Entre los misteriosos vendedores descubiertos por el habilidoso Eric Outfield en los archivos encriptados de hashslingrz hay una agencia de comercialización de fibra óptica llamada Darklinear Solutions.
¿Quién en sus cabales, se preguntarán, entraría en el negocio de la fibra en estos tiempos, visto el acusado descenso en el número de nuevas instalaciones que se ha dado desde el año pasado? Bien, durante la burbuja tecnológica parece que se tendió tanto cable que ahora hay por ahí kilómetros de fibra instalada y sin utilizar, lo que llaman «fibra oscura», y la consecuencia es que empresas como Darklinear se han abalanzado sobre el cadáver del negocio, a la búsqueda de fibra instalada de más o que no se use en edificios ya «iluminados»; la empresa la pone en el mapa y ayuda a sus clientes a construir redes privadas a medida.
Lo que desconcierta a Maxine es que los pagos de hashslingrz a Darklinear se mantengan ocultos, cuando no habría ninguna necesidad. La fibra es un gasto legítimo de una empresa; el ancho de banda que se necesita en hashslingrz lo justifica de sobra, incluso Hacienda parece satisfecha. Y aun así, como en el caso de hwgaahwgh.com, las sumas de dinero son disparatadas, y alguien se ha tomado la molestia de instalar un sistema de protección por contraseñas absolutamente desproporcionado.
A veces, en lugar de dejar que las cosas se pudran, conviene dar rienda suelta al cabreo, es más divertido. Maxine llama a Tallis Ice y tiene suerte; o, por decirlo de otra forma, al menos no le responde el contestador.
—Recibí una llamada de tu encantador marido. No sé cómo, pero se había enterado de la visita del otro día.
—No por mí, te lo juro; es el edificio, llevan un registro de entrada, tienen videovigilancia, y, bueno, no sabría decirte, pero tal vez sí mencioné de pasada tu visita.
—Estoy segura de que, pese a las apariencias, Ice es una persona estupenda —responde Maxine—. Ya que te tengo al teléfono, ¿podría aprovecharme de tus conocimientos?
—Claro. —Como quien dice: ¿conocimientos?, ¿yo?
—El otro día me hablaste de la infraestructura. Estoy trabajando para un cliente de Nueva Jersey en un tema de inversiones, y tiene curiosidad por una empresa de comercialización de fibra de Manhattan llamada Darklinear Solutions. Eso queda fuera de mi especialidad…, ¿has tenido alguna relación comercial con ellos o conoces a alguien que la haya tenido?
—No. —Pero ahí está otra vez, ese peculiar hipo ininterrumpido que Maxine ha descubierto que significa: «Fíjate con más atención»—. Lo siento.
—Sólo quería instruirme sin pagar matrícula, gracias, Tallis.
Darklinear Solutions es un establecimiento de cromo y neón con pinta modernilla del Flatiron District. En la versión para todos los públicos de este videojuego, vende batidos de equinácea y paninis de algas en lugar de silicio adulterado para alimentar las fantasías depravadas de ancho de banda que todavía puedan pervivir de la época recientemente finiquitada.
Maxine está a punto de apearse del taxi cuando ve a una mujer saliendo por la puerta: lleva un mono ceñido con estampado de leopardo y gafas de sol Chanel Havana cubriéndole los ojos en vez de encasquetadas en la cabeza a modo de diadema; pero, pese a ese esfuerzo, seguramente consciente, para disfrazarse, es a todas luces, vaya, vaya, la señora Tallis Kelleher Ice.
Maxine sopesa si agitar el brazo y gritarle hola, pero Tallis se mueve con tanto nerviosismo que a su lado el típico urbanita paranoico parecería James Bond sentado a la mesa de bacará. ¿Qué pasa aquí? ¿De repente la fibra se ha vuelto un secreto tan importante? No, en realidad es el atuendo, que, salta a la vista, se ajusta a una noción de lo provocativo impropia de Tallis, y Maxine, naturalmente, acaba preguntándose de quién será esa noción.
