Brooke y Avi vuelven por fin a Estados Unidos con el aspecto de haberse pasado el año en un peculiar antikibutz, dedicados a mirar pantallas, mantenerse alejados del sol y no saltarse muchas comidas; a Elaine le basta con echar un vistazo a Brooke para llevarla a Megareps, un gimnasio del barrio, en el que negocia apuntarla a un periodo de prueba mientras Brooke deambula por la cafetería de la planta baja devorando bollos, bagels y batidos con una mirada algo menos que objetiva.
Maxine no tiene muchas ganas de ver a su hermana, pero supone que está obligada a hacerle una visita, por breve que sea. Resulta que en ese momento Elaine y Brooke se han acercado al World Trade Center a examinar el inexplorado potencial comercial de Century 21. Ernie está, teóricamente, en el Lincoln Center viendo una película kirguiza que ha recibido buenas críticas, pero en realidad se ha escabullido a ver A todo gas en el multisalas Sony, así que Maxine se encuentra durante una fascinante hora y media en compañía de su cuñado, Avram Deschler, que está vigilando una Lengua Polonaise de Elaine, la cual lleva todo el día haciéndose lentamente en la cocina, llenando la casa de un olor al principio interesante y al final atractivo. Es inevitable que acabe surgiendo la cuestión de la visita de los federales.
—Creo que se debe sólo a mi nivel de autorización.
—¿Tu qué?
—¿Te suena una empresa de seguridad informática llamada hashslingrz?
Una mirada penetrante a la suela del zapato.
—Vagamente.
—Tienen un montón de trabajo federal, de la NSA y demás, y me han ofrecido un empleo; de hecho, empiezo dentro de un par de semanas. —Avi espera, como poco, un gesto de deslumbrada admiración.
¿A eso venían todas las visitas a casa de los federales? Lo siento pero, sin saber muy bien por qué, Maxine lo duda. Las autorizaciones de seguridad son labores de rutina de bajo nivel, y aquí hay en juego historias más turbias y oscuras.
—Así que… ¿has conocido al pez gordo, a Gabriel Ice?
—De hecho se presentó en persona, en Haifa, para contratarme. Desayunamos en un local de falafel en Wadi Nisnas. Parecía conocer al dueño. Le dije el salario y los beneficios que quería, y aceptó. No hubo hondel, regateo. La camisa se le manchó de tahini.
—Un tipo normal.
—Exacto.
Como si saltara a tontas y a locas de un tema a otro:
—Avi, ¿sabes algo de un programa de software llamado Promis?
Una pausa puede que un par de semanas más larga que las líneas azules de un test de embarazo.
—Es una vieja historia que corre por la profesión. Las intrigas y contraintrigas en la empresa que lo creó, Inslaw, los juicios, el que lo robara el FBI, y todo eso. Pero ha sido una gallina de los huevos de oro para el Mossad. Por lo que me han contado.
—Y los rumores sobre una puerta trasera…
—Al principio no había ninguna, pero ciertos clientes insistieron, así que se modificó el programa. Más de una vez. En realidad, está en evolución continua. No reconocerías la versión actual. O al menos eso me han contado.
—Ya que estamos, deja que te exprima un poco más: alguien también me habló de un chip de una empresa israelí, a lo mejor hasta lo has visto, se coloca sigilosamente en la máquina de un cliente para que absorba los datos, y cada cierto tiempo transmite la información que ha reunido a gente interesada.
No es que su cuñado dé un salto ni nada por el estilo, pero sus ojos han empezado a vagar inquietos por la habitación.
—Elbit fabrica uno, que yo sepa.
—¿Y has llegado a verlo alguna vez?, físicamente, me refiero.
Por fin le devuelve la mirada, se sienta y la contempla con atención, como si Maxine fuera una especie de pantalla, y ella se da cuenta de que ha llegado la hora de los rendimientos decrecientes.
