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A las tres de la madrugada suena el teléfono, que en el sueño parece la sirena de unos policías que la persiguen. «No tienen todas las pruebas», farfulla ella. Coge a tientas el aparato y descuelga.

Los efectos de sonido al otro extremo de la línea indican poca familiaridad con el teléfono.

—Joder, qué raros son estos chismes. Eh, y qué coño pasa ahora, va a pitarme tiempo muerto o qué, Dios… —Parece Eric, que lleva despierto desde las tres de la madrugada del día anterior y está a punto de triturar y esnifar otro puñado de Adderall—. ¡Maxine! ¿Has hablado últimamente con Reg?

—Ummm, ¿por qué?

—Su e-mail, su teléfono, el timbre de su casa, todo son enlaces rotos. No lo localizo en el trabajo ni en el móvil. Busque donde busque, no hay rastro de Reg.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en contacto con él?

—La semana pasada. ¿Tendría que empezar a preocuparme?

—A lo mejor se ha pirado a Seattle.

Eric tararea unos compases de la musiquilla de Darth Vader.

—No creerás que es otra cosa, ¿no?

—¿Hashslingrz? Lo despidieron, ya lo sabías.

—Sí, me refiero a que a mí también me despidieron, y como Reg es un tipo con estilo me mandó un buen cheque con la indemnización, pero, ¿sabes qué?, también me pasó las autorizaciones de acceso que me permiten ir a cualquier parte dentro de hashslingrz; y últimamente, cuanto menos me incumbe lo que descubro, más me cuesta mantenerme alejado. La verdad es que estaba a punto de pasarme por allí, pero pensé que más valía llamarte antes…

—Mientras estaba durmiendo, gracias.

—Oh, mierda, es verdad, vosotros dormís, eh, lo…

—Está bien. —Se levanta de la cama y arrastrando los pies se acerca al ordenador—. ¿Te importa algo de compañía?, ¿por qué no me llevas a dar una vuelta por la Web Profunda? Teníamos una cita.

—Claro, puedes entrar en mi red; te daré las contraseñas, te guiaré…

—Deja que me ponga un café…

Al instante, están enlazados y poco a poco descienden desde la madrugada de Manhattan a la oscuridad hormigueante, dejando arriba a los metabuscadores de la Red superficial, serpenteando de enlace en enlace, dejando atrás banners, ventanas emergentes, grupos de usuarios, chats que se autorreproducen…, para bajar hasta donde pueden empezar a navegar entre bloques privatizados de espacio de direcciones con matones cibernéticos vigilando el perímetro, centros de operación de spammers, videojuegos considerados por lo que sea demasiado violentos u ofensivos o quizá demasiado hermosos para el mercado tal como éste se define en la actualidad…

—También hay algunos sitios espléndidos para los amantes de los pies —comenta Eric distraídamente. Por no mencionar expresiones más prohibidas del deseo, empezando por el porno infantil y ascendiendo a material aún más tóxico.

A Maxine le sorprende lo muy poblado que está ese país subterráneo que se extiende por debajo de los robots de búsqueda. Aventureros, peregrinos, rentistas, amantes fugados, ocupas, prófugos, evasores y un gran número de inquisitivos emprenerdores, entre ellos Promoman, que Eric le presenta. Su avatar es un afable geek con gafas de pasta que carga con un par de cartelones-sándwich de los viejos tiempos, con su nombre en ellos, como los que también lleva su escultural asistente, Sandwichgrrl, cuyo pelo está literalmente en llamas: es un GIF poligonal de una hoguera encima de un rostro preadolescente, de estilo manga.

—Publicidad en la Web Profunda, la ola del futuro —saluda Promoman a Maxine—. La cuestión es posicionarse ahora, estar en el sitio apropiado, ya en marcha cuando los metabuscadores aparezcan por aquí, que será en cualquier momento.

—Espera…, ¿en serio obtienes ingresos de anuncios en sitios de por aquí?

—En este momento sólo de armas, drogas, sexo, entradas para los Knicks…

—Todo basura selecta de verdad —interviene Sandwichgrrl.

—Es un territorio en el que todavía no se han metido. A uno le gustaría creer que seguirá así para siempre, pero los colonizadores ya están llegando. Ejecutivos y novatos. Ya se oye la música soul de ojos azules sobre el horizonte de las montañas. Ya hay media docena de proyectos con buena financiación para diseñar software que haga búsquedas en la Web Profunda…

—¿Es como —se pregunta Maxine— surfear en la ola salvaje de la web?

