A primera hora de la mañana, demasiado temprano, los chicos y Horst están en marcha en un espacioso Lincoln negro, camino del JFK. Los planes para el verano son volar a Chicago, dar unas vueltas por la ciudad, alquilar un coche, ir hasta Iowa, visitar a los abuelos y luego emprender un grand tour de lo que para Maxine no es tanto el Medio Oeste como el Midol Oeste, porque cada vez que va por allí se siente como si tuviera la regla. Es ella quien conduce hasta el aeropuerto, no porque sea una madre pelmaza ni nada por el estilo, qué va, sólo por tomar un poco el aire a través de la ventanilla del Town Car, que quede claro.
Las azafatas caminan por parejas, con las manos por delante en gesto de devoción, como monjas de los cielos. Largas colas de gente en pantalón corto y con mochilas descomunales avanzan lentamente hacia los mostradores de facturación. Los niños enredan con las cintas retráctiles tendidas entre los postes de los controles de las colas. Maxine se descubre estudiando el flujo del tráfico para ver qué cola avanza más deprisa. Es sólo una costumbre, pero inquieta a Horst porque siempre acierta.
Se queda hasta que anuncian el vuelo, los abraza a todos, incluido Horst, y observa cómo se alejan por la pasarela de acceso al avión, sólo Otis se da la vuelta.
De camino a la salida, pasa por delante de otra puerta de embarque, y oye que gritan su nombre. Lo chillan, más bien. Es Vyrva, engalanada con sandalias, un gran sombrero flexible de paja y un minivestido de verano con una gama de colores tan vibrantes que en Nueva York están prohibidos por ley.
—Qué, ¿a California, no?
—Un par de semanas con la familia, luego volveremos pasando por Vegas.
—La Defcon —explica Justin, en pantalones de surfista con estampados hawaianos, loros y demás, refiriéndose a una convención anual de hackers donde geeks de todas las tendencias, que se mueven a todos los lados de la ley, por no mencionar a polis de diversas clases convencidos de que van de infiltrados, convergen, conspiran y se van de juerga.
Fiona ha ido a una especie de campamento de anime en Nueva Jersey, con talleres de vídeo de Quake y machinima impartidos por personal japonés que afirma no saber ni jota de inglés, aparte de «genial» y «no mola», lo que para un amplio abanico de la actividad humana es, de hecho, más que suficiente…
—¿Y cómo va todo por DeepArcher? —Sólo lo dice por ser sociable, entiéndanlo…
Pero Justin parece incómodo.
—Pase lo que pase, se avecinan grandes cambios. Quienesquiera que sean los que estén ahí más vale que disfruten mientras puedan. Mientras siga siendo relativamente difícil de hackear.
—¿Acaso va a dejar de serlo?
—No lo será por mucho tiempo. Hay demasiada gente interesada en él. En Vegas no nos quedará otra que soltar el rollo de venta sin parar, seremos los monitos del puto zoo.
—A mí no me mires —dice Vyrva—, yo sólo lío los canutos y llevo la comida basura.
Se oye una voz por megafonía, anunciando algo en inglés, aunque Maxine de repente es incapaz de entender una sola palabra. Es el tipo de voz resonante en que se comunica solemnemente que va a pasar algo, no una voz con la que le gustaría ser convocada.
—Nuestro vuelo. —Justin recoge su equipaje de mano.
—Dadles recuerdos a Siegfried y a Roy.
Vyrva lanza besos por encima del hombro hasta que llega a la puerta de embarque.
Cuando Maxine vuelve a la oficina, se encuentra a Daytona ante el diminuto televisor que guarda en un cajón, clavada delante de una película de sobremesa del Canal Romántico Afroamericano (CRA), titulada La defensa «nickel» del amor, en la que Hakeem, un linebacker, está grabando un anuncio de cerveza y en el plató conoce y se enamora de Serendypiti, una modelo que también sale en el anuncio; la chica inmediatamente pone a cien al Hakeem en cuestión hasta el punto de que al poco éste da cuenta de los running backs rivales como los suegros dan cuenta de los entremeses. Picados por su ejemplo, los delanteros de su equipo empiezan a exhibir sus propias ansias de victoria. Lo que hasta entonces había sido una temporada mediocre, en la que ni siquiera ganaban el cara o cruz del inicio, se invierte. Victoria tras victoria, ¡una invitación a jugar las eliminatorias!, ¡los play-offs!, ¡la Super Bowl!