Al poco vuelven Brooke y Elaine del centro, con varias bolsas de Century 21 y una extraña p’tcha vegana, una gelatina cuyas profundidades cristalinas uno puede contemplar con fascinación tan creciente como perpleja.
—Es preciosa —según Elaine—, como un Kandinsky en tres dimensiones. Perfecta para acompañar a la lengua.
La Lengua Polonaise es uno de sus platos de la infancia. De pequeña, Maxine creía que se trataba de una pieza de variedades para piano clásico. A lo largo de un día entero, una lengua de ternera encurtida ha estado hirviendo en la olla a fuego lento, haciéndose poco a poco en un complejo tsimmis, un estofado de albaricoques picados, puré de mango, trozos de piña, cerezas sin hueso, mermelada de pomelo, dos o tres variedades diferentes de pasas, zumo de naranja, azúcar y vinagre, mostaza y zumo de limón, y, esencial, por razones que se pierden en el nimbo adormecido de la tradición, galletas de jengibre, de Nabisco por defecto, dado que Keebler dejó de vender la antigua variedad Sunshine hace un par de años.
—Ha vuelto a olvidarse de las galletas de jengibre —a Ernie le gusta fingir que gruñe—, acabarás leyéndolo en los titulares del Daily News.
Las dos hermanas intercambian un abrazo desganado. La conversación elude cualquier tema que pueda resultar controvertido hasta que en la tele del salón empieza una tertulia de bocazas del Canal 13, que presenta el intelectual de la Beltway de Washington[25] Richard Uckelmann, llamado Pensando con la olla, entre cuyos invitados hoy se cuenta un funcionario del gobierno israelí al que Brooke y Avi solían encontrarse en fiestas. Están debatiendo sobre el siempre estimulante tema de los asentamientos en Cisjordania. Al cabo de minuto y medio, aunque parece más, de propaganda gubernamental, Maxine suelta:
—Ese tipo no intentaría venderos ninguna propiedad, espero.
Justo lo que Brooke estaba esperando.
—Ya habló doña Sabelotodo —un poco chirriante—, no puede estarse calladita, siempre con la lengua a punto. Sal a patrullar por la noche alguna vez, con los arabushim tirándote bombas, y ya verás como te cortas un poco.
—Chicas, chicas —murmura Ernie.
—Querrás decir «chica, chica», me parece —dice Maxine—. Ha sido ella la que se ha metido conmigo sin venir a cuento.
—Brooke sólo quiere decir que ella ha estado en un kibutz y tú no —Elaine, en tono apaciguador.
—Ya, todo el día metida en el centro comercial Grand Canyon de Haifa, gastándose el dinero de su marido, menudo kibutz.
—Tú… tú ni siquiera tienes marido.
—Oh, lo que faltaba, un festival de berridos. Justo para lo que había venido a esta casa. —Sopla un beso hacia la p’tcha, que parece burbujear como respuesta, y busca su bolso. Brooke se va dando zapatazos a la cocina. Ernie la sigue, Elaine mira a Maxine con tristeza, Avi finge que está concentrado en la televisión—. Vale, vale, mamá, me comportaré, sólo…, bueno, iba a decir que hicieras algo con Brooke, pero creo que ese momento pasó hace treinta años.
Al momento, Ernie sale de la cocina comiendo una galleta de jengibre y Maxine entra y encuentra a su hermana cortando patatas en tiras para hacer latkes. Maxine busca un cuchillo y se pone a picar cebolla, y durante un rato las dos cocinan en silencio, porque ninguna quiere ser la primera en hablar, no quiera Dios que se les escape algo como «lo siento».
—Eh, Brooke —Maxine, finalmente—, ¿puedo aprovecharme de ti un momento?
Un encogimiento de hombros, como si dijera: ¿qué otra me queda?
—He tenido una cita con un tipo que dice que fue del Mossad. No sé si me soltó un rollo o no.
—¿Se quitó el zapato y el calcetín del pie derecho y…?
