17

Desde mediados de los noventa, cuando la WYNY cambió de programación de la noche a la mañana, pasando del country a la disco clásica, por estos pagos ha escaseado la música decente para conducir, pero apenas ha dejado atrás Dix Hills, Maxine capta otra emisora country, tal vez de Connecticut, y al momento suena el exitazo que Slade May Goodnight tuvo al principio de su carrera, Middletown New York.

Te mandaría una cantante vaquera,

con su sombrero y su banda guitarrera,

para que sepas que estoy aquí,

siempre que necesites que te echen una mano.

Pero empezarías

a pensar en esa chica vaquera

y adónde irá después del espectáculo,

la misma historia

imposible de siempre,

el mismo triste final, ol-

vídalo, chata, ya me lo sé.

Y no me digas

que

me trague mi dolor,

gracias, pero no

necesito cuchillo ni tenedor

escuchando

los trenes… que cruzan silbando

las noches sin ti,

en Middletown, Nueva York.

[Sigue un solo de guitarra pedal-steel que siempre le ha tocado la fibra a Maxine.]

Sentado aquí, con una cerveza de cuello largo,

viendo dibujos

animados, al sol de después de la escuela,

mientras las sombras se despliegan como un cuento

sobre las cosas que nunca llegamos a hacer…

Nunca nos deci-

dimos a arraigar nuestra caravana,

y así

seguimos, recibiendo calambrazos,

hasta que

ninguno supo decir qué día concreto

ya no sentía nada, de nada.

Así que no me digas

que me trague mi dolor…

Y todo lo demás. Momento en el que Maxine canta concentrada, siguiendo el ritmo, mientras el viento empuja sus lágrimas hacia sus oídos, y los conductores de los carriles contiguos la miran.

Toma la Salida 70 a eso del mediodía y, dado que la cinta de vídeo de Marvin no prestaba mucha atención a lo que Jodi Della Femina habría llamado «atajos», Maxine tiene que recurrir a la intuición, deja la Ruta 27 al cabo de un rato y conduce durante el tiempo que cree que transcurrió en la cinta, hasta que a la hora de comer se fija en una taberna llamada Junior’s Ooh-La-Lounge con furgonetas y motos delante.

Entra, se sienta a la barra, pide una ensalada de pinta dudosa, una PBR de botella y un vaso. En la jukebox suena una música cuyos arreglos de cuerda es improbable que Maxine oyera jamás en ningún restaurante de Manhattan. Al poco, el tipo que se sienta tres taburetes más allá se presenta como Randy y comenta:

—Bueno, el bolso bandolera se mueve como si llevara un arma pequeña, pero no huelo a poli, y usted tampoco es un camello, así que ¿qué tenemos aquí? —Podría describírsele como rechoncho, pero las antenas de Maxine lo colocan en el subgrupo de gordos que también llevan armas, quizá no encima pero sin duda a mano. Luce una barba descuidada y una gorra de béisbol roja con alguna referencia a Meat Loaf, por detrás de la cual cuelga una coleta encanecida.

—Eh, a lo mejor sí soy poli, en misión encubierta.

—No, los polis tienen algo especial que aprendes a reconocer, al menos si te han hecho pillar muchos rebotes.

—Supongo que yo sólo practico el tiro exterior, ¿debería pedir perdón por eso?

—Sólo si ha venido a buscarle las cosquillas a alguien. ¿A quién quiere encontrar?

Vale, ¿qué tal a…?:

—A Shae y a Bruno.

—Ah, ésos, bueno, a ésos puede buscarles las cosquillas que quiera. Por aquí todo el mundo ha recogido su porción de karma, pero ese par…, ¿qué coño quiere usted de ellos?

—Es por un amigo suyo.

—Espero que no se refiera a Westchester Willy. ¿Uno que no levanta medio palmo del suelo y le da a la cerveza belga?

—Es posible. ¿No sabrá cómo llegar a la casa de Shae y Bruno?

