12

Tallis ha vuelto de Montauk por un breve periodo de tiempo y sí, puede hacerle un hueco en su agenda a Maxine antes del trabajo. Por la mañana muy temprano, bajo una inquieta luz estival, Maxine se dirige primero al centro para su sesión semanal con Shawn, que parece haberse pasado toda la noche en un tanque de privación sensorial.

—Horst ha vuelto.

—A ver —comillas en el aire—, ¿está de vuelta, vuelta?, ¿o sólo ha vuelto?

—¿Cómo voy a saberlo?

Se toquetea una sien como si escuchara voces muy lejanas.

—¿Las Vegas?, ¿la iglesia de Elvis?, ¿Horst y Maxine toma dos?

—Por favor, eso es lo que me diría mi madre, si mi madre no aborreciera tanto a Horst.

—Demasiado edípico para mí, pero puedo darte la dirección de un freudiano verdaderamente impactante, honorarios flexibles, todo eso.

—Mejor no. ¿Qué crees que haría el maestro D¯ogen?

—Sentarse.

Transcurre un rato tan largo que a ella le da la impresión de que ha consumido buena parte de la hora de su sesión:

—Ummm…, sentarse, sí, vale, ¿y qué más?…

—Sólo sentarse.

El taxista que la lleva hacia la parte alta de la ciudad tiene la radio sintonizada en una emisora cristiana que recibe llamadas de oyentes, y la escucha con atención. Eso no presagia nada bueno. El hombre decide meterse en Park y subir hasta el final. El texto bíblico del que hablan en la radio en ese momento es un fragmento de la Segunda Epístola a los Corintios, «porque de buena gana toleráis a los necios, siendo vosotros cuerdos», que Maxine se toma como una señal para no sugerir rutas alternativas.

Park Avenue, a pesar de las tentativas de llevar a la práctica peculiares ideas de embellecimiento, ha seguido siendo, para todos menos para los que sistemáticamente no se enteran de nada, la calle más aburrida de la ciudad. Construida como una especie de elegante tapadera para cubrir las vías de tren que llegaban a Grand Central, ¿qué esperaban que fuera, los Campos Elíseos? De noche, recorrida a toda velocidad por limusinas alargadas, de camino, pongamos, a Harlem, puede parecer soportable. Sin embargo, a plena luz del día, a una velocidad media de una manzana por hora, con un ruidoso atasco de tráfico que despide un olor tóxico, en un avanzado estado de deterioro general, con conductores que sufren (o disfrutan) de un nivel de hostilidad comparable al del taxista de Maxine en ese momento, por no mencionar las barreras policiales, las señales de Carril Único, los obreros con taladradoras, las excavadoras con palas delanteras y traseras, las hormigoneras, las asfaltadoras y los destartalados camiones de la basura sin ningún rótulo con el nombre del contratista ni, mucho menos, su teléfono, la avenida se convierte en una ocasión ideal para hacer ejercicios espirituales, aunque quizá más de tipo oriental, no como los de esta emisora, por la que ahora suena a todo volumen una especie de hip-hop cristiano. ¿Hip-hop cristiano? No, más vale que no pregunte.

Al poco, se les interpone un Volvo con matrícula temporal, haciendo ostentación de sus abolladuras poliédricas, convencido de que cuenta con bula de accidentes.

—Putos judíos —estalla el taxista—, la gente conduce como animales.

—Pero… los animales no saben conducir —le calma Maxine—, y, de hecho…, ¿hablaría Jesús así?

—A Jesús le encantaría que todos los judíos reventaran en una explosión nuclear —se explica el taxista.

—Oh. Pero —por alguna razón no puede evitar decirlo— ¿no era… judío?

—No me venga con ese rollo, señora. —Señala una imagen a todo color de su Redentor sujeta al parasol del coche—. ¿Se parece eso a algún judío que usted conozca? Mírele los pies, lleva sandalias, ¿no? Todo el mundo sabe que los judíos no llevan sandalias, sólo calzan mocasines. Guapa, debe de ser de fuera de la ciudad.

