El sábado por la noche en la Kugelblitz, pese a que los encargados de los focos están pillando un buen colocón y se confunden o se olvidan de dar las entradas, y a que los niños que interpretan a Sky y Sarah, que han sido novietes en la vida real, rompen pública y ruidosamente en el ensayo de vestuario, Ellos y ellas es un éxito clamoroso, que se verá todavía mejor en el deuvedé que el señor Stonechat, el director, está grabando, dados los muchos obstáculos en la línea de visión que hay en el Scott and Nutella Vontz Auditorium, cuyo arquitecto, debido a algún tipo de trastorno mental, cambió de opinión varias veces sobre pequeños detalles del diseño, como el que las hileras de butacas encararan el escenario y minucias así.
Los abuelos gritan bravos y hacen fotografías.
—Ven a casa —Elaine le clava a Horst la mirada asesina de una genuina suegra judía, una típica shviger—, tomaremos café.
—Os acompañaré hasta la esquina —dice Horst—, luego tengo que ocuparme de unos negocios.
—Nos han dicho que te llevas a los chicos al oeste —dice Ernie.
—Al Medio Oeste, donde me crié.
—¿Y vas a pasarte el viaje entero de salón recreativo en salón recreativo? —Elaine tan agradable como siempre.
—Pura nostalgia —intenta explicar Horst—; cuando yo era niño vivimos la edad dorada de los salones, y supongo que ahora me cuesta asumir que haya acabado. Todos esos juegos en el ordenador de casa, la Nintendo 64, la PlayStation, ahora el chisme ese de la Xbox, a lo mejor sólo quiero que los chicos vean cómo se reventaba a los alienígenas en los viejos tiempos.
—Pero… ¿técnicamente no es un secuestro? Eso de traspasar las líneas del estado y todo lo demás.
—Mamá —dice Maxine sorprendiéndose a sí misma—, él es… su padre, ¿te acuerdas?
—Ay, mi vesícula, Elaine, por favor —advierte Ernie.
La esquina, gracias a Dios. Horst se despide con la mano:
—Hasta luego, chicos.
—Llama si vas a llegar muy tarde —Maxine intentando recordar cómo suena su voz de mujer normal y casada. El contacto visual con Horst tampoco estaría mal, pero no, nada de nada.
—¿A estas horas de la noche? —se pregunta Elaine cuando Horst ya no puede oírlos—, ¿de qué tipo de negocios tiene que ocuparse?
—Si hubiera venido con nosotros, ahora estarías quejándote —Maxine se pregunta por qué de repente se ha puesto a defender a Horst—, a lo mejor sólo intenta ser educado, ¿te suena?
—Bueno, hemos comprado pastelitos para alimentar a un ejército, a lo mejor podría llamar a…
—No —gruñe Maxine—, no llames a nadie más. Ni a abogados expertos en derecho procesal, ni a obstetra-ginecólogos de paso por la ciudad en pantalones cortos de Harvard, a nadie. Por favor.
—Nunca lo olvidará —dice Elaine—, y sólo fue una vez. Menuda paranoica estás hecha, te lo juro.
—De quién lo habrá heredado. —Ernie no lo pronuncia exactamente como si hiciera una pregunta. Forma parte de un fragmento de un dueto que Maxine tal vez haya escuchado un par de veces en su vida. Esta noche, tras empezar con una discusión templada sobre Frank Loesser como compositor dramático, la conversación no tarda en dispersarse en una charla más genérica sobre la ópera, incluyendo un animado debate sobre quién ha cantado el mejor Nessun Dorma. Ernie cree que Jussi Björling, Elaine que Deanna Durbin en La hermanita del mayordomo (1943), que emitieron por televisión la otra noche—. ¿Esa obrita inglesa? —Ernie hace una mueca—, un musical barato del Tin Pan Alley. Espantoso. Y ella es un encanto de chica, eso es verdad, pero no tiene squillo.