—Ah, así que es… la perita de la aseguradora, ¿no?

—¿Por qué iba a serlo?

—El incendio.

—Sólo soy una contable del despacho de ese hombre. Lleva un tiempo sin presentarse. ¿Qué incendio?

—La casa se quemó hace un par de semanas. Le dieron mucho bombo en las noticias, vinieron servicios de emergencia de todas partes, las llamas iluminaron el cielo, se veía desde la autopista.

—Y se encontraron…

—¿Restos carbonizados? No, nada por el estilo.

—¿Rastro de acelerantes?

—¿No será una de esas tías de los laboratorios criminales, como las de la tele?

—Me halaga.

—Eso lo dejaba para más tarde. Pero si usted…

—Randy, ¿quiere decir que si no me viera tan pillada por el trabajo de oficina en este momento…?

Pausa general. Los colegas que están en su hora de comer tienen que reprimirse para no reírse demasiado alto. Ahí todos conocen a Randy, y pronto están vacilándose y burlándose unos de otros para dilucidar cuál de ellos las está pasando más canutas. Desde el año anterior, cuando estalló la burbuja tecnológica, la mayoría de los propietarios de casas de por aquí, que se habían aprovechado de los pelotazos en el mercado, han dejado de pagar sus contratos a diestro y siniestro. Sólo esporádicamente se encuentran todavía ecos de la edad dorada de los años noventa en la renovación de alguna casa, y el nombre que no para de salir, lo que no sorprende a Maxine, es Gabriel Ice.

—Todavía aceptan sus cheques —supone Maxine.

Randy se ríe alegremente, como hacen los gorditos.

—Cuando los firma. —Renovando baños, Randy se ha pillado los dedos factura tras factura—. Ahora debo en todas partes: alcachofas de ducha de cuatro cifras, grandes como pizzas; mármol para las bañeras encargado especialmente a Carrara, ya sabe, Italia; cristales a medida para espejos veteados de oro. —Todos los que están en el local meten baza contando historias similares. Como si en algún fatídico momento se hubiera reunido con los contables de costes del asiduo de los tabloides Donald Trump, Ice está aplicando ahora el principio rector que los ricos aplican en todas partes: pagar a los contratistas importantes, pasar de los pequeños.

Ice cuenta con pocos admiradores por aquí, algo esperable, supone Maxine, pero es una sorpresa descubrir que en el bar es unánime la opinión de que seguramente también ha tenido algo que ver en el incendio de la casa de Bruno y Shae.

—¿Qué relación había entre ellos? —Maxine entorna los ojos—. Siempre lo tuve por un vecino de los Hamptons genuinos.

—Ya, sí, tirando más bien al lado sucio de la ciudad, como dicen los Eagles. Los Hamptons no le sirven para eso, ese tío necesita alejarse de las luces y las limusinas, ir a una vieja casa destartalada como la de Bruno y Shae, donde un hombre puede patear las puertas hasta sacarlas de quicio.

—Ellos se creen que antes eran así —interviene una joven con mono de pintor, sin sujetador y con los brazos desnudos cubiertos de arriba abajo de tatuajes chinos—, nerds con fantasías. Y quieren serlo de nuevo, volver de visita a su mundo.

—Oh, Bethesda, menuda boba estás hecha, eso es decir mucho del bueno de Gabe. Como en todo lo demás, lo único que busca es correrse sin pagar.

—Pero ¿por qué —Maxine con su mejor voz de perita de seguros— quemar la casa?

—Tenían fama de hacer cosas raras, muy raras. A lo mejor estaban chantajeando a Ice.

Maxine realiza un rápido barrido de los rostros a su alcance, pero no ve a nadie que parezca totalmente convencido.

—Karma inmobiliario —sugiere alguien—. Un palacio tan desproporcionado como el de Ice implica que un montón de casas más pequeñas tengan que ser destruidas, así se consigue mantener el equilibrio general.

—Eso es un montón de incendios premeditados, Eddie —dice Randy.

