18

Avanzada esa tarde, el cielo empieza a teñirse de amarillo chillón. Algo se acerca desde la otra orilla del río. Maxine sintoniza la emisora de información meteorológica y de tráfico de la Gran Manzana, WYUP, y después de la habitual retahíla de anuncios disparados a toda velocidad, cada uno más ofensivo que el anterior, llega la familiar sintonía de teletipo y una voz masculina:

—Danos treinta y dos minutos, y te quedas sin ellos.

Con un tono un tanto alegre dado el tipo de información, una locutora anuncia:

—Se ha encontrado un cadáver en un lujoso edificio de apartamentos del Upper West Side; ha sido identificado como Lester Traipse, un conocido emprendedor de Silicon Alley…, parece un suicidio, aunque la policía afirma que no ha descartado del todo un posible asesinato.

»Mientras tanto, Ashley, el bebé que apenas ha cumplido una semana, rescatada ayer de un contenedor de basura en Queens, se encuentra bien, según…

—No —como alguien mucho más viejo y mucho más desquiciado le gritaría a la radio—, joder, no, estúpida zorra; Lester, no. —Acaba de hablar con él. Se supone que está vivo.

Maxine ha visto muchas veces la secuencia principal del arrepentimiento de los malversadores: entrevistas a la prensa lloriqueando, miradas de soslayo rogando que les castiguen, repentinos y dolorosos ataques de nervios; pero Lester no, Lester es, era, uno de esos otros raros especímenes: quería devolver lo que se había llevado, comportarse como un tío legal, aunque raramente, si es que alguna vez, los hombres como él llegan al capítulo final de sus propias series…

Lo que nos deja con…, ¿con qué? Maxine siente un desagradable hormigueo por debajo de la mandíbula. Ninguna de las conclusiones a las que está llegando tiene buena pinta. ¿The Deseret?, ¿el puto Deseret? Pero ¿por qué no llevar a Lester a Fresh Kills y dejarlo en el vertedero?

De repente se da cuenta de que está mirando por la ventana. Entorna los ojos para ver más allá de los contornos del horizonte de tejados, conductos de ventilación, claraboyas, depósitos de agua y cornisas bajo esa luz que precede a la tormenta, brillando como si ya estuviera húmeda contra el cielo que se oscurece, y mira a la calle, hacia el lugar donde el maldito Deseret se alza sobre Broadway, y ve que ya tiene encendidas un par de inquietas luces de tormenta, su fachada de piedra, a esta distancia, parece demasiado difícil de limpiar, y sus sombras, demasiado numerosas y nada dispuestas a disiparse.

Desquiciada, empieza a culparse a sí misma. Por haber encontrado el túnel de Ice. Por huir de lo que fuera que se le había acercado. Ice se está desquitando, y ahora viene a por ella.

No le ayuda mucho el ver, cuando ya está anocheciendo, mientras camina bajo la lluvia, a Lester Traipse al otro lado de la calle, bajando al metro en Broadway con la Setenta y Nueve, en compañía de una rubia despampanante de cierta edad. Seguro que esa rubia es una especie de encargada al cuidado de Lester, deben de haber salido a la superficie un rato, para ocuparse de sus asuntos, y ahora ella lo devuelve abajo; Maxine atraviesa a la carrera el cruce más peligroso de la ciudad, y cuando supera la pista de obstáculos móviles formada por conductores asesinos que levantan negligentes alas de agua sucia, y baja hasta el andén del metro, ya no hay rastro de Lester ni de la rubia. Por descontado, en Nueva York no es raro entrever una cara que, con toda seguridad, sabes que pertenece a alguien que ya no está entre los vivos, y en ocasiones, cuando ve que la miras, esa cara puede que empiece a reconocer la tuya también, y en el noventa y nueve por ciento de las veces resulta que no os conocéis.

A la mañana siguiente, tras una noche de agitado insomnio salpicado de breves sueños, se presenta casi fuera de sí a su cita con Shawn.