Y que lo digas, está a punto de replicar, es lo que debo de ser.

—Usted es mi última carrera del día. —El tono suena muy raro ahora que los pilotos de alarma de Maxine empiezan a parpadear. Mira la hora en el monitor de vídeo del asiento de atrás. Falta mucho para el final de cualquier turno conocido.

—¿Tan dura he sido con usted? —La pregunta pretende ser graciosa.

—Tengo que empezar el proceso. Lo voy posponiendo, pero se me está acabando el tiempo, de hoy no pasa. Nosotros no nos dejamos atrapar como peces en una red, sabemos que está llegando, tenemos que prepararnos.

Cualquier idea que se le haya pasado por la cabeza a Maxine de soltarle unas frescas o sermonear al tipo al final de la carrera se ha evaporado. Si llega a destino sana y salva, pagaría… ¿cuánto? El doble de lo que marque el taxímetro, como poco.

—En realidad, me vendría bien caminar un par de manzanas, ¿por qué no me deja aquí mismo? —El taxista se muestra más que contento y, antes de que la puerta se haya cerrado del todo, arranca y se pierde por una esquina hacia el este, a un destino en el que ella no quiere ni pensar.

Maxine conoce bien el Upper East Side, pero aun así sigue sintiéndose incómoda. De jovencita estudió —aunque puede que estudiar sea mucho decir, con los colocones que pillaba— en el insti Julia Richman en la Sesenta y Siete Este, y cruzaba la ciudad en autobús cinco días a la semana, pero nunca se acostumbró. Estaba en lo más profundo del país de las diademas. Ir ahí es siempre como entrar en una comunidad pensada para enanos, todo está reducido a una escala menor, las manzanas son más pequeñas, se tarda menos en cruzar las avenidas, uno espera que en cualquier momento lo aborde un diminuto funcionario encargado de las recepciones que diga: «Como alcalde de la Ciudad de los Pequeñines…».

Por otro lado, la residencia Ice es el tipo de vivienda sobre la que los agentes inmobiliarios tienden a farfullar maravillados: «¡Es inmensa!»; o, dicho de otro modo, grande de cojones. Dos plantas enteras, posiblemente tres, no está claro, aunque Maxine sabe que no van a invitarla a un paseo para enseñársela. Entra a través de una zona pública, utilizada para fiestas, veladas musicales, recaudación de fondos, etcétera. El aire acondicionado central está fuerte, lo que, tal como va el día, no va a hacerle daño a nadie. Más adentro, a una considerable fracción de kilómetro, atisba un ascensor que debe de conducir a alguna otra parte de la casa sin duda más privada.

Las salas por las que se le permite pasar carecen de personalidad. Paredes verde claro de las que cuelgan varias obras de arte caras: reconoce un Matisse de la primera época, pero no identifica varios expresionistas abstractos, tal vez haya un par de Cy Twombly; una muestra no lo bastante coherente para indicar las pasiones de un genuino coleccionista, que delata, más bien, la necesidad de exhibirlas de un simple comprador. Nada que ver con el Musée Picasso o con el Guggenheim de Venecia. Hay un piano, un Bösendorfer Imperial, en un rincón, en el que generaciones de pianistas contratados han interpretado horas de popurrís de musicales de Kander & Ebb, Rodgers & Hammerstein y Andrew Lloyd Webber mientras Gabe, Tallis y diversos secuaces alternaban con los invitados, adelgazando amablemente las chequeras de los aristócratas del East Side por el bien de varias causas, muchas de ellas triviales para los estándares del West Side.

—Mi despacho —anuncia Tallis. Una mesa vintage del diseñador George Nelson, pero también uno de sus relojes de pared de Omar el Búho. Oh-oh. A Maxine se le dispara la alerta de la coquetería ñoña.