—¿Así que… es un pedazo de finca —finge preguntar Maxi— la casa de Ice?

—Nosotros la llamamos El Fuckingham Palace. ¿Quiere echarle un vistazo? Iba para allá.

Intenta sonar como una groupie:

—No sé resistirme a las casas imponentes. Pero ¿me dejarán siquiera pasar de la puerta?

Randy saca una cadena con una tarjeta de identidad.

—La puerta es automática, aquí hay un pequeño transpondedor, siempre llevo una tarjeta de más.

Bethesda aclara:

—Es como una tradición local: esas grandes mansiones son sitios geniales para llevar a un novio si tu concepto de un polvo romántico incluye que te interrumpan bruscamente en plena faena.

—El Penthouse Forum le dedicó un número especial completo —apunta Randy.

—Ven, vamos a prepararte un poco. —Van al lavabo de señoras, donde Bethesda saca un cepillo fino y un aerosol de un cuarto de litro de laca Final Net y echa mano al pelo de Maxine—. Tienes que quitarte la goma, con la pinta que me llevas pareces recién salida de un baile casposo de Bobby Van.

Cuando Maxine sale de los aseos:

—Guau —se extasía Randy—, creí que era Shania Twain. —Eh, Maxine, toma nota.

Unos minutos más tarde, Randy sale del aparcamiento en una camioneta F-350 con rejilla para accesorios de albañil en la parte de atrás; Maxine, en su coche, va pegada detrás preguntándose qué clase de plan es ése, cada vez con más dudas mientras el local de Junior se ve sustituido en el retrovisor por deprimentes y descuidadas calles suburbiales, cubiertas de baches y llenas de locales en alquiler, que van a parar a aparcamientos cerrados con cadenas.

Hacen una breve parada para mirar el lugar donde se levantaba el antiguo teatrillo de Shae, Bruno y Vip. Es un siniestro total. Maleza estival verde desprende vapor sobre las cenizas.

—¿Creéis que fue un accidente?, ¿o le prendieron fuego deliberadamente?

—No puedo decir nada de tu colega Willy, pero Shae y Bruno no son precisamente unas luminarias; en realidad, a poco que te fijes, ves que no son más que un par de gilipollas, así que a lo mejor alguno hizo una estupidez jugando con fuego. Podría haber pasado así.

Maxine rebusca en el bolso una cámara digital para hacer unas cuantas fotos del escenario. Randy mira por encima del hombro y vislumbra la Beretta.

—Vaya. ¿Es una 3032?, ¿qué tipo de munición?

—Sesenta granos de punta hueca. ¿Y la tuya?

—Prefiero las balas hidra shock. Una Bersa de nueve milímetros.

—Increíble.

—Y… ¿de verdad eres contable en una oficina?

—Bueno, algo parecido. Hoy me he dejado la capa en la tintorería, y me olvidé el traje de lycra, así que no puedes ver el efecto completo. Pero lo que sí puedes hacer es quitar la mano de mi culo.

—Vaya por Dios, ¿no me digas que estaba…?

Un gesto que, comparado con los que Maxine tiene que aguantar en su vida social habitual, casi podría pasar por una reacción elegante.

Siguen hasta el faro de Montauk Point. Se supone que a todo el mundo le tiene que encantar Montauk por haber sabido evitar todo lo que los Hamptons tienen de malo. Maxine fue ahí de niña, un par de veces, subió hasta lo alto del faro, se alojó en Gurney’s, comió un montón de marisco, se quedó dormida al ritmo del pulso del océano, ¿de qué iba a quejarse? Pero ahora, mientras aminoran la velocidad por el último tramo de la Ruta 27, lo único que percibe es cómo se estrechan las posibilidades: todo converge aquí, Long Island entero, las fábricas de la industria militar, el tráfico homicida, la historia del pecado republicano nunca expiado, la urbanización implacable, kilómetros de césped bien segado, suelos de obra, fachadas de placas de aglomerado y asfalto, hectáreas sin un solo árbol, todo concentrado, todo desmoronándose, en este último punto de apoyo antes del vacío atlántico.

