15

A eso de las once y media de la mañana, Maxine ve un voluminoso vehículo negro que le recuerda a un Packard antiguo, pero más largo, aparcado cerca de su oficina, sin atender a los rótulos que prohíben el estacionamiento a ese lado de la calle durante una hora y media para permitir la limpieza. La costumbre es que todo el mundo aparque entonces en doble fila en la otra acera, espere a que pase la barredora y luego, en su estela, vuelva a aparcar legalmente. Maxine repara en que no hay nadie esperando cerca de la misteriosa limusina y en que, todavía más curioso, los vigilantes del aparcamiento, que uno se encuentra por el barrio con la misma frecuencia que guepardos en los flancos de las manadas de antílopes, han desaparecido misteriosamente. Es más, en ese momento, mientras mira, se acerca la barredora resoplando ruidosamente al doblar la esquina y, cuando ve la limusina, se detiene como si se planteara sus opciones. El trámite normal sería que la barredora se situara detrás del vehículo infractor y esperara a que éste se moviera. Pero opta por reptar nerviosa, a hurtadillas, a lo largo de la manzana, rodea, como disculpándose, el coche intruso y acelera hasta la siguiente esquina.

Maxine se fija en una pegatina en la parte de atrás en caracteres cirílicos que, como está a punto de averiguar, dicen: MI OTRA LIMO ES UN MAYBACH, porque este vehículo que tiene delante es, en realidad, un ZiL-41047, traído pieza por pieza de Rusia, remontado en Brooklyn y propiedad de Igor Dashkov. Maxine mira a través de los cristales ahumados y descubre a March Kelleher dentro, en animada conversación con Igor. La ventanilla baja e Igor asoma la cabeza, junto con una bolsa de Fairway que parece llena de dinero.

—Maxi, kagdila, ¿cómo está? ¡Su consejo sobre Madoff Securities fue excelente! ¡Justo a tiempo! ¡Mis socios están muy contentos! Es más, ¡se salen de contentos! Dieron los pasos necesarios, sus valores están a salvo, y esto es para usted.

Maxine retrocede, en parte por la clásica alergia del contable al dinero de verdad.

—¿Se ha vuelto loco?

—La suma que les ha ahorrado era considerable.

—No puedo aceptarlo.

—Tómeselo como un anticipo.

—¿Y quién me estaría contratando exactamente?

Un encogimiento de hombros, una sonrisa, nada más específico.

—March, ¿qué le pasa a este tipo?, ¿y qué haces tú ahí?

—Sube. —Al hacerlo, Maxine ve que March tiene el regazo cubierto de billetes que está contando—. La respuesta es no, y tampoco soy su chica.

—Veamos, eso nos deja… ¿qué?, ¿su camello?

—Chisss. —La agarra del brazo. Porque resulta que el ex marido de March, Sid, ha estado trayendo y llevando diversas sustancias del pequeño puerto deportivo que hay en Tubby Hook, donde Dyckman Street desemboca en el río, y, según parece, Igor es uno de sus clientes—. Subrayo lo de «traer y llevar» —explica March—. Sid, sea cual sea el paquete, no es más que el repartidor. No le gusta mirar dentro.

—Porque dentro de ese paquete que no mira lo que hay es…

Bueno, para Igor se trata de metcatinona, también conocida como «speed de bañera».

—La bañera en este caso se encuentra, creo, en Jersey.

—Sid siempre tiene buen material —asiente Igor—, no ese barato shnyaga letón que cortan en la cocina y que se queda rosa por el permanganato, del que no saben cómo deshacerse; te sube antes de que te des cuenta, al momento ya no puedes andar derecho, te entran temblores. El dzhef letón, ándese con ojo, Maxine, ni se acerque a él, ¡no es dzhef, es una mierda, govno total!

—Procuraré recordarlo.

—¿Ha desayunado? Tenemos helados, ¿qué sabor prefiere?

Maxine ve una nevera de buen tamaño bajo el bar.

—Gracias, es un poco temprano para mí.

—No, no, es helado de verdad —explica Igor—. Helado ruso. No esa porquería que permite vender la policía de la comida del Euromercado.

—Alto contenido en grasa de leche —traduce March—. Nostalgia de la época soviética, básicamente.