—Eh, ¿cómo lo sabes?
—Cualquier noche, en cualquier bar de solteros de Haifa, te encuentras, sin falta, a algún perdedor que ha cogido un rotulador Sharpie y se ha marcado tres puntos en la parte de abajo del talón. Es una especie de antigua tradición folclórica sobre un tatuaje secreto, una memez.
—¿Y todavía hay chicas que se la tragan?
—¿Tú no?
—Venga ya, ¿judíos y tatuajes? Estoy desesperada, pero no ciega.
Todo el mundo se porta bien el resto de la velada. La Lengua Polonaise se sirve en una bandeja Wedgwood que Maxine recuerda haber visto sólo en la celebración del séder. Ernie afila teatralmente un cuchillo y empieza a trinchar la lengua con la misma ceremonia que si fuera un pavo del día de Acción de Gracias.
—¿Y bien? —pregunta Elaine después de que Ernie lo pruebe.
—Una máquina del tiempo de la boca, querida, un lingotazo de Proust, esto devuelve a un hombre directamente a su bar mitzvá. —Canta un par de compases de Tzena, Tzena, Tzena para demostrarlo.
—Es la receta de su madre —aclara Elaine—, bueno, quitando los mangos, que no se habían inventado todavía.
Edith, de Yenta Expresso, está en el pasillo, haciendo tiempo delante de su puerta como si buscara clientes.
—Maxine, el otro día pasó por aquí un tipo preguntando por ti. Daytona no estaba, y me pidió que te dijera que volvería.
—Oh-oh —tiene uno de sus destellos intuitivos—. ¿Zapatos bonitos?
—Yo diría que de casi mil dólares, de Edward Green, piel de serpiente, claro. Tendrías que andarte con cuidado, un hombre problemático.
—¿Cliente vuestro?
—Conocido por la comunidad. No me malinterpretes, los solitarios están bien, son mi pan de cada día, comprendo a los solitarios, comprendo a los desesperados. Pero ese tío…
—No pongas esa cara, Edith, por favor. No se trata de nada romántico.
—Llevo treinta años en el negocio y, créeme, es tan romántico como quieras que lo sea.
—Me estás asustando. ¿Y dices que debo esperar que vuelva?
—No te preocupes, ya he mandado una nota al Times, escribirán tu nombre sin errores de ortografía.
Así que, como era previsible, como si Edith llevara un micrófono, Maxine recibe una llamada de Nicholas Windust. Quiere quedar para un brunch en una brasserie pseudoparisina del East Side.
—Siempre que apoquine usted. —Maxine se encoge de hombros, tomándoselo como una pequeña devolución de impuestos.
Windust parece tomárselo como una cita. Se presenta ataviado, por lo demás inexplicablemente, con un difuso concepto de atuendo hipster: vaqueros, cazadora vintage de zapa, camiseta morada de rapero drogata…, las suficientes infracciones del código del buen vestir para que lo echen a patadas de la línea L, siempre atestada de hipsters. Maxine se lo queda mirando sólo lo estrictamente necesario y se encoge de hombros. «Bueno, es un estilo… personal.»
Él quiere sentarse dentro, Maxine se siente más segura cerca de la calle y hoy hace buen día, de modo que, a la chita callando, será fuera. Windust pide un huevo pasado por agua y un Bloody Mary, Maxine quiere medio pomelo y café en taza grande.
—Me sorprende que haya encontrado un momento, señor Windust —con una sonrisa de desvergonzada falacidad—. Bien, mi cuñado ha vuelto a Estados Unidos, así que no se me ocurre el propósito de este encuentro.
—Nos intrigó enterarnos de que lo habían contratado en hashslingrz.com. Me gusta su ropa, dicho sea de paso. Armani, ¿no?
—No, sólo son unos trapos de H&M, pero es un detalle que se fije. —Y a qué viene esto de hacerse la coqueta ahora: para, para, Maxine, ¿cuándo aprenderás a…?