—¿Va a bajarse, señora?
—Mejor ponga otra vez el taxímetro, mientras espero aquí un momento.
Tallis recorre la manzana, mirando a su alrededor con ansiedad. En la esquina finge que se detiene a mirar el escaparate de una tienda de cuartos de baño, con los pies en la tercera posición de ballet, como una alumna del Barnard College en una galería de arte. Un minuto más tarde, la puerta de Darklinear Solutions se abre de nuevo y sale un cachas, con chaqueta de punto, pantalones de vendedor de grandes almacenes y un maletín con correa, e inspecciona la calle también con aprensión. Se encamina en la dirección opuesta a Tallis, pero sólo hasta un Lincoln Navigator aparcado a unos metros; se sube y retrocede hacia ella a poca velocidad. Cuando llega a la esquina, se abre la puerta del pasajero y Tallis entra.
—Rápido —dice Maxine—, antes de que cambie el semáforo.
—¿Su marido?
—Supongo que el de alguien. Veamos adónde van.
—¿Es policía?
—Soy Lenny, de Ley y orden, ¿no me ha reconocido? —Siguen al pesado chupagasolina hasta la FDR y luego hacia el norte, salen por la calle Noventa y Seis, continúan hacia el norte por la Primera Avenida hasta un barrio periférico que no es ya el Upper East Side pero tampoco todavía East Harlem, donde es posible que uno haya ido alguna vez a visitar a su camello o a tener una cita nocturna de pago, pero que ahora muestra ya síntomas de aburguesamiento.
La voluminosa furgoneta reconfigurada se detiene cerca de un edificio recién remodelado, según reza un rótulo colgado con elegancia en las plantas altas, para convertirlo en apartamentos que alcanzan más o menos el millón por dormitorio, y luego tarda casi una hora en aparcar.
—Hubo un tiempo —murmura el taxista— en que para dejar algo como eso en las calles de por aquí tenías que estar loco, tío, pero ahora todos tienen miedo hasta de rozarlos, no vayan a ser de algún matón que piensa con su Glock.
—Ahí van. ¿Puede esperarme aquí? Sólo quiero ver una cosa.
Concede un par de minutos para que a Tallis y al Hombre Misterioso les dé tiempo de subir al ascensor y entonces corre pisando fuerte hasta el portero.
—Esos que han entrado ahora, ese par de idiotas del enorme todoterreno que no tienen ni idea de cómo se aparca. Acaban de arrancarme el parachoques.
Se nota que es un buen chico; no parece que le haya intimidado, la verdad, pero al menos su tono es de disculpa:
—No puedo dejarla pasar.
—Vale, pues tampoco tienes que dejarles bajar, porque implicaría un montón de gritos en el vestíbulo y, con lo que me han cabreado, seguramente también derramamiento de sangre, ¿y quién quiere llegar a esos extremos? Toma —le pasa la tarjeta de un abogado, experto fiscal y típico producto de los excesos de los noventa, que, hasta donde ella sabe, sigue encerrado en Danbury—, éste es mi abogado, tal vez puedas dárselo al señor y la señora Road & Track la próxima vez que los veas, y, oh, se me ocurre algo mejor, dame su número, el e-mail y todo eso, para que nuestros abogados se pongan en contacto.
Instante en el que algunos porteros se pondrían bordes y aducirían razones técnicas, pero éste, como el edificio, es nuevo en la ciudad, y tiene ganas de librarse de una loca con una queja de aparcamiento. Maxine consigue echar un rápido vistazo a los registros de la portería y vuelve al taxi con todos los datos del amante salvo el número de su tarjeta de crédito.
—Qué divertido —dice el taxista—, ¿adónde ahora?
Ella se mira el reloj. De vuelta a la oficina, parece.
—Upper Broadway, por donde pueda cerca de Zabar’s.
—Zabar’s, ¿eh? —Una nota de sicario en prácticas ha aparecido en su voz.
