Con la colaboración siempre amable del detective Nozzoli, Maxine ha conseguido una fotografía del permiso de conducir de Eric Jeffrey Outfield, y la foto, junto con una breve lista que le ha dado Reg de lugares donde es más probable encontrar a Eric, la lleva una abrasadora tarde de agosto a Queens, a un club de striptease llamado Joie de Beavre. El local está ubicado en un tramo de calle que da a la autopista y su rótulo de neón representa un castor lascivamente humanizado que luce una boina y le hace guiños alternando cada ojo a una stripper que se contonea.
—Hola, me dijeron que preguntara por Stu Gotz.
—Al fondo.
Maxine esperaba encontrarse un camerino como los de los musicales. Lo que encuentra es una especie de lavabo de señoras remodelado sin mucho esmero, con compartimentos separados y demás —algunos, como era de esperar, con estrellas brillantes pegadas con celo a la puerta—, un cubo de basura lleno de botellas de licor de medio litro, colillas de porro y cucarachas, kleenex usados, un espacio difícil de reconocer como un plató de Vincente Minnelli.
Stu Gotz está sentado en su despacho, con un cigarrillo en una mano y un vaso de papel de algo turbio en la otra. El cigarrillo no tardará en acabar dentro del vaso. Suelta un largo buff.
—¿Quiere que le haga una prueba? La noche de las MILF es el martes, vuelva entonces.
—Los martes tengo reunión de Tupperware.
Esbozando una sonrisa lasciva:
—Pensándolo mejor, si quiere probar ahora…
—Se trata más bien de una investigación. Tengo que localizar a uno de sus clientes habituales.
—Un momento, ¿es poli?
—No exactamente, más bien contable.
—Bueno, no se deje engañar por la atmósfera familiar de mi local y se imagine que conozco a todos por su nombre. Aunque en verdad sí que los conozco, todos se llaman igual: Perdedor.
—Guau. Menuda manera de hablar de su clientela.
—Geeks salidos que se sienten más cómodos, no se ofenda, cascándosela delante de una pantalla que con nada de la vida real. Pues, qué quiere que le diga, lamento no ser demasiado comprensivo. Por favor, no se corte, véalo por sí misma, busque un conjunto para salir al escenario, ¿qué talla tiene?, una dos, puede. No se preocupe, alguno le servirá.
A ver, Maxine no ha llevado una talla dos desde que una dos era de verdad una dos, en lugar de la numeración actual, que, por motivos comerciales, puede llegar a ser lo que antes se consideraba una dieciséis. O más. En favor de Maxine se ha de reconocer que no se molesta en agradecer la galantería y, encogiéndose de hombros, empieza a revisar el contenido de un desvencijado guardarropa pegado a la pared, lleno de lo que alguien debe de imaginar que es lencería glamurosa, con atuendos de interés subcultural —monja, colegiala, princesa guerrera— y zapatos con tacones de aguja, cada par, podría decirse, más seductor que el siguiente, aunque costaría considerarlo calzado de diseño precisamente y encajaría más bien dentro de la gama de descuento Payless, el tipo de zapatos que hace que los podólogos sueñen con Ferraris y lecciones particulares de golf impartidas por Tiger Woods.
Opta por unos tacones de plataforma de color aguamarina neón, más un body con tanga y lentejuelas a juego, y medias hasta los muslos. Perfecto, pintiparado, salvo por…
—Esto…, señor Gotz.
—Todo limpiado en seco y desinfectado, querida, se lo garantizo personalmente.
Sin que eso la tranquilice y dejándose los pantis puestos, se embute en el sensual atuendo y, tras unos suspiros contemplativos, serpentea por detrás de una cortina de cristales Swarovski de imitación para salir a la penumbra saturada de aire acondicionado y altos decibelios del Joie de Beavre. Hay dos o tres chicas esparcidas por el bar, masajeándose el coño, un poco colocadas, con la mirada fija en la lejanía. Parece quedar una barra de pole libre y Maxine se dirige allí, porque, aunque no le pegue nada, resulta que sí se sabe un par de movimientos, gracias al gimnasio al que acude de vez en cuando, Body and Pole, muy por debajo de la calle Catorce, en esa región a la vanguardia de la innovación del país donde el pole dancing forma ya parte del ejercicio tradicional, pese a que en el Upper West Side muchos —bueno, Heidi— lo sigan considerando de muy mala reputación.
—Penosa y frustrada Maxi, ¿por qué no inviertes en un vibrador?, me han dicho que hay unos cuantos en el mercado que te servirían incluso a ti.