Se detienen en el aparcamiento para visitantes del faro. Hay turistas con niños por todas partes, el inocente pasado de Maxine.

—Esperemos aquí un momento, hay videovigilancia. Deja tu coche en el aparcamiento, fingiremos que es una cita romántica, saldremos juntos en mi furgo. Así será menos sospechoso para los de seguridad de Ice.

Para Maxine tiene sentido, aunque también podría ser que Randy pretenda tenderle una enrevesada trampa para gilipollas porque quiere echar un polvo de mediodía. Salen del aparcamiento, siguen la curva hasta la Old Montauk Highway y al poco giran a la derecha, hacia el interior, por Coast Artillery Road.

La mansión veraniega que Gabriel Ice ha conseguido con malas artes resulta ser una humilde vivienda de diez dormitorios, lo que los agentes inmobiliarios denominan casa «posmoderna», con una rotonda en la entrada y ventanas y estructura circulares, diáfana, sin paredes interiores, llena de esa extraña luz oceánica lateral que atrajo a los artistas cuando el South Fork todavía era un rincón auténtico. La obligatoria pista de tenis de arcilla verde, una piscina de hormigón proyectado que, aunque técnicamente «olímpica», parece pensada más para practicar deportes de remo que para nadar, con una cabaña que podría servir de residencia familiar en muchos pueblos del interior de Long Island que se le ocurren a Maxine, en Syosset, sin ir más lejos. Sobre las copas de los árboles se alza una gigantesca antena de radar de los viejos tiempos, de la época del terror nuclear antisoviético, que no tardará en convertirse en atracción turística de parque nacional.

La finca de Ice está atestada de contratistas, todo huele a masilla y serrín. Randy coge un envase de papel para café, una bolsa de lechada, pone cara de preocupación y finge que está ahí por algún problema de los lavabos. Maxine se le pega como una lapa.

¿Cómo pueden guardarse secretos ahí? Una cocina que parece un autoservicio, una sala de proyección de última generación, todo al aire, sin pasillos entre las paredes ni puertas ocultas, todo aún demasiado nuevo. ¿Qué podría esconderse detrás de una fachada como ésta, cuando lo único que hay es fachada?

Eso es así hasta que bajan a la bodega, que parecía el destino de Randy desde el principio.

—Randy, ¿no irás a…?

—Lo que no me beba puedo ponerlo en ese rollo de eBay y sacarme unos dólares, y así empiezo a recuperar algo del dinero que me debe.

Randy escoge una botella de Burdeos blanco, menea la cabeza delante de la etiqueta, la vuelve a dejar en su sitio.

—Al gilipollas le han encasquetado una remesa entera del 91. Un poco de justicia, supongo; ni mi mujer se bebería esa mierda. Un momento, ¿y éstas? Vale, tal vez podría conformarme con esto. —Se ha acercado a los tintos, murmura algo y les quita el polvo a soplidos; afana botellas hasta llenarse los bolsillos de los pantalones cargo y el bolso de mano de Maxine.

—Voy a guardarlas en el carro. ¿Se nos ha pasado algo?

—Echaré otro vistazo por aquí, nos vemos fuera en un momento.

—Ojo con los seguratas, no siempre van de uniforme.

No es la añada ni la denominación de origen lo que atrae su atención, sino una puerta sombría, casi invisible, que hay en un rincón, con un teclado al lado.

En cuanto Randy se ha ido, Maxine saca su agenda Filofax, que últimamente se ha transformado en una carpeta cara llena de trozos de papel sueltos, y a la tenue luz busca la lista de contraseñas de hashslingrz que Eric ha encontrado durante sus excursiones por la Web Profunda y que Reg le ha pasado a ella. Recuerda que algunas estaban marcadas como claves de teclado. Como era de esperar, sólo necesita un par de intentos jugueteando con los dedos para que un motor eléctrico chirríe y un cerrojo se abra ruidosamente.