—Con la diferencia de que el verano acabará demasiado pronto; en cuanto esa gente llegue aquí, todo se convertirá en una urbanización pija en un abrir y cerrar de ojos, antes de que puedas decir «capitalismo tardío». Entonces será como ahí arriba, en las aguas superficiales. Enlace tras enlace, se harán con el control de todo, y todo será tranquilo y respetable. Iglesias en cada esquina. Licencias de venta de alcohol en todos los bares. El que quiera conservar su libertad tendrá que ensillar y cabalgar a otra parte.

—Si buscas gangas —anuncia Sandwichgrrl—, hay algunas estupendas en los sitios sobre la Guerra Fría, pero es posible que los precios no se mantengan mucho más.

—Lo explicaré en la próxima reunión del consejo de administración. Mientras tanto sólo me gustaría mirar un poco.

No es un vecindario prometedor. Si existiera un Robert Moses de la Red Profunda, estaría gritando: «¡Echadlo abajo ya!». Ruinas de antiguas instalaciones militares, órdenes desactivadas hace mucho, como si las torres de transmisión del tráfico fantasma siguieran irguiéndose todavía en promontorios remotos, en la oscuridad secular, con sus armazones corroídos y descuidados en los que se enhebran enredaderas y hojas de un desvaído verde ponzoñoso, utilizando frecuencias tácticas abandonadas para operaciones que hace mucho se fundieron en el silencio… Misiles destinados a derribar bombarderos rusos a propulsión, que no llegaron a desplegarse, están esparcidos en piezas, como si los hubiera recogido una población angustiosamente empobrecida que sólo emerge en las horas más profundas de la noche. Gigantescos ordenadores de tubo de vacío que han dejado huellas de dos mil metros cuadrados, destripados, reducidos a cavidades y cableado desparramado. Salas de reuniones para situaciones de crisis cubiertas de basura, objetos de plástico de finales de los sesenta que se han vuelto quebradizos y amarillean, consolas de radar con pantallas circulares con viseras, mesas ocupadas todavía por avatares de altos oficiales ante mapas de sectores aún parpadeantes, erguidos y agitándose como serpientes hipnotizadas, imágenes corrompidas, paralizadas, deshaciéndose en polvo.

Maxine se fija en que uno de esos mapas reproduce el este de Long Island. La sala, austera y despiadada, tiene un aspecto que le resulta familiar. La asalta una de sus traviesas corazonadas.

—Eric, ¿cómo podemos entrar ahí?

Un breve claqué sobre el teclado y están dentro. Si no es una de las salas subterráneas que vio en Montauk, bien podría serlo. Aquí los fantasmas son más visibles. Estratos de humo de tabaco cuelgan inmóviles en el espacio sin ventanas. Como magos, oficiales especialistas atienden pantallas de radar. Subordinados virtuales entran y salen con carpetas y café. El oficial de guardia, un coronel con todos los galones, se los queda mirando como si fuera a pedirles la contraseña. Aparece un recuadro con el mensaje: «El acceso está restringido a personal debidamente acreditado, asignado al Aerospace Defense Command de la Región 7 de la Air Force Office of Special Investigations».

El avatar de Eric se encoge de hombros y sonríe. La mosca de su barbilla late con un verde incandescente.

—La cripto es una antigualla, dame un minuto.

La cara del coronel llena la pantalla, de vez en cuando se rompe, se ensucia, se pixela, atravesada por vientos de interferencias y olvido, de enlaces fallidos y servidores perdidos. Su voz fue sintetizada hace varias generaciones y no se ha actualizado nunca, el movimiento de los labios ya no coincide con las palabras, si es que alguna vez coincidió. Lo que tiene que decir es lo siguiente:

—Hay una prisión espantosa, la mayoría de los informantes creen que se ubica aquí, en Estados Unidos, aunque también hemos recibido información de Rusia según la cual es peor que lo peor del gulag. Con la clásica reticencia rusa, se niegan a nombrarla. Esté donde esté, brutal es un adjetivo demasiado suave para describirla. Te matan, pero te mantienen vivo. No se conoce la piedad.

»Se supone que es una especie de campamento de instrucción para viajeros en el Tiempo militares. El viaje en el Tiempo, en su estado actual, no es apto para turistas civiles, uno no se mete en una máquina, es un ejercicio que se hace de dentro afuera, con la mente y el cuerpo, y viajar por el Tiempo es una disciplina exigente. Requiere años de dolor, trabajo duro y pérdidas, y no hay redención posible, nadie se redime de nada ni para nada.