En la media parte de la Super Bowl, el equipo pierde por diez puntos. Tiempo de sobra para dar la vuelta al marcador. Serendypiti se abre paso sin contemplaciones a través de varias líneas de seguridad e irrumpe en el vestuario.
—Cariño, tenemos que hablar. —Pausa para la publicidad.
—¡Guau! —Daytona sacude la cabeza—. Ah, has vuelto. Escucha, un cabrón con modales de blanquito sobrado se ha presentado aquí hará unos diez minutos. —Rebusca por la mesa y encuentra una nota para que llame a Gabriel Ice, a lo que parece un número de móvil.
—Lo haré desde el otro despacho. Ha empezado otra vez tu peli.
—Ándate con cuidado con ése, chica.
Teniendo muy presente la antigua distinción que establecían los CFE entre ser cómplice y limitarse a responder a llamadas telefónicas previas que seguramente serían contestadas, al instante tiene a Gabriel Ice al teléfono.
Nada de hola, qué tal.
—¿Está en una línea segura? —es lo que quiere saber el magnate digital.
—La uso siempre para mis compras, doy el número de mi tarjeta de crédito y cosas así, y todavía no ha pasado nada raro.
—Supongo que podríamos discutir sobre qué entendemos por «raro», pero…
—Podríamos desviarnos demasiado del tema, sí, fatal para la vida de una persona tan importante y ocupada… Así que…
—Tengo entendido que conoce a mi suegra, March Kelleher. ¿Ha visto su sitio web?
—Entro de vez en cuando.
—Entonces habrá leído algunos de los comentarios desabridos que escribe, casi a diario, sobre mi empresa. ¿Tiene idea de por qué lo hace?
—Por lo poco que he leído, diría que no se fía de usted, señor Ice. Es más, desconfía profundamente. Ella debe de creer que por detrás de la deslumbrante saga de desmanes del jovencito multimillonario, que a todos nos divierte tanto, se desarrolla una narración más oscura.
—Nos dedicamos al negocio de la seguridad, ¿qué quiere, transparencia?
No, prefiero las historias opacas, encriptadas y sibilinas.
—Demasiado político para mí.
—¿Y qué me dice de las finanzas? Mi shviger…, ¿cuánto cree que me costaría conseguir que lo dejara? Me vale una cifra aproximada.
—No sé, diría que tengo la vaga sensación de que March no se vende.
—Ya, sí, pero tal vez podría preguntar, por si acaso. Le estaría muy, pero que muy agradecido.
—¿Tanto le preocupa? Vamos, no es más que un weblog, ¿cuánta gente lo lee?
—Con uno basta, si es el que no debe.
Lo que les lleva a un punto muerto, o puede que a unos puntos suspensivos a las puertas de un cementerio. La réplica ingeniosa de Maxine debería haber sido: «Con todos los contactos que tiene usted, ¿quién, a lo largo y ancho del mundo civilizado, va a atreverse a hacerle responsable de nada?»; pero eso supondría reconocer que sabe más de lo que debería.
—Le voy a decir qué haré. La próxima vez que vea a March, le preguntaré por qué no habla mejor de su empresa, y luego, cuando me escupa en la cara y me diga que soy su zorra y que me he vendido al capital, no le daré importancia porque sabré, en lo más hondo de mi ser, que le estoy haciendo un gran favor a un tipo estupendo.
—Usted me desprecia, ¿verdad?
Finge que se lo piensa.
—La gente como usted tiene licencia para despreciar, a mí me quitaron la mía, así que tengo que conformarme con cabrearme, y eso no dura mucho.
—Es bueno saberlo. Esa actitud podría servirle también para mantenerse alejada de mi mujer en el futuro, dicho sea de paso.
—Espere un momento, amiguito —menudo mal bicho es este tipo—, me ha malinterpretado del todo, sí, ella es una monada y todo lo demás, pero…
—Sólo procure mantenerse a distancia. Sea profesional. Simplemente recuerde para quién trabaja, ¿vale?
—Hable más despacio, estoy tomando nota.
Ice, como pretendía Maxine, cuelga hecho una furia.
Rocky Slagiatt llama. Como siempre, a su aire.
—Qué hay, Maxine. Tengo que pasar por tu barrio a intimidar, no, espera, qué digo, me refería a «impresionar» a unos clientes. Algunos asuntos hay que tratarlos en persona.
—Algo importante, ¿no?
—Tal vez. ¿Conoces el Omega Diner en la calle Setenta y Dos?
—Claro, cerca de Columbus. ¿Dentro de diez minutos?