—Lo de Nestlé es una mierda —Igor escarba en la nevera—. Mierda de aceites vegetales no saturados. Basura hippy. Ha corrompido a una generación entera. Lo he organizado, hago que me los traigan en un avión frigorífico una vez al mes hasta Kennedy. Muy bien, aquí tenemos de muchas marcas, Ice-Fili, Ramzai, y también Inmarko, de Novosibirsk, un morozhenoye impresionante, Metelitsa, Talosto…, hoy, para usted, con descuento especial, de avellana, virutas de chocolate, vishnya, que es una guinda…

—¿Podría llevarme uno para más tarde?

Maxine acaba con varios paquetes familiares de medio kilo de un surtido de sabores.

—Gracias, Igor, parece que está todo. —March se guarda el efectivo en el bolso. Tiene planeado ir a la parte alta de Manhattan esta noche, ver a Sid y recoger su pedido para Igor—. Tendrías que venir, Maxi. No es más que una recogida fácil, vamos, será divertido.

—Mis conocimientos de legislación sobre drogas son limitados, March, pero la última vez que miré, a eso se le denominaba «Venta ilegal de una sustancia regulada».

—Sí, pero también es por Sid. Una situación compleja.

—Un delito de clase B. Tu ex y tú, por lo que dices…, colijo que todavía estáis… cerca.

—No me mires con malicia, Maxi, te saldrán arrugas. —Se apea del ZiL y espera a Maxine—. Acuérdate de contar lo que hay en tu bolsa de Fairway.

—¿Por qué?, si ni siquiera sé cuánto se supone que debe haber, no sé si me entiendes.

En la esquina, un carrito vende café y bagels. Hace un día caluroso, se acercan a las escaleras de entrada a un edificio y se sientan a tomarse el café.

—Igor dice que les has ahorrado un montón de dinero.

—¿Crees que ese «les» incluye al propio Igor?

—Le avergonzaría admitirlo. ¿De qué se trataba?

—Una especie de timo piramidal.

—Oh. No, seguro que es algo un poco distinto.

—¿Te refieres para Igor?, ¿como que tiene alguna historia con…?

—No, me refiero a que el capitalismo tardío es una estafa piramidal a escala global, el tipo de pirámide en cuya cima celebras sacrificios humanos mientras convences a los primos de que el chollo va a durar eternamente.

—Buf, es demasiado enrevesado para mí, incluso la escala a la que se mueve Igor ya me pone nerviosa. Me siento más cómoda con gente que se desenvuelve entre cajeros automáticos; por encima de ese nivel, me pierdo.

—Pues anda, deja para más tarde el crudo espectáculo de las calles, vente conmigo a la parte alta y nos perdemos un rato en un mundo de fantasía, con los dominicanos, ya sabes.

—Ummm. Quizá podría probar con algunos merengues de los viejos tiempos, sí, quizá.

March ha quedado con Sid en Chuy’s Hideaway, un club de baile cerca de Vermilyea Avenue. En cuanto ponen el pie fuera del metro, que ahí pasa elevado sobre el vecindario, oyen música. Más que bajar, serpentean por las escaleras hasta la calle, donde la salsa retumba profunda desde los equipos estéreo de Caprices y Escalades aparcados en doble fila, desde los bares, desde radiocasetes encaramados al hombro. Los adolescentes juguetean simulando peleas. Las aceras bullen ajetreadas, los tenderetes de fruta están abiertos, con surtidos de mangos y carambolas, los carritos de helados en las esquinas hacen negocio hasta tarde.

En Chuy’s Hideaway, detrás de un humilde escaparate, encuentran un salón profundo, brillante, ruidoso, violento, que parece extenderse hasta la manzana siguiente. Chicas con altísimos tacones de aguja y pantalones cortos más cortos que la memoria de un drogata se deslizan por el salón con jóvenes caballeretes de pecheras desabotonadas que lucen cadenas de oro y sombreros de ala estrecha. El humo de maría modula el aire. Los parroquianos beben ron con Coca-Cola, cerveza Presidente, dobles de ron Brugal Papa. Las actividades de los dj se alternan con los grupos de bachata locales en vivo; un sonido brillante, rasgueante, de slides de mandolina, un ritmo que no permite estarse quieto.

March lleva un vestido rojo holgado y las pestañas más largas de lo que recuerda Maxine, parece una versión irlandesa de Celia Cruz, con el pelo suelto. En la puerta la reconocen. Maxine inspira profundamente y se relaja asumiendo el papel de acompañante.

