supone capaz de distinguir entre mentira «ofensiva» y «defensiva», además de «sólo bromeaba». Vaya usted a saber qué habría estado diciéndole Windust a Daytona, pero, sea lo que sea lo que le preocupa hoy, no encaja en la categoría de divertido.
—¿Has leído el material que te dejé?
¿Qué hay de qué bien me lo pasé el otro día, no he podido dejar de pensar en ti, y todo lo demás? Boba, corta esta puta conversación inmediatamente, ¿quieres? En lugar de eso, Doña Comprensiva dice:
—Ya lo sabía casi todo, pero gracias.
—¿Sabías que Ice era judío?
—Sí, y Supermán también, ¿y qué?, perdona, ¿es que hemos vuelto a 1943?, ¿qué os obsesiona tanto?
—Contrató a tu cuñado.
—¿Y? ¿Me estás diciendo algo así como que hay que ver cómo se juntan estos judíos?, ¿es eso?
—Lo que pasa con el Mossad es que son aliados de Estados Unidos, pero sólo hasta cierto punto. Cooperan y no cooperan.
—Sí, zen judío, es bastante frecuente. Al Jonson con la cara pintada de negro un momento, cantando en la sinagoga al siguiente, ¿te acuerdas de eso? Déjame llamarte la atención sobre Las grandes tendencias de la mística judía, de Gershom Scholem, que aclararía cualquier duda pendiente que tengas, lo que de paso me permitiría volver a cumplir con los deberes de una exigente jornada laboral que no se solucionan con llamadas como ésta. A no ser que quieras, no sé, soltar de una vez lo que de verdad tengas que decir.
—Sabemos cuánto dinero ha estado desviando Ice, sabemos adónde va y casi estamos seguros de a quién va. Pero hasta ahora sólo tenemos cabos sueltos. Has leído esas páginas, ya has visto lo diseminada que está toda la información. Necesitamos a alguien con experiencia y habilidad en la investigación de fraudes para entretejerla de forma que podamos presentarla arriba.
—Por favor, no me hagas reír, es una excusa muy pobre. ¿Me estás diciendo que en ninguna parte de vuestra gigantesca base de datos puedes encontrar información para contactar aunque sólo sea con un mentiroso profesional? Si es a lo que os dedicáis, es una industria genuinamente nacional. —Procura no olvidar, y Maxine se da un codazo para sus adentros dejando la historia romántica a un lado, que éste es el hombre que estaba presente cuando se cargaron a Lester Traipse bajo la piscina del The Deseret.
—Ah, y dicho sea de paso —inesperado como un camión de la basura—, ¿has oído hablar de la Escuela de Hackers Civiles de Moscú?
—No; oh-oh.
—Según algunos de mis colegas, la fundó el KGB, continúa siendo una sucursal del espionaje ruso, y en la declaración de principios de sus misiones se incluye la destrucción de Estados Unidos mediante la ciberguerra. Tus nuevos amigos, Misha y Grisha, se han licenciado allí hace poco, por lo que parece.
Así que la están vigilando, pues muy bien, reflejos rusófobos esperables, pero, con todo, ¿a qué viene tanta insolencia?
—No te gusta que socialice con ruskis. Disculpa, creía que toda aquella película de la Guerra Fría había terminado. ¿Esto tiene que ver con la mafia o qué?
—Últimamente la mafia rusa y su gobierno comparten muchos intereses. Sólo te aviso para que seas más cuidadosa con las compañías que eliges.
—Es peor que en el instituto, te lo juro, una cita y ya se creen tus dueños.
Un clic exasperado y la línea se corta.