—Estirada y moralista Heidi, ¿por qué no vienes alguna noche tú misma, pruebas con la barra y así tal vez redescubres a la chica alegre que llevas dentro?
El plan de Maxine consiste en improvisar un número de MILF mientras revisa los rostros de los parroquianos, con la esperanza de encontrar alguno que encaje con la foto del permiso de conducir de Eric. Según Reg, debido a diversos problemas derivados de las conspiraciones de Eric —cosas de geeks—, el joven genio de la informática sale sin bigote en su foto oficial, pero, que se sepa, conserva el mismo color de pelo.
Se toma la molestia de sacar del bolso una caja de toallitas Handi Wipes y con meticulosidad de ama de casa desinfecta la barra, acariciándola lentamente arriba y abajo mientras lanza miradas púdicas por el bar. La tez de todos los clientes, bajo el chorro de iluminación fluorescente de tono añil, tiene el mismo matiz pálido, como si se les hubiera manchado para siempre por exceso de radiación catódica.
Amablemente, Stu Gotz, o algún otro, ha puesto un mix de la noche de las MILF, que incluye un montón de música disco, además de temas de U2, Guns N’ Roses y Journey. Y, con intención de agradar a los clientes, demasiado Moby para el gusto de Maxine, salvo, seguramente, That’s When I Reach for My Revolver.
Maxine nunca ha tenido lo que podríamos denominar «un par de tetazas», aunque a los connoisseurs presentes no parece importarles mientras estén al aire. La única parte de su cuerpo en la que no se fijan son sus ojos. Esta Mirada Masculina de la que ha oído hablar desde la secundaria no va a cruzarse con su homóloga femenina en un futuro previsible.
En el transcurso de un número de baile cuyas dulces ondulaciones, entre vainilla y cereza, incluyen colgarse de las piernas, descender en movimiento helicoidal, cogerse boca abajo de la barra y todo lo demás, Maxine se fija en un hombre en una remota curva de la barra del bar, bebiendo se diría que incansablemente lo que resultará ser Jägermeister y ron 151 a través de una pajita fosforescente de un vaso de cartón de más de medio litro que se ha traído él mismo, sin mostrar signos de intoxicación alcohólica, lo que podría ser indicio tanto de una inmunidad antinatural como de una desesperación insuperable. Maxine se ondula para mirar más de cerca, y, no hay duda, es él, Eric Jeffrey Outfield, übergeek, con el mismo aspecto que en su fotografía, salvo por el labio superior desnudo y por una recién adquirida mosca bajo el labio inferior. Lleva pantalones cargo con un estampado de camuflaje cuyo patrón de colores está pensado para una zona de combate muy remota, por no decir extraterrestre, y una camiseta que anuncia, en Helvética, <p> LOS VERDADEROS GEEKS UTILIZAN LÍNEAS DE COMANDOS </p>, con el accesorio de un cinturón de Batman que tintinea como una pulsera de dijes, del que cuelgan mandos a distancia para el televisor, el estéreo y el aire acondicionado, además de un puntero láser, un busca, un abridor de botellas, un pelacables, un voltímetro y una lupa, to dos tan diminutos que uno tiene derecho a poner en duda que funcionen.
En ese momento empieza a sonar Canned Heat, de Jamiroquai, a cuya línea de bajo Maxine no ha sabido resistirse jamás, y, poseída por un éxtasis post-disco, se olvida fugazmente de para qué está ahí, se olvida de la pole de metal y se entrega al baile, y cuando la música ha fluido suavemente a Cosmic Girl, está acuclillada sobre la barra delante de Eric, que parece más fascinado por sus centelleantes zapatos aguamarina que por otra cosa, y allí se queda hasta que acaba la cinta y todo el mundo se toma un descanso, luego se escurre de la barra y se sienta en un taburete a su lado.
—Me he quedado sin billetes de dólar —empieza él.
—Cariño, es el blues del NASDAQ, todos nos dimos un baño y sabemos que apesta, pero a lo mejor puedes hacerme un favor, soy nueva por aquí y tú pareces casi de la casa, ¿sabes dónde está el Champagne Lounge privado de este tugurio?
—También me he quedado sin billetes de veinte.
—No estás obligado.
—Ahora es cuando dices «Pero ¡espera!». —Mira inquisitivamente un momento a su bebida letal, como si confiara en que la respuesta a un problema personal se le acercara flotando, grabada en una cara de un dodecaedro, luego, con un lento tambaleo, se pone cuidadosamente en pie—. Voy al lavabo; ven, pilla de camino.