—Es soprano, Ernie. Y a Björling tendrían que quitarle el carné del sindicato de cantantes, aunque sólo fuera por el tonillo cantarín sueco que pone en «Tramontate, stelle», simplemente inaceptable.
Y así sucesivamente. Cuando Maxine era niña, intentaban arrastrarla con ellos al Met, pero no lo consiguieron, así que nunca hizo la transición para convertirse en Amante de la Ópera, y durante años creyó que Jussi Björling era un campus de California. Ni siquiera llegaron a interesarle las matinés infantiles puerilizadas con famosos de la tele tocados con cascos de los que sobresalían unos cuernos. Afortunadamente, la afición sólo se saltó una generación, y tanto Ziggy como Otis se han convertido en fiables acompañantes a la ópera para sus abuelos. Ziggy prefiere a Verdi, Otis a Puccini, y a ninguno de los dos le dice gran cosa Wagner.
—En realidad, abuelo, abuela, con todo el respeto —interviene Otis ahora—, fue Aretha Franklin, la vez que sustituyó a Pavarotti en los Grammys de hace tiempo, los del 98, me parece.
—«Del 98», sí que hace tiempo, sí, mucho, muchísimo tiempo. Ven aquí, granuja —Elaine alarga la mano para pellizcarle la mejilla, pero su nieto consigue esquivarla.
Ernie y Elaine viven en un piso clásico de siete habitaciones de antes de la primera guerra mundial, de renta antigua, con techos de altura comparable a la de un palacio de deportes con cúpula. Ni que decir tiene que pueden acercarse andando al Met.
Elaine agita una varita, y el café y las pastelitos se materializan.
—¡Más, más! —Cada niño sostiene una bandeja con una pila de una altura poco saludable con bollos de hojaldre, pasteles de chocolate y strudel.
—Ay de vosotros, os soltaré un frosk…[14] —cuando los niños corren a la habitación contigua para ver Space Ghost Coast to Coast, cuyos episodios se ha tomado la molestia de grabarles sin falta su abuelo—. ¡Y no quiero ver ni una miga por ahí!
Por un acto reflejo, Maxine echa un vistazo a la habitación que compartía con Brooke, su hermana. Parece que todo es nuevo, los muebles, las cortinas y hasta el papel pintado.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Para Brooke y Avi cuando vuelvan.
—Que será ¿cuándo?
—¡Cómo! —Ernie con un brillo travieso—, ¿te perdiste la conferencia de prensa? La última noticia es que en algún momento antes del Día del Trabajo, aunque él probablemente lo llame el Día del Likud.
—Vamos, Ernie.
—¿Qué he dicho? Si ella quiere casarse con un fanático, es asunto suyo, la vida está llena de sorpresas agradables.
—Avram es un marido decente —Elaine negando con la cabeza—, y, tengo que decirlo, no está muy politizado.
—Software para aniquilar a los árabes, perdóname, pero, ya me dirás si eso no es estar politizado.
—Estoy intentando tomarme un café —interviene melodiosamente Maxine.
—Está bien —Ernie con las palmas alzadas hacia el cielo—, siempre es el corazón de la madre el que sufre a la intemperie, nadie pregunta nunca por un padre, no, los padres no tienen corazón.
—Oh, Ernie. Avram es un nerd informático, como todos los de su generación, pero es inofensivo, así que dale un poco de vidilla.
—Si es tan inofensivo, ¿por qué viene el FBI cada dos por tres preguntando por él?
—¿Que viene quién? —Como si un gong de una película todavía no estrenada de Fu Manchú resonara de golpe, abrupto y estridente, en un lóbulo cerebral no demasiado embotado, y aunque le hayan diagnosticado hace mucho una Carencia de Chocolate Crónica, Maxine se queda paralizada con el tenedor suspendido en el aire, mirando una mousse de tres chocolates de la pastelería Soutine que repentinamente ha dejado de interesarle.
—Bueno, a lo mejor son de la CIA —Ernie se encoge de hombros— o de la NSA, o del KKK, quién sabe; «Sólo unos cuantos detalles más para nuestros archivos», así es como lo dicen. Y luego vienen horas seguidas de preguntas muy embarazosas.
