Esperando en el umbral de la puerta de su oficina hay una caja de vino, y al ver la etiqueta, no puede reprimir el comentario «Guau, joooder». ¿Un Sassicaia del 85?, ¿una caja entera? Debe de tratarse de un error. Sin embargo, parece que lleva una nota: «Resulta que también nos ahorraste dinero a nosotros», sin firma, pero ¿quién podría ser aparte de Rocky, el viejo etnoenólogo? En cualquier caso, el regalo hace que se sienta lo bastante culpable para empujarla de vuelta a los libros cada vez más complicados de hwgaahwgh/hashslingrz.
Hoy descubre algo raro. Una de esas pautas insistentes que no siempre son bienvenidas porque implican horas extras que no cobrará; pero es lo que hay. Se sirve un poco de café, echa otra mirada a la pista que relaciona hwgaahwgh con la cuenta de hashslingrz en los Emiratos, y al cabo de un rato descubre de qué se trata. Un déficit persistente, y de cierta entidad. Como si alguien lanzara un aviso dando golpecitos en una cañería. Lo que resulta curioso es la cantidad. Parece equivaler a otra suma, unos excedentes asombrosamente duraderos vinculados al importe que Ice pagó en efectivo por la adquisición de hwgaahwgh.com. Los cheques se depositan en una cuenta de explotación en un banco de Long Island.
Desde que va por libre, Maxine ha adquirido algunos programas de software, cortesía de ciertos clientes poco respetables, que le han conferido superpoderes que no se ajustan del todo a las Prácticas Contables Consideradas Aceptables, tales como: no entrarás ilegalmente en la cuenta bancaria de nadie, dejarás ese tipo de actividades para el FBI. Rebusca en un par de cajones de la mesa, encuentra un disco sin etiqueta de un tono verde metálico enfermizo y bastante antes de la hora de la comida ha entrado en los asuntos privados de Lester Traipse. Como era de esperar, el misterioso déficit está compensado al centavo por una suma que se transfiere regularmente a una de las cuentas personales de Lester.
Se le escapa una elocuente exhalación: «Lester, Lester, Lester». Bueno. Todo ese rollo de la confidencialidad no era más que humo para ocultar lo que en realidad hacía, algo mucho más peligroso. Lester descubrió el invisible río de dinero subterráneo que fluía a través de su empresa, que no tardaría en desaparecer, y ha estado desviando un considerable pedazo de los pagos fantasma de Ice desde su destino final como riales saudíes a una cuenta secreta a su propio nombre. Imaginándose que le ha tocado el gordo.
Así que la otra noche en el garito de karaoke, cuando comparó a Gabriel Ice con un prestamista o un chulo, no estaba empleando una figura retórica. Lester corría peligro; como una chica bajo un viaducto que ha estado sisándole a su macarra, buscaba desesperado cualquier ayuda, y le estaba enviando a Maxine una señal de socorro en un código que, debería darle vergüenza, ella ni siquiera se molestó en descifrar…
Y lo peor de todo es que Maxine sabe bien lo que pasa, sabe que bajo los paisajes de porquería empresarial sobradamente financiados, esos que crea el orden corporativo y se cantan en los medios de comunicación, hay profundidades donde el pequeño fraude deja de ser un pecado venial. Ciertos tipos de fuerte personalidad se ponen como locos, el castigo es violento y —una mirada ansiosa y reflexiva al reloj de la pared— inmediato. Este hombre no debe de saber en qué lío se ha metido.
Le sorprende que Lester conteste a la primera la llamada al móvil.
—Estás de suerte, es la última llamada que pensaba recibir en este aparato.
—¿Te cambias de operadora?
—Me deshago del instrumento. Creo que le han metido un chip de rastreo.
—Lester, he descubierto algo que tiene pinta de serio, tendríamos que vernos. Deja el móvil en casa. —Por la forma en que él respira, Maxine adivina que sabe de qué se trata.
Eternal September, que abrió a finales de los noventa, es un local para fanáticos de la tecnología venido a menos, escondido entre una barbería y una tienda de corbatas, a media manzana de una estación con poco tráfico de una de las antiguas líneas de metro del IND.