La conduce hacia la parte de atrás y bajan un tramo de escaleras. La iluminación vira cada vez más hacia el extremo rojo del espectro. Desde abajo se filtran unos arreglos de cuerda románticos que Maxine creía que habían pasado a mejor vida en los setenta, no más fascinantes hoy de lo que lo eran entonces.
—Estaré aquí, por si quieres hablar. Sin cobrar nada. Te lo prometo.
El Champagne Lounge es de una escala acogedora, como un trastero lleno de botellas de vino peleón Mad Dog. Pantallas de vídeo, en algunas de las cuales sólo se ven interferencias y en otras parpadean cintas porno de un Kodachrome vintage de baja resolución, colocadas aquí y allá en soportes de pared. Unas chicas se sientan solas a mesas, tomándose un descanso para fumar. Otras se montan a horcajadas sobre clientes en las sombras de velour manchado de los «reservados» del fondo. Hay una barra en miniatura con un par de estantes de botellas cuyas etiquetas a Maxine no le resultan familiares a primera vista.
—Eres nueva —comenta el camarero, que tiene cara de muñeca maquillada y una voz animada que no encaja con el hosco par de labios realzados del que surge—. Bienvenida al paraíso geek. Al primer mojito invita la casa, los demás corren de tu cuenta.
—La pura verdad —dice Maxine—: soy una civil; creí que esta noche era la velada MILF, supongo que lo entendí mal.
—¿Has traído un cliente?
—Al sobrino de mi vecina, ella me pidió que le echara un ojo. Es un chico encantador, casi siempre, aunque quizá pasa demasiado tiempo en internet.
Instante en el que Eric asoma la cabeza a través de la cortina de cuentas.
—Oh, no, ese tipo no; oh-oh. Le han echado de aquí antes y tiene prohibida la entrada. Eh, babosoide, ¿quieres que vuelva a llamar a Porfirio para que te enseñe dónde está la calle?
—Tranqui, no pasa nada —Maxine sonríe, se encoge de hombros, sale por la puerta—, todo bien.
—Gilipollas —murmura Eric—, ¿qué le voy a hacer si me gustan los pies?
—¿Dónde vives? Te llevaré a casa.
—Manhattan, en la parte baja.
—Vamos, te pagaré un taxi. Déjame que entre y me cambie.
—Te espero fuera.
—¿Qué le pasa a Piececitos? —pregunta Stu Gotz cuando Maxine se ha vestido de calle otra vez—. Menuda compañía que se busca.
—Oh, son negocios.
—Lo que me recuerda…, en este momento nos complace ofrecerle un contrato de un mes, siempre que asista a nuestro Seminario Introductorio de Evaluación Personal, que la familiarizará con las numerosas variedades de tecnochusma e inadaptados psicosociales que tristemente tienden a estar sobrerrepresentados entre nuestra clientela.
Ella recoge la tarjeta, que podría resultar útil algún día, aunque en ese momento a ninguno de los dos se le ocurra para qué.
Eric vive en un estudio, en una quinta planta sin ascensor en Loisaida, con un lavabo sin puerta encajado en un rincón y, en otro, un microondas, una cafetera y un fregadero en miniatura. Amontonadas al azar, cajas de cartón de licorerías llenas de sus efectos personales, y la mayor parte del reducido espacio del suelo está cubierta de ropa sucia, envases de comida china y cajas de pizza, botellas vacías de Smirnoff Ice, ejemplares viejos de Heavy Metal, Maxim y Anal Teen Nymphos Quarterly, catálogos de zapatos de mujer, discos de SDK, controladores de videojuegos y cartuchos para Wolfenstein, Doom y otros. Zonas selectas del techo exhiben desconchados de pintura y los accesorios de las ventanas no son más que mugre de la calle. Eric encuentra una colilla un poco más larga que las demás en una zapatilla deportiva que ha estado utilizando como cenicero y la enciende, se inclina sobre el caos de la cafetera eléctrica y sirve un poco de lodo del día anterior en una taza con un rectángulo y las palabras CSS IS AWESOME saliéndose del recuadro.
—Oh, ¿quieres?
Encienden un canuto, Eric se acomoda en el suelo.
—Ahora —con una voz que Maxine espera que suene lo bastante firme—, con respecto a lo de los pies…
—Vamos, quítate los zapatos, no te preocupes. No hace falta que toques el suelo, puedes apoyarlos en mí.
—Es lo que yo había pensado.
Ha pasado cierto tiempo, tanto como, digamos, toda la vida, sin que sus pies hayan recibido una atención como ésta. Por un momento la asalta el pánico y se pregunta: ¿seré una rarita permitiéndolo? Eric, con una sonrisa extrasensorial, alza la vista y asiente.