—¿Y cuándo empezó?
—Justo después de que Avi y Brooke se fueran a Israel. —Elaine parece bastante segura.
—¿Qué clase de preguntas?
—Sobre socios, empleos antiguos y actuales, familia y, sí, como estás a punto de preguntarlo te lo digo ya, también salió tu nombre, ah, y —Ernie ha puesto una mirada astuta que Maxine conoce bien— si no quieres ese trozo de pastel que tienes ahí…
—Siempre que no te importe dar explicaciones en el hospital Lenox Hill sobre las heridas de tenedor.
—Toma, un tipo nos dejó su tarjeta para ti —Ernie se la da—, quiere que le llames, pero no hay prisa, cuando tengas un momento.
Mira la tarjeta. Nicholas Windust, Oficial de Casos Especiales, un número de teléfono con código de área 202, es decir del D.C., vale, pero ninguna información más, ningún nombre de departamento o de agencia, ni siquiera un logo.
—Vestía muy elegante —recuerda Elaine—, no como suelen. Zapatos muy buenos. No llevaba anillo de casado.
—No me lo puedo creer, ¿estás intentando liarme con un federal? Pero ¿qué estoy diciendo?, claro que me lo puedo creer.
—Hizo muchas preguntas sobre ti —prosigue Elaine.
—Grrr…
—Por otro lado —con calma—, tal vez tengas razón, nadie debería salir nunca con un agente del gobierno, al menos hasta que no haya visto Tosca como mínimo una vez. Para la que teníamos entradas, pero tú habías hecho otros planes aquella noche.
—Mamá, eso fue en 1985.
—Plácido Domingo y Hildegard Behrens —Ernie resplandeciente—. Legendario. No estarás metida en algún lío, ¿verdad que no?
—Oh, papá. Debo de tener una docena de casos en marcha al mismo tiempo, y siempre hay algún roce con los federales: un contrato con el gobierno, una regulación bancaria, un problema con la ley RICO, pero nada grave, un poco de papeleo extra y luego se pasa página hasta que surge otra cosa. —Intenta no dar la impresión de que quiere calmar la ansiedad de nadie.
—Él parecía… —Ernie entorna los ojos—, bueno, no parecía un burócrata. Más bien un tipo de acción. Pero es posible que yo haya perdido reflejos. Me enseñó mi propio expediente, ¿te lo había contado?
—¿Que qué? Buscaba ganarse la confianza del interrogado, claro.
—¿Ése soy yo? —dijo Ernie cuando vio la fotografía—. Si parezco Sam Jaffe.
—¿Un amigo suyo, señor Tarnow?
—Un actor de cine. —Y entonces le explicó a esa versión del Efrem Zimbalist Jr. de El FBI que tenía delante cómo en Ultimátum a la Tierra (1951) Sam Jaffe, que interpretaba al profesor Barnhardt, el hombre más inteligente del mundo, una especie de Einstein, tras escribir unas complicadas ecuaciones en una pizarra en su estudio, sale un momento. El extraterrestre Klaatu aparece buscándole y encuentra la pizarra llena de símbolos, como en una clase infernal de álgebra a la que acabaras de asistir, se fija en algo que parece ser un error justo en el medio, lo borra, escribe otra cosa y se va. Cuando el profesor vuelve, inmediatamente nota el cambio en sus ecuaciones y se queda delante de la pizarra con una media sonrisa. Era una expresión así la que cruzaba la cara de Ernie cuando cayó el obturador de la cámara oculta del federal.
—He oído hablar de esa película —recordó el tal Windust—: propaganda pacifista en plena Guerra Fría. Me parece que fue considerada de potencial inspiración comunista.
—Sí, vosotros metisteis también a Sam Jaffe en la lista negra. No era comunista, pero se negó a declarar. Durante años ningún estudio le contrató. Se ganó la vida enseñando matemáticas en un instituto. Qué vueltas da la vida.