»Dado el largo periodo de formación necesario, el programa prefiere reclutar a niños secuestrándolos. Varones, sobre todo. Se captan sin su consentimiento y se los reprograma metódicamente. Se les asigna a unos oficiales secretos para que los envíen a realizar misiones del gobierno en el pasado y en el futuro, con órdenes de crear historias alternativas que beneficiarán a los más altos niveles de mando responsables.

»Tienen que estar preparados para las exigencias extremas de su labor. Pasan hambre, se les golpea, se les sodomiza, se les opera sin anestesia. No volverán a ver a su familia ni a sus amigos. Si, por casualidad, llegara a suceder tal encuentro durante una misión o simplemente por una contingencia, tienen orden de matar a cualquiera que los reconozca.

»Las estrategias estándar para desviar la atención del público están en marcha. Abducción por ovnis, desaparición en el sistema penitenciario o programas secretos del estilo del MK Ultra han demostrado ser útiles como relatos de distracción.

Suponiendo… Vale, digamos que un chico preadolescente fue abducido hacia 1960. Hace cuarenta y tantos años. Ahora tendría unos cincuenta, año arriba año abajo. Vive entre nosotros pero es susceptible de desaparecer sin que nadie lo advierta, y lo envían una y otra vez a los desolados yermos del Tiempo, para sobrescribir el destino, para reescribir lo que los demás creen que ya está escrito. Seguramente, no se trataría de hijos de vecinos del este del condado de Suffolk, sería mejor traerlos de más lejos, buscarlos a miles de kilómetros de aquí, así estarían desorientados, resultaría más fácil quebrarlos.

Bien, ¿y quién, entre los cientos de nombres, nada sospechosos hasta ahora, de la Rolodex de Maxine se ajusta a una descripción como ésa? Mucho después de que haya regresado a la superficie y dejado que Eric siga con su tempranera mañana, de vuelta ya a las poco poéticas exigencias del día, se descubre imaginando un pasado alternativo para Windust, un chico inocente, abducido por alienígenas nativos de la Tierra, que, cuando alcanza la edad suficiente para comprender lo que le han hecho, ya es demasiado tarde, porque su alma les pertenece a ellos.

Maxine, por favor. ¿De dónde habrá sacado la absurda idea de que nadie está más allá de la redención, ni siquiera una marioneta asesina del FMI? Aun asumiendo la poca fiabilidad de internet, a Windust podría atribuírsele tal cosecha de almas inocentes que no desentonaría al lado de los asesinos más famosos del Libro Guinness, con la única diferencia de que, en su caso, ha sucedido despacio, ha amortizado sólo un crimen cada vez, en remotas jurisdicciones donde ni la ley ni los medios le incomodaran. Pero entonces lo conoces en persona: los aires de académico, la propensión, entre fatal y entrañable, a escoger la ropa equivocada; y cuesta relacionar las dos historias. Contra lo que le dicta el sentido común, seguramente porque no hay nadie más a quien contárselo, Maxine sabe que tiene que comentar la jugada con Shawn.

Shawn ha ido a visitar a su propio terapeuta, así que Maxine se sienta a esperar en la antesala y hojea revistas de surf. Llega despreocupadamente diez minutos tarde, montado, se diría, en una ola de dicha.

—Me siento uno con el universo, gracias —la saluda—, ¿y tú?

—No hace falta que te pongas borde, Shawn.

Por lo que Maxine puede adivinar, el terapeuta de Shawn, Leopoldo, es un psiquiatra lacaniano que se vio obligado a dejar el ejercicio honesto de su profesión en Buenos Aires hace unos años, debido en no poca medida a la injerencia neoliberal en la economía de su país. La hiperinflación con Alfonsín, los despidos masivos de la era MenemCavallo, más la obediente sumisión del régimen al FMI, debieron de parecerle una Ley del Padre lacaniana fuera de control, y, tras aguantar lo que pudo, Leopoldo acabó viendo poco futuro en la ciudad encantada que amaba, así que dejó la práctica de su profesión y su suite de lujo en el barrio de psiquiatras conocido como Villa Freud, y partió hacia Estados Unidos.

