Aproximadamente una semana más tarde, Maxine está en el Vontz Auditorium para la entrega de títulos de octavo. Tras el habitual desfile interconfesional de clérigos, cada uno con su correspondiente hábito, que a ella siempre le hace pensar en el comienzo de un chiste, el Kugelblitz Bebop Ensemble toca Billie’s Bounce, Bruce Winterslow establece una especie de récord del Libro Guinness al incluir más polisílabos que nadie en una sola frase, y luego aparece la oradora invitada, March Kelleher. A Maxine la sorprenden un tanto los estragos de sólo un par de años…, espera, ¿cuántos años exactamente?, se pregunta con un repentino latido de pánico. El pelo cano de March ya no empieza a asomar por la puerta sino que ha entrado, se ha apoltronado y se siente como en casa, y además lleva unas gafas descomunales, lo que indica una temporal pérdida de confianza en el maquillaje de ojos. Viste un uniforme de camuflaje del desierto y luce su sempiterna redecilla, que hoy es de un verde eléctrico. Su discurso para la ceremonia resulta ser una parábola cuyo sentido nadie parece captar.
—Érase una vez una ciudad con un gobernante poderoso al que le gustaba pasearse por ella disfrazado y hacer su trabajo en secreto. De vez en cuando, alguien lo reconocía, pero bastaba ofrecer al buen ciudadano un puñado de plata o de oro para que se olvidara del encuentro. “Te has visto expuesto por un instante a una forma de energía muy tóxica”, era lo que solía explicarles, “aquí tienes una pequeña suma que confío te compensará por cualquier daño sufrido. Pronto empezarás a olvidar y te sentirás mejor.”
»Por entonces, de noche también deambulaba por la ciudad una anciana que probablemente no se diferenciaba mucho de vuestras abuelas; la mujer llevaba un saco inmenso lleno de harapos sucios, trozos de papel y plástico, aparatos rotos, restos de comida y otra basura que recogía de la calle. Iba por todas partes, había vivido en aquellas calles mucho más tiempo que cualquier otro vecino, siempre desamparada y a la intemperie, hiciera el tiempo que hiciera, y lo sabía todo. Era la guardiana de cuanto desechaba la ciudad.
»El día en que ella y el gobernante por fin cruzaron sus caminos, él se llevó una desagradable sorpresa: cuando, con toda la buena intención, le ofreció su puñado de monedas, ella se las devolvió arrojándoselas irritada. Las monedas se esparcieron tintineando sobre los adoquines. “¿Que me olvide?”, chilló. “Ni puedo ni debo olvidar. Recordar es la esencia de lo que soy. El precio de mi olvido es muy alto, señor, más del que puede imaginarse y, mucho menos, pagar.”
»Desconcertado, pensando, tal vez, que a lo mejor no había ofrecido lo suficiente, el gobernante volvió a rebuscar en su monedero, pero cuando levantó la mirada, la anciana había desaparecido. Ese día regresó de sus tareas secretas antes de lo habitual, presa de los nervios. Supuso que ahora tendría que buscar a aquella anciana y hacer que se volviera inofensiva. Qué extraña situación.
»Aunque no era hombre de naturaleza violenta, había aprendido hacía mucho tiempo que nadie conservaba un trabajo como el suyo a no ser que estuviera dispuesto a hacer cuanto éste requiriese. Durante años había buscado métodos nuevos y creativos que evitaran la violencia, métodos que, por lo general, se reducían a sobornar a la gente. Quienes incordiaban a los famosos del imperio fueron contratados como guardaespaldas; a los periodistas con narices demasiado inquietas se les encontró acomodo como “analistas” y se los instaló en unas mesas en la oficina de espionaje del Estado.
»Siguiendo esa lógica, la anciana con su saco de basura debería haberse convertido en ministra de medioambiente y algún día construiría por todo el reino parques y centros de reciclaje que llevarían su nombre. Pero cada vez que alguien intentaba buscarla para hacerle una oferta de trabajo, nunca la encontraba. Sin embargo, sus críticas al régimen habían permeado ya la conciencia colectiva de la ciudad y era imposible borrarlas.
»Bueno, chicos, sólo es un cuento. El tipo de cuento que posiblemente hubierais escuchado en Rusia en la época en que Stalin estaba en el poder. La gente se contaba estas fábulas de Esopo y todo el mundo sabía qué significaban. Pero ¿podemos decir lo mismo en los Estados Unidos del siglo XXI?