Tallis ha perfeccionado el arte de los culebrones consistente en parecer que durante las horas diurnas se va vestida para actividades nocturnas. Maquillaje de primera, el flequillo despeinado con cada mechón esmeradamente descuidado, tomándose su tiempo, cada vez que hace un gesto con la mano, para devolverlo a su artificiosa confusión. Pantalones de seda negra y un top a juego desabotonado hasta la mitad, que Maxine cree reconocer de la colección de primavera de Narciso Rodríguez; zapatos italianos que sólo se encuentran una vez al año a precios rebajados que los mortales —y no todos los mortales— puedan permitirse; pendientes de esmeraldas que deben pesar medio quilate cada uno; reloj Hermès; anillo art déco de diamantes de Golconda que, cada vez que pasa bajo la luz que entra por la ventana, resplandecen con un brillo de un blanco casi cegador, como la granada aturdidora mágica que lanza una superheroína para confundir a los malos. Entre quienes, se le ocurrirá a Maxine más de una vez a lo largo de su cara a cara, tal vez se cuente ella misma.

Una doncella de la planta baja les lleva una jarra de té helado y un cuenco con chips de tubérculos de diferentes colores, entre ellos el añil.

—Le amo y le amaré siempre, pero Gabe es un tipo raro, lo he sabido desde que empezamos a salir —Tallis con una de esas vocecitas de las ardillas listadas de la tele, fatalmente atractivas para cierto tipo de hombres—. Él tenía todas esas expectativas que a mí me resultaban no diría tanto como espeluznantes, pero sí extrañas. No éramos más que unos chiquillos, pero yo vi el potencial, y me dije: querida, apúntate a la película, ésta podría ser la ola perfecta, y la verdad es que ha sido…, bueno, lo peor que podría decir es que ha sido educativo.

Pues yo quiero un hula hoop, que cantaban Alvin y las ardillas.

Tallis y Gabriel se conocieron en la Carnegie Mellon en la edad dorada de su departamento de ciencias informáticas. El compañero de habitación de Gabe, Dieter, estaba especializándose en gaitas, materia que la universidad ofrecía como licenciatura, y, aunque al chico sólo se le permitía llevar a los dormitorios el puntero de la gaita para practicar, el sonido bastaba para echar a Gabe a la zona del clúster de ordenadores, y ni siquiera ahí estaba lo bastante lejos. Así que salía y se ponía a ver la televisión en las pantallas de la sala de descanso de estudiantes o en las instalaciones de otras residencias, entre ellas la de Tallis, donde no tardó en sumirse en una existencia de clustergeek iluminado por la luz de la tele, a menudo sin saber muy bien si estaba despierto o dormido en la fase REM del sueño, lo que tal vez podría haber explicado sus primeras conversaciones con Tallis, que ella recuerda ahora como «diferentes». Tallis era la chica de sus sueños, literalmente. Su imagen se fundía con las de Heather Locklear, Linda Evans y Morgan Fairchild, entre otras. Ella empezó a agobiarse pensando en lo que pasaría si él llegaba a dormir bien una noche y la veía luego, a la Tallis verdadera, sin la capa televisiva superpuesta.

—¿Y bien? —con una mirada.

—De lo que me quejo, lo sé, es exactamente de lo que decía mi madre. Cuando nos hablábamos.

Una forma como cualquier otra de plantear un tema, supone Maxine.

—Su madre y yo resulta que somos vecinas.

—¿Es usted una típica seguidora?

—No mucho, en el instituto incluso creían que tenía madera de líder.

—Me refiero a que si sigue el weblog de mi madre, Tabloide de los condenados. No pasa un día sin que nos insulte en la web, a Gabe y a mí, y a nuestra empresa, hashslingrz; ha ido a por nosotros desde el principio. Una obvia fijación de suegra. Últimamente está lanzando unas acusaciones descabelladas sobre unos desvíos masivos de dinero de hashslingrz, una supuesta movida encubierta de la política exterior de Estados Unidos, millones que acaban en el extranjero, un chanchullo más grande aún que el de Irán-Contra de los años ochenta. Según mi madre, claro.