Maxine no se considera especialmente asustadiza, ha asistido a colectas de fondos luciendo los accesorios equivocados, ha conducido en el extranjero con exóticos cambios de marchas, se ha impuesto en discusiones con cobradores de facturas, traficantes de armas y republicanos enloquecidos, y todo sin pasar mucho miedo físico o espiritual. Pero ahora, al cruzar la puerta, se plantea la pregunta pertinente: Maxine, ¿has perdido un tornillo? Durante siglos han intentado adoctrinar a las chicas con historias sobre el Castillo de Barbazul, y ahí está ella, una vez más, desatendiendo todos esos sensatos consejos. En algún lugar, más adelante, hay un espacio confidencial, desconocido, que se resiste al análisis, y una atracción fatal la arrastra a él, una atracción que fue la causa de que la echaran de la profesión y puede que algún día haga que la maten. Arriba, en el mundo, es un luminoso mediodía de verano, con pájaros bajo los aleros de las casas, avispas en los jardines y aroma de pino. Pero ahí abajo hace frío, un frío industrial que la recorre hasta la punta de las uñas de los pies. No se trata sólo de que Ice no la quiera ahí. Tiene la certeza, sin saber muy bien por qué, de que ésta es la última puerta que debería haber cruzado.

Encuentra un largo pasillo, barrido, austero, con luces de situación muy espaciadas montadas en rieles, sombras donde no tendría que haberlas, que conduce —a no ser que se haya perdido— hacia la base aérea abandonada con la gran antena de radar. Sea lo que sea lo que haya en el otro extremo, al otro lado de la valla, el acceso de Gabriel Ice a ello es lo bastante importante para protegerlo con una clave, lo que lo convierte en algo más que un inocente pasatiempo de ricachón.

Se mueve con cautela; un cronómetro de intruso parpadea en silencio en su cabeza. A lo largo del pasillo hay algunas puertas cerradas con llave; otras, abiertas, y las salas a las que dan paso están vacías y transmiten una poco natural sensación de frío, de seguir bien conservadas, como si la historia del espanto pudiera asentarse ahí y preservarse de algún modo durante décadas. A no ser, claro, que se trate simplemente de un espacio de oficinas protegido, una especie de versión física del oscuro archivo de hashslingrz en el que se ha estado metiendo Eric. Huele a lejía, como si lo hubieran desinfectado hace poco. Suelos de cemento, canales que acaban en desagües en las zonas bajas. Vigas de acero por arriba, con accesorios cuyo propósito desconoce o prefiere no conocer. Ningún mueble aparte de grises mesas de oficina de formica y sillas plegables. Enchufes de doscientos veinte voltios en la pared, pero ni rastro de aparatos pesados.

¿Toda la laca que se ha echado ha convertido su cabeza en una antena? Porque ha empezado a oír murmullos que al poco se concretan en emisiones de radio de alguna clase; mira a su alrededor buscando a los locutores, no puede localizar a ninguno, pero el aire está cada vez más saturado de números y letras del alfabeto fonético de la OTAN, entre ellos Whiskey, Tango y Foxtrot, voces indiferentes distorsionadas por las interferencias de radio, réplicas cruzadas, ráfagas de ruido solar…, de vez en cuando una frase en inglés, que ella no es lo bastante rápida para captar.