—¿Algún apego sentimental? —Maxine mira a su alrededor procurando que no se le escape una mueca.
—No, sólo creo que cualquiera que entre aquí en pleno día debe de estar tan perdido que podemos hablar con tranquilidad.
—Ya sabes que estás metido en un lío, ¿no?, así que no hará falta que te incordie con ese rollo.
—Quería explicártelo la otra noche en el karaoke, pero…
—Felix no dejaba de entrometerse. ¿Te vigilaba?, ¿te protegía?
—Se enteró de mi bronca en el lavabo y supuso que debía cubrirme las espaldas, eso es todo. Tengo que creer que Felix es quien dice ser.
A Maxine eso le suena. Sabe que sería inútil discutir. Lester se fía de Felix, pues allá él.
—¿Tienes hijos, Lester?
—Tres. Uno empezará la secundaria en otoño. Cree que soy muy malo en mates. ¿Y tú?
—Dos chicos.
—Uno se dice que lo hace por ellos —Lester frunce el ceño—, como si no fuera lo bastante horrible utilizarlos como excusa…
Bien, vamos bien.
—Entonces, es que no lo haces por ellos.
—Mira, lo devolveré. Tarde o temprano no me quedará otra. ¿Tienes alguna forma segura de decirle a Ice que eso es lo que de verdad quiero hacer?
—Aunque él te creyera, que bien pudiera ser que no, es un montón de dinero…, Lester. Él querrá más de lo que has robado, y también exigirá intereses, un pago de compensación por las molestias, que podría ser muy alto.
—El precio de cagarla —con voz tranquila, sin contacto visual.
—Me lo tomaré como que aceptas la cláusula de intereses abusivos, ¿no?
—¿Crees que puedes manejar la situación?
—No le caigo muy bien. Si estuviéramos en el instituto me pondría un poco melancólica, aunque, por otro lado, cuando Gabriel Ice iba al instituto… —sacude la cabeza, ¿cómo puede despistarse tanto?—. Mi cuñado trabaja en hashslingrz, así que, vale, veré si puedo pasar el mensaje.
—Supongo que soy el tipo de perdedor codicioso sobre el que tienes que testificar todos los días en los tribunales.
—Ya no. Me han retirado la licencia, Lester, y no me aceptan como perito, los tribunales no me conocen.
—¿Y mi destino está en tus manos? Genial.
—Tranqui, por favor, la gente nos mira. En el mundo legal no encontrarías ningún apoyo. La única ayuda con la que puedes contar ahora es la de algún proscrito, y yo soy mejor que la mayoría.
—Así que ahora te debo unos honorarios.
—¿Me ves agitar facturas por alguna parte? Olvídalo, tal vez algún día estés en posición de devolverme el favor.
—No me gustan los regalos —murmura Lester.
—Ya, prefieres robarlos.
—Lo robó Ice. Yo sólo lo desvié.
—Justamente por hilar tan fino con esa clase de matices, a mí me echaron de la partida y ahora tú estás jugándote el cuello. Tanta fijación con los términos legales me impresiona, la verdad.
—Por favor —la petición, para sorpresa de Maxine, no suena tan falsa como lo que está acostumbrada a oír—, asegúrate de que se enteren de lo mucho que lo siento.
—Voy a decírtelo con la mayor suavidad posible, Lester: a ellos les importa un carajo. «Lo siento» son palabras para los canales locales de noticias. Aquí de lo que se trata es de que has traicionado a Gabriel Ice. Y no debe de hacerle ninguna gracia.
Ya ha hablado demasiado, y reza para que Lester no le pregunte cuántos intereses le va a cobrar Ice. Porque en ese caso, según su propio código personal, post-CFE pero igual de despiadado, tendría que decir: «Espero que sólo lo quiera en dólares americanos». Pero Lester, que ya tiene bastante de que preocuparse, se limita a asentir.
—¿Hacíais negocios antes de que te comprara la empresa?
