Tras pasar el día vagando por la gran cuenca comercial de la interfaz SoHo-Chinatown-Tribeca, Maxine y Heidi acaban a una hora avanzada de la tarde en el East Village, buscando un bar donde se supone que canta Driscoll con una banda nerdcore llamada Pringle Chip Equation, y entonces perciben unas inesperadas vaharadas de olor, a esa distancia todavía no muy intensas pero de pureza extrañamente definida, que se les van acercando mientras caminan bajo el húmedo crepúsculo. Al momento, por la misma manzana, un poco más adelante, aparecen corriendo hacia ellas unos civiles chillando despavoridos y apretándose dramáticamente la nariz y de vez en cuando la cabeza.
—Creo que ya he visto esta película —dice Heidi—. ¿Qué es ese olor?
Resulta ser Conkling Speedwell, que esa noche lleva su Naser, el cual parece haber utilizado hace poco, con su cono de descarga tachonado de bombillas led que parpadean con destellos truculentos. Le acompaña un pequeño destacamento de seguratas privados que lucen uniformes de diseñador, con una insignia en el hombro con la forma de un frasco de Chanel número 5 que lleva escrito sobre el tapón FUERZAS DE LA FRAGANCIA y en la etiqueta exhibe el logo especular de la C flanqueado por un par de pistolas Glock.
—Una operación de infiltración —explica Conkling—. Un camión lleno de productos falsificados en Letonia; se suponía que sólo íbamos a comprar, pero todo se torció. —Señala con la cabeza a un triste trío de diminutos mafiosos de Pardaugava, derrumbados y semiinconscientes en un portal—. Se pondrán bien, no es más que un shock de aldehídos, los alcanzó con el lóbulo principal, maximizó el nitro-almizcle y el absoluto de jazmín de antes de la guerra, ¿vale?
—Cualquiera habría hecho lo mismo. —Y, hablando de química, discúlpenme, ¿qué está pasando de repente entre Heidi y Conkling?
—A ver…, ¿es Poison lo que llevas? —La nariz de Conkling, bajo la tenue luz, ha adquirido un resplandor que palpita lentamente.
—¿Cómo lo sabes? —con las pestañas y todo lo demás. Irritante de por sí, más aún si le añadimos el rollo del perfume Poison, que ha sido objeto de discusión recurrente entre Heidi y Maxine, sobre todo por la costumbre de la primera de ponérselo en ascensores. La ciudad está sembrada de ascensores que todavía hoy, a veces incluso pasados varios años, no se han sobrepuesto a la presencia de Heidi, por breve que fuera, y algunos se han visto obligados a asistir a Clínicas de Recuperación de Ascensores especiales para que los desintoxicaran:
—Tienes que dejar de culparte por eso, tú eras la víctima…
—Tendría que haberle cerrado la puerta en las narices y haber desaparecido subiendo directo al tejado…
Mientras tanto, llegan los de la comisaría, más el equipo de desactivación de explosivos, un par de ambulancias y los de operaciones especiales.
—Vaya, si está el chaval.
—Moskowitz, ¿qué te trae por aquí?
—Estaba charlando con algunos de los chicos en el Krispy Kreme, y casualmente pillaron el aviso con el escáner y…, vaya, vaya, eso que llevas ahí con las lucecitas titilantes, ¿no es el asqueroso Naser?
—Oh…, qué, ¿esto? Qué va, hombre, es sólo un juguete para mis hijos, escucha. —Pulsa un botón de pega para activar un chip de sonido que hace sonar Baby Beluga.
—Precioso, ¿y por qué clase de gilipollas me tomas, joven Conkling?
—Por la versión erudita, supongo, pero mientras tanto, mira, Jay, ahí hay una furgoneta entera llena de Chanel número 5 que podría perderse de camino al depósito, a no ser que alguien le eche un ojo.
—Vaya, es el perfume favorito de mi mujer.
—Pues en ese caso…
—Conkling —a Maxine le encantaría quedarse y charlar un rato, pero…—, ¿no conocerás un bar del barrio llamado Vodkascript?, lo estamos buscando.
—He pasado por delante, está a un par de manzanas, por ahí.
—Pues podrías venir con nosotras —Heidi se esfuerza por contener el exceso de entusiasmo.
—No sé cuánto nos queda aquí…
—Oh, anda —dice Heidi. Esta noche lleva vaqueros y un conjunto de un desacertado tono mandarina, y aun así, o quizá precisamente por eso, Conkling parece fascinado.