—¿Dio clases en un instituto?, ¿quién habrá sido tan desleal para contratarlo?
—Estamos en 2001, Maxeleh —Ernie sacude la cabeza adelante y atrás—, se supone que la Guerra Fría ha acabado, ¿cómo es posible que esta gente no haya cambiado o avanzado?, ¿de dónde proviene esta aterradora inercia?
—Tú siempre decías que no les había llegado la hora, que todavía está por venir.
A la hora de acostarse, Ernie solía contarles a sus hijas cuentos de miedo sobre la lista negra. Algunos niños tenían a los Siete Enanitos; Maxine y Brooke, a los Diez de Hollywood. Las brujas, duendes malvados y demás solían ser republicanos de los años cincuenta, tipos que supuraban odio, que se habían quedado estancados allá por 1925 en una repulsión casi física a todo lo que quedara a la izquierda del «capitalismo», término con el que se referían a la práctica de mantener un montón siempre creciente de dinero a salvo de los estragos de Hacienda. Criándose en el Upper West Side, era imposible no oír hablar de gente como ésa. Maxine se pregunta a menudo si no tendrá algo que ver con el hecho de que ella optara por dedicarse a la investigación de fraudes, tanto, tal vez, como con el de que Brooke se sintiera atraída por Avi y su versión tecno de la política.
—Así que ¿le llamarás?
—Hablas igual que el tipo ese, como se llame. No, papá, no tengo la menor intención.
Sin embargo, es algo que no parece depender de Maxine. Al día siguiente, hora punta de la tarde, acaba de empezar a llover…, a veces no puede resistirlo, necesita salir a la calle. Lo que podría ser un simple receso en el ciclo de la jornada laboral, una reconvergencia de lo que el día ha esparcido, como dijo Safo algún tiempo atrás en algún curso de la facultad, Maxine se ha olvidado de cuál, se convierte en un millón de dramas a pie, todos cargados de misterio, más intensos de lo que la luz diurna con el barómetro disparado puede permitir. Todo cambia. Aparece ese olor a limpio, a lluvia reciente. El ruido del tráfico se licua. Los reflejos de la calle en las ventanas de los autobuses llenan el interior de éstos de ilegibles imágenes en 3-D, cuando la superficie se transforma inexplicablemente en volumen. Hasta los arrogantes imbéciles de Manhattan que atestan las aceras adquieren cierta profundidad, cierta intención: sonríen, se mueven más despacio, incluso con un teléfono móvil pegado a la oreja parecen más capaces de estar cantándole a alguien que despellejándole. Se ha visto a algunos sacando a sus plantas domésticas a pasear bajo la lluvia. Incluso el más leve roce de un paraguas con otro paraguas puede resultar erótico.
—Si se trata del paraguas adecuado, querrás decir —pretendió aclarar Heidi en una ocasión.
—Heidi la quisquillosa, cualquier paraguas, ¿qué más da?
—Maxi la cabeza hueca, podría ser un asesino en serie, yo qué sé, Ted Bundy.
Que es con quien esta tarde se va a encontrar, más o menos. Maxine se guarece debajo de un andamio, esperando a que pase una breve e intensa racha del chaparrón, cuando percibe cierto tipo de presencia masculina. Los paraguas se tocan. Strangers in the night exchanging… No, un momento, eso es otra cosa.
—Buenas noches, señora Tarnow. —Le extiende una tarjeta, que ella reconoce como una copia de la misma que Ernie le dio anoche. Ésta no la coge—. No se preocupe, no lleva ningún chip con GPS ni nada por el estilo.
Ay Dios. La puta voz, resonante, demasiado entrenada, falsa como una llamada de un contestador automático que te vende algo. Maxine le lanza una rápida mirada de soslayo. Cincuentón, zapatos marrón de medianoche —el concepto que tiene Elaine de «bonito»—, una gabardina con mucho poliéster, justo el tipo de persona sobre la que, ya desde la escuela primaria, previenen a todo el mundo, incluida a ella misma, para que se mantengan a distancia. Así que, para variar, Maxine se lanza a hablar sin pensar.