—Sólo nos vimos aquella vez; pero él ya lo llevaba pegado, desprendiéndolo por todas partes, como un olor: el desprecio. «Yo tengo un título, un par de miles de millones; tú, no.» Él se da cuenta enseguida de que ni siquiera soy un geek autodidacta, sólo un empleado que reparte la correspondencia y ha tenido suerte. Suerte, sí, una vez. ¿Cómo va a permitir él que alguien así se lleve siquiera un dólar con noventa y ocho?
No. No, Lester, no es exactamente así. Lo que Maxine está escuchando es un intento de evasión, y no de impuestos precisamente, sino más bien de los que se dirimen en la cancha de la vida y la muerte.
—Quieres contarme algo —con amabilidad—, pero te juegas la vida si lo haces, ¿me equivoco?
Parece un niño pequeño a punto de llorar.
—¿Y qué más podría ser?, ¿es que lo del dinero no es ya lo bastante chungo?
—En tu caso, diría que no.
—Lo siento. No podemos ir más lejos. No se trata de nada personal.
—Veré qué puedo hacer con lo del dinero.
A esas alturas se encaminan rápidamente hacia la salida; Lester por delante de ella, leve como una pluma que se ha escapado de la almohada y se deja llevar por la corriente de aire, como en un sueño cumplido de seguridad hogareña.
Sí, es lo que hay, y, bueno, queda todavía pendiente la cinta de vídeo que trajo Marvin. La espera en la mesa de la cocina, como si el plástico hubiera descubierto de repente cómo hacer reproches. Maxine sabe que ha estado posponiendo el momento de verla, con la misma aversión supersticiosa que tenían sus padres a los telegramas en los viejos tiempos. Cabe la posibilidad de que se trate de negocios y, por su amarga experiencia, tampoco puede descartar una broma pesada. Aun así, si resulta demasiado desagradable, siempre puede intentar facturar como dietas las sesiones extras de terapia que se derivaran como consecuencia.
No, no es Grita, Blácula, grita, no exactamente, se trata de algo más casero. Empieza con un agitado traveling desde la ventanilla de un coche. Luz invernal de última hora de la tarde. La autopista de Long Island, hacia el este. Maxine empieza a sentir aprensión. Corte a un rótulo de salida… ¡aggh! «Salida 70», justo por donde ella esperaba que no fuera; y sí, efectivamente, otro corte, ahora a la Ruta 27, y nos dirigimos, podría decirse que como condenados, a los Hamptons. ¿A quién le caerá tan mal para que le haya enviado esto?; a no ser que Marvin se haya equivocado de dirección, algo que, claro, nunca ha sucedido.
La tranquiliza un poco el ver que al menos no son los Hamptons de leyenda. Ella ha pasado allí más tiempo del que merecía la pena. Esto se parece más bien a unos Hamptons de Abajo, donde la población trabajadora suele estar tan cabreada que bordea el homicidio, porque su sustento depende de dar servicio a los más ricos y famosos, a los cuales no puede dejar de mamársela cada vez que se presenta la oportunidad. Casas vejadas por el paso del tiempo, pinos de Virginia, negocios de carretera. No se ven luces ni ornamentos, de modo que debe de ser esa época del invierno, vacía y atemporal, que sigue a las fiestas navideñas.
El plano entra en un camino de tierra bordeado de casas desvencijadas y caravanas, y se aproxima a lo que en principio parece un bar de carretera porque todas sus ventanas están iluminadas, no para de entrar y salir gente, se oyen ruidos de juerga y una banda sonora que incluye a la banda psychobilly Elvis Hitler de la Ciudad del Motor, que está cantando la sintonía de la serie Granjero último modelo al ritmo de Purple Haze de Jimi Hendrix, lo que proporciona a Maxine un inefable momento de nostalgia tan inesperado que llega a pensar que estaba preparado intencionadamente para ella.