Un día Shawn estaba en una cabina telefónica de una calle del centro, haciendo una de esas llamadas obligadas que de verdad tenía que hacer, y todo lo que podía ir mal iba mal, no paraba de echar monedas de veinticinco centavos, pero no conseguía señal de llamada, los contestadores automáticos le soltaban sus rollos, cabreándolo cada vez más, hasta que alcanzó el nivel de rabia neoyorquina habitual y se puso a golpear el aparato con el auricular mientras gritaba puto Giuliani, y entonces oyó una voz humana, real, tranquila: «¿Algún problemilla por ahí?». Más tarde, claro, Leopoldo admitió que buscaba negocios de ese modo, merodeando por lugares donde era probable que estallaran crisis de salud mental, como las cabinas telefónicas de NYC, sobre todo si antes había quitado todos los rótulos de «No funciona».

—Puede que deje un tanto que desear éticamente —piensa Shawn—, pero son pocas sesiones por semana, y no siempre duran los cincuenta minutos enteros. Y al cabo de un tiempo empecé a comprender lo mucho que Lacan se parece al zen.

—¿Eh?

—La falacia total del ego, básicamente. Quien crees ser no es quien eres en absoluto. Lo que es mucho menos, y al mismo tiempo…

—Mucho más, sí, gracias por la aclaración, Shawn.

Teniendo en cuenta la historia de Leopoldo, parece un buen momento para sacar el tema de Windust.

—¿Tu psiquiatra te habla alguna vez de la economía de allá?

—No mucho, es un tema doloroso. El peor insulto que se le ocurre es llamar neoliberal a la madre de quien sea. Esas políticas destruyeron la clase media argentina, jodieron más vidas de las que nadie haya sido capaz de contar hasta ahora. Tal vez no sea tan terrible como que te hagan desaparecer, claro, pero no deja de ser una putada ‘loquesea’. ¿Por qué lo preguntas?

—Alguien que conozco estuvo metido en todo eso, a principios de los noventa, y ahora trabaja fuera del D.C., pero sigue todavía en ese tipo de negocios repugnantes, y estoy preocupada por él; soy como el tipo con la brasa de carbón: no puedo desprenderme de él. Es peligroso para mi salud, y ni siquiera tiene nada hermoso, pero aun así necesito seguir aferrándolo.

—¿Es que ahora te has colgado de… de criminales de guerra del Partido Republicano? Espero que utilices condón.

—Qué gracioso, Shawn.

—Vamos, se nota que no te ha molestado.

—¿Que no me ha molestado? Espera un momento. Ese de ahí es un Buda de hierro forjado, ¿no?, pues mira. —Alarga la mano hacia la cabeza del Buda que, por descontado, en cuanto la alcanza, se ajusta a su mano a la perfección, como si estuviera diseñada a propósito como empuñadura de un arma. Al instante, todos los impulsos agresivos se calman.

—Me he leído sus antecedentes —intentando no caer en el tono del Pato Lucas—: tortura con picanas eléctricas, deseca acuíferos y expulsa a campesinos de sus tierras, destruye gobiernos enteros en nombre de una mierdosa teoría económica en la que posiblemente ni crea, no me hago ilusiones con respecto a lo que es…

—¿Y qué es?, ¿un adolescente incomprendido que sólo necesita ligar con la chica adecuada, que, mira por dónde, resulta que tiene todavía menos idea de nada que él? ¿Hemos vuelto al instituto, Maxine? Competimos por chavales que van a ser médicos o a acabar en Wall Street, pero en secreto, todo el tiempo, lo que de verdad deseamos es fugarnos con los drogatas, los ladrones de coches, los chicos malos del barrio…

—Sí, Shawn, y no te olvides de los surfistas. Discúlpame, pero ¿quién te crees que eres para soltarme ese sermón? ¿Qué pasa en tu propia práctica, cuando quieres salvar a alguien pero acabas fastidiándolo?

—Lo único que hago es intentar lo que Lacan denomina «despersonalización benevolente». Si me obsesionara en «salvar» clientes, ¿cuánto bien crees que haría?

—¿Mucho?

—Prueba otra vez.

—Umm…, ¿no mucho?

—Maxine, me parece que ese tipo te da miedo. Es la Parca, se te ha metido en la cabeza y estás intentando utilizar tus encantos para salir del agobio.

Uf. ¿No es éste el momento de marcharse dando un portazo, con un digno pero inequívoco «¡que te den!» lanzado con desprecio por encima del hombro?

—Bueno. Déjame pensarlo.