—Chicos, acabaremos el papeleo en la Cincuenta y Siete, ¿vale? —dice Conkling.
Eso es rapidez. Piensa Maxine.
El Vodkascript resulta estar atestado de pijos que van de tirados, cibergóticos, programadores sin trabajo, gente de las afueras en busca perpetua de una vida menos insulsa, todos apretados en un diminuto y antiguo bar de barrio, sin aire acondicionado y con demasiados amplificadores, escuchando a Pringle Chip Equation. Los del grupo llevan gafas de montura nerd y, como todos los demás ahí dentro, sudan. El guitarra solista toca una Epiphone Les Paul Custom y el teclista un Korg DW-8000, también hay un instrumentista de viento con un surtido de cuernos y un percusionista con un amplio abanico de instrumentos tropicales. Esta noche, como invitada especial, se oye a Driscoll Padgett cantar de vez en cuando. Maxine nunca hubiera imaginado que el universo de acrónimos de tres letras de Driscoll llegara a incluir «LBD», pero ahí está su little black dress, su vestidito negro ceñido, en su versión más reciente. El pelo recogido hacia arriba, revelando, para sorpresa de Maxine, una de esas caras dulcemente hexagonales de las modelos jovencitas, ojos y labios poco resaltados, la barbilla marcada y resuelta, como si se tomara la vida en serio. Una cara, piensa Maxine sin poder evitarlo, que ha llegado a ser ella misma…
Recuerda el Alley,
cada día era una fiesta, y
nosotros acabábamos de llegar…
geeks divirtiéndose en coche,
alborotados, con los ojos enrojecidos,
y con demasiado subidón para poder parar…
Al sur del rótulo de bienvenida
de DoubleClick era difícil encontrar
mucha estabilidad en aquel mogollón,
los techies se relajaban
transformándose en millonarios
con un solo toque del ratón…
¿Fue real?,
¿fue
algo más que un
sueño a la hora de comer, una
oración fugaz?,
¿pudimos captar…,
al otro lado del filo de la pantalla, algo
del mezquino meatspace, que nos dejaba atrás?…
Los buenos tiempos,
los chicos malos y las buenas noticias,
y todos los pasos en falso desaparecieron,
pero estas calles siguen atestadas
de prisas y anhelos
igual que entonces,
en aquellos tiempos…
Ahora estoy en otro sitio,
el alquiler es caro, en las citas se miente,
la ciudad no es tan acogedora como entonces,
llámame, sigue buscándome,
tal vez me encuentres…,
tal vez me encuentres,
otra vez…
Tras la actuación, Driscoll saluda con la mano y se acerca.
—Driscoll, Heidi, y éste es Conkling.
—Oh, claro, el tipo con el rollo aquel de… —mirada rápida a Maxine—, eh, Hitler. ¿Qué tal salió?
—¿Hitler? —Las pestañas de Heidi se agitan con violencia, esparciendo trocitos de rímel, como si el objeto de interés que comparte con Conkling fuera una estrella del pop.
Ya la hemos cagado, subvocaliza por lo bajinis Maxine, que, por su parte, se había enterado hacía poco de la inveterada obsesión de Conkling no tanto con Hitler en general, cuanto con la cuestión bastante más concreta de: ¿cómo olía Hitler?, ¿cómo exactamente?
—Quiero decir, está claro que olía como un vegetariano, como un no fumador, pero, por ejemplo…, ¿qué colonia se ponía?
—Yo siempre he imaginado que se ponía 4711 —Heidi, metiendo baza más deprisa de lo que debería una persona normal.
Conkling se queda instantáneamente hipnotizado. El tipo de reacción que se ve en los dibujos animados más antiguos de Disney.
—¡Yo también! ¿Dónde has…?
—Sólo es una suposición, JFK la usaba, ¿no?, y esos dos hombres, mutatis mutandis, tenían el mismo tipo de…, bueno, ya sabes, de carisma.
—Exactamente, y si el joven Jack cogía prestada la colonia de su padre (en los textos especializados encontramos a menudo un modelo de transmisión de padre a hijo), sabemos que el patriarca de los Kennedy admiraba a Hitler, e incluso es razonable pensar que quisiera oler como él, a eso añádele que todos los submarinos de la flota del almirante Dönitz eran rociados a menudo con 4711, barriles enteros para cada travesía, y además Dönitz fue nombrado personalmente por Hitler como sucesor…
—Conkling —Maxine con tono afable, y no es la primera vez—, eso no convierte a Hitler en un amante de los submarinos, a aquellas alturas de la película no le quedaba nadie más en quien confiar, y aun así, ¿crees que existe una relación?