—Estuve a punto de gritar «Lester» al otro lado de la calle y de decir alguna estupidez, como «se supone que estás muerto».

—Lo primero que hay que sospechar —advierte Shawn— es que tu memoria no funcione.

—No, no, qué va, era Lester, sin confusión posible.

—Bueno…, supongo que a veces pasan cosas así. Gente corriente y sin instruir como tú, sin dones especiales ni nada por el estilo, es capaz de traspasar el velo de la ilusión, igual que un maestro con, digamos, años de formación. Y lo que son capaces de ver es a la persona real, el «rostro de antes del rostro», lo llamamos en el zen, y a lo mejor vinculan un rostro más familiar a la cara que ven.

—Shawn, ha sido un comentario de mucha ayuda, de verdad, no sabes cuánto te lo agradezco, pero supón que fuera en realidad Lester.

—Ajá, bueno, ¿no iría caminando, digamos, en tercera posición de ballet, por un casual?

—No te hagas el gracioso, Shawn, el tipo sólo…

—¿Sólo qué? ¿Murió?, ¿no murió?, ¿salió en las noticias de la WYUP?, ¿se subió al metro con una rubia no identificada? Aclárate.

En sus anuncios, pegados por todas las máquinas expendedoras de periódicos de la ciudad, Shawn promete: «Se garantiza que no se recurre al Keisaku», que es la «vara de alarma» que utilizan los instructores de Soto Zen para mantener la concentración de sus discípulos. Así que, en vez de pegarles, Shawn les ofende con sus comentarios. Maxine sale de la sesión sintiendo que ha jugado un uno contra uno con Shaquille O’Neal.

En la antesala encuentra a otro cliente esperando; traje gris claro, camisa frambuesa pálida, corbata y pañuelo a juego de color lila intenso. Por un momento cree que es Alex Trebek. Shawn asoma la cabeza, todo simpatía.

—Maxine, te presento a Conkling Speedwell, algún día pensarás que fue el destino, pero en realidad habré sido yo, haciendo de celestina.

—Lo siento si me he colado en tu sesión. —Maxine le estrecha la mano, tomando nota del apretón sin doble intención del hombre, algo que raramente se ve en la ciudad.

—Invítame a comer algún día.

Basta de Lester por un rato. Puede esperar. Ahora dispone de todo el tiempo del mundo. Finge mirar la hora.

—¿Qué tal te va hoy?

—Mejor que hace un momento.

Muy bien.

—¿Conoces el Daphne and Wilma’s, al doblar la esquina?

—Claro, un local con una agradable dinámica olorosa. ¿A eso de la una?

¿Dinámica olorosa? Resulta que Conkling es una Nariz profesional, un experto husmeador freelance, que ha nacido con un sentido del olfato mucho más calibrado que el que disfrutamos el resto de los mortales. Es famoso por haber seguido la estela de un rastro, un misterioso sillage, a lo largo de docenas de manzanas de la ciudad hasta localizar su origen en la esposa de un dentista de Valley Stream. Cree que hay un círculo del infierno reservado a todos aquellos que se presentan a cenar o, ya puestos, entran en un ascensor, desprendiendo un aroma inapropiado. Perros que no le han sido formalmente presentados se le acercan con miradas intrigadas.

—Un talento discutible; a veces, una maldición.

—Pues a ver, dime, ¿qué me he puesto hoy?

Ya está sonriendo, meneando levemente la cabeza, evitando la mirada de Maxine. Ella comprende que, sea cual sea su don, no va por ahí haciendo exhibiciones.

—Pensándolo mejor…

—Demasiado tarde. —Una especie de rítmica manipulación nasal, como si se despejara las vías—. Bien, en primer lugar, es de Florencia…

Oh-oh.

—La Officina di Santa Maria Novella, y llevas la fórmula Medici original, la número 1611.

Consciente de que se le ha abierto la boca unos cuantos milímetros más de lo que le gustaría:

—No me digas cómo lo haces, no, por favor, es como los trucos de cartas, prefiero que no me los desvelen.