—Sí, lo eres.
Los pies de Maxine llevan ya un buen rato apoyados en el regazo de Eric, y ella nota inevitablemente que él tiene, esto, una erección. Que le sobresale de los pantalones y crece entre sus pies, y, para ser precisos, digamos que se mueve adelante y atrás… No es algo que le suceda a Maxine muy a menudo, lo que puede explicar por qué ahora empieza a explorar con indecisión, manoseando, o comoquiera que se diga su equivalente, tal vez pieseando, el órgano erecto, dado que los dedos de sus pies siempre han sido lo bastante prensiles para recoger calcetines, llaves y calderilla, y nota las plantas, ¿será por el cannabis?, inexplicablemente sensibilizadas, sobre todo el interior de los talones, que los reflexólogos le han contado que conectan directamente con el útero…, desliza los dedos bien cuidados de uno de sus pies bajo las pelotas de Eric, con las yemas de los del otro empieza a acariciarle el pene, y al cabo de un rato cambia de pies, sólo para ver qué pasa, y todo lo hace movida, ni que decir tiene, por una mera curiosidad experimental…
—Eric, ¿qué es esto?, ¿acabas de… de correrte encima de mis pies?
—Ummm, sí; bueno, no exactamente «encima», porque llevo condón.
—Tienes miedo de…, ¿de qué?, ¿de pillar hongos?
—No te ofendas, lo que pasa es que me gustan los condones, a veces me pongo uno sólo por llevarlo puesto, ¿sabes?
—Vale… —Maxine le echa un vistazo rápido a la polla, y las lentillas casi se le dan la vuelta y salen disparadas por la habitación—. Eric, perdona, ¿es eso una asquerosa enfermedad de la piel?
—¿Esto?, oh, es un condón de diseño, de la Colección Expresionismo Abstracto Troyano, creo, toma… —Se lo quita y lo agita ante ella.
—No, no hace falta, no hace falta.
—¿Ha estado bien para ti?
Vaya, qué encanto de hombre. ¿La verdad?, ¿lo ha estado? Ladea la cabeza y sonríe, esperando que su sonrisa no parezca salida de una comedia televisiva.
—No lo haces mucho.
—No muy a menudo, como dice Papi Warbucks en Annie… —Ahora Eric ha adoptado esa mirada atenta de los chicos la primera vez que salen con una chica. Así que, Maxine, no seas la borde de siempre—. Escucha, Eric, voy a ser sincera contigo, ¿vale? —Le cuenta su relación con Reg.
—¿Cómo? ¿Has ido a propósito a ese antro de striptease a buscarme? Eh, Reg, gracias, colega. ¿Qué está haciendo, me vigila o qué?
—Tranquilo, todo es más sencillo; piensa que yo soy tú, sólo que en la versión del mundo normal, no sé si me entiendes. Tú eres el forajido, el que se aventura dentro de la Web Profunda, ¿cuál de los dos crees que se lo está pasando mejor?
—Sí, claro. —Eric le lanza una mirada rápida. Ella le ha estado observando, si no, no la habría captado—. Ya que crees que es divertido, alguna vez podría llevarte ahí abajo. A dar una vuelta.
—Muy bien. Es como una cita.
—¿De verdad?
—Podría ser romántico.
—La mayor parte del tiempo no lo es, todo resulta bastante simple, directorios a los que tienes que acceder y buscar por tu cuenta, porque ningún metabuscador sabe cómo hacerlo dado que no hay enlaces. De vez en cuando se pone raro, hay material que empresas como hashslingrz quieren mantener oculto. O sitios con enlaces rotos, o que han quebrado o que han dejado que se vayan a la mierda…
Se supone que la Web Profunda está constituida básicamente por sitios obsoletos y enlaces rotos, un desguace infinito. Como en La momia (1999), los aventureros irán allí algún día a excavar en busca de vestigios de dinastías remotas y exóticas.
—Pero eso es sólo lo que parece —según Eric…—, por detrás hay un laberinto invisible de restricciones incrustadas que te conducen a algunos lugares específicos mientras te mantienen lejos de otros. Este código de comportamiento oculto tienes que aprenderlo y obedecerlo. Es un vertedero, sí, pero con estructura.
—Eric…, pongamos que hubiera algo ahí abajo en lo que yo quisiera entrar…
—Ehhh. Y yo que creía que me amabas por mis tendencias psicosexuales. Debería haberlo imaginado. Es la triste historia de mi vida.