—Tengo entendido que ella y su marido no se llevan bien.

—No peor de lo que nos llevamos ella y yo. En resumidas cuentas, nos detestamos; no es ningún secreto.

El distanciamiento de March y de su padre, Sid, había empezado, según parece, en el tercer año de carrera de Tallis.

—Durante la semana blanca de primavera de aquel curso quisieron que fuéramos con ellos de vacaciones, para ver cómo se gritaban, algo que ya veíamos de sobra en casa, un horror, así que Gabe y yo nos marchamos a Miami, y parece ser que alguien me grabó en topless y pasaron las imágenes por la MTV, pixeladas con mucho tacto, pero a partir de entonces todo fue a peor. Y ellos estaban tan ocupados jodiéndose la vida mutuamente que, para cuando la cosa se arregló, Gabe y yo estábamos casados y ya era demasiado tarde.

Maxine quiere mencionar que a ella no le importan los problemas familiares, aunque éstos sean la razón por la que March la ha enviado. Pero, deslizándose por encima del suelo de tarima que las separa, cierta inercia de resentimiento hace que Tallis no pueda parar.

—Cualquier maldad que descubra sobre hashslingrz la publicará en su weblog.

Pero, espera, un momento… ¿Acaba de oír Maxine uno de esos «peros» implícitos? Espera y:

—Pero —añade Tallis (no, no, ¿es que va a…? ¡Aggh!, sí, mira, se ha llevado una uña a la boca; oh-oh)— eso no significa que se equivoque. Sobre lo del dinero.

—¿Quién se encarga de auditarles, señora Ice?

—Llámame Tallis, por favor. Eso es parte del… del problema. Nos audita D.S. Mills, de Pearl Street. Tienen fama de ser quisquillosos y todo lo demás. Pero ¿me fío de ellos? Ummm…

—Por lo que yo sé, Tallis, son kosher. O al menos se ajustan a la imagen que tenéis los blancos protestantes de lo que es un judío legal. Lo que se sabe de esos tipos es que la Comisión de Valores los ama, puede que no tanto como para ser la madre de sus hijos, pero sí lo bastante. Me cuesta ver qué problema podrían causaros.

—Supón que está pasando algo que ellos no pillan.

Reprimiendo el impulso de gritar «¡Al-vinnn!», Maxine pregunta con amabilidad:

—Ya, algo que… sería…

—Oh, no sé…, algo raro en los desembolsos después de la última ronda de financiación. Sobre todo teniendo en cuenta que la directiva primaria en este negocio es ser siempre agradables con tus inversores de capital riesgo.

—Y alguien de tu empresa ha sido… ¿mezquino con los suyos?

—Se supone que el dinero está reservado para la infraestructura, cuyos precios, desde todos esos… contratiempos del segundo trimestre del año pasado, están por los suelos… Servidores, kilómetros de fibra oscura, toda la banda ancha que quieras. —A Tallis parece interesarle poco el rollo técnico. ¿O se trata de otra cosa? Tal vez, sólo un salto, como el que se produce por un defecto en un disco, nada en lo que te fijes de ordinario—. Se supone que yo soy la supervisora, pero cuando le planteo algo del tema a Gabe, me sale con evasivas. Empiezo a sentirme como un maniquí en un escaparate. —Adelanta el labio inferior.

—Pero…, no sé cómo decirlo con tacto…, ¿tu marido y tú habéis tenido una charla de adultos, puede que hasta dos, sobre este particular?

Una mirada traviesa, un gesto sacudiéndose el pelo. Shirley Temple debería tomar apuntes.

—Es posible. ¿Sería un problema que no lo habláramos? —¿Ha pronunciado «poblema»?—. Quiero decir… —una interesante pausa de medio latido—, hasta que no sepa algo con certeza, no veo por qué molestarle.

—A no ser que él mismo esté metido hasta las cejas, claro.

Una rápida inhalación, como si acabara de ocurrírsele a ella misma.

—Bueno…, supón que tú o un colega que nos recomiendes echarais un vistazo.

Ajá.

—Aborrezco los líos conyugales, Tallis. Tarde o temprano acaba apareciendo un arma de fuego. Y esto, ya lo huelo, está a punto de convertirse en problema conyugal antes de que tengas tiempo de soltar «Pero Ricky, si es sólo un sombrero», como decían en Te quiero, Lucy.

—Te lo agradecería mucho.

—Oh-oh. Aun así, tendría que informar a tus auditores.

—¿Y no podrías…? —Gesto con la uña.

—Es una cuestión profesional. —Sintiéndose al instante, en este interior obscenamente lujoso, una redomada gilipollas. ¿Está Maxine perdiendo facultades? Vale, tal vez pueda facturarle a esta muñeca virtual los honorarios que quiera, el precio de unas vacaciones caras, lejos, muy lejos, sí, pero el riesgo es que no sea hasta más tarde, en los meses más crudos del invierno, mientras se relaja en una playa tropical, cuando el brebaje de ron en su vaso alto de cristal esmerilado de repente se cuaje en su mano y, demasiado tarde ya, rompa sobre ella una ola gigante de comprensión.

Nada en este fatídico momento es lo que parece. Esta mujer que tienes delante, pese a su MBA, titulación que suele ser un indicio incuestionable de imbecilidad, está jugando contigo, listilla, y tienes que salir de aquí lo antes posible. Una teatralmente enfática mirada a su reloj G-shock Mini.

—Ay, comida con un cliente, Smith & Wollensky, la ingestión de carne del mes; te llamo pronto. Si veo a tu madre, ¿la saludo de tu parte?

—Mejor dile que se muera.

No puede decirse que sea una retirada muy elegante. Dado el fracaso de Maxine y la probabilidad de que la frialdad de Tallis se prolongue, está decidida a contarle a March la verdad sin retoques. Eso en el caso de que pueda abrir la boca, porque March, convencida de que Maxine es una especie de gurú en estas cuestiones, se ha lanzado a dar otro discursito de entrega de diplomas, esta vez sobre Tallis.

Unos años antes, una desapacible tarde de invierno, de vuelta a casa del Pioneer Market de Columbus, un yuppie desconocido adelantó a March empujándola y diciendo a la vez «Discúlpeme», que en Nueva York se traduce como «quita de en medio, cabrón», y aquel día fue la gota que colmó el vaso. Dejó caer en el fango sucio de la calle las bolsas que llevaba, les dio una patada con ganas y gritó con todas sus fuerzas: «¡Odio esta mierda de ciudad!». Nadie pareció prestarle atención, aunque las bolsas y su contenido esparcido por la acera desaparecieron en cuestión de segundos. La única reacción fue la de un transeúnte que se detuvo para comentar: «Bueno, y si no le gusta, ¿por qué no se va a vivir a otro sitio?».

—Interesante pregunta —le recuerda March ahora a Maxine—, aunque, ¿cuánto tiempo necesitaba pensármelo? Porque Tallis está aquí, sólo por eso, no hay nada que pensar. Cuéntame algo que no sepa.

—Con los dos chicos —asiente Maxine— es distinto, pero a veces me siento y fantaseo: ¿cómo habría sido con una hija?

—¿Y qué problema hay? Ten una, todavía eres una cría.

—Ya, el problema es que también lo es Horst, y todos los hombres con los que he salido desde entonces.

—Oh, pues tendrías que haber conocido a mi ex, Sidney. Adolescentes perturbados de todo el país venían en peregrinación sólo para inhalar el humo que exhalaba cuando fumaba maría y mantenerse calibrados.

—¿Todavía está…?

—Vivito y coleando. Si algún día la palma, va a ser una desagradable sorpresa para él.

—¿Os mantenéis en contacto?

—Más de lo que me gustaría; vive en la línea de Canarsie con una niñata de doce años llamada Sequin.

—¿Y él ve a Tallis?

—Me parece que dictaron una orden de alejamiento hace un par de años, cuando Sid empezó a merodear bajo las ventanas de su casa con un saxo tenor, tocando un viejo rock ’n’ roll que a ella le gustaba, así que Ice no tardó en ponerle freno.

—Una procura no desearle mal a nadie, pero este Ice, de verdad…

—Ella lo consiente. No quieres que tus hijos repitan tus mismos errores. Y qué pasa, que Tallis sigue mis pasos y se casa con el brillante emprendedor equivocado. Lo peor que puede decirse de Sid es que no supo sobrellevar la tensión de estar cerca de mí todo el tiempo. A Ice, en cambio, le gusta la tensión, cuanta más mejor, y lógicamente Tallis, mi perversa retoña, se desvive para no darle ningún motivo. Y él finge que le gusta. Es un hombre malvado.

—Y —con cautela—, aparte del cargo en hashslingrz y lo demás, ¿hasta qué punto dirías que está en el ajo?

—¿De qué?, ¿de los secretos de la empresa? Tallis no es carne de delator que puedas aprovechar, si lo preguntas por eso.

—¿Quieres decir que no está lo bastante contrariada?

—Tallis podría montar en cólera y vivir perpetuamente enrabietada, las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana, pero tanto daría. El acuerdo prematrimonial que firmó tiene más cláusulas que una hipoteca. El cabronazo de Ice es su dueño.

—No pasé allí más de una hora, pero me dio la impresión de que ella tal vez tenía sus propias prioridades, que no compartía con el niño prodigio.

—¿Como qué? —Un destello de esperanza—. ¿Otra persona?

—Sólo hablamos del fraude…, pero… ¿crees posible que haya un amante por ahí?

—Ciertos capítulos de la historia apuntarían en ese sentido. Y, te lo digo sinceramente, eso no le rompería el corazón a su madre.

—Ojalá pudiera darte mejores noticias.

—Qué le vamos a hacer, seguiré aprovechando lo que pueda; he sobornado a Ofelia, la canguro de mi nieto Kennedy, que de vez en cuando encuentra un par de minutos sueltos para que estemos a solas. Lo único que puedo hacer es vigilarlo un poco, asegurarme de que no lo jodan del todo. —Mira su reloj—. ¿Tienes un momento?

Se dirigen a la esquina de la Setenta y Ocho con Broadway.

—Por favor, no se lo cuentes a nadie.

—¿Esperamos a tu camello o algo así?

—A Kennedy. Tallis y el oficial de la Gestapo con el que se ha casado lo mandan al pijo Collegiate, ¿dónde si no? Quieren verlo avanzar sin tropiezos hacia Harvard, la Facultad de Derecho, Wall Street, la marcha fúnebre habitual de Manhattan. Ya les vale. No será así si su abuela puede impedirlo.

—Seguro que el niño está loco por ti. Se supone que es el segundo lazo humano más poderoso que existe.

—Sin duda, porque ambos odian a la misma persona.

—Oooh.

—Vale, puede que exagere: odio a Tallis, claro, pero también la amo de vez en cuando.

En la manzana de enfrente del centro politécnico donde se forma la clase dirigente empiezan a arremolinarse niños pequeños con camisa y corbata. Maxine divisa a Kennedy al instante, no hace falta ser clarividente. Rubio, con el pelo rizado, aprendiz de rompecorazones, se aparta ágilmente de un grupo de chicos, saluda con la mano, se da la vuelta y viene a la carrera por toda la manzana hasta saltar a brazos de March.

—Eh, chaval. ¿Mal día?

—Me están volviendo loco, abuela.

—Claro, ya falta poco para las vacaciones del semestre y aprovechan para dar un par de palos de última hora.

—Alguien te está saludando desde la punta de la manzana —dice Maxine.

—Mierda, ya está ahí Ofelia. El coche ha debido de adelantarse. Bueno, chico, ha sido breve pero interesante. Oh, y toma, casi se me olvidaba. —Le pasa dos o tres cartas de Pokémon.