»¿Quién es esa anciana?, ¿qué cree haber encontrado a lo largo de todos esos años?, ¿quién es ese “gobernante” por el que no se deja sobornar?, ¿y qué “trabajo” era ese que él “hacía en secreto”? Supongamos que “el gobernante” no es una persona sino una fuerza sin alma, tan poderosa que, si bien no puede ennoblecer los espíritus, tiene la prerrogativa de conceder títulos, lo que, en la ciudad-nación de la que hablamos, es más que suficiente. Las respuestas quedan en vuestras manos, clase de la Kugelblitz de 2001, como un ejercicio para casa. Buena suerte. Tomáoslo como un concurso. Enviad vuestras respuestas a mi weblog, tabloidofthedamned.com, el primer premio es una pizza con los ingredientes que queráis.
El discurso obtiene algunos aplausos, más de los que habría recibido en las academias pijas al este y el oeste de aquí, pero no tantos como los que se habría esperado que recibiera una ex alumna de la Kugelblitz.
—Es por mi personalidad —le dice a Maxine en la recepción posterior—. A las mujeres no les gusta cómo visto, a los hombres no les gusta mi actitud. Y ésa es la razón por la que he empezado a espaciar las apariciones en persona y me concentro cada vez más en mi weblog. —Le pasa a Maxine uno de los flyers que Otis ya había llevado a casa.
—Lo visitaré —le promete Maxine.
March asiente mientras cruzan el patio.
—¿Quién es ese con el que has venido, el que se parece a Sterling Hayden?
—¿A quién? Oh, es mi ex. Bueno. Una especie de ex.
—¿Es el mismo «ex» de hace dos años? No era definitivo entonces, no lo es todavía, ¿a qué esperas? Tenía un nombre como de nazi, si no me equivoco.
—Horst. ¿Vas a ponerlo en internet?
—No si me haces un gran favor.
—Oh-oh.
—Lo digo en serio, tú eres auditora de fraudes, ¿no?
—Me han retirado el carné, ahora voy de freelance.
—Lo que sea. Tengo que aprovecharme de tus conocimientos.
—¿Quieres que comamos en alguna parte?
—Yo no como. La hora de la comida es una corruptora invención del capitalismo tardío. ¿Desayuno mejor?
Sin embargo, sonríe. Maxine piensa que, lejos del discurso que acaba de dar, March no es una vieja bruja sino un duendecillo regordete. Con la cara y el porte de alguien que sabes que, a los cinco minutos de conocerlo, te dirá que comas algo. Algo concreto, que ella tendrá ya en una cuchara camino de tu boca.
El Piraeus Diner de Columbus es un local destartalado, alfombrado de basura, lleno de humo de cigarrillos y olores de la cocina, toda una institución en el barrio. Mike, el camarero, deja caer sobre la mesa un par de menús muy pesados, encuadernados en plástico marrón agrietado, y se va como si estuviera cabreado.
—No puedo creer que este local siga aquí —dice March—. Y luego hablan de tener los días contados.
—Qué va, este tugurio es eterno.
—¿De qué planeta me has dicho que te has caído? Entre los propietarios cabronazos y los contratistas aún más cabronazos, nada en esta ciudad permanece en la misma dirección durante cinco años siquiera, dime un edificio que te guste, cualquiera, ya verás como muy pronto será un montón de cadenas de tiendas de lujo o condominios para yuppies con más dinero que cerebro. ¿Algún espacio público que creas que respirará y sobrevivirá a perpetuidad? Lo siento, pero ya puedes ir despidiéndote de él porque no tardarán en cargárselo.
—¿El Riverside Park?
—¡Ja! Olvídalo. Ni siquiera Central Park está a salvo, esos visionarios sueñan con una sucesión ininterrumpida de elegantes edificios residenciales, desde Central Park West hasta la Quinta Avenida. Mientras tanto, nuestro prestigioso Diario de Referencia va por ahí con una faldita plisada, y cada vez que una hormigonera pasa por delante, agita pompones y se pone a brincar con una sonrisa beatífica. La única forma de vivir aquí es no encariñándose con nada.
Maxine ha oído advertencias similares de Shawn, aunque no necesariamente en términos inmobiliarios.
—Anoche me metí en tu weblog, March. ¿Ahora también te dedicas a perseguir puntocoms?
—A los del mundo inmobiliario es fácil odiarlos, pero con los de la tecnología es un poco distinto. ¿Sabes lo que dice siempre Susan Sontag?
—¿«Me gusta el mechón, no pienso quitármelo»?
—Si hay una sensibilidad de la que de verdad quieres hablar, y no sólo exponerla, necesitas «una profunda simpatía matizada por el desdén».
—Pillo la parte del desdén, pero recuérdame lo de la simpatía.
—Su idealismo —puede que con cierta reticencia—, su juventud… Maxi, no he visto nada parecido desde los sesenta. Esos chicos han llegado para cambiar el mundo. «La información tiene que ser libre», y lo dicen de verdad, se lo creen. Al mismo tiempo, están todos esos cabronazos y codiciosos puntocomers que hacen que los contratistas inmobiliarios parezcan Bambi y Tambor.