—La verdad es que raramente me encuentro con gente que se ponga perfumes de la Officina.

—Pues andan más por ahí de los que imaginarías. Entras en ese antiguo salón de techos altos, saturado de aromas; gente que ha estado en Florencia cien veces ni ha oído hablar del sitio, empiezas a creerte que tal vez hayas descubierto un secreto que nadie más conoce…, y luego, cuando vuelves…, la pesadilla del comprador, te lo encuentras por toda la ciudad.

—Gente que no diferencia un perfume floral de uno de sándalo —comprensivo—. Saca de quicio a cualquiera.

—Y ser, esto…, Nariz…, ¿es un trabajo agradable, está bien pagado?

—Bueno, la mayor parte de lo que hacemos son encargos para grandes corporaciones, todos vamos pasando de una a otra; al cabo de un tiempo empiezas a fijarte en que las empresas cambian de manos, se reestructuran, igual que les pasa a los aromas clásicos, y al poco te ponen de patitas en la calle. Nunca se me había ocurrido que podría ser lo que nuestro gurú común denomina un mensaje del más allá. «¿Quién es el plebeyo que entra y sale por los portales del rostro?», así lo expresa él.

—A mí también me lo ha soltado.

—Se supone que «portales» significa ojos, pero al instante yo pensé en orificios nasales, y el koan resultó dar en el blanco, me amplió la perspectiva y hoy en día soy freelance, mi lista de espera de nuevos clientes se alarga seis meses, que es más de lo que me duró ningún empleo en aquellas empresas.

—Y Shawn…

—Me pone algún cliente a tiro, cobra una pequeña comisión. Lo bastante para pagar su factura de colonia Erolfa, en la que tiene la manía de bañarse. Lo habitual.

—Y en el negocio de Nariz, ¿tienes tu propia línea de perfume o…?

Parece incómodo.

—Más bien una agencia de investigación.

¡Aggh!

—Una… Nariz privada, como un detective.

—Algo así, pero la cosa va a peor. El noventa por ciento de mi trabajo tiene que ver con líos conyugales.

¿Y qué esperabas?

—Vaya, ¿y cómo…?, ¿cómo lo haces?

—Oh, vienen a buscarme y me dicen: «Huela a mi marido, o a mi mujer, y dígame con quién ha estado, qué han comido, cuánto han bebido, si toman drogas o practican el sexo oral…», ésas son las preguntas más frecuentes. La cuestión es que todo se acumula en una secuencia temporal, cada indicio de olor ocupa una capa por encima del anterior. Puede establecerse una cronología.

—Por extraño que parezca —¿es esto una buena idea?—, me he tropezado con una situación… ¿Te molesta si me aprovecho de tu…?, o, déjame decirlo de otro modo: ¿vosotros, Narices, podéis ir al escenario de un crimen, como uno de esos detectives con poderes psíquicos de la poli, husmear y reconstruir lo que ha pasado?

—Claro. Investigación Forense Nasal. Hay gente como Moskowitz, De Anzoli y un par más que están especializados en eso.

—¿Y tú?

Conkling ladea la cabeza, ella diría que con encanto, y se toma un momento.

—Los polis y yo… Verás, cuando haces un examen nasal, los chicos se vuelven paranoicos, se creen que los estás oliendo a ellos también, inhalando todos esos profundos secretos que guardan. Así que siempre acabamos en un diálogo de sordos.

—¿Y ése no es un problema para Moskowitz?

—Moskowitz es un veterano condecorado de la brigada antifraude. De Anzoli tiene un doctorado en criminología y varios miembros de su familia en el cuerpo, así que hay una cultura de confianza entre ellos. Yo, por mi parte, me siento más cómodo de independiente.

—Oh, te entiendo. —Ella desvía la cara y mira por el salón, luego desliza los ojos a un lado para observarle de soslayo—. A no ser que ya me lo hayas olido.

—Como si hubiera una feromona maliciosa que aparece cada vez que… Espera, rebobina, ahora vas a pensar que…

Maxine sonríe con picardía y da un sorbo a su té de Bambú Orgánico Iluminación Repentina.