—Ya tengo una de ésas. Entonces es usted Nicholas Windust en persona, me imagino que no llevará encima ninguna identificación federal, una orden judicial, no sé, algo por el estilo; sólo pretendo ser una ciudadana precavida, entiéndame, que se esfuerza por desempeñar su papel en la lucha contra el crimen. —¿Cuándo aprenderá a estarse calladita? No es de extrañar que los de la asociación de personalidad borderline la persigan todavía; los periódicos toques estacionales que le dan son en realidad actualizaciones para calibrar su paranoia, y ella los ignora por su cuenta y riesgo. ¿Qué me pasa?, se pregunta, ¿soy una especie de loca compulsiva que siempre quiere quedar bien?, ¿estoy tan desesperada como dice Heidi?
Mientras tanto, él ha abierto una cartera de cuero de bolsillo y la ha vuelto a cerrar. Lo que le ha enseñado podría ser una tarjeta de socio de los almacenes Costco, o cualquier otra cosa.
—Escuche, usted puede ayudarnos. Si no le importa acompañarme al Edificio Federal, no debería llevarnos más de…
—¿Está usted pirado o qué?
—Muy bien, ¿qué me dice de La Cibaeña en Amsterdam Avenue? A ver, todavía podríamos drogarla y secuestrarla, pero el café de allí seguro que es mejor que el que sirven en el centro.
—Cinco minutos —murmura Maxine—. Tómeselo como un interrogatorio acelerado. —¿Por qué le concede eso siquiera? ¿Necesidad de aprobación paterna, cuando ya se han cumplido los treinta o los cuarenta? Genial. Por descontado, Ernie todavía cree que los Rosenberg eran inocentes y aborrece al FBI y a todos sus clones posteriores, mientras que Elaine sufre de un CO agudo, también conocido como síndrome de Cotilla Obsesiva, sin diagnosticar. Aparte de lo cual, en este hombre hay algo, insistente como una alarma de coche, que grita: Inaceptable. James Bond lo tiene fácil; para identificar a los demás, los británicos siempre pueden recurrir a los acentos, al lugar donde te has comprado el esmoquin, a un conjunto de significantes de clase multivolumen. En Nueva York, lo único en lo que de verdad puedes fijarte son los zapatos.
Y en ese momento de su análisis, la lluvia ha amainado un poco y han llegado a La Cibaeña Café Chino-Dominicano. Éste es mi barrio, se le ocurre un poco tarde, ¿y si alguien me ve con este mal bicho?
—A lo mejor le apetece probar las catibias del general Tso, tienen muy buena fama.
—Llevan cerdo, soy judía; es por algo que dice en el Levítico, no me pregunte. —Maxine en realidad tiene hambre, pero sólo pide café. Windust quiere un «morir soñando» y mantiene una agradable charla sobre la bebida con la camarera en dialecto dominicano.
—Aquí hacen un «morir soñando» fantástico —informa a Maxine—, es una antigua receta de El Cibao, que esta familia se ha transmitido de generación en generación.
Maxine sabe que el dueño se mete en la trascocina y echa polos Creamsicle en la licuadora. Piensa si debe contárselo o no a Windust y al instante se irrita por lo rebuscadamente enteradilla que sonaría.
—Bien, ¿esto iba sobre mi cuñado? Estará de vuelta dentro de un par de semanas, puede hablar con él usted mismo.
Windust exhala audiblemente por la nariz, más como expresión de pesar que de enfado.
—¿Sabe lo que ha estado poniendo nerviosos últimamente a los que se dedican a la seguridad, señora Tarnow? Un programa de software llamado Promis, diseñado en principio para los fiscales federales, para que compartieran datos entre los tribunales de distrito. Funciona independientemente del idioma en el que estén escritos tus archivos, incluso del sistema operativo que se utilice. La mafia rusa se lo ha vendido a los moros y, lo que nos interesa más, el Mossad ha viajