Mientras tanto, Heidi, de regreso de la Comic-Con de San Diego, con la cabeza todavía llena de superhéroes, monstruos, hechiceros y zombis, ha recibido la visita de detectives del NYPD que han visto su nombre en la agenda de su antiguo ex prometido, Evan Strubel, detenido recientemente tras ser acusado de un delito grave de manipulación fraudulenta de ordenadores, en relación con una denuncia de uso de información federal privilegiada. Lo primero que piensa Heidi es: ¿aún me tiene en su Rolodex?
—¿Ustedes dos mantenían una relación romántica?
—Yo no la llamaría romántica; más bien, barroca. Hace muchos años.
—¿Fue antes o después de que él se casara?
—Creía que ustedes eran de la comisaría, no de la Brigada de Adulterios.
—Qué susceptible —le parece al Poli Malo.
—Sí, y sensible también —le replica Heidi—. ¿Y a usted qué le importa, su Eminencia?
—Sólo intentamos establecer la cronología de los hechos —la calma el Poli Bueno—. Lo que quiera compartir con nosotros, Heidi, nos vale.
—«Compartir», ¿eh?, como en el show de Geraldo; creía que ya no lo emitían.
Y así sucesivamente, como en un partido de balonmano policial.
Cuando están a punto de marcharse, Heidi ve que el Poli Malo le sonríe de una forma extraña.
—Oh, esto, y Heidi…
—Sí, detective… —finge que rebusca en su memoria— Nozzoli.
—Esas pelis de chicas de los cincuenta…, ¿ha visto alguna?
—En los canales de cine de vez en cuando —a Heidi, no sabe por qué, le resulta imposible dejar de parpadear—, claro, supongo, ¿por qué?
—Hay un festival de Douglas Sirk la semana que viene en el Angelika, y, si le interesa, podríamos tomarnos un café antes o…
—Discúlpeme, ¿me está pidiendo…?
—A no ser que esté casada, claro.
—Oh, en estos tiempos a las casadas les permiten tomar café, hasta consta por escrito en los acuerdos prenupciales.
—Heidi —Maxine, cuando escucha la historia, suspira, como siempre—, desesperada e irreflexiva Heidi, el tal detective Nozzoli, ¿está, eh, casado?
—¡Eres la cínica más amargada del universo! —exclama Heidi—. ¡Si fuera George Clooney también le encontrarías algún defecto!
—Era una pregunta inocente, nada más.
—Fuimos a ver Escrito sobre el viento (1956) —Heidi continúa como embobada mientras recuerda—, y cada vez que Dorothy Malone aparecía en pantalla, Carmine tenía una erección, y de las buenas.
—No me digas…, el viejo número del pene en el envase de palomitas. Por revivir el espíritu de los cincuenta, ¿no?
—Maxi, la irredenta liberal del West Side Maxi, si supieras lo que te estás perdiendo con estos defensores de la ley. Créeme, si no has probado a un poli, no sabes lo que es bueno, panoli.
—Ya, pero dime, Heidi, ¿qué ha sido de tu obsesión con el Arnold Vosloo de La momia y El regreso de la momia, y de las entrevistas que intentabas conseguir con su oficina?…
—La envidia —supone Heidi— es con frecuencia lo único que se interpone entre algunas y una vida triste y vacía.
Hoy Maxine ha revisado ya la mitad de la carpeta de menús para pedir cuando Heidi asoma la cabeza con el último episodio del interminable culebrón de sus bolsos de mano. Tras haber sobrevivido a una crisis de identidad producida por su antiguo modelo Coach, que llevó a los observadores atentos a los significantes de la moda de bolsos a confundirla con diversas nativas de Asia, ahora está metida en el ejercicio básico de decidir, como toda princesita que se precie, si opta por una imagen de clase y distinción con un Longchamp, por ejemplo, viviendo sin poder encontrar nunca nada dentro, o si se arrastra con un modelo más compartimentado, aceptando un ligero descenso en el escalafón de su clasificación de pija modernilla.
—Pero todo eso ya es historia; Carmine, bendito sea, lo ha resuelto.
—¿Carmine no será… no será una especie de… fetichista de los bolsos, Heidi?