—Sin duda, esa napia tuya debe de ponerte difícil salir con alguien.

—Que es la razón por la que tiendo a ser discreto al respecto. Salvo cuando Shawn intenta liarme.

Se miran. A lo largo del año anterior, Maxine ha salido con fetichistas de sombreros, corredores de Bolsa que operan en el intradía, tahúres, jefazos de firmas de inversión, y raramente ha sentido la menor ansiedad por si no volvía a verlos. Ahora, un poco tarde, se acuerda de mirar la mano izquierda de Conkling, que se declara, como la suya, inocente de anillo.

Él la pilla mirando.

—Yo también me había olvidado de comprobar tu dedo. Menudo par, ¿eh? —Conkling tiene un chico y una chica que ya van al instituto, a los que ve los fines de semana, y hoy es viernes—. Bueno, ya tienen llave, aunque por lo general me encuentran en casa.

—Sí, yo también tengo que fichar. Toma, te paso los números de casa, de la oficina y del busca.

—Y éstos son los míos, y si decías en serio lo del trabajo en el escenario de un crimen, puedo ponerte en contacto con Moskowitz o…

—Mejor si te encargaras tú. —Deja un margen de un latido y medio—. En este caso no quiero relacionarme más de lo estrictamente necesario con la policía de Nueva York. Tampoco es que ellos se tomen muy bien el que los civiles metan las na…, lo siento, quería decir el que se entrometan en sus asuntos.

Así que lo que hacen es quedar al mediodía en la piscina del The Deseret porque, según Conkling, está científicamente demostrado que el sentido humano del olfato se agudiza y suele alcanzar su mayor precisión, como media, a las 11:45. Maxine lleva una fragancia Trish McEvoy no muy intensa que, en cualquier caso, va a evaporarse, de modo que no debe obsesionarse más allá de lo necesario si Conkling vuelve a adivinarlo.

Conkling parece mantenerse en forma, tiene cuerpo de nadador habitual. Hoy lleva una pieza sacada de los catálogos para blancos pijos, pero un par de tallas más grande. Maxine reprime un comentario crítico con las cejas. ¿Qué esperaba, un tanga Speedo? Comprueba discretamente el tamaño de su paquete, curiosa también por la posible reacción que pueda producirle el modelito que se ha puesto ella, una versión muy cara de un vestidito negro reconvertido en bañador, en lugar de las piezas más o menos desechables que recibe por correo, con estampados de flores que más vale no recordar… Y, guau, ahí está, ¿no?

—Esto, eh…

—Oh, estaba buscando, vaya, mis gafas.

—Las tienes en la cabeza.

—Ah, vale.

Por su aspecto, la piscina del The Deseret podría ser la más antigua de la ciudad. En el techo, elevándose más allá de las brumas que huelen a cloro, hay una cúpula segmentada de viejo plástico transparente, cada una de cuyas piezas, cóncavas y con forma de lágrima, está separada de las demás por tiras emplomadas de color bronce; durante el día, sea cual sea el ángulo en el que incida el sol, deja pasar la misma luz cardenilla, y al anochecer su superficie se vuelve más remota y menos visible, hasta desvanecerse en un gris invernal antes de la hora de cierre.

Joaquin, el encargado, está de servicio. Aunque tiende a hablar por los codos, hoy a Maxine le parece, se diría, poco comunicativo.

—¿Has sabido algo más del cadáver que encontraron?

—Lo que todos, que es nada. Tampoco los porteros saben nada. Ni siquiera Fergus, el del turno de noche, y eso que no se le escapa una. La policía vino y se fue, ahora todo el mundo se anda con bastante cuidado, ¿no?

—Tengo entendido que no era inquilino.

—Yo no pregunto.

—Alguien debe de saber algo.

—Por aquí ni vemos ni oímos. Es la política del edificio. Lo siento, Maxine.