La pista está atestada y March desaparece en ella sin vacilar. Un tierno guaperas, posiblemente menor de edad y que dice llamarse Pingo, aparece de la nada, agarra a Maxine con cortesía y la pone a bailar con él. Al principio, ella recurre a los movimientos que es capaz de recordar del viejo Paradise Garage, pero al poco, a medida que se deja llevar por el ritmo, los pasos vuelven por sí solos…

Las parejas de baile cambian, yendo y viniendo en amigable rotación. De vez en cuando, en el lavabo de señoras, Maxine se cruza con March, que se mira en el espejo sin asomo de desaliento.

—¿Quién dice que las gringas no saben menearse?

—Es una pregunta capciosa, ¿no?

Sid aparece tarde, con una Presidente de cuello largo, aire paternal, uno de esos cortes militares erizados, muy lejos de la imagen, por otro lado distorsionada, que tiene Maxine de un camello.

—Casi no me has hecho esperar, ni poco —March risueña e irritada.

—Creí que necesitarías una prórroga para poder ligar, ángel.

—No he visto a Sequin por ninguna parte. ¿Está en la biblioteca, haciendo la redacción del libro que le han puesto de deberes?

El grupo que ha subido a la tarima toca Cuándo volverás. Tirando de ella, Sid pone a Maxine de pie y se lanza a una bachata adaptada a un espacio de pista limitado, mientras le canta en voz baja el estribillo.

—Y cuando levante tu mano exterior, significa que vamos a girar, recuerda que tienes que dar la vuelta completa y acabar frente a mí.

—¿Con tan poco sitio? Para dar un giro tendrían que concederte un permiso. Oh, Sid —pregunta con educación dos o tres compases más tarde—, ¿no estarás por un casual tirándome los tejos?

—¿Y quién no lo haría? —Sid galante—, aunque no deberías descartar que me muevan las ganas de cabrear a mi ex.

Sid es un veterano de Studio 54, donde trabajaba de asistente en los lavabos, saltaba a la pista durante los descansos de la jornada laboral y, al final de su turno, recogía los billetes de cien dólares olvidados por clientes que se habían pasado la noche enrollándolos para esnifar cocaína, tantos como podía pillar antes que el resto del personal, aunque él prefería utilizar el filtro ahuecado de un cigarrillo Parliament a modo de cuchara desechable.

No es que cierren el local, pero sí es bastante tarde cuando salen a Dyckman Street y caminan hasta el pequeño puerto deportivo de Tubby Hook. Sid guía a March y a Maxine hasta una lancha motora de casi nueve metros con triple cockpit. Todo de elegante art déco y madera en diferentes tonos.

—Puede que sea sexista —dice Maxine—, pero tengo que silbar de admiración.

Sid las presenta.

—Es una Gar Wood de 1937, doscientos caballos, travesías de prueba en el lago George, y acumula un honorable historial de fugas consumadas en persecuciones de toda clase…

Las manos de March sobre el dinero de Igor. Sid saca de la sentina una mochila juvenil de aspecto más que atribulado.

—¿Puedo acercarlas a algún sitio, señoras?

—El puerto deportivo de la Setenta y Nueve —dice March—, y deprisita.

Suelta amarras en silencio. A diez metros de la orilla, Sid ladea una oreja río arriba.

—Mierda.

—Otra vez no, Sid.

—Motores de ocho cilindros en V. Polis, seguramente. A esta hora de la noche tiene que ser la puta DEA. Dios, ¿pero quién se creen que soy, Pappy Mason? —Enciende el motor, y allá que zarpan precipitándose a la noche, levantando espuma en espiral por un Hudson con moderadas turbulencias, abofeteando el agua con un ritmo sólido y constante. Maxine ve cómo desaparece por babor el muelle para embarcaciones de la calle Setenta y Nueve.

—Eh, ésa era mi parada. ¿Adónde vamos ahora?

—Con este idiota —murmura March—, seguramente a mar abierto.