—No, pero el hombre les presta atención. Mira, fíjate en lo que me ha comprado. —Es un bolso barato con un estampado otoñal y un corazón dorado—. Otoño e invierno, ¿vale? Ahora, mira. —Heidi mete la mano y le da la vuelta, presentando un bolso totalmente distinto, de colores claros y florales—. ¡Primavera y verano! Es convertible, dos por el precio de uno, ¿ves?
—Qué ingenioso. Un bolso bipolar.
—Y, bueno, también es un trozo de historia viva. —Abajo, en una esquina, Maxine lee: HECHO ESPECIALMENTE PARA TI POR MONICA.
—No me suena, a no ser que…, oh, no, Heidi, espera. «Monica», ¿no lo conseguiría en Bendel’s?
—Sí, recién salido del camión…, es de la buena de Portly Pepperpot en persona.[21] ¿Tienes idea de lo que costará esto en eBay dentro de un par de años?
—Un original de Monica Lewinsky. Es difícil de decir, pero yo tiendo a pensar que el buen gusto es intemporal.
—¿Y quién va a saberlo mejor que tú, Maxi, con todas las temporadas que ya has visto pasar?
—Oh, pero, claro, se trata de una insinuación, ¿no?, Carmine está insinuando un acto concreto, a ver, déjame pensar, ¿qué podrá ser?, algo que tú quizá no te hayas mostrado demasiado entusiasmada en practicar…
Es un bolso bastante ligero, pero Heidi le pone ganas cuando intenta agredir a Maxine con él. Durante un rato, se persiguen por el apartamento gritando, antes de decidirse a hacer un descanso para comer y pedir algo al Ning Xia Happy Life, cuyos menús para llevar no paran de colarse bajo las puertas traseras de medio mundo.
Heidi entorna los ojos ante la lista.
—¿Hay un menú de desayuno? ¿Muesli de Szechuan la Larga Marcha?, ¿Batido mágico de Goji de la Longevidad?, pero ¿qué, perdona, coño es esto?
El chico de reparto que aparece no es chino sino latino, lo que confunde todavía más a Heidi.
—‘¿Seguro usted tiene el correcto apartmento?’ Estábamos esperando comida china. ‘Foodo chineso.’
Al abrir los envases, no recuerdan haber pedido la mitad de lo que ven.
—Ten, prueba esto —le pasa a Heidi un sospechoso rollito de primavera.
—Extraño…, una explosión de sabores exóticos… Esto es… ¿carne?, ¿de qué clase dirías tú?
Finge que mira el menú.
—Sólo decía «Rollito Benji». Sonaba sugerente, así que…
—¡Perro! —Heidi se levanta de un salto y corre al fregadero a escupir todo lo que puede—. ¡Oh, Dios! ¡Esa gente come perro ahí mismo! Y tú lo has pedido, ¿cómo has podido?, ¿es que no has visto la película?, ¿qué tipo de infancia has…? ¡Agggh!
Maxine se encoge de hombros.
—¿Quieres que te provoque el vómito o te acuerdas de cómo hacerlo sola?
El Calamar Borracho de Doce Sabores está un poco pasado. Se ponen a tirar trozos desde diferentes alturas sobre sus platos para comprobar cómo rebotan. La Sorpresa Energética de Jade Verde viene en un envase de plástico moldeado para parecer una cajita de jade de la dinastía Qing.
—La sorpresa —Heidi con nerviosismo— es una cabeza reducida que viene dentro. —Resulta ser básicamente brócoli.
El Combo Vegetariano de la Banda de los Cuatro, por su parte, es exquisito, aunque un tanto misterioso. Cualquiera que lo coma en persona en el restaurante Ning Xia y sea lo bastante impulsivo para preguntar qué lleva sólo recibirá como respuesta una mirada iracunda. La fortuna que promete la galleta de la fortuna china es todavía más confusa.
—«Él no es el que parece.» —lee Heidi.
—Carmine, está claro. Oh, Heidi.
—Por favor. Es una galleta de la fortuna, Maxi.
Maxine abre la suya.
—«Incluso el buey puede ocultar violencia en su corazón.» ¿Qué?
—Horst, está claro.
—No. Podría ser cualquiera.
—Horst nunca se puso… violento contigo ni nada por el estilo, ¿no?
—¿Horst? Si es un blando. Bueno, salvo quizás aquella vez que empezó a asfixiarme…
—¿Que empezó a qué?
—Oh, ¿no te lo ha contado?
—¿Horst llegó a…?