Tras un par de piscinas simbólicas, Maxine y Conkling fingen dirigirse a sus respectivos vestuarios, pero se reencuentran y juntos se escabullen por una escalera de servicio; al momento están debajo de la piscina, deambulando a medio vestir entre las sombras y misterios de la decimotercera planta, que no tiene número identificativo, sobre la que se cierne un desastre siempre inminente, un espacio intermedio bajo la amenaza constante de inundación desde arriba si la piscina —de cemento, lo más avanzado cuando se abrió, pero que hoy en día infringiría varias normas de seguridad—, no lo quiera Dios, empezase a tener filtraciones. Por el momento, es la encarnación visible y estructural de una historia secreta de sobornos a contratistas, inspectores y funcionarios firmantes de permisos, de administradores deshonestos desaparecidos hace mucho que esperaban que el diluvio que les seguiría sucediera mucho después de que prescribiera cualquier responsabilidad personal. En la estructura de sostén, crujen el armazón y el envigado de principios del siglo XX. Un variado surtido de vida animal, en el que los ratones serían los bichos menos preocupantes. La única luz procede de las ventanas subacuáticas herméticas de la piscina, cada una encajada en su propia cabina de observación, muy similar a un peep show de los viejos salones recreativos, donde, según un antiguo folleto inmobiliario, «los admiradores de las artes natatorias pueden disfrutar, sin tener que someterse a una inmersión, de vistas educativas de la forma humana liberada de las exigencias de la gravedad». La luz atraviesa la cúpula de la piscina, el agua y las ventanas hasta llegar a esta planta, oscurecida, teñida de un extraño matiz esotérico azul verdoso.

Fue en uno de esos cubículos donde la policía encontró el cadáver de Lester, apoyado como si estuviera mirando la piscina, donde un momento antes un nadador se había fijado en él y, tras un par de largos más, al hacerse una idea de lo que pasaba, se había puesto nervioso. Según los periódicos, una hoja de cuchillo sin identificar se había clavado con fuerza en el cráneo de Lester, aparentemente sin que la hubiera empujado una mano porque parte de la espiga todavía sobresalía de la frente del cadáver. La ausencia de mango indicaba una hoja propulsada por un resorte, un cuchillo balístico, ilegal en Estados Unidos desde 1986, aunque se dice que es un arma estándar de las fuerzas especiales rusas. Al Post, para el que la Guerra Fría sigue emitiendo un cálido resplandor nostálgico, le encantan las noticias como ésta, así que empezó el alboroto: comandos asesinos del KGB andaban sueltos por la ciudad y todo lo demás, y ese tipo de cuentos le dio para casi una semana.

Cuando Maxine vio el titular, EL ARMA QUE LE HIZO PERDER LA CABEZA, llamó a Rocky Slagiatt.

—Tu viejo amigo de la Spetsnaz, Igor Dashkov. A lo mejor sabe algo.

—Ya le he preguntado. Dice que ese cuchillo es una leyenda urbana. Se pasó un siglo en la Spetsnaz y nunca vio ninguno.

—No era eso lo que te preguntaba…

—Vale, yo no descartaría que fuera un golpe ruso. Por otro lado…

Muy bien, ya lo sé. Tampoco descartaría que alguien haya intentado hacer que pareciera un golpe ruso.

La escena del crimen, por su parte, parece muy bien escogida. Hay cinta amarilla alrededor, marcas de tiza, además de bolsas para pruebas, colillas y envoltorios de comida rápida, todo tirado por el suelo. Por no hablar de la bruma de fondo, que huele a loción para el afeitado de los policías, humo de tabaco, efluvios estomacales de los bares del vecindario, disolventes de los laboratorios de la policía, polvo para huellas dactilares, luminol…

—Un momento, ¿hueles el luminol?, ¿no se supone que es inodoro?

—No. Notas de virutas de lápiz, hibisco, diésel número dos, mayonesa…

—Perdona, eso es vocabulario de experto en vinos.

—Uy…

Tras filtrar, comoquiera que lo haga, esos olores, Conkling entra en la órbita central del cadáver que estuvo ahí y que, en sentido profesional, ahí sigue todavía, una tarea complicada ahora debido a lo que las Narices forenses denominan máscara mortuoria, la forma en que los indoles de la descomposición del cuerpo se imponen a todas las demás notas aromáticas que pudieran estar presentes. Hay técnicas diferenciales para salvar la dificultad, claro; uno asiste a extraños y furtivos seminarios de fin de semana en Nueva Jersey para aprenderlas, y a veces tienen cierto valor práctico, aunque otras no son más que cháchara de la New Age de los ochenta, de la que los gurús titulares no han sabido desembarazarse todavía, permitiendo así que el siempre esperanzado asistente tire otros 139,95 dólares más impuestos por el bajante de sus inmundicias fiscales. La mitad del gasto es deducible de impuestos, pero los seminarios resultan, por lo general, un tanto decepcionantes.

—Voy a recoger una muestra, aquí… —Conkling rebusca en su bolsa de deporte y saca unas bolsas de plástico resistente y un aparato de bolsillo con un accesorio de plástico.

—¿Qué es eso?

—Un extractor de muestras; bonito, ¿verdad? Funciona con una batería recargable. Voy a recoger un par de litros.

Antes de decir nada, espera a que el ascensor de servicio o de invitados los lleve hasta la calle, la ruidosa, sucia e inocente calle.

—Y bien…, ¿qué has olido ahí arriba?

—Nada extraño, salvo… algo que había antes de que la policía llegara, antes del humo de la pistola, un aroma, tal vez de una colonia, no puedo identificarla de buenas a primeras, pero comercial, tal vez de hace unos años…

—Alguien que estuvo ahí.

Tras abstraerse un momento:

—A decir verdad, creo que es hora de ir a mirar en la biblioteca.

Resulta que así llama Conkling a la amplia colección de perfumes vintage que guarda en su casa, en Chelsea, donde lo primero en que se fija Maxine es un instrumento negro bruñido colocado sobre un cargador de batería, entre varios helechos descomunales que tal vez hayan mutado a causa del aparato, que zumba en más de una clave, con bombillas led rojas y verdes titilando aquí y allá, una empuñadura del tamaño de la de una pistola de Clint Eastwood y un largo cono de descarga. Una criatura escondida en la fronda de la jungla, que la mira fijamente.

—Éste es el Naser —les presenta Conkling— o láser olfativo. —Y sigue explicando que los olores pueden examinarse como si los formaran ondas periódicas, igual que el sonido o la luz. El olfato humano normal recibe todos los olores en un revoltijo, como el ojo recibe frecuencias de luz incoherente—. El Naser separa ese caos en las «notas» que lo componen, las aísla y las coloca en fase, dándoles «coherencia», y luego pueden amplificarse lo que se quiera.

Suena un poco a bobada típica de la Costa Oeste, aunque el objeto en cuestión intimida bastante.

—¿Es un arma?, ¿es… es peligroso?

—En el mismo sentido —supone Conkling— en que esnifar esencia de rosa pura te reblandecerá el cerebro hasta convertírtelo en gelatina roja. La verdad, preferiría no tener que pelearme con un Naser.

—¿Puedes, no sé, ponerlo en modo «aturdir»?

—Si tengo que utilizarlo, significa que he cometido un error. —Se acerca a una vitrina con puertas de cristal llena de frascos y pulverizadores, comerciales y propios—. Este aroma… no es de los que puedo ubicar al instante, no es tanto jabón como desinfectante. No es tanto tabaco como colillas rancias. Puede que alguna nota de civeta, pero no es Kouros. Y también orina no humana. —A Maxine todo eso le parece la cháchara de un embaucador. Conkling abre una de las puertas de la vitrina y saca un aerosol de diez centilitros, lo mantiene a unos treinta centímetros de su nariz y, sin apretar el émbolo, parece inhalar ligeramente—. Guuau. Sí, es esto. Compruébalo.

—«9.30» —lee Maxine en la etiqueta—, «Colonia de hombre». Un momento, ¿se refiere al Club 9.30 del D.C.?

—El mismo, aunque ya no sigue en la antigua dirección de F Street, que era donde estaba cuando vendían esto, a finales de los ochenta.

—De eso hace bastante tiempo. Debe de ser el último frasco que queda en la ciudad.

—Nunca se sabe. Incluso de una muestra como ésta, todavía puede haber miles de litros por ahí, en su presentación original, esperando a que los encuentren los coleccionistas de aromas, los nostálgicos, en este caso los punk rockers irredentos, y no te olvides de los locos. El fabricante original fue comprado por otra empresa, y la 9.30, si no recuerdo mal, obtuvo una nueva licencia. Lo que nos deja básicamente con el mercado secundario, tiendas de rebajas, anuncios en la prensa especializada, eBay.

—¿Tan importante es?

—Es la cronología lo que me inquieta: demasiado próximo al humo de pólvora para no formar parte del suceso. Si han metido al charlatán de Jay Moskowitz en el caso, entonces él ya conoce la relación, lo que significa que también la conoce todo el mundo en el departamento de policía, hasta el último mono, revisores de contadores incluidos. Jay es una de las mejores Narices forenses, pero no siempre tiene claro cómo se comparte profesionalmente la información.

—Así que… un tipo que llevara esto…

—No descartes a una mujer que hubiera estado en contacto íntimo con un hombre que lo llevara. Algún día inventarán motores de búsqueda en los que puedas meter una pizca de cualquier cosa y, voilà, ya no habrá adónde escapar, ni dónde esconderse, la historia entera estará allí, en la pantalla, antes de que te dé tiempo a rascarte anonadado la cabeza. Mientras tanto, tenemos que conformarnos con la comunidad de Narices. Pruebas circunstanciales. Preguntaré por ahí.

Entonces llega el típico momento de silencio incómodo. Conkling sigue teniendo una erección pero, como si fuera un hardware del que ha perdido el manual de funcionamiento, no sabe si decidirse a utilizarlo. La propia Maxine tiene sus dudas. Le da la impresión de que está sucediendo algo que nadie le cuenta. De cualquier modo, el momento pasa, y poco después ya está de vuelta en la oficina. Bueno, como Scarlett O’Hara dice al final de la película…

Sueña que está sola en la planta más alta del The Deseret, al lado de la piscina. Bajo la superficie extrañamente lisa, visible a través del agua ópticamente perfecta, casi como una ocurrencia tardía para llenar el angustioso vacío del espacio, el cadáver de un varón caucásico, con traje y corbata, yace boca arriba, en el fondo, como si estuviera tomándose un descanso de los asuntos de la otra vida, y rueda, en un fantasmal sueño ligero, de un lado a otro. Es Lester Traipse, y no lo es. Cuando Maxine se inclina por encima del borde para ver mejor, los ojos del cuerpo se abren y la reconoce. No le hace falta salir a la superficie para hablar, ella lo oye aunque él esté debajo del agua.

—Azrael —es lo que dice, y, se fija Maxine, con cierto apremio.

—¿El gato de Gargamel? —pregunta ella—, ¿como el de los pitufos?

No, y la desilusión que asoma en el rostro de Lester/no-Lester le dice que debería haberlo reconocido. En la tradición judía no bíblica, como ella bien sabe, Azrael es el ángel de la muerte. Y, ya puestos, también en el islam… Y al momento, Maxine se encuentra de vuelta en el pasillo, el túnel misterioso y oculto de Gabriel Ice en Montauk. ¿Por qué?, sería una pregunta interesante si no fuera porque el alcalde Giuliani, en su incansable empeño de construir infraestructuras de calidad, ha ordenado que no una sino varias taladradoras empiecen a trabajar mucho antes del horario laboral, imaginando que los contribuyentes no se quejarán del gasto en horas extras, de modo que cualquier mensaje potencial ya se ha corrompido, fragmentado, perdido.