Ha llegado a unas escaleras que descienden aún más hacia las profundidades de la morrena terminal. Más allá de donde alcanza a ver. Sus coordenadas se desplazan de golpe noventa grados, de forma que ahora no sabe si está mirando a una caída en vertical de incontables niveles o hacia delante por otro largo pasillo. La sensación sólo dura un latido, pero ¿cuánto más hace falta? Se imagina que eso de ahí abajo es la idea que se hizo alguien de una posible salvación en la Guerra Fría, situada cuidadosamente en este callejón sin salida de Estados Unidos, con fe en la profundidad en bruto, con fervorosa confianza en que unos pocos bendecidos sobrevivirían, vencerían al fin del mundo y recibirían la venturosa llegada del Vacío…

Oh, mierda, ¿qué es eso…?, en el siguiente rellano inferior hay algo, vibrando, mirándola…, con esta luz le resulta difícil distinguirlo, espera que sólo sea una alucinación; es algo vivo pero demasiado pequeño para tratarse de un guardia de seguridad…, ni de un animal al acecho…, ni de…, ¿es un niño? Una figura del tamaño de un niño con uniforme de faena, que se le acerca con una elegancia cautelosa y letal, alzándose como si tuviera alas, los ojos demasiado visibles en la penumbra, demasiado pálido, casi blanco…

El cronómetro de su cabeza se para, tintineando, apremiante. No sabe por qué, pero sacar su Beretta en ese momento no le parece buena idea. «Muy bien, ¡Air Jordan, para qué os quiero!» Se da la vuelta y corre por el pasillo, cruza la puerta que no debería haber abierto, entra en la bodega y se encuentra a Randy, que había bajado a buscarla.

—¿Estás bien?

Depende de cómo definas «bien».

—Este Vosne-Romanée de aquí, me estaba preguntando si…

—La añada no importa mucho, cógelo y vámonos. —Para tratarse de un ladrón de vino, Randy ha dejado de comportarse de repente con la cortesía esperable. Se suben a la furgo y se van por donde han venido. Randy guarda silencio hasta que llegan al faro, como si también él hubiera visto algo en casa de Ice.

—Escucha, ¿te pasas alguna vez por Yonkers? La familia de mi mujer vive allí y a veces practico un poco en un campo de tiro para damas llamado Sensibility…

—«Los hombres siempre son bienvenidos», claro, lo conozco, es más, soy socia.

—Bueno, no sé, a lo mejor podríamos vernos por allí algún día.

—Me encantaría, Randy.

—No te olvides el borgoña.

—Umm…, antes hablabas del karma, más vale que lo sigas, y quédate el vino, anda.

No es que Maxine salga pitando, pero tampoco pierde el tiempo, y no para de lanzar miradas angustiadas al retrovisor por lo menos hasta los alrededores de Stony Brook. Corre, cuatro ruedas, corre. Mira que llega a hacer tonterías. La última dirección conocida de Vip Epperdew, una ruina carbonizada; la finca de Gabriel Ice, ostentosa y previsible, salvo por el misterioso corredor y ese algo allí dentro que ella preferiría no haber visto. Bueno…, tal vez puede recuperar algún gasto de esta excursión, media dieta, un descuento en la tarjeta de crédito, un depósito de gasolina lleno, a cuarenta centavos el litro, a ver si aceptan uno cincuenta…

Justo antes de que la emisora country quede fuera de su alcance, suena el clásico de Droolin Floyd Womack:

Oh, mi cabeza ha

empezado a latir, y

a veces también,

uh, se retuerce…

y por la noche

me roba el precioso sueño

porque

late y se retuerce por ti.

[Voces femeninas] ¿Por qué

se retuerce?, ¿por qué

late?, me pregunto.