—Digámoslo de este modo, Heidi: me puso las manos alrededor del cuello y apretó, ¿cómo lo llamarías tú?
—¿Y qué pasó?
—Oh, estaban dando un partido de fútbol americano por la tele, se distrajo, Bet Favre o no sé quién hizo algo, no lo sé, el caso es que aflojó el apretón, fue a la nevera, cogió una cerveza. Una lata de Bud Light, me parece. Seguimos discutiendo, claro.
—Guau, por los pelos.
—Bueno, no tanto. Yo, como Blanche DuBois, siempre he dependido de la amabilidad de los estranguladores. —Un rápido paradiddle con los palillos chinos en la cabeza de Heidi.
El detective Carmine Nozzoli, con acceso a la base de datos federal de delitos, se revela como una fuente inopinadamente servicial, que permite, por ejemplo, que Maxine realice unas rápidas pesquisas sobre el amante vendedor de fibra de Tallis. A primera vista, Chazz Larday es un ratero de medio pelo de algún rincón del sur de Estados Unidos, que vino a NYC a buscarse la vida, tras emerger de una silenciosa y burbujeante placa de Petri del golfo de México con quién sabe cuántos antecedentes locales, una guía telefónica completa de infracciones menores que no tardaron en ascender a delitos que entran en el Título 18, entre ellos timos de telemarketing por fax y conspiración para manipular cartuchos de tóner rellenados, además de un largo historial en el transporte de tragaperras a través de fronteras estatales a lugares donde no son necesariamente legales, y de la manía de recorrer las carreteras secundarias de las zonas residenciales de la América profunda vendiendo de contrabando luces estroboscópicas de infrarrojos, que cambian los semáforos de rojo a verde, a un surtido de mangantes y delincuentes juveniles a los que no les gustaba pararse por nada; todo ello presuntamente en nombre de la Mafia Dixie, una laxa confederación de ex convictos y de matones amantes de las armas automáticas, muy pocos de los cuales se caen bien o se conocen siquiera.
Carmine sacude la cabeza.
—Las tradiciones de la mafia las entiendo, el respeto por la familia y todo eso; pero lo de estos chavales es sorprendente.
—¿Ha cumplido condena el tal Chazz?
—Sólo un par de penas breves, en la cárcel del condado, ya sabes, la esposa del sheriff que le lleva guisos y demás; pero de todas las movidas importantes ha salido bien parado. Parecía contar con recursos ocultos. Por entonces… y también ahora.
Señora Plibbler, insoportable profesora de teatro de secundaria, una vez más te invoca Maxine como ángel de la guarda de la policía del fraude, con y sin licencia para ejercer.
—Ah, hola, llamo de hashslingrz, ¿es usted el señor Larday?
—Vosotros no tenéis este número.
—Oh-oh. Bueno, soy Heather, del departamento legal. Estoy intentando aclarar un par de detalles relacionados con algunos asuntos que tiene usted con la supervisora contable de nuestra empresa, la señora Ice.
—La señora Ice. —Pausa. Cuando uno lleva un tiempo trabajando en fraudes, aprende a interpretar los silencios telefónicos. Tienen diferentes duraciones y profundidades, a veces son como un sonido ambiente y otras como un ataque vertiginoso. Ése en concreto le dice a Maxine que Chazz se ha dado cuenta de que no debería haber respondido tan bruscamente como lo ha hecho.
—Lo siento, ¿no es correcta la información?, ¿quiere decir que son asuntos que trata con el señor Ice?
—Querida, o bien no te enteras de nada o bien eres una de esas estúpidas blogueras que lleva una página de cotilleos; en cualquiera de los dos casos, te advierto que tenemos un rastreador en este aparato, sabemos quién eres y dónde estás, y nuestra gente no vacilará en ir a por ti. Que pases un buen día, ¿me has oído? —Cuelga, y cuando ella vuelve a marcar no contesta.
El chaval no va a llegar muy lejos con esa verborrea de peli de polis barata, pero lo que importa es qué pasa con Tallis, hasta qué punto puede ser una colaboradora inocente en todo esto. Si se ha metido en algo, ¿hasta dónde? ¿Y es su inocencia resultado de la pureza o de la estupidez?