Al principio, asumiendo que Conkling sólo expresaba una hipótesis en voz alta, Maxine estaba dispuesta a concederle cierto margen. Pero pronto empezó a alarmarse vagamente al reconocer, tras la pose de sincera curiosidad, la mirada reconcentrada de un fanático. En cierto momento, le enseñó a Maxine una «foto de prensa de la época» en la que Dönitz regala a Hitler un frasco gigantesco de 4711, con la etiqueta claramente visible.
—Guau —con cuidado de no alterar a Conkling—, para que luego critiquen el emplazamiento de productos, ¿eh? ¿Te importa si hago una fotocopia? −Sólo era una corazonada, pero quería enseñársela a Driscoll.
La petición provocó un parpadeo instantáneo.
—La han pasado por el Photoshop. Fíjate. —Driscoll abrió su ordenador, cliqueó por algunos sitios web, tecleó un par de términos de búsqueda y finalmente sacó una fotografía de julio de 1942 de Dönitz y Hitler, idéntica a la de Conkling, salvo por un único detalle: aquí los hombres sólo se están estrechando la mano—. Bajas el brazo de Dönitz un par de grados, buscas una imagen del frasco, lo amplías al tamaño que quieras, se lo pones en la mano, dejas la de Hitler donde está, y da la impresión de que quiera coger el frasco, ¿ves?
—¿Crees que serviría de algo explicárselo a Conkling?
—Depende de dónde haya sacado la foto y de cuánto se haya gastado.
Cuando Maxine, que no se corta nada, se lo preguntó, Conkling pareció incomodarse.
—Mercadillos de intercambios… Nueva Jersey…, ya sabes que siempre hay recuerdos nazis en venta corriendo por ahí… Mira, podría haber una explicación, podría ser todavía una auténtica foto de propaganda nazi, ¿no?, una que hubieran retocado ellos mismos, para un cartel o…
—Aun así, debería revisarla un experto…, oh, Conkling, tengo a alguien esperando en la otra línea, tengo que contestar.
Desde entonces, Maxine ha intentado mantener sus conversaciones en el plano profesional. Conkling ha reducido un poco sus referencias a Hitler, pero eso sólo consigue poner más nerviosa a Maxine. Ella aprendió hace mucho, en el campus de la Universidad del Fraude de Nueva York, que los talentos excesivos, como este übernapia, también pueden ser unos pirados.
Heidi, claro, cree que es un detalle muy mono. Cuando Conkling va al lavabo, ella se inclina hasta tocarle la cabeza a Maxine y murmura:
—A ver, Maxine, ¿aquí hay lío?
—¿Te refieres —asumiendo el papel de compinche leal— a algo así como en Bird Dog de los Everly Brothers?;[24] bueno, hasta donde sé, Conkling no es el pichoncito de nadie en este momento, y además a ti sólo te va la caza furtiva de maridos, ¿no es así, Heidi?
—¡Agggh! Tú nunca…
—¿Y qué me dices de Carmine, apasionado, italiano y, no hace falta ni decirlo, celoso? Esto huele a Naser contra Glock, solos ante el peligro, ¿no?
—Carmine y yo somos felices hasta el delirio, no te equivoques; sólo preguntaba pensando en ti, Maxine, eres mi mejor amiga, no quisiera interponerme en tu camino…
Momento en el que Conkling vuelve y las lecturas del sacarinómetro bajan a un nivel menos alarmante.
—Un lavabo fascinante. No llega a tener la complejidad de, pongamos, un Welcome to the Johnsons, pero las paredes están llenas de historias, antiguas y nuevas.
Llamada de Axel desde la oficina del fisco, con la última sobre Vip Epperdew, que se ha dado a la fuga después de pagar la fianza y ha salido de la jurisdicción.
—Sus jóvenes amigos también han desaparecido, es posible que sigan juntos.
—¿Quieres que te ponga en contacto con un buen rastreador de fugados?
—¿Y qué rastrearía? Ya no es problema nuestro. Muffins and Unicorns está en bancarrota, han congelado las cuentas de Vip, se está negociando su deuda tributaria, su mujer ha presentado una demanda de divorcio y está a punto de sacarse una licencia como agente inmobiliaria, se otean finales felices por todas partes. Perdona, voy a buscar un pañuelo de papel.