[Floyd] Uh, dímelo por favor, me está

volviendo loco…

¿Es que me han

echado una maldición? Oh,

cálmate, retorcida

y, uh, pulsante cabeza mía…

Esa noche sueña con un Manhattan-que-no-es-exactamente-Manhattan, una ciudad que ha visitado con frecuencia en sueños, donde, si te alejas lo bastante por cualquier avenida, la cuadrícula familiar empieza a deshacerse, se torna blanda y la cruzan arterias de las afueras, hasta que llega a un centro comercial temático que ella comprende que ha sido deliberadamente diseñado para que parezca el escenario de las secuelas de una cruenta batalla de la tercera guerra mundial, carbonizado y destartalado, con tugurios abandonados y cimientos de hormigón quemados dispuestos en un anfiteatro natural, de modo que dos o tres plantas comerciales ascienden por una pendiente muy marcada, todo de un triste tono herrumbroso y sepia, y pese a su estado, ahí, en esos cafés con terraza esmeradamente precarios, se sientan compradores yuppies que se toman despreocupadamente tazas de té, piden sándwiches para yuppies rellenos de rúcula y queso de cabra, y se comportan casi igual que si estuvieran en Woodbury Common o en Paramus. Se supone que ha quedado ahí con Heidi, pero de repente se encuentra en un sendero que cruza un bosque, al anochecer. Una luz titila delante de ella. Huele a humo con algún componente tóxico muy fuerte, quizá plástico o dosis de drogas de laboratorio, ¿quién sabe?; avanza por el sendero, que describe una curva, y ahí está la casa de la cinta de vídeo de Vip Epperdew, en llamas: humo negro que se eleva en nudos y espirales, entre llamas de un naranja ácido, y rápidamente se funde con un cielo encapotado, sin estrellas. No han acudido vecinos a mirar. No se oyen estridentes sirenas aullando en la lejanía. No se presenta nadie a apagar el fuego ni a rescatar a quienquiera que siga dentro, que esta vez no es Vip sino, parece, Lester Traipse. Maxine se queda paralizada bajo la luz rota, mientras repasa sus opciones y responsabilidades. El incendio es violento, lo quema todo, desprende demasiado calor para acercarse. Incluso a esa distancia, nota que le está arrebatando el oxígeno. ¿Por qué Lester? Se despierta con una sensación de agobio, sabiendo que tiene que hacer algo, pero sin que se le ocurra el qué.

El día, como siempre, se le viene encima como una riada desbordada. Enseguida está ahogada hasta las orejas entre trampas fiscales, mindundis espabilados y tipos codiciosos que sueñan con dar un buen golpe, hojas de cálculo que no puede entender. A eso del mediodía, Heidi asoma la cabeza.

—Justo la intelectual de la cultura pop que estaba esperando. —Van a buscar una ensalada preparada a una tienda de la esquina—. Heidi, cuéntame otra vez lo del Montauk Project.

—Lleva en marcha desde los ochenta, a estas alturas ya forma parte del acervo popular norteamericano. El año que viene abrirán la vieja base aérea a los turistas. Ya hay empresas que llevan autobuses turísticos.

—¿Cómo?

—Ya sabes, todo acaba como un musical de Broadway.

—Lo que me estás diciendo es que nadie se toma ya en serio el Montauk Project.

Un suspiro dramático.

—Maxi, la seria de Maxi, siempre tan analítica. Estos mitos urbanos pueden funcionar como atractores, recogen pequeños fragmentos de rarezas de todas partes, al cabo de un tiempo nadie puede mirar el artefacto entero y creérselo todo porque parece demasiado desestructurado. Pero de algún modo seguimos fijándonos en las piezas misteriosas que nos interesan, no quiera Dios que nos engañen porque, claro, somos demasiado listillos; y aun así no hay una prueba definitiva de que al menos una parte no sea verdad. Se presentan argumentos a favor y en contra, y al final todo acaba degenerando en discusiones en internet, encendidas, provocadoras, hilos que sólo llevan a perderse más en el laberinto.

Pero, se le ocurre a Maxine, el que se vuelva un espacio turístico no significa que se haya eliminado la toxicidad, no necesariamente. Conoce a gente que en verano va a Polonia, en viajes organizados que incluyen una visita a los campos de exterminio nazis. En el autocar se les invita a degustar vinos peleones polacos. En Montauk, multitudes de juerguistas podrían infestar cada centímetro cuadrado de la superficie, mientras por debajo de sus pies ociosos sigue funcionando eso a lo que está conectado el túnel de Ice, sea lo que sea.

—Si no vas a comerte eso…

—Pica lo que quieras, Heidi, zámpatelo, por favor. No tenía tanta hambre como pensaba.