—Sí, he recibido una extraña información sobre un salmón ahumado, tengo que comprobarla. —Finge que examina el seguro de su Beretta.
—Tal vez tendría que cobrarle la tarifa especial para investigadores privados.
—Peso si soy sólo una…, tanto da, la pagaré.
—Maxi, ¿qué haces esta noche?
Masturbarme viendo una película del canal Lifetime, Su novio psicópata, me parece, pero, vaya, ¿y a ti qué te importa? Lo que en realidad dice es:
—¿Me estás pidiendo que salga contigo, Rocky?
—Eh. Ella me ha llamado Rocky. Escucha, todo es muy respetable. Estarán Cornelia, mi socio Spud Loiterman y tal vez un par más.
—¿Estás de broma? Promete ser toda una velada. ¿Adónde vamos?
—A un karaoke coreano, hay un…, ellos lo llaman noraebang, está en Koreatown, el Lucky 18.
—Streetlight People, Don’t Stop Believing, topicazos de karaoke, debería habérmelo imaginado.
—Antes todos éramos clientes de Iggy’s en la Segunda Avenida, pero el año pasado nos…, bueno, a mí no, pero… Spud hizo que…
—Os echaran y os prohibieran la entrada.
—Spud…, bueno, él… —Rocky un poco avergonzado— es un genio, mi socio, si tienes alguna vez problemas con los bancos por la Regla D o lo que sea…, pero en cuanto se acerca a un micrófono…, bueno, Spud cambia, cómo decirlo, de tono. La tecnología no puede arreglarlo ni con la compensación de frecuencias.
—¿Tengo que llevar tapones para los oídos?
—No, sólo repasa algunas baladas de rock de los ochenta y pásate por allí a eso de las nueve. —Al percibir sus dudas, y siendo un hombre intuitivo, añade—: Ah, y lleva puesto algo tirado, no queremos que eclipses a Cornelia.
Comentario que la lanza de cabeza al armario y a un discreto pero chabacano vestido de Dolce & Gabbana que encontró en Filene’s Basement con una rebaja del 70 por ciento, aunque se vio obligada a arrebatárselo de las garras a una madre pija del Collegiate, con cinta del pelo del East Side y todo, que estaba perdiendo la mañana por los barrios bajos tras dejar a los chicos en el colegio, y que, por si fuera poco, era dos tallas más corpulenta que el vestido; Maxine lleva esperando desde entonces una excusa para ponérselo. ¿Una fiesta de gala en el Lincoln Center?, ¿una colecta de fondos política? Olvídalo, un antro de karaoke lleno de capitalistas buitres, la ocasión pintiparada.
Esa noche, reunidos en una de las salas más grandes del Lucky 18, Maxine encuentra al socio sin oído de Rocky, Spud Loiterman, a la novia de éste, Leticia, a un surtido de clientes de fuera de la ciudad que han venido a pasar el fin de semana, y a un pequeño grupo de coreanos de verdad que visten, posiblemente como irónica forma de marcar tendencia, ropa de un amarillo chillón de Corea del Norte, confeccionada con Vinalon, una fibra que se obtiene, a no ser que Maxine lo haya entendido mal, del carbón; los coreanos han llegado al local por casualidad, al alejarse de su autobús turístico, y se están poniendo nerviosos porque temen que no sabrán encontrarlo de nuevo. Y a Cornelia, que se presenta cómodamente vestida con ropa no demasiado cara y luciendo también perlas. Más alta que Rocky aunque no llevara los tacones que lleva esta noche, irradia una afabilidad natural que no se ve en muchos pijos anglosajones, por más que éstos se consideren sus inventores.
Maxine y Cornelia acaban de empezar a charlar cuando Rocky, étnico como siempre con un traje de Rubinacci y un Borsalino, se abre paso y las interrumpe haciendo aspavientos con un puro.
—Eh, Maxi, ven un momento, quiero que conozcas a alguien. —Cornelia le clava en silencio una mirada de «Te importaría no molestar, que estamos ocupadas», tal vez con menos compasión que la que se ve en las películas de artes marciales cuando lanzan shuriken o estrellas ninjas…, y aun así, aun así, ¿qué es ese filo casi erótico entre estos dos?