La cámara sube por las escaleras delanteras y entra en la casa apartando a empujones a los juerguistas, luego pasa por un par de habitaciones sembradas de botellas de cerveza y de vodka, sobres de papel glassine, zapatos desparejados, cajas de pizza y envases de cartón de pollo frito, sigue por la cocina, cruza una puerta y baja al sótano, a una peculiar versión del típico cuarto de juegos…
Colchones por el suelo; una colcha de cama de matrimonio de angora de imitación, con el tono morado típico de las cintas de VHS; espejos por todas partes; en un rincón del fondo, una nevera sucia, que gotea y además zumba ruidosamente, con un ritmo de martilleo, como si ofreciera una fiel versión de la juerga en marcha.
Un joven con el pelo un poco largo, desnudo salvo por una gorra de béisbol manchada de tierra, una erección que apunta a la cámara. Una voz de mujer fuera de campo:
—Diles cómo te llamas, cariño.
—Bruno —casi a la defensiva.
Una jovencita ingenua con botas de vaquera y una sonrisa perversa, el tatuaje de un escorpión justo por encima del culo, un pelo que lleva algún tiempo sin tocar el champú, la luz de la pantalla de un televisor reflejada sobre su cuerpo pálido y levemente rechoncho, se presenta como Shae.
—Y éste de aquí es Westchester Willy, dile hola a la cámara, Willy.
Saludando en un margen del plano aparece un tipo de mediana edad, cuya forma física deja bastante que desear, al que, por las fotografías de carné que le enviaron del Departamento de Finanzas de John Street, Maxine reconoce como Vip Epperdew. Un zoom rápido sobre la cara de Vip delata una expresión de deseo imposible de disimular, que él rápidamente intenta transformar en una cara de fiesta estándar.
Llegan unas ráfagas de carcajadas desde arriba. La mano de Bruno entra en plano con un mechero de gas y una pipa de crack, y el trío se pone cariñoso.
No es precisamente Jules y Jim (1962). ¡Y luego critican las dobles entradas contables! Como material erótico tiene defectos, sin duda. El chico y la chica podrían dar el pego con algún retoque; Shae es una jovencita bastante animada, aunque puede que de mirada un tanto inexpresiva; Vip ya pasó la edad para algunos ejercicios gimnásticos; y Bruno parece un enano salido con propensión a chillar demasiado y una polla, francamente, que no da la talla para lo que le exige el guión, lo que provoca manifestaciones de irritación de Shae y Vip cada vez que se acerca a ellos, tanto da con qué intenciones. A Maxine le sorprende sentir un latido poco profesional de repugnancia hacia Vip, ese yuppie tan necesitado, con un punto de rastrero. Si se supone que la razón para realizar el pesado viaje desde Westchester y aguantar las horas de autopista es satisfacer con estos dos una adicción supuestamente menos negociable que el crack, y no a la juventud sino a la única utilidad obvia que ésta tiene, entonces, ¿por qué no elegir a unos chicos que al menos puedan fingir que saben lo que hacen?
Pero un momento. Se da cuenta de que esos pensamientos son reflejos de cotilla judía, como: por favor, Vip, tú vales más que eso, y cosas así. Ni siquiera lo conoce y ya está criticando su elección de compañeros sexuales.
Su atención vuelve a concentrarse en el plano del trío, que se visten mientras charlan animadamente. Pero ¿cómo? Maxine está casi segura de que no se ha quedado dormida, y sin embargo parece que no ha habido plano de corrida; en vez de eso, en algún momento la peli se ha apartado del porno canónico y ha virado hacia, ¡aggh!, ¡improvisaciones!, sí, ahora están actuando, y sus interpretaciones son de las que empujan a los profesores de teatro de secundaria a la adicción a las drogas. Corte a un primer plano de las tarjetas de crédito de Vip, todas desplegadas como el retablo de una pitonisa. Maxine detiene la cinta, la pasa hacia delante y hacia atrás, anota los números que puede, aunque la baja resolución emborrona algunos. Los tres interpretan un número de vodevil cutre con las tarjetas de Vip: se las dan y se las quitan unos a otros, hacen comentarios ingeniosos sobre cada una, con la excepción de una tarjeta negra que Vip enseña fugazmente a Shae y Bruno, lo que les hace retroceder con un pavor exagerado, como vampiros adolescentes ante una cabeza de ajos. Maxine reconoce la legendaria tarjeta Centurión de AmEx, con la que tienes que gastar al menos doscientos cincuenta mil al año para que no te la retiren.