La idea se le había pasado por la cabeza a Sid, como él mismo reconocería más tarde, pero eso habría atraído también a la Guardia Costera, así que, apostando por la cautela de la DEA y sus limitaciones mecánicas, con el World Trade Center cerniéndose gigantesco por encima de sus cabezas a babor, envuelto en el brillo de su propia luz, y con el inmenso e implacable océano por delante, en un indeterminado y lejano punto de la oscuridad, Sid opta por mantenerse pegado a la orilla derecha del canal, y sigue, más allá de Ellis Island y de la Estatua de la Libertad, más allá de la Bayonne Marine Terminal, hasta que ve el Faro de Robbins Reef, entonces hace como si fuera a rebasarlo también, pero en el último momento da un brusco giro a la derecha, con habilidad aunque no siempre respetando las normas de tráfico, y después finta las embarcaciones ancladas que han aparecido imponentes de la nada y los petroleros que navegan en la oscuridad, hasta entrar en el Constable Hook Reach y desde ahí sigue por el Kill Van Kull. Al pasar por Port Richmond:

—Eh, Denino’s queda por ahí, a babor, ¿a alguien le apetece ir a pillar una pizza? —Retórico, parece.

Bajo el alto y abovedado armazón del puente Bayonne. Depósitos de almacenamiento de petróleo, tráfico de petroleros eternamente insomnes. La adicción al petróleo va convergiendo poco a poco con otra mala costumbre nacional: la incapacidad para tratar los desechos. Maxine lleva un buen rato oliendo la basura, y ahora, al acercarse a una gigantesca cordillera de desperdicios, el hedor se intensifica. Pequeños arroyos descontrolados, escarpadas paredes de cañones de basura extrañamente luminosas, olores a metano, a muerte y descomposición, sustancias químicas tan impronunciables como los nombres de Dios, vertederos con montículos más grandes de lo que habría imaginado, que alcanzan, según Sid, más de sesenta metros de altura, más altos que un edificio residencial típico del Yupper West Side.

Sid apaga las luces de circulación y el motor, y se detienen detrás de la Isla de Meadows, en el cruce de Fresh y Arthur Kills, estación central de la toxicidad, núcleo tenebroso de la eliminación de residuos de la Gran Manzana, que recoge cuanto la ciudad ha descartado para seguir fingiendo que es ella misma, y ahí, inesperadamente, en el corazón de todo eso, hay cuarenta hectáreas de marisma intacta, justo debajo de la ruta de vuelo migratorio del Atlántico Norte, confiscadas por ley al urbanismo y a los vertidos, donde las aves de los pantanos duermen a salvo. Lo que, dados los imperativos inmobiliarios que rigen esta ciudad, resulta, si quieren que les diga la verdad, asquerosamente deprimente, porque ¿cuánto va a durar?, ¿cuánto tiempo más puede depender la vida de estas inocentes criaturas de si encuentran refugio aquí? Es justamente el tipo de parcela que hace que el corazón de un constructor se ponga a cantar This Land Is My Land, This Land Also Is My Land.[20]

Cada bolsa de Fairway llena de peladuras de patata, posos de café, comida china sin tocar, pañuelos y servilletas de papel, tampones usados, pañales desechables, fruta estropeada o yogures caducados que Maxine ha tirado alguna vez en su vida está aquí, en alguna parte, multiplicado por los desechos de todos los que conoce en la ciudad, multiplicado por los de todos los que no conoce, desde 1948, antes incluso de que ella naciera, y lo que creía perdido y que había salido para siempre de su vida sólo ha entrado en la historia colectiva, que es como ser judío y descubrir que la muerte no es el final de todo, como si te arrebataran de repente el consuelo del cero absoluto.

Esta pequeña isla le recuerda algo, y tarda un momento en percatarse de qué. Como si uno pudiera alargar la mano e introducirla en el amenazante y profético vertedero, ese negativo perfecto de la ciudad con su bullente y nauseabunda incoherencia, y encontrar una serie de enlaces invisibles en los que cliquear y verse finalmente trasladado en un lento fundido a un inesperado refugio, un pedazo del antiguo estuario eximido de lo que ha pasado, de lo que está pasando, en el resto de la zona. Como la Isla de Meadows, DeepArcher también está siendo acechado por sus propios especuladores, inmobiliarios en un caso, digitales en el otro. Quienesquiera que sean los visitantes migratorios que sigan allí confiados en su intocabilidad, cualquier mañana, muy pronto, se verán desagradablemente sorprendidos por el descenso susurrante de buscadores comerciales y empresariales de la web que ansían indexar y corromper otra parcela de santuario para sus propios fines, que tanto distan del altruismo.

Una larga e inquietante espera para cerciorarse de si se han quitado de encima a los federales o quien fuera. Invisible en la lejanía y también merodeando cerca, maquinaria pesada, demasiado ruidosa en estas horas de la madrugada.