La lavadora que funciona con monedas de Intuición chirría al iniciar un nuevo ciclo.
—Déjame adivinar. El yerno con el que no te hablas, Gabriel Ice.
—Esta chica es una maga. ¿Te sacas unos dólares en fiestas de cumpleaños infantiles?
—De hecho, en este momento, hashslingrz también está causándole algún quebradero de cabeza a uno de mis clientes. Bueno, una especie de cliente.
—Cuenta, cuenta —con entusiasmo—, ¿no será fraude por un casual?
—Nada ilegal que pueda sostenerse en los tribunales, o al menos no todavía.
—Maxi, ahí está pasando algo raro, muy raro.
Mike aparece con un puro encendido entre los dientes.
—¿Señoras?
—Cada vez menos —March resplandeciente—; a ver, unos gofres, beicon, salchichas, patatas fritas y café.
—Special K —dice Maxine—, leche desnatada y ¿alguna fruta?
—Hoy, para usted, un plátano.
—Y también café, por favor.
March niega lentamente con la cabeza.
—Estoy delante de una nazi en ciernes de la comida. Pero, cuéntame, tú y Gabriel Ice, ¿qué?
—Sólo somos buenos amigos, no te creas lo que publica la página de marujeos del Post. —Maxine le hace un rápido resumen: las anomalías de la curva de Benford, los vendedores fantasma, el flujo de capital hacia el Golfo—. Hasta ahora sólo me he hecho una idea superficial. Pero parece que hay un montón de contratos gubernamentales de por medio.
March asiente con amargura.
—Hashslingrz no podría estar más pringada en las intrigas del aparato de seguridad de Estados Unidos; es una especie de brazo técnico, si quieres. Trabajos de encriptado, contramedidas de seguridad, sabe Dios qué más. Ya sabes que tiene una mansión en Montauk, si se echa una carrerita matinal llega por el sendero a la antigua base aérea. —Una expresión curiosa en su cara, una extraña combinación de mueca divertida e insinuación de mal agüero.
—¿Por qué iba eso a…?
—El Proyecto Montauk.
—El…, oh, espera. Heidi lo mencionó… Ella lo enseña en sus clases, es una especie de…, ¿de leyenda urbana?
—Podría decirse así. —Un latido—. También podría decirse que es la verdad terminal y definitiva sobre el gobierno de Estados Unidos, mucho peor que cualquier cosa que seas capaz de imaginar.
Mike llega con la comida. Maxine se entretiene pelando el plátano y cortándolo en pedacitos sobre los cereales, procurando mantener los ojos bien abiertos pero acríticos mientras March escarba en su comida saturada de colesterol y al momento ya está hablando con la boca llena.
—Yo ya me trago mi ración de teorías de la conspiración, algunas son tonterías evidentes, otras me gustaría tanto creérmelas que tengo que andarme con cuidado, pero hay unas que no se pueden pasar por alto por más que se quiera. El Proyecto Montauk condensa las sospechas más escalofriantes que uno haya podido albergar desde la segunda guerra mundial, todos los elementos de una producción paranoica: una inmensa instalación subterránea, armas exóticas, alienígenas del espacio, viajes en el tiempo, otras dimensiones, ¿hace falta que siga? ¿Y quién tiene un interés muy vivo, por no decir propio de un psicópata, en el tema, más que mi reptiliano yerno, Gabriel Ice?
—¿Te refieres a una obsesión de pirado, como la de uno de esos jovencitos multimillonarios, o como la…?
—A ver, prueba con «como la de un pequeño memo, un descerebrado palmero de la CIA, sediento de poder».
—Eso, claro, en el caso de que lo de Montauk sea real.
—¿Recuerdas el vuelo 800 de la TWA del 96, el que explotó en el aire sobre el Long Island Sound? Los resultados de la investigación del gobierno quedaron tan pulcros que todo el mundo acabó pensando que había sido el mismo gobierno el que lo hizo. Los montaukies, los conspiranoicos, sostienen que el avión fue derribado con armas de rayos de partículas que se estaban desarrollando en un laboratorio secreto bajo Montauk Point. Algunas conspiraciones resultan cálidas y tranquilizadoras, conocemos los nombres de los malos, queremos ver cómo se llevan su merecido; pero otras…, una no sabe si preferir que sean falsas porque resultan demasiado perversas, demasiado profundas y de una escala inimaginable.
—¿Cuáles?, ¿el viaje en el tiempo?, ¿los alienígenas?