—¿Sois alérgicos al titanio? —Vip alegremente—, vamos, ¿tenéis miedo de que lleve un chip incorporado?, ¿de que un detector de chusma vaya a disparar una alarma silenciosa sobre vosotros?
—No es la seguridad de los centros comerciales lo que me asusta —Bruno casi gimoteando—, me he pasado la vida engañando a esos mamones.
—A mí me basta con enseñarles un poco de carne —añade Shae—, a ellos les gusta.
Shae y Bruno se dirigen a la puerta y Vip se deja caer en la angora de imitación. Sea lo que sea lo que le haya cansado, no se trata de la flacidez poscoital.
—¡A los Tanger Outlets, yeaah! —grita Bruno.
—¿Quieres que te traigamos algo, Vippy? —Shae por encima del hombro con una de esas sonrisas de ¿me estás mirando el culo otra vez?
—Fuera —murmura Vip—, y no estaría mal, para variar.
La cámara se queda con Vip hasta que éste se vuelve a mirarla, resentido, reticente.
—No estamos muy finos esta noche, ¿verdad que no, Willy? —inquiere una voz desde detrás.
—Lo has notado.
—Tienes la pinta de un tío al que le están pisando los talones.
Vip aparta la mirada y asiente, triste. Maxine se pregunta por qué habrá dejado de fumar. La voz…, algo en esa voz le resulta familiar. Le parece haberla oído en la televisión, o algo así. No es que le recuerde a una persona concreta, se trata más bien del tipo de voz, tal vez del acento regional…
¿De dónde habrá salido esta cinta? ¿Se la ha enviado alguien que quiere que Maxine esté al tanto de la vida hogareña de Vip, una invisible y santurrona señora Grundy con una aversión especial a los tríos? ¿O alguien más cercano, pongamos que más metido en el asunto, incluso alguien involucrado en las actividades fraudulentas de Vip? ¿Uno más de esos Empleados Descontentos? ¿Qué diría el profesor Lavoof aparte de su habitual «Hay vida más allá de los libros»?
El mismo patrón de siempre: a estas alturas, el tiempo ya corre hostil en contra de Vip, tal vez esté cobrando cheques sin fondos, sin que su mujer ni sus hijos, para variar, tengan la menor idea. ¿Acaba bien alguna vez? No es como si fueran ladrones de joyas u otros sinvergüenzas con encanto; no hay nada ni nadie que estos defraudadores no traicionarían, el margen de seguridad no para de menguar, un día les abruman los remordimientos y entonces o bien huyen de su propia vida o bien cometen una estupidez terminal.
—Síndrome de Arranque Lento post-CFE, chica. ¿No puedes dejar sitio para, siquiera, un par de personas decentes aquí y allá?
—Claro. Seguro que las hay, en alguna parte. Pero no me las encuentro en mi ronda diaria; gracias de todos modos.
—Te noto bastante cínica.
—¿No sería mejor decir «profesional»? Anda, sigue, regodéate en esas ideas hippies si quieres; mientras tanto, Vip va flotando mar adentro y nadie ha avisado a los servicios de Búsqueda y Rescate.
Maxine rebobina la cinta, la saca del reproductor y, volviendo a la programación televisiva del mundo real, empieza a zapear distraídamente. Una forma de meditación. Al poco, pulsando con el pulgar, ha llegado a lo que parece una sesión de terapia de grupo en uno de los canales en abierto.
—Bien, Tyyyphphani, cuéntanos tu fantasía.
—Mi fantasía es que conozco a este hombre, paseamos por la playa y luego follamos.
Al cabo de un rato:
—¿Y?
—A lo mejor vuelvo a verle.
—¿Eso es todo?
—Sí. Ésa es mi fantasía.
—Sí, Djennyyyphrr, ¿tenías la mano levantada?, ¿cuál es tu fantasía?