Rocky está sentado en un apartado del fondo, en los tenuemente iluminados recovecos del Omega, en compañía de un individuo con pinta de ejecutivo taimado, con traje a medida, gafas de montura clara, estatura mediana, aire de yuppie.
—Siento haberte arrancado del trabajo y esa mierda. Saluda a Igor Dashkov, un tipo al que te conviene apuntar en tu Rolodex.
Igor besa la mano de Maxine y le hace un gesto con la cabeza a Rocky.
—No llevará micros, espero.
—Soy alérgica a los cables —finge explicar Maxine—. En vez de llevar micro, lo memorizo todo, luego, cuando me doy el parte a mí misma, puedo vomitarlo todo, palabra por palabra, y contárselo a los federales. O a quienquiera que le tengas miedo.
Igor sonríe y ladea la cabeza, cautivado, no me cabe la menor duda.
—Hasta ahora —murmura Rocky— no ha nacido poli que pueda mosquear de verdad a estos tipos.
En el reservado contiguo, Maxine ve a dos jóvenes matones de cierta corpulencia, afanándose con unas consolas portátiles.
—Doom —Igor menea el pulgar—, acaba de salir para Game Boy. El poscapitalismo tardío ha enloquecido: «United Aerospace Corporation», lunas de Marte, puertas al infierno, zombis y demonios, entre ellos, me parece, esos dos. Misha y Grisha. Saludad, padonki.
Silencio y actividad con los botones.
—Encantada de conoceros, Misha y Grisha. —Sean cuales sean vuestros verdaderos nombres, hola, yo soy María de Sajonia.
—En realidad —uno de ellos levanta la mirada, descubriendo una hilera de dientes de acero inoxidable, típicos de la cárcel— preferimos Deimos y Fobos.
—Demasiado tiempo con los videojuegos. Recién salidos de la zona,[15] parientes lejanos, ahora no tan lejanos. Brighton Beach, con tanto inmigrante ruso, es como el cielo para ellos. Los traigo a Manhattan para que le echen un vistazo al infierno. Y también para que conozcan a mi colega Rocco. ¿Te va bien el negocio del capital riesgo, viejo ‘amigo’?
—Es un poco lento para mi gusto —Rocky se encoge de hombros—, mi gratto la pancia, ¿sabes?, me paso el día rascándome la barriga.
—Nosotros decimos khuem grushi okolachivat —sonriendo a Maxine—, tiro peras de un peral con la picha.
—Parece difícil —Maxine devuelve la sonrisa.
—Pero divertido.
Aunque el caballero tenga pinta de que todavía le pidan el carné para entrar en los clubes, parece que bajo el elegante envoltorio de zona residencial, oculto dentro de una matrioshka, hay un curtido tipo duro con cicatrices de guerra, un ex Spetsnaz ansioso por contar batallitas de hace veinte años. Al instante, sin que nadie sepa cómo, Igor está en pleno flashback recordando un salto HALO en el Cáucaso septentrional.[16]
—Mientras caía por el cielo nocturno, sobre las montañas, pelado de frío, empecé a meditar: ¿qué es lo que le pido de verdad a la vida?, ¿matar a más chechenos?, ¿acaso encontrar el verdadero amor y formar una familia, en algún lugar cálido como Goa? Casi me olvido de abrir el paracaídas. Pero cuando por fin pongo los pies en el suelo otra vez, todo está claro. Clarísimo. Ganar montones de dinero.
Rocky se ríe a carcajadas.
—Eh, a mí eso se me ocurrió solo, no tuve que saltar desde ningún avión.
—A lo mejor, si saltaras, decidías renunciar a todo tu dinero.
—¿Conoce a alguien que lo haya hecho? —dice Maxine.
—A los hombres les pasan cosas raras en la Spetsnaz —responde Igor—, y más raras todavía a mucha altitud.
—Pregúntale —Rocky se inclina hacia la oreja de Igor—. Anda, ella es de fiar.
—Que me pregunte ¿el qué?
—¿Sabe algo de estas personas? —Igor desliza una carpeta sobre la mesa y la deja delante de ella.
—Madoff Securities. Umm, corren algunos rumores en la profesión. Bernie Madoff, una leyenda en las calles. Se decía que le iba bien, creo recordar.
—Entre el uno y el dos por ciento al mes.
—Bonito rendimiento medio, ¿dónde está el problema?
—Que no es medio. Es el mismo todos los meses.
—Oh-oh. —Hojea las páginas, le echa un vistazo al gráfico—. Joder… Es una línea totalmente recta, siempre hacia arriba.