Maxine, para la que los chanchullos del Tío Dizzy son una especie de curso tutorial de control de la irritación, se pasa un par de horas con fotocopias de los recibos y cuentas de Diz, después se toma un descanso, y entonces se encuentra a Conkling hojeando ejemplares antiguos de la revista Fraud.
—¿Por qué no has dicho nada?
—Parecías muy ocupada. No quería interrumpir. Sólo he venido para ponerte al día sobre ese perfume, el 9.30: he consultado con una de mis socias, de los tiempos de International Flavors & Fragrances. Es preósmica, así que puede oler por adelantado cosas que van a suceder. A veces un aroma actúa como desencadenante. En este caso, más bien como detonante: le dio un tiento a la muestra de aire que le enseñé y se puso nitrosa. —La mujer ya lleva semanas por ahí presa del pánico, le falta el aliento, se despierta sin motivo, agobiada leve pero insistentemente por un sillage inverso, una estela olorosa procedente del futuro—. Dice que ninguna persona viva ha olido antes esa combinación tóxica que ha estado captando, es amarga, indólica, cáustica, «como inhalar agujas», según sus propias palabras. Moléculas registradas, sustancias sintéticas, aleaciones, todo sometido a una oxidación catastrófica.
—Lo que significa… ¿qué?, ¿que va a haber una especie de incendio o algo así?
—Podría ser. Ella tiene un buen historial en incendios, incluidos algunos muy grandes.
—¿Y?
—Se va de la ciudad. Le está diciendo a todo el mundo que debería hacer lo mismo. Y como la colonia 9.30 está relacionada con el D.C., tampoco va a quedarse cerca de allí.
—¿Y tú qué vas a hacer?, ¿te quedas aquí?
La malinterpreta.
—¿Este fin de semana? Pues no iba a quedarme, pero he conocido a alguien y he cambiado de opinión.
—«A alguien.»
—A tu amiga de la otra noche, la que llevaba Poison.
Aquí tenemos al Enanito Tímido.
—Heidi. Bueno, te felicito por tu gusto con las mujeres.
—Espero que esto no suponga ningún problema entre vosotras.
Maxine le clava una doble mirada letal que, con los años, ha aprendido a limitar a una menos estridente mirada y media.
—Espera. ¿Crees que podríamos acabar como Alexis y Krystle en la piscina de Dinastía y pelearnos por cuál sale contigo, Conkling? Te diré lo que voy a hacer: me comportaré con nobleza y volveré a los brazos de mi marido, si me acepta.
—Pareces…, no sé, un poco irritada, lo siento.
—Con Horst a punto de volver cualquier día de éstos, sí, es posible que esté un poco impaciente, pero no es por ti.
—Tu marido siempre ha estado ahí, en la foto, lo supe desde el principio…, bueno, mejor dicho, me lo olí, así que desde ese momento me esforcé por mantener nuestra relación en lo estrictamente profesional, no sé si te habías dado cuenta.
—Buf, Conkling, espero que no te haya supuesto muchas molestias.
—Pues la verdad es que sí. Pero lo que he venido a preguntarte en realidad es si hoy la has visto.
—¿A Heidi? Heidi está… —Pero ahí tiene que pulsar el botón de pausa, ¿no? Lo ético en ese momento sería, bueno, no prevenirle contra ella, claro, aunque sí, tal vez, dejar caer como quien no quiere la cosa un par de las espinillas de la personalidad de Heidi. Pero Conkling, pobre pelmazo, está tan desesperado por hablar de ella, ay, que de qué signo es, que cuál es su grupo de música favorito, y que…
Por favor.
—¿Qué es exactamente lo que quieres?, ¿mi bendición? Me estás tomando por un rabino. ¿Qué te parece si redacto una auditoría argumentada?, eso sí lo sé hacer bien.
Con tristeza pero a todas luces ensayado:
—Creo que tú y yo llegamos tan lejos como podíamos.
—Sí, podríamos habernos liado —finge reflexionar Maxine.
—Lo mío con Heidi… no crees que sea sólo por el Naser, ¿verdad que no?
—Quieres que te quieran por ti mismo.
—Enseñas el Naser una vez y la gente saca conclusiones. Algunas mujeres no pueden resistirse a establecer una relación militar, por remota que sea. Yo nunca he sido un hombre de acción, en el fondo de mi corazón siempre he estado sentado a una mesa. No como…
—¿Como quién?
—Da igual.
Es una posibilidad totalmente descabellada que haya estado a punto de mencionar a Windust, ¿no? Pero, entonces, ¿a quién se refería?