—Nos vemos después de los anuncios, espero —dice Cornelia encogiéndose de hombros e insinuando una mirada al cielo, se da la vuelta y se aleja con paso tranquilo. Maxine tiene un atisbo de una atractiva nuca rodeada por un broche de perlas Mikimoto, de un dorado amarillento, para variar: un color no del gusto de todos en perlas, pero a ver cómo se lo explicas a la gente de Mikimouse-o, que cree que en Estados Unidos todas son rubias. Que es el caso de Cornelia; la cuestión que se plantea entonces es: además de rubia, ¿es tonta?
Queda por ver. Mientras tanto:
—Maxi, saluda a Lester, que trabajaba en hwgaahwgh.com. —Tanto da que la empresa haya quebrado; Rocky, que no es más que un capitalista de riesgo hasta el tuétano y siempre anda de compras, busca ideas brillantes de cualquier fuente, por seca que parezca.
Lester Traipse es un hombre fornido, cuadrado, que utiliza fijador de pelo de una marca de supermercado y habla como la rana Gustavo. La gran sorpresa es su acompañante esta noche. La última vez que lo vio fue saliendo de una cafetería Tim Hortons, en el bulevar René Lévesque, durante lo que en Montreal llaman una «leve nevada» y en el resto del mundo un furioso temporal; Felix Boïngueaux luce esta noche un extraño peinado, consecuencia de un corte que debe de costar una pasta, pensado para adormecer a los mirones sumiéndolos en una falsa autocomplacencia con su propio aspecto hasta que sea demasiado tarde, o puede que simplemente se lo haya cortado él mismo y la haya cagado.
Mientras tanto, Rocky y Lester se han alejado en silencio hasta el bar.
—Me alegro de volver a verte. ¿Todo bien? Escucha —mirada furtiva hacia Rocky—, ¿no habrás mencionado, esto…?
—La caja registradora…
—¡Chissst!
—Claro que no, ¿por qué iba a hacerlo?
—Es que ahora intentamos ir de legales.
—Como Michael Corleone, supongo, ningún problema.
—Lo digo en serio. Ahora tenemos una pequeña start-up. Lester y yo. Un software antizapper, lo instalas en tu sistema de puntos de venta y automáticamente inutiliza todo el phantomware en un par de kilómetros a la redonda; si alguien intenta utilizar un zapper, le funde el disco. Bueno, no, es posible que no sea tan violento. Pero casi. ¿Eres amiga del señor Slagiatt? Oye, háblale bien de nosotros.
—Claro. —Revolviendo el río mientras prepara la caña, ¿eh? Los jóvenes de hoy no saben qué es la moral, ¿no es espantoso?
En cuanto encienden el equipo de karaoke, los coreanos forman una cola ante el libro de inscripciones y las conversaciones, banales o provechosas, tienen que competir durante un rato con More Than a Feeling, Bohemian Rhapsody y Dancing Queen. En la pantalla, detrás de la letra en coreano e inglés, aparecen enigmáticos videoclips: masas de asiáticos corriendo por plazas y calles de ciudades remotas, caleidoscopios humanos llenando los campos de gigantescos estadios deportivos, fragmentos en baja resolución de culebrones coreanos y documentales de naturaleza, y otras extrañas imágenes peninsulares, que con frecuencia poco tienen que ver con la canción que suena o con su letra, lo que produce peculiares discontinuidades entre unas y otras.
Cuando le toca a Cornelia pide Massapequa, el sensacional tema para segunda soprano de Amy & Joey, un musical del off-Broadway sobre Amy Fisher que lleva en escena desde 1994 con todo vendido. Dándole una especie de toque neo-country, Cornelia empieza a balancearse, bañada en la luz salmón de un foco, delante de una pantalla en la que aparecen koalas, tejones australianos y demonios de Tasmania, y rompe a cantar a voz en cuello:
¡Mass… a-pe-qua!