—Creía que este vertedero ya no funcionaba —dice Maxine.

—Oficialmente, la última barcaza vino y se fue a finales del primer trimestre —recuerda Sid—. Pero siguen ocupados. Lo explanan, lo tapan, lo sellan y lo cubren para convertirlo en un parque, otro espacio para disfrute de las familias yuppies, gracias al alcalde Giuliani, el amiguito de los árboles.

Al poco, March y Sid se han enzarzado en una de esas discusiones elípticas en voz baja que tienen los padres acerca de los hijos; en este caso, básicamente sobre Tallis. Que puede que sea, como sus hermanos, una adulta hecha y derecha, pero que por alguna razón exige desembolsos inflexibles de tiempo y preocupaciones, como si fuera todavía una adolescente problemática que esnifase disolvente de rotuladores Sharpie detrás del Convento del Espíritu Santo.

—Qué raro —Sid reflexivo— ver cómo el chico que era Ice se ha transformado en lo que es hoy. En la facultad no parecía más que un afable geek. Ella lo traía a casa y pensábamos: bueno, un chaval un poco salido, que pasa demasiado tiempo delante de la pantalla, de trato ni más ni menos agradable de lo que suelen serlo todos ellos; pero March creyó ver en él potencial para ser un buen sostén familiar.

—Sid no puede evitar soltar su chistecito, eh, que no decaiga, cerdo machista. De lo que se trataba, siempre, era de que Tallis aprendiese a cuidar de sí misma.

—Enseguida empezamos a verlos cada vez menos, tenían mucho dinero, el suficiente para pagarse un nidito en el SoHo.

—¿Vivían de alquiler?

—Se lo compraron —Marsh un tanto brusca—. En efectivo.

—A esas alturas ya habían publicado semblanzas de Ice en Wired y en Red Herring, luego hashslingrz apareció en la lista de «12 que tener en cuenta» del Silicon Alley Reporter

—¿Seguíais su carrera?

—Lo sé —Sid menea la cabeza—, es patético, ¿verdad?, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Ellos nos habían apartado de su vida. Era como si buscaran deliberadamente eso, la vida que tienen ahora, una vida virtual y remota que nos ha dejado a los demás atascados en el meatspace, este pobre mundo de carne y hueso, parpadeando ante las imágenes de una pantalla.

—En la hipótesis más optimista —dice March—, Ice era un inocente geek corrompido por el boom de las puntocoms. Soñar es gratis. Porque el chico estaba torcido desde el principio, obedecía a poderes que no van por ahí anunciándose en público. ¿Qué es lo que vieron en él? Muy fácil: estupidez. Una estupidez que prometía.

—Y esos poderes…, tal vez el que ellos se alejaran de vosotros formaba parte de sus planes y no fuera idea de Tallis.

Los dos se encogen de hombros. March puede que con un poco más de amargura.

—Sería bonito, Maxi. Pero Tallis colaboró. Fuera lo que fuese, ella lo aceptó. Y no estaba obligada.

El jaleo industrial que llega desde más allá de la marisma, por detrás de los gigantescos acantilados de escombros, se ha vuelto continuo. De vez en cuando, algunos de los trabajadores, siguiendo la antigua tradición del Departamento de Recogida de Basuras, mantienen largas y animadas conversaciones a grito pelado.

—Un turno de trabajo un poco raro —le parece a Maxine.

—Sí. Son horas extras que le vienen bien a alguien. Casi como si hicieran algo de lo que no quieren que nadie se entere.

—¿Cuándo ha querido alguien saber nada de esto? —March asume por un momento el papel de la anciana con la bolsa de basura de su discurso de graduación de la Kugelblitz, la única persona dedicada a recuperar todo aquello que la ciudad rechaza—. O están jugando a pillar o lo están preparando para que sirva de vertedero otra vez.

¿Una visita presidencial?, ¿alguien que rueda una película? Quién sabe.

Llegan unas gaviotas madrugadoras de alguna parte y empiezan a inspeccionar el menú. El cielo adquiere un resplandor mortecino de aluminio bruñido. Un martinete con el desayuno en el pico alza el vuelo tras su larga vigilia al borde de la Isla de Meadows.

Sid por fin pone de nuevo en marcha la motora, regresa por Arthur Kill y entra en Newark Bay, en Kearny Point gira a la derecha para meterse en el abandonado y maltratado río Passaic.