—Estar encima cuando follamos. Porque, a ver, normalmente es él el que se pone encima. Mi fantasía es que soy yo la de arriba, para variar.
Una por una, las mujeres del grupo describen sus «fantasías». Se mencionan vibradores, aceites de masaje, trajes de PVC. No dura mucho. Maxine reacciona horrorizada. ¿Son eso fantasías?, ¿fantaaaasíaaaas, como dicen en la pantalla? ¿Esto es lo mejor que se les ocurre a sus hermanas del Trastorno por Déficit de Amor cuando piensan en lo que necesitan? Mientras reproduce con torpeza sus rutinas de antes de acostarse, se echa un largo vistazo en el espejo del lavabo.
—¡Aggh!
Esta noche la exclamación no se debe tanto al estado de su cabello o de su cutis como a la camiseta de la segunda equipación de los Knicks que lleva. Con SPREWELL 8 a la espalda. Ni siquiera es un regalo de Horst o de los chicos, no, fue ella en persona al Garden, hizo cola y se la compró, pagando el precio marcado, por una razón perfectamente justificada, desde luego, porque hasta entonces tenía la costumbre de acostarse sin nada puesto, dormirse leyendo el Vogue o Bazaar, y despertarse pegada a la revista. También está su muy secreta admiración por Latrelle Sprewell y la historia de su agresión al entrenador, según el principio de que podemos esperar que Homer estrangule a Bart, pero cuando Bart estrangula a Homer…
—Obviamente —le comenta ahora a su reflejo— a ti te va mucho, pero que muchísimo mejor que a esas perdedoras de los canales en abierto. Así que… ¡Maksiiinn!, ¿cuál es tu fantasía?
Umm… ¿un baño de burbujas?, ¿velas?, ¿champán?
—Ajá. ¿No te has dejado el paseo por la orilla del río?, ¿pasa algo si me acerco al retrete de aquí al lado y vomito un poco?
A la mañana siguiente, Shawn le ofrece tanta ayuda como siempre.
—Hay un… cliente. Bueno, en realidad no. Alguien que me preocupa. Tiene docenas de problemas, está en una situación peligrosa, y no quiere dejarlo. —Hace un resumen de la situación de Vip—. Resulta deprimente cómo acabo encontrándome una y otra vez con la misma historia: cada vez que estos payasos tienen que elegir, siempre apuestan por su cuerpo, nunca por su espíritu.
—No es ningún misterio; de hecho, es muy frecuente… —Él calla, Maxine espera, pero no parece que vaya a decir nada más.
—Gracias, Shawn. No sé muy bien cuáles son mis deberes en estos casos. Antes me daba igual lo que les cayera encima, se lo merecían. Pero últimamente…
—Cuéntame.
—No me gusta lo que va a pasar, pero tampoco me hace gracia delatar a ese hombre. Por eso me preguntaba si podría aprovecharme de tus conocimientos. Nada más.
—Sé a qué te dedicas para ganarte la vida, Maxine, sé que tu trabajo está sembrado de bombas-trampa éticas, y no me gustaría meterme. No, ¿verdad que no? Bien. En cualquier caso, escucha. —Shawn le cuenta la parábola budista de la brasa de carbón—. Un tipo sostiene una brasa de carbón en la mano, a todas luces le quema y sufre mucho. Se le acerca alguien: “Guau, disculpe, ¿eso que tiene en la mano no es un carbón encendido?”.
»“Agg, uggg, uff, tío, sí, y la verdad es que…, la verdad es que quema, ¿sabe?”
»“Ya lo veo. Pero, si le hace sufrir, ¿por qué lo sigue sujetando?”
»“Bueno, ¿eggg?, pues porque tengo que hacerlo, ¿no?…, aaargh.”
»“¿Le… le va el dolor?, ¿está pirado?, ¿qué pasa?, ¿por qué no lo suelta?”