—Sugiere un interesante cruce de intereses si Avram Deschler es, como sospechamos, un agente durmiente del Mossad.
Maxine sale del paso con una Mirada Inexpresiva que ha aprendido de Shawn y que ya le ha sido útil varias veces.
—Demasiado académico para mí.
—Hágase la tonta si quiere, pero la he investigado, usted es la damita que mandó a chirona a Jeremy Fink. La que trincó a la banda de los Ponzoides de Manalapan en Jersey. Fue a la Gran Caimán disfrazada de corista de reggae, lanzó bombas incendiarias sobre diez mil quinientos millones de francos suizos en billetes, y se exfiltró del jet Gulfstream de los propios sicarios.
—A decir verdad, ésa fue Mitzi Turner. Siempre nos confunden. Mitzi es la heroína que suelta los guantazos, yo sólo soy una madre trabajadora.
—Sin tener en cuenta, dada la cantidad de contratos del gobierno estadounidense en los que participa hashslingrz…
—Mire, o bien Avi es una fantasía suya, un hacker saboteador del lado oscuro, un asesino del Mossad, lo que quiera, o bien no es más que otro geek estándar intentando salir adelante, como todos los que estamos fuera del círculo de poder de la Beltway…, sea como sea, sigo sin entender qué pinto aquí.
Windust abre un maletín de aluminio con el que parece vivir, a juzgar por el kit de afeitado y las mudas que contiene, rebusca dentro y saca una carpeta.
—Antes de su próximo tête-à-tête con Gabriel Ice, aquí tiene algo a lo que tal vez le interese echar un vistazo.
Como no es capaz de mirarlo a los ojos, se fija en su boca en busca de…, ¿de qué?, ¿de una nota al pie?, pero no, él se limita a sonreírle sin amabilidad siquiera, más bien como si tuviera en la mano una carta ganadora, o una pistola apuntándole al corazón.
Aunque no tenga ganas de tocar nada que haya estado en contacto con la muda íntima de Windust, no deja de ser una investigadora de fraudes cuya directiva primaria es Nunca se Sabe, así que coge la carpeta con cautela y se la guarda en su bolso de Kate Spade.
—En el bien entendido de que —añade rápidamente Maxine—, como dirían Deborah Kerr o Marni Nixon, o más bien como lo cantarían…, de que esto no es asunto que me…
—¿La pongo nerviosa?
Ella aventura una fugaz mirada de soslayo y le asombra descubrir ahora en el rostro de Windust una expresión que no estaría fuera de lugar en un antro de ligue al sur de la calle Catorce, un sábado a una hora avanzada de la noche, cuando el ganado más interesante ya ha salido acompañado por la puerta y los restos del rebaño que queda inevitablemente dejan bastante que desear. ¿Qué pasa? No tiene intención de reaccionar a esa cara. Se hace el silencio, y éste se alarga, pero no sólo el silencio, como su mirada, que se desliza inadvertidamente hacia ese otro indicador de la interioridad, le confirma. Es, desde luego, una erección de cierto tamaño, y, lo que es peor, él la ha pillado mirando.
—A ver, tengo que volver al trabajo —es lo único que, embobada como una imbécil, se ve capaz de articular, apenas como un graznido. Pero no se mueve, ni siquiera hace ademán de coger el bolso.
—Tenga, quizás así sea más fácil. —Escribe algo en una servilleta. En una época más sana, o puede que sólo anterior a ésta, habría sido el nombre de un buen restaurante, o una idea para una start-up. Hoy, lo máximo que puedes esperar es una invitación a dar un paso hacia el atolondramiento y el error: una dirección a la que es difícil llegar en metro, según ve—. Pongamos que a la hora punta, que se presta mejor a la invisibilidad, ¿le parece?