—¡Gengar! ¡El Psyduck japonés!

—Me han dicho que éstos sólo puedes conseguirlos en máquinas de algunos centros recreativos selectos de Tokio. Es posible que tenga un contacto, mantente alerta.

—Genial, abuela, gracias. —Otro abrazo y se va. Mientras lo ve alejarse corriendo hacia donde Ofelia le está esperando, March pone mirada de teleobjetivo.

—La pareja feliz de los Ice, te lo digo yo, o bien no me han descubierto todavía o bien se hacen los tontos. De cualquier modo, alguien le ha dicho a Gunther que venga antes a recoger al crío.

—Un buen chico, para ser un pokemaniaco.

—Sólo puedo rezar para que Tallis no haya heredado ADN de la madre de Sid, que era una obsesa de la limpieza. Sid todavía no se ha olvidado de los cromos de béisbol que ella le tiró hace cuarenta años.

—La madre de Horst era igual. ¿Qué diantres le pasaba a esa generación?

—Hoy ya no pasa, no con lo que controlan estos padres yuppies cómo funciona el mercado de coleccionables. Aun así, compro dos de todo, por si acaso.

—Como no andes con tiento, van a darte el premio a la Abuela del Año.

—Eh —March resuelta a hacerse la dura—, Pokémon, ¿qué sé yo de Pokémon? Es un proctólogo de las Antillas, ¿no?

Horst no puede encontrar el sabor de helado que hoy necesita desesperadamente y da muestras de creciente impaciencia, algo alarmante en alguien por lo general tan imperturbable.

—¿Mantequilla de cacahuete con trocitos de galletas con pepitas de chocolate? No existe nada ni remotamente parecido desde hace años, Horst. —Consciente de que ha sonado exactamente como la aguafiestas de lengua ácida que lleva tantos años esforzándose por no ser, o, al menos, por no parecerlo.

—No puedo explicarlo. Es como la medicina china. Carencia de yang, ¿o era de yin? De uno de los dos, tanto da.

—Lo que significa…

—Que no quiero desvariar delante de los niños.

—Oh, pero delante de mí, ningún problema.

—¿Cómo puedo explicárselo a alguien con tu nivel de educación alimentaria? ¡Aggh! Mantequilla de cacahuete con trocitos de galletas con pepitas de chocolate. ¿No lo entiendes?

Maxine coge el teléfono inalámbrico y lo utiliza para hacer el gesto de tiempo muerto.

—Voy a marcar el 911, ¿vale, cariño? A no ser, claro, que, vistos todos tus antecedentes…

Hasta qué extremo podría haber llegado este incidente doméstico nunca se sabrá porque en ese instante llama al interfono Rigoberto desde el vestíbulo:

—Marvin está aquí.

Antes de que a Maxine le dé tiempo a colgar el aparato, el mensajero está en la puerta. Teletransportación vía maría, sin duda.

—Otra vez tú, Marvin.

—Noche y día por ahí, llevándole a la gente lo que necesita. —De la bolsa de kozmo, que pronto será un artículo vintage, saca un envase de dos litros de helado Ben & Jerry’s de mantequilla de cacahuete con trocitos de galletas con pepitas de chocolate.

—Dejaron de fabricarlo en el 97 —dice Maxine, menos asombrada que irritada.

—Eso es lo que dice la sección de economía del periódico, Maxine. Esto es deseo.

Horst, engullendo ya el helado con una cuchara en cada mano, asiente entusiasmado.

—Oh, y esto es para ti. —Le entrega una cinta de vídeo en una caja.

—¿Grita, Blácula, grita? Ya tenemos una copia íntegra de primera en casa, incluyendo el montaje del director.

—Querida, yo sólo las reparto.

—¿Tienes un número al que pueda llamarte por si quiero enviar esto a otro sitio?

—La cosa no funciona así. Soy yo el que viene a ti.

Y allá se va en la noche estival.