—Si estuvieras haciendo algo en secreto y no quisieras llamar la atención, ¿qué mejor forma de que lo ridiculicen y lo desdeñen que incluir algunos rasgos típicos de California?
—Ice no me parece precisamente un cruzado antigubernamental ni un pirado buscador de la verdad.
—A lo mejor se cree que todo es real y quiere participar. Si es que no lo hace ya. Nunca habla de ello. Todo el mundo sabe que Larry Ellison compite en regatas y que Bill Gross colecciona sellos. Pero esta afición de Ice, que Forbes seguramente llamaría «pasión», no es todavía muy conocida.
—Suena como si lo quisieras publicar en tu weblog.
—No hasta que averigüe más cosas. Cada día hay más pruebas; demasiado dinero de Ice se desvía con propósitos ocultos en demasiadas direcciones. Tal vez todos estén relacionados, tal vez sólo una parte. Esos pagos fantasma que has intentado rastrear, por ejemplo.
—Intentado, tú lo has dicho. Las operaciones se pitufean, que en nuestro argot quiere decir que se fraccionan y dispersan por todo el mundo a través de cuentas de transferencia radicadas en Nigeria, Yugoslavia y Azerbaiyán, hasta que el dinero acaba finalmente en un banco tenedor en los Emiratos, una sociedad instrumental registrada en la Zona Franca de Jebel Ali. Como la Aldea de los Pitufos, pero más mona.
March parpadea ante la comida que ha pinchado con el tenedor, y casi se puede ver cómo pisa dos veces el embrague para cambiar de marcha y hacer que giren los engranajes de vieja izquierdista.
—Bien, eso, justamente, es lo que quiero publicar.
—Pues va a ser que no. No me gustaría espantar a nadie todavía.
—¿Y si se trata de terroristas islámicos o algo así? El tiempo sería de vital importancia.
—Por favor…, yo sólo persigo malversadores, ¿o es que me parezco a James Bond?
—No sé qué decirte, ponme sonrisa de machito a ver cómo te queda.
Pero ahora algo en la cara de March, un oscuro quebranto, hace que Maxine piense que sólo ella puede ayudarla y darle alguna alegría.
—Vale, escucha, mi informante tiene una fuente, un chaval, una especie de übergeek, y ha estado escarbando, intentando meterse en un material que hashslingrz ha encriptado. Todo lo que descubra, cuando lo descubra, podría pasártelo, ¿te parece?
—Gracias, Maxi. Me gustaría decir que te debo una, aunque por el momento, técnicamente, no es así. Pero si quieres que esté en deuda contigo ya mismo… —Parece casi cohibida, y la percepción extrasensorial de Maxine, que se pone ruidosamente en marcha en modo maternal, le avisa de que lo que va a decirle estará relacionado con Tallis, la hija que, a March no le avergüenza admitirlo, rezó literalmente por tener, a la que echa en falta con toda su alma, que vive en el Upper East Side, al otro lado del parque, pero como si viviera en Katmandú, convertida en dama de alta sociedad, con un hijo al que March apenas ve…, la Tallis que ha perdido, vendida para siempre a un mundo al que March nunca dejará de odiar.
—Déjame adivinar.
—No puedo ir por allí. Yo no puedo, pero a lo mejor tú sí, con algún pretexto, sólo para ver cómo le va. De verdad, me conformaría con un informe, aunque sea de segunda mano, nada más. Por lo que sé a través de internet, es la supervisora contable de hashslingrz, así que a lo mejor podrías, no sé…
—Sí, podría llamar y decir: «Hola, Tallis, me parece que alguien de tu empresa está jugando a polis y ladrones, pero sin polis; a lo mejor te hace falta un auditor de fraudes al que le han retirado el carné para ejercer»; vamos, March, eso es lo que hacen los picapleitos buitres, es ilegal.
—Pero ¿qué pueden hacerte?, ¿volver a retirarte el permiso o qué?
Con cautela:
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—En la Carnegie Mellon, cuando se sacó el MBA. Hace años. Ni siquiera me habían invitado, pero fui igualmente. Incluso desde donde pude ponerme, muy al fondo, me pareció radiante. Merodeé un rato por la valla, con la esperanza de que se acercara a saludarme. Visto en retrospectiva, fue patético y triste. Como en aquella película de Barbara Stanwyck, aunque sin la ropa vulgar.
Lo que lleva a una evaluación refleja de las opciones de vestimenta que ha adoptado hoy March. Maxine se fija en que la redecilla del pelo hace juego con el bolso. Una especie de morado intenso, como de nabo.
—Vale, mira, seguramente podría aprovechar para hacer un poco de ingeniería social y sonsacarle alguna información. Y si ella ni siquiera acepta reunirse, eso ya me dirá algo, ¿no?