Entre los muchos detalles en los que no se había fijado antes, está esa nota en su voz, imperiosa, que uno no consideraría especialmente seductora. Y aun así, no la echa atrás. Qué otra cosa podría implicar, se pregunta. Él se levanta, saluda con la cabeza y se va, dejándola con la cuenta. Después de haber dicho que pagaba él. Otra vez se ha despistado, ¿en qué coño está pensando?
Como si fuera un amable ángel que le regalara una última oportunidad de comportarse con responsabilidad, Conkling se materializa en la sala de espera sin anunciarse, como tiene por costumbre.
—Guau —Daytona se estremece teatralmente—, casi me matas del susto, ¿por qué dejas entrar a estos macarras del gueto a todas horas?
Conkling, mientras tanto, se ha alterado, por sus propias razones.
—¿Qué pasa?, ¿hueles algo?
—Ese olor masculino otra vez, 9.30, la Colonia para Hombres. Aquí hay algo que desprende indicios. —Como un sabueso en una película de fugas de prisiones, Conkling sigue el sillage hasta el despacho de Maxine y se concentra en su bolso—. Esta sustancia se reseca muy despacio, así que es de hace dos horas como mucho.
Oh, cómo no. Windust. Rebusca en el bolso, saca la carpeta que le dio. Conkling la hojea.
—Es esto.
—Un tipo, umm, con el que acabo de tomar un brunch, es del D.C.
—¿Estás segura de que no tiene ninguna relación con Lester Traipse?
—Sólo es alguien con el que fui a la universidad. —Oh, ¿qué es esto, una repentina reticencia a compartir con Conkling información sobre Windust?, ¿por qué?, ¿es que no le apetece hablar de eso ahora?—. Trabaja como ejecutivo de nivel medio en la Agencia de Protección del Medioambiente, a lo mejor la sustancia está en alguna lista de contaminantes tóxicos.
Se distrae, sus pensamientos vuelan y nadie los persigue para que vuelvan. ¿Acaso Windust, en tiempos más comprensivos y juveniles, se pasaba por el viejo 9.30 Club como Maxine iba al Paradise Garage? Tal vez en los descansos que disfrutaba en el país tras hacer el mal por todo el mundo; tal vez vio a grupos como Tiny Desk Unit y Bad Brains cuando no eran más que bandas locales; tal vez el olor de la colonia 9.30 es el único vínculo que le queda con el joven medio decente que fue. Tal vez Conkling sufre una alergia estacional y hoy tiene la nariz un poco perjudicada. Tal vez Maxine es presa de un ataque agudo de idiotez sentimental. Tal vez… tal vez una mierda, ¿vale? Circunstancialmente, las pruebas circunstanciales apuntan a que Windust estaba allí cuando se cargaron a Lester, y tal vez hasta lo hizo él.
Joder.
¿Qué ha sido de la posibilidad de cometer hoy un desliz vertiginosamente romántico? De repente se parece mucho más a un trabajo de campo.
Entretanto Conkling quiere hablar de, quién si no, la princesa Heidrofobia. Cuando Maxine logra desembarazarse de ese pelmazo enfermizamente obsesionado, le queda media hora escasa para arreglarse para lo que podríamos llamar su cita de trabajo con Windust. Casi sin darse cuenta se encuentra en casa, inmóvil delante del armario del dormitorio, preguntándose por qué se ha quedado en blanco. Cloruro de polivinilo, puede que algo rojo chillón, aunque sin pasarse; lo que ocurre es que no tiene nada así entre sus existencias. Los vaqueros también están fuera de lugar. Por fin, muy al fondo, en el horizonte de sucesos del olvido del armario, se fija en un traje de cóctel chic de un apagado tono berenjena, descubierto hace mucho en los saldos de las Galeries Lafayette y conservado por razones entre las que seguramente no se cuenta la nostalgia. Intenta imaginar la forma en que lo interpretará Windust. Si es que lo interpreta, si es que no lo coge y empieza a desgarrarlo… Mensajes reiterados del Vértice, ¿o quiere decir Vórtice?, de su Feminidad se van amontonando sin respuesta.