—¿Le parece un poco anormal?
—¿En esta economía? Piénselo bien…, y más aún el año pasado, cuando el mercado tecnológico se hundió. No, tiene que ser una típica estafa Ponzi, y, vista la escala de las cantidades, podría estar haciendo también inversiones ventajistas. ¿Tiene dinero con él?
—Unos amigos míos. Están preocupados.
—Y… ¿son personas adultas que saben encajar malas noticias?
—A su manera. Pero aprecian sinceramente los buenos consejos.
—Bien, ahí entro yo, y mi consejo del día es proceder rápidamente, y sin implicarse emocionalmente a ser posible, a poner en práctica la estrategia de salida más inmediata. El tiempo es esencial. El mes pasado no habría sido mal momento.
—Rocky dice que usted tiene un don.
—Cualquier idiota, no se lo tome personalmente, lo vería. ¿Por qué no interviene la Comisión de Valores, o el fiscal del distrito o quien sea?
Encogimiento de hombros, cejas elocuentes, pulgares que frotan índices.
—Bueno, sí, es una idea.
Desde hace un rato, Maxine ha percibido agitación de brazos y manoteos periféricos, por no mencionar declamaciones en voz baja y efectos de sonido de dj, procedentes de la zona que ocupan Misha y Grisha, que resultan ser fanáticos seguidores de la casi clandestina música hip-hop rusa, en especial de una estrella del rap, un rastafari ruso, poco más que un retaco, llamado Detsl, cuyos dos primeros álbumes se han aprendido de memoria; Misha hace la música y la percusión beatboxing y Grisha la letra, a no ser que Maxine los haya confundido…
Igor consulta enfáticamente un Rolex Cellini de oro blanco.
—¿Cree que el hip-hop es bueno para ellos?, ¿tiene hijos?, ¿a ellos también les gusta…?
—Teniendo en cuenta lo que escuchaba yo a su edad, no soy quién para…, pero eso que están tocando ahora es, no sé, pegadizo…
—Vetcherinka U Detsla —dice Grisha.
—«Fiesta en casa de Detsl» —explica Misha.
—Espera, espera, hagámosle Ulitchnyi Boyets.
—La próxima vez —Igor se levanta—, os lo prometo. —Le estrecha la mano a Maxine, la besa en las dos mejillas, izquierda-derecha-izquierda—. Transmitiré su consejo a mis amigos. La tendremos al tanto de lo que pase. —Se aleja melodiosamente y sale por la puerta.
—Esos dos gorilas —anuncia Rocky— acaban de zamparse dos pasteles de crema de chocolate. Cada uno. Y me toca pringar con la cuenta.
—Así que era Igor el que quería verme, no tú.
—Ajá, ¿decepcionada?
—No, me van los tipos así. ¿De la mafia o algo por el estilo?
—Todavía intento averiguarlo. Alguna de la gente con la que se mueve en Brighton Beach sí era de la mafia rusa, del círculo de Yaponchik antes de que enchironaran al japonesito, tipos de la vieja escuela, eso está claro. Pero basta un rápido escaneo ocular para ver que no lleva tatús, a la vista al menos, y tiene talla de cuello normal, un quince y medio, diría, eh… —meneando la mano—, no sé, es dudoso. A mí me parece más bien una especie de intermediario, un tipo con contactos influyentes.
Un día, de camino a la piscina de The Deseret, Maxine se encuentra el ascensor de servicio inmovilizado, tal vez hasta nuevo aviso: más chusma yuppie mudándose, sin duda. En busca de otro ascensor, acaba bajando al laberíntico sótano y, contra lo que le dicta el sentido común, entra en el tristemente famoso Ascensor del Fondo, un legado de otros tiempos, del que se rumorea que posee voluntad propia. De hecho, Maxine ha llegado a creer que está encantado, que Pasó Algo en él hace años, un misterio que nunca se ha aclarado, y por eso ahora, a la menor ocasión, transporta a quienes lo ocupan en direcciones que le ayuden a encontrar algún alivio kármico. Esta vez, en lugar de subir directamente a la piscina, que era el destino marcado en el botón que Maxine ha pulsado, la deja en una planta que no reconoce en un primer momento y que resulta ser…
—Maxi, hola.
Entorna los ojos para adaptar la visión a la penumbra un tanto viscosa.
—¿Reg?
—Es como estar en una película de terror asiática —susurra Reg—. Una de los hermanos Pang, de Oxide seguramente. ¿Puedes escurrirte hasta aquí pegada a la pared para que no nos capte la cámara de seguridad?