»“Muy bien, fíjese… ¿Es que no ve lo precioso que es?, mírelo, ¿ve cómo resplandece?, ¿ve los distintos colores? y…, aaargh, mierda…”
»“Pero llevándolo por ahí en la mano va a causarle quemaduras de tercer grado, buen hombre, ¿no podría dejarlo en algún sitio y mirarlo?”
»“Alguien podría llevárselo.”
»Y todo lo demás.
—Y bien —pregunta Maxine—, ¿qué pasa?, ¿lo suelta o no?
Shawn le dedica una intensa y agradable mirada, de precisión budista, y se encoge de hombros.
—Lo suelta y no lo suelta.
—Oh, vaya, debo de haberme expresado mal.
—Eh, a lo mejor he sido yo. Tus deberes para la próxima sesión son descubrir cuál de nosotros dos se ha equivocado, y en qué.
Un misterio más. Debería ponerse en contacto con Axel y contarle que Vip es un visitante asiduo del South Fork de los Hamptons, y luego pasarle los números incompletos de las tarjetas que ha podido copiar de la cinta de vídeo. Pero no vayas tan deprisa, se advierte a sí misma, antes veamos…
Vuelve a pasar la cinta, fijándose sobre todo en el diálogo entre Vip y quienquiera que sea el que está detrás de la cámara, cuya voz le suena exasperantemente conocida, al filo mismo de su memoria…
¡Ajá! Es un acento canadiense. Claro. En el Canal de Cine Lifetime se oye a veces. En realidad es acento de Québec. ¿Significa eso que…?
Llama al móvil de Felix Boïngueaux. Sigue en la ciudad buscando dinero de inversores de capital riesgo.
—¿Has tenido noticias de Vip Epperdew?
—No las esperaba.
—¿Tienes su número de teléfono?
—Algunos de ellos. El de casa, el del busca, todos suenan sin parar, nunca contesta.
—¿Te importa pasármelos?
—En absoluto. Si tienes suerte, pregúntale dónde está nuestro cheque, ¿quieres?
Está cerca. Muy cerca. Si era Felix el que estaba detrás de la cámara, si fue Felix el que le envió la cinta de vídeo, entonces se trata de lo que los asistentes sociales denominan una petición de auxilio por parte de Vip, o, más probablemente, con Felix de por medio, de una trampa. En cuanto a cómo se relaciona todo esto con el hecho de que Felix ande por aquí, supuestamente buscando inversores…, eso pasa a segundo plano, queda para otro día, taimado y pequeño idiota.
Uno de los prefijos telefónicos es de Westchester, nadie responde a la llamada, ni siquiera salta un contestador automático, pero hay otro número de Long Island, que ella busca, asqueada ya por la sospecha, en la guía telefónica inversa que tiene en la oficina, y, como era de esperar, pertenece al lado chungo de los Hamptons, casi con toda seguridad al plató de porno aficionado en el que viven Shae y Bruno, al que Vip ha estado acudiendo con cualquier excusa para saldar deudas con la otra versión de su vida. El número emite un graznido electrónico y salta un robot que le dice que lo siente, que este número ya no está en servicio. Pero hay algo raro en el tono de voz, como si no estuviera robotizado del todo, como si insinuara que le está transmitiendo información privilegiada, además de llamarla Pobre Idiota. Un halo paranoide se espesa alrededor de la cabeza de Maxine, por no decir un nimbo de certidumbre. En circunstancias normales, no habría dinero bastante en circulación para ponerla voluntariamente al alcance del radio de una bomba lanzada en el extremo oriental de Long Island, pero de repente está metiendo la Tomcat en el bolso, añade un cargador extra, se pone unos vaqueros de trabajo y una camiseta que no dé el cante en una población costera, y al momento está en la calle Setenta y Siete alquilando un Camry beis. Toma la Henry Hudson Parkway, se enfrenta al caos de la Cross Bronx en dirección al puente Throgs Neck y deja a su derecha la hilera de rascacielos urbanos, hoy cristalinos, como centinelas, hasta llegar a la Long Island Expressway. Baja las ventanillas, echa el asiento hacia atrás para adoptar la postura de velocidad constante y se encamina hacia el este.