—Os desembarcaré en cuanto pueda y luego volveré a mi base secreta, que nadie conoce.

Rodean Point No Point, bajo el armazón imponente y negro del puente Pulaski. La luz, tan implacable como el hierro, se intensifica en el cielo… Altas pilas de ladrillo, depósitos ferroviarios… Alba sobre Nutley. Bueno, técnicamente, alba sobre Secaucus. Sid para en un embarcadero que pertenece al equipo de remo del Nutley High, se quita una imaginaria gorra de marinero y hace un gesto invitando a que sus pasajeras bajen a tierra.

—Bienvenidas a la Jersey profunda.

—Pareces el capitán Stubing —bosteza March.

—Ah, y no te olvides de la mochila de Igor, si eres tan amable, mi cajita de sorpresas.

Maxine tiene el pelo revuelto, ha pasado fuera toda la noche por primera vez desde los años ochenta, su ex y sus hijos andan por algún lugar de Estados Unidos, sin duda pasándoselo en grande sin ella, y puede que durante un minuto y medio se sienta libre…, al menos, al borde de la posibilidad de serlo, como debieron de sentirse los primeros europeos que navegaron por el río Passaic, antes de la larga parábola de pecados y corrupción empresarial que se adueñó de él, antes de las dioxinas, de los escombros de las autopistas y de los desperdicios de un despilfarro devastador y desvergonzado.

De Nutley sale un autobús de la New Jersey Transit que va hasta la terminal de la Port of Authority pasando por Newark. Aprovechan un par de minutos para dormir. Maxine tiene un sueño sobre un viaje. Mujeres con chales, una luz siniestra. Todo el mundo hablando español. Una fuga desesperada en un anticuado autobús a través de la jungla para escapar de una amenaza, seguramente de un volcán. A la vez, también es un autobús turístico lleno de anglos del Upper West Side, y el director de la excursión es Windust, que con su voz radiofónica de enteradillo los sermonea sobre algo que tiene que ver con la naturaleza de los volcanes. El volcán a sus espaldas, que no ha desaparecido, se torna más ominoso. Maxine se despierta del sueño en algún punto del acceso al túnel Lincoln. En la terminal, March sugiere:

—Salgamos por el otro lado, evitemos el Infierno de Disney y busquemos un sitio para desayunar.

Encuentran un local de desayunos latino en la Novena y piden.

—¿En qué estás pensando, Maxine?

—Quería preguntártelo desde hace tiempo: ¿qué pasó en Guatemala en 1982?

—Lo mismo que en Nicaragua o El Salvador, Ronald Reagan y su gente, matones schachtmanitas como Elliott Abrams, que convirtieron Centroamérica en un matadero donde representar sus pequeñas fantasías anticomunistas. Por entonces Guatemala había caído en manos de un asesino de masas, y amigo personal de Reagan, llamado Ríos Montt, que, para variar, se limpiaba las manos ensangrentadas en el niño Jesús, como hacen tantos de esos encantadores de serpientes. Escuadrones de la muerte del gobierno financiados por Estados Unidos, ataques devastadores del ejército en las mesetas occidentales, oficialmente contra el EGP, el Ejército Guerrillero de los Pobres, pero que en la práctica servían para exterminar a todas las poblaciones nativas con las que se cruzaban. Hubo, como mínimo, un campo de exterminio, en la costa del Pacífico, donde puede que el énfasis fuera político, pero en los montes el genocidio se llevaba a cabo sobre el terreno, ni siquiera excavaban fosas comunes sino que dejaban los cuerpos a la intemperie para que la jungla se encargara de ellos, lo que sin duda debió de ahorrar mucho al gobierno en costes de limpieza.

Maxine no tiene tanta hambre como había imaginado.

—Y los estadounidenses que estaban allí…

—O jovencitos de organizaciones humanitarias, ingenuos y bobos hasta la médula, o «asesores» que compartían con los asesinos sus amplios conocimientos en masacrar poblaciones no blancas. Aunque por entonces ése era un servicio que se subcontrataba a los países satélites de Estados Unidos con las habilidades técnicas necesarias para la labor. ¿Por qué lo preguntas?

—Sólo quería saber.

—Sí, ya. Cuando estés preparada, cuéntamelo. Soy como la doctora Ruth Westheimer, nada me asombra.