—¡Quiá!, no, nada que ver…, el sitio en el que estoy pensando puede que ni siquiera esté ahí, es uno de esos sitios de la Guerra Fría, tal vez sólo una fantasía marginal, viajes en el tiempo, ovnis, control de las mentes…
—Hasta ahí suena estupendamente.
—Podría estar muy encriptado. Si quisiera entrar, necesitaría a un genio de la cripto, a un alfageek.
—Ya, claro, ése soy yo, pero…
—Eh, te contrataré, soy legal, Reg responde por mí.
—Claro, al fin y al cabo él es el que nos ha enrollado. Debería cobrarme honorarios de celestino. —Ahora sostiene en la mano uno de los zapatos de Maxine con, podría decirse, esperanza.
—No estarías pensando en…
—Sí, lo estaba pensando, pero si tienes que volver, lo entiendo, ten, déjame sólo que te lo ponga yo…
—Quiero decir, son un poco informales, ¿no te parece? Tú tienes pinta de que te vaya algo con más estilo, no sé, unos de Manolo Blahnik.
—En realidad, hay otro, Christian Louboutin. Hace unos tacones de aguja de quince centímetros. Asombroso.
—Creo que he visto alguna imitación por ahí.
—Eh, a mí me valen las imitaciones, ningún problema.
—A lo mejor, la próxima vez…
—¿Prometido?
—No.
Cuando llega a casa, el teléfono está sonando. Sin parar. Varios mensajes grabados en el contestador, todos de Heidi.
Que básicamente quiere saber dónde ha estado Maxine.
—Haciendo contactos. ¿Algo importante, Heidi?
—Oh. Sólo me preguntaba…, ¿quién es el nuevo?
—¿El…?
—Te vieron en el antro chino-dominicano el otro día. Todo muy intenso, según se cuenta, no teníais ojos más que el uno para el otro.
—Como —seguramente no debería decirlo— si él fuera del FBI o algo así. Heidi, sólo era trabajo… Lo incluyo todo en gastos de viaje y representación.
—Tú lo metes todo en las dietas, ya lo sé, Maxine, los caramelos de menta, los paraguas baratos; lo que ni Carmine ni yo entendemos es por qué nos pides tanta ayuda para entrar en la base de datos del NCIC[22] si estás quedando con Eliot Ness o quien coño sea.
—Lo que me recuerda que…
—¿Qué, quieres algo más? No es que Carmine tenga envidia, ni mucho menos, pero se pregunta si podrías devolverle alguno de los favores que te hace.
—¿Cómo?…
—Bueno, por ejemplo en relación con el cadáver del The Deseret y ese mafioso con el que también parece que estás saliendo a la vez.
—¿Quién?, ¿Rocky Slagiatt?, ¿es que ahora es sospechoso de algo?, ¿y qué quieres decir con eso de que estoy saliendo?
—Bueno, damos por hecho que el señor Slagiatt y tú… —A estas alturas Heidi exhibe la sonrisa de superioridad marca de la casa en cada matiz de su voz.
Maxine se deja ir por un momento en uno de los ejercicios de visualización que le ha enseñado Shawn, en el que su Beretta, al alcance de la mano, se transforma en una colorista mariposa de California dedicada, como Mothra, a fines pacíficos.
—El señor Slagiatt ha estado colaborando conmigo en un caso de malversación, y la confianza mutua es esencial, lo que dudo que incluya chivarse de él a las autoridades, ¿no te parece, Heidi?
—Carmine sólo quiere saber —Heidi implacable— si el señor Slagiatt ha mencionado alguna vez a su antiguo cliente, el difunto Lester Traipse.
—¿Charlas sobre inversores de capital riesgo? No es uno de nuestros temas de conversación favoritos, lo siento.
—Le quita toda la gracia, lo entiendo, aunque no sé dónde encuentras el tiempo para andar, además, con un burócrata del D.C…
—A lo mejor es alguien más interesante de lo que parece…
—«Interesante», ah. —El irritante staccato del «ah» de Heidi—. Y Hitler era un buen bailarín, tenía un maravilloso sentido del humor…, joder, no me lo puedo creer, vemos las mismas películas en el canal Lifetime, esos tipos siempre acaban siendo unos canallas sociópatas, son los que se tiran a la recepcionista, les birlan el dinero de la merienda a los niños, envenenan poco a poco a la novia ingenua echándole insecticida en el desayuno.
—Lo que le convierte en… —tono inocente— ¿un cereal killer?[23]
—¿Te has liado con él sólo porque una vez te vendí la moto de que los polis eran un partidazo? ¿Y te la tragaste?
—No es poli. Ni somos recién casados. ¿Te acuerdas? Heidi, tranqui, por el amor de Dios.