Dado el nivel de corrupción que reina por aquí, Gabriel Ice puede saberlo todo acerca del ‘nidito’ de los tortolitos en East Harlem, a lo mejor incluso les paga el alquiler. ¿Qué más? ¿Ha estado utilizando a Tallis como mula para desviar dinero en secreto a Darklinear Solutions? ¿Y por qué tanto secretismo, si se puede saber? Demasiadas preguntas, ninguna teoría que las responda. Maxine se atisba en el espejo. En ese momento no está boquiabierta, pero bien podría. Como diagnosticaría Henny Youngman, se recomienda hacer un bypass extrasensorial.
Mientras tanto, Vyrva ha regresado de Las Vegas y la Defcon, con menos moreno piscina del esperable, y de hecho a Maxine le parece un poco…, cómo decirlo, ¿reservada?, ¿alterada?, ¿rara? Como si en Las Vegas hubiera ocurrido algo que no se quedó allí, un desbordamiento ominoso, como un ADN alienígena que hace dedo sin que lo reconozcan para volver aquí, al planeta Tierra, con la intención de perpetrar sus fechorías a su debido tiempo.
Fiona sigue en el campamento, trabajando en una adaptación en Quake de Sonrisas y lágrimas (1965). Fiona y su grupo se encargan de los nazis.
—Debes de echarla de menos.
—Claro que la echo de menos —puede que un punto demasiado rápido.
Maxine recoloca las cejas en una asimetría que pregunta: ¿es que he dicho algo malo?
—Pero casi mejor que no esté aquí porque ahora mismo la cosa se está desquiciando, todo el mundo anda detrás de DeepArcher, a los chicos les entraron fuerte en Vegas; se presentaron todos, uno detrás de otro, la NSA, el Mossad, intermediarios de terroristas, Microsoft, Apple, start-ups que no existirán dentro de un año, dinero viejo, dinero nuevo, lo que se te ocurra.
Como ya lo tenía en la cabeza, a Maxine no hace falta que se le ocurra:
—Hashslingrz también, ¿no?
—Naturalmente. Ahí estamos nosotros, Justin y yo, una pareja de inocentes turistas dando una vuelta por el Caesars, y de repente aparece Gabriel Ice, merodeando por una mesa del bufé, con un maletín lleno de tanto material que asusta.
—¿Ice asistió a la Defcon?
—Se presentó en un Black Hat Briefing, una especie de conferencia sobre seguridad que se celebra cada año la semana antes de la Defcon, en un hotel de casino lleno de tipos que hackearían una bombilla, encargados de seguridad privada, genios de la criptografía, sniffers y spoofers, diseñadores, especialistas en ingeniería inversa, ejecutivos de canales de televisión, todos con algo que vender.
Están en Tribeca, un encuentro casual en una esquina.
—Vamos a tomarnos un café helado.
Vyrva hace gesto de mirar su reloj, pero se reprime.
—Claro.
Encuentran un sitio y se zambullen en el bendito aire acondicionado. Está pasando algo a escala astrológica, Júpiter, el planeta del dinero, en Piscis, el signo de todo lo resbaladizo.
—Mira… —Vyrva suspira—. Tenemos la oportunidad de sacar algo de dinero.
Buf.
—¿Y antes no la teníais?
—Para serte sincera, ¿debería importarnos quién se quede con el maldito código fuente? No es como si tuviera conciencia, DeepArcher me refiero, simplemente está ahí, puede utilizarlo cualquiera, no hay que rellenar ningún cuestionario moral ni nada por el estilo; en realidad, todo es cuestión de dinero. De quién acaba con cuánto.
—Salvo que, por lo que he visto en mi profesión —Maxine con amabilidad—, hay muchos inocentes e ingenuos que hacen negocios con las fuerzas satánicas, por cifras que no tienen nada que ver con las que han manejado en toda su vida, y llega un momento en que todo se echa a rodar, los arrolla y ellos quedan debajo, y a veces no vuelven a levantar cabeza.
Pero Vyrva ya está muy lejos, y la calle veraniega fuera del local, los cúmulos que se amontonan sobre Jersey, la hora punta que se acerca, todo eso queda a un mundo de distancia de dondequiera que esté ahora, vagando por un DeepArcher interior y secreto, mientras el historial de sus clics se desvanece tras ella como una huella en el aire, como un buen consejo no atendido, así que Maxine supone que tendrá que esperar, sea lo que sea, ponga lo que finalmente ponga en el pliego de condiciones iniciales.