—¿Y por qué tenemos que quedar fuera de campo de la cámara?
—No me quieren en el edificio. A estas alturas deben de haber emitido una orden de alejamiento, como poco.
—Es que ahora te dedicas a… ¿a qué?, ¿a espiar en edificios?
—¿Te acuerdas del lavabo falso de hashslingrz del que te hablé? Hace nada, en la calle, he visto por casualidad a uno de aquellos tipos; como llevaba encima bastante cinta virgen, me he puesto a seguirlo y lo he grabado. Después de zigzaguear por todo el vecindario, recoge a dos o tres más a los que conozco, y antes de que me dé cuenta todos entran aquí, al The Deseret, y reciben tratamiento de estrellas en la puerta. No sé, se me ocurre que, dado que Gabriel Ice es uno de los dueños de este edificio…
—A ver, un momento, ¿has dicho que Ice…?, ¿desde cuándo?
—Creía que lo sabías. En cualquier caso, ya es hablar por hablar, pura discusión académica, los acontecimientos nos han desbordado. Ayer Ice me echó de la película. Han vuelto a entrar en mi apartamento, y esta vez lo han arrasado, se han llevado todo lo que había grabado, menos lo que tenía escondido.
No es un detalle muy alentador.
—Más vale que vengas conmigo. Puede que ahora haya algún ascensor de servicio libre.
Gracias al cual consiguen escapar por la parte de atrás y llegar a Riverside, donde se suben inmediatamente a un autobús hacia la parte baja de la ciudad.
—Espero que no hayas ido con el cuento a la policía o algo así.
—Por si necesitaran echarse unas risas para animar su por otra parte lúgubre jornada laboral, ¿a eso te refieres? Claro, no tenía otra cosa que hacer, justo cuando estoy a punto de irme de la ciudad.
—¿A Seattle?
—Ha llegado la hora, Maxi. En realidad, Ice me ha hecho un favor. No me hace falta ninguna película de hashslingrz en el currículum, ensucia mi imagen, y, ¿sabes qué?, hashslingrz ya es historia. Pase lo que pase, se va a la mierda, está condenada.
—Pues yo no diría que estén exactamente al borde del Capítulo Once, no hay quiebra a la vista.
—Si una puntocom tuviera un alma inmortal —Reg extrañamente distante, como si ya le respondiera desde la ventana de un medio de transporte camino del oeste—, la de hashslingrz estaría perdida.
Se apean en la calle Ocho, encuentran una pizzería, se sientan un rato a una mesa de la terraza. Reg se mete en un charco de lluvia filosófica.
—No es que yo haya sido un Alfred Hitchcock ni nada por el estilo. Puedes mirar mi trabajo hasta quedarte bizco y no encontrarás nunca ningún significado profundo. Veo algo interesante, lo grabo, nada más. Si quieres que te dé mi opinión, el futuro del cine…, algún día habrá más banda ancha, más archivos de vídeo colgados en internet, todo el mundo lo grabará todo, y entonces habrá demasiadas cosas que ver, y nada tendrá el menor significado. Considérame un profeta de ese futuro.
—¿Quieres que te aplauda, Reg? ¿Qué me dices de esa imprevista redecoración de tu apartamento? Alguien ha debido de conceder mucho valor a alguna de tus grabaciones.
—Ice —se encoge de hombros—, intentando recuperar lo que cree que es suyo.
No, piensa Maxine sintiendo de repente los dedos fríos y agarrotados, Ice sólo sería la menos mala de las posibilidades. Y si ha sido otro, Seattle no quedaría lo bastante lejos.
—Escucha, si me necesitas para lo que sea…
—No te preocupes, te tengo en mi lista.
—Y avísame cuando te vayas de la ciudad.
—Lo intentaré.
—Por favor. Oh, y Reg…
—Sí, ya lo sé, yo también veía La mujer biónica. Tarde o temprano Oscar Goldman dice: «Jaime, ten cuidado».
—Para mí, él era un modelo de recia madre judía. Y recuerda que incluso Jaime Sommers tiene que andarse con cuidado de vez en cuando.
—No te preocupes. Antes creía que mientras viera el peligro a través del visor, no podría hacerme daño. Por eso he tardado un poco en darme cuenta, y ahora sé que no es así. ¿Contenta? —Se le ve la desilusión de un niño grabada en el rostro.
—Supongo que podría tomármelo como una buena noticia.