En mis
sueños, te busco, ay,
hace mucho ya
de la vieja Sunrise High-
Way.
(Yeah.)
Pensé… que te olvidaría, pero
todavía… vuelves a mí, como una
emisora de madrugada,
desde un pasado lejano…
¿Dónde está la pizza cuando
la… necesitas?
¿Dónde hay un bar en el que una chica pueda… bailar?
¿Dónde están los jóvenes que éramos?
¿Dónde está esa segunda oportunidad?
(Debo de habérmelos dejado allí.)
Mass
sape-qua, nunca
soñé que te conservaría,
pensaba que crecer consistía
en desprenderme de ti…
Pero aunque
intenté olvidarte, supongo
que nunca lo conseguí,
porque sigues aquí, guardada
a buen recaudo en mi corazón
(Massapequa-¡ah!)
sigues aquí, guardada
a buen recaudo en mi corazón…
Bueno, lo peor de las versiones de Massapequa es cuando voces de blancos intentan imitar el blues y acaban sonando, en el mejor de los casos, poco sinceras. Cornelia ha salvado mal que bien la dificultad.
—Gracias. —Al momento, Maxine está en el tocador o lavabo de señoras deshaciéndose en elogios—. Me encantan esas historias con papeles de soubrette y una mujer de protagonista, ¡como Gloria Grahame en Oklahoma!
—Eres muy amable, de verdad —Cornelia con coqueta timidez—. La gente suele compararme con Irene Dunne de joven. Salvo por el vibrato, claro. Y Rocky habla muy bien de ti, lo que siempre interpreto como una buena señal. —Maxine enarca una ceja—. Casi tan buena como cuando no habla en absoluto de las otras, me refiero. —Las actividades de la periferia matrimonial no son uno de los temas favoritos de Maxine, así que sonríe con la suficiente cortesía para que Cornelia capte la indirecta—. A lo mejor podríamos quedar algún día, para comer o ir de compras.
—Cuando quieras. Pero tengo que avisarte, no me va mucho ir de compras por diversión.
Cornelia, desconcertada:
—Pero tú… ¿no eras judía?
—Oh, sí.
—¿Practicante?
—No, detesto las inyecciones.
—Bueno, me refería a cierto… talento para encontrar… gangas.
—Debería llevarlo inscrito en mi ADN, ya. Pero, no sé por qué, sigo olvidándome de sobar la mercancía antes de comprar o de estudiar las etiquetas, y a veces —baja la voz y finge mirar a su alrededor para ver si la despellejan— he llegado a… pagar el precio marcado, sin rebaja.
Cornelia finge quedarse boquiabierta, con simulada paranoia.
—Por favor, no se lo cuentes a nadie, pero yo, de vez en cuando, he llegado a… regatear el precio de un artículo en una tienda. Y sí, a veces, por increíble que parezca, me lo han rebajado. El diez por ciento. El treinta una vez, pero sólo una, en Bloomingdale’s, en los años ochenta. Aunque el recuerdo sigue vivo.
—Bien…, mientras no nos chivemos la una de la otra a la policía étnica…
Salen del lavabo de señoras y se encuentran a la parroquia llamativamente alborotada. Cócteles de Soju Wallbangers corren en vasos y jarras por todas partes; coreanos tumbados en sofás o, si están de pie, cantando con los tobillos cruzados; adolescentes obsesivos con portátiles jugando a Darkeden en un rincón; humo de Cohibas suspendido en estratos; camareras riéndose muy alto y siendo más tolerantes de lo normal con la lujuria de los borderlines; Rocky, al cabo de un momento, interpretando Volare con toda su alma, pues hace tiempo había encontrado en una vieja película la actuación de Domenico Modugno en el programa de Ed Sullivan, en el 58, cuando la canción fue número uno de las listas de Estados Unidos semana tras semana, y de ese borroso vídeo se había aprendido todos los movimientos e inflexiones de Domenico.
Y, seamos sinceros, ¿quién es tan petulante como para que no le guste Volare, que puede considerarse una de las mejores canciones pop jamás escritas? Un joven sueña que vuela por el cielo, dejando el mundo tras de sí, desafiando el tiempo y la gravedad, como si llegara por adelantado a la mediana edad; en la segunda estrofa se despierta, de vuelta en la Tierra, y lo primero que ve son los grandes ojos azules de la mujer a la que ama. Y esos ojos serán para él cielo de sobra. Todos los hombres deberían crecer con la misma elegancia.
Antes de lo esperable, llega la fase de la velada en que Toto se impone de forma abrumadora en la cola de canciones.
—Spud, no creo que la letra diga que el tipo se dejó los sesos en África.[17]
—¿Ah, no? Pues eso es lo que dice en la pantalla. —En la que, por si alguien esperaba encontrar manadas vagando por el Serengueti, lo que hay son videoclips mudos de la segunda temporada de la exitosa telecomedia de la televisión coreana Gag Concert. Histrionismo, risas del público en el plató. Pero a esas alturas en la sala hay humo suficiente para que las imágenes de la pantalla se desdibujen con cierto encanto.
Maxine y uno de los pasajeros extraviados del autobús coreano se han enzarzado en una larga y poco clara discusión sobre el significado del número 18 en el nombre de este noraebang.
—Mal número —mira lascivamente el coreano—. Sip pal. Significa «vender coño».
—Sí, pero si eres judía —Maxine impasible— da buena suerte. Por ejemplo, el dinero del bar mitzvá siempre debes regalarlo en múltiplos de dieciocho.
—¿Cómo?, ¿se venden coños en el bar mitzvá?
—No, no, se trata de gematría, una especie de… de código judío. El dieciocho equivale a chai, o vida.
—¡Lo mismo que el coño!
El diálogo intercultural se ve interrumpido por el alboroto que llega desde el lavabo de hombres.
—Discúlpeme un momento. —Echa un vistazo y descubre a Lester Traipse enfrascado en una discusión sobre diseño de webs, o, más que en una discusión, en una competición de gritos, con un tipo corpulento, un supuesto nerd que, teme Maxine, bien podría tener otra profesión. Acallando incluso la chillona música del karaoke, la pelea tiene que ver claramente con el uso de tablas o de CSS, una controvertida polémica de la época, que a Maxine siempre le ha parecido, visto el grado de pasión, casi una cuestión religiosa. Imagina que dentro de diez años será difícil, independientemente de qué bando se imponga, hacerse una idea de la naturaleza absorbente de la disputa. Pero aquí, esta noche, no es exactamente eso lo que está pasando. El contenido, en este lavabo y en este momento, no es el rey. Para empezar, el supuesto nerd exhibe demasiado potencial criminal.
Lógicamente, esta noche Maxine sólo ha traído un bolso de mano, sin sitio para guardar una Beretta Tomcat, pues esperaba que la velada transcurriera con la suficiente tranquilidad para mantener a todos fuera de una primera plana del Daily News con un titular del tipo NORAE-BANGBANG. En cualquier caso, con arma o sin ella, tiene claro cuál es su deber. Se mete hasta el centro mismo de la tormenta de testosterona y se las ingenia para poner a Lester a salvo tirando de una curiosa corbata con múltiples imágenes del Tío Gilito diferenciadas por colores, algunas de un tono naranja quemado y otras de un lila eléctrico.
—Es uno del séquito de matones de Gabriel Ice —Lester respira entrecortadamente—, teníamos una historia compartida pendiente. Lo siento. Se supone que es Felix el que debe evitar que me meta en líos.
—¿Adónde ha ido?
—Es el que está cantando September.
Tras permitir educadamente ocho compases más de Earth, Wind, Fire and Felix, al que podrían llamar Fog,[18] Maxine comenta, como quien no quiere la cosa:
—¿Conoces a Felix desde hace mucho?
—No mucho. Solíamos aparecer por las antesalas de las mismas oficinas para vender proyectos a los mismos inversores de capital riesgo; descubrimos que compartíamos el interés por el phantomware, o, más bien, yo no tenía gran cosa que hacer y me fascinó, y Felix buscaba a alguien con conocimientos en la promoción de buscadores, así que pensamos que podíamos formar equipo. Lo que, en cualquier caso, era mejor que mi situación previa.
—Siento lo de hwgaahwgh.com.
—Yo también, pero todos los socios estaban transformándose en nazis del CSS, como ese ejemplar del lavabo, y yo soy un carca, acérrimo defensor de las tablas, ya me ves: fondo grisáceo, alineado a la izquierda; y no pido perdón por eso, tiene que haber dinosaurios o los chicos no tendrán nada que ver en el museo, ¿no?
—Así que… ¿estás contento de haber dejado el diseño web durante un tiempo?
—¿Para qué seguir? El que venga detrás de mí en la cola sólo tiene que recordar que debe mantenerse alejado de Gabriel Ice…, claro que, ahora que lo pienso, ¿no será Ice tu amigo del alma, verdad?, porque en ese caso…, glups.
—No lo he visto en mi vida, pero no he oído nada bueno de él. ¿Qué hizo?, ¿intentó pasarse de listo ya con el pliego de condiciones iniciales?
—No; por raro que parezca, todo eso fue legal.
—¿Pagaba bien?
—Puede que demasiado bien. —El elocuente movimiento nervioso de los zapatos Florsheims indica que tiene más, mucho más que contar—. Eso siempre fue un misterio. Disponíamos de muy poco ancho de banda, éramos demasiado lentos, incluso podría decirse que tercermundistas, para una empresa como hashslingrz. Pero, con CSS o sin él, nuestras carencias de banda nunca le supusieron ningún problema para trabajar con nosotros. Y eso que Ice es un acaparador de banda ancha. Acapara toda la infraestructura a precio rebajado que puede encontrar. Las puntocoms que montaron redes de fibra sobredimensionadas se arruinaron; ellas se hundieron y Ice salió a flote.
Alguien que no es Felix está imitando a Michael McDonald en What a Fool Believes, y le acompañan bastantes clientes. En ese escenario festivo, el subtexto de amargura que Maxine percibe en la historia de Lester resulta tan llamativo que su alarma post-Investigadora de Fraudes con Poderes Extrasensoriales se dispara y empieza a pitar. ¿Qué puede significar?
—Así que tu trabajo para Ice…
—Páginas HTML de la vieja escuela, que en este caso viene a significar «Ha Tomado Más Litio», todo encriptado, nada que ninguno de nosotros supiera leer. Ice quería metaetiquetas para robots en todo. NOINDEX, NOFOLLOW, no nada. Se supone que el objetivo es mantener las páginas web fuera del alcance de los buscadores, bien ocultas para que estén seguras. Pero cualquiera podría haberlo hecho en su propia empresa, por aquellas oficinas rondaban más nerds delincuentes que por un servidor de Quake.
—Sí, me han contado que Ice tenía también una especie de clínica de rehabilitación para chicos traviesos. ¿Has estado en persona en la sede de hashslingrz?
—Poco después de comprar hwgaahwgh, Ice me convocó a una audiencia. Creí que al menos me invitaría a comer, pero la cosa no pasó de un café instantáneo y nachos dietéticos en un cuenco. Sin salsa. Ni siquiera sal. Y lo único que hace es quedarse allí sentado, mirándome. Supongo que hablamos, pero no recuerdo de qué. Todavía tengo pesadillas. No tanto sobre Ice sino sobre su gente. Algunos de ellos ex presos, pondría la mano en el fuego.
—Y supongo que te harían firmar alguna cláusula de confidencialidad.
—No sería porque nada fuera a hacerse público allí, nadie iba abriéndose el quimono, por así decirlo; incluso ahora, con hwgaahwgh.com liquidada, el acuerdo de confidencialidad sigue en vigor hasta el previsible final del Universo o hasta que por fin salga al mercado Daikatana, lo que ocurra primero. Todo está en sus manos; si tienen un mal día o les duele la barriga, pueden desquitarse conmigo cuando quieran.
—Y por eso… esa discusión en el lavabo de caballeros… puede que no fuera en realidad sobre diseño web.
Lester le dedica una de esas miradas con los ojos hacia arriba que encuentra luz suficiente en las cercanías para lanzar un aviso especular. Como si dijera: yo no puedo ir por ahí, y más vale que tú tampoco vayas.
—Lo que pasa —gesto de «ya me entiendes»— es que ese tipo de ahí no se ajusta al perfil habitual de nerd.
—Uno esperaría que Ice se mostrara más seguro de sí mismo, ¿no? —una mirada a la vez perdida en la lejanía y asustada, como si hubiera visto aproximarse algo desde un perímetro cercano—. Él, con tantos contactos de alto nivel. Pero lo cierto es que se lo ve inseguro, angustiado, irritado, como un prestamista o un chulo que acaba de enterarse de que no puede esperar ayuda de los polis que soborna, ni tampoco de los peces gordos a los que rinde cuentas: no hay Comisión de Valores ni Unidad Antifraude a la que pueda acudir a lloriquear…, está solo.
—Así que de lo que estabais discutiendo en realidad ahí dentro era de que alguien filtra información.
—Qué más quisiera yo. Cuando la información quiere soltarse, los balbuceos no pasan de considerarse una falta menor.
Va a contar algo más en la frase siguiente, que tiene ya preparada, pero entonces aparece Felix, a un paso de la sospecha, como si Lester y él tuvieran sus propios acuerdos de confidencialidad.
Lester ha intentado recomponer su rostro para darle un inexpresivo aire de inocencia, pero algo debe de habérsele escapado, porque Felix lanza a Maxine una de esas miradas que dicen «Más vale que no andes liándola por aquí, ¿eh?», agarra a Lester y se lo lleva fuera.
Vuelve a asaltarla, como antes con el impostor nerd del lavabo de caballeros, la sensación de que ahí se oculta una intención secreta. Como si manipular el software de cajas registradoras hubiera sido desde el principio una tapadera para lo que Felix se trae en realidad entre manos.
Mientras para algunos la noche se va volviendo borrosa, para Maxine está adquiriendo ritmo de staccato, dividiéndose en pequeños microepisodios separados por los latidos del olvido. Recuerda haber mirado la hoja de canciones y ver que ella, a lo que parecía y sin saber muy bien por qué, había pedido la animada balada de Steely Dan sobre la memoria y el arrepentimiento Are You with Me Dr. Wu. Sin darse cuenta, se encuentra delante del micro, y Lester sube inesperadamente para cantar los coros más pegadizos. Durante el solo de saxofón, mientras los coreanos aúllan «Pasa el micro», ambos empiezan a bailar disco.
—En la disco Paradise Garage —dice Maxine—, ¿y tú?
—En la Danceteria, más que nada. —Ella aventura un fugaz vistazo a la cara de Lester. Descubre la mirada furtiva y fantaseadora que ha visto tantas veces, la de alguien consciente de que no sólo está viviendo de dinero prestado, sino también un tiempo no menos prestado.
Luego Maxine está en la calle y todo el mundo se dispersa; el bus turístico coreano ha aparecido y el conductor y la azafata están enzarzados en un vivaz intercambio de aullidos con sus pasajeros haewonados, que es como decir perdidos; Rocky y Cornelia se despiden agitando las manos y lanzando besos al aire mientras suben a la parte de atrás de un Town Car alquilado; Felix habla muy en serio por un móvil; y el matón disfrazado del lavabo de caballeros se quita la gruesa montura de plástico, se pone una gorra, se ajusta una capa invisible y se desvanece a media manzana.
Y dejan tras ellos, en el Lucky 18, una orquesta vacía que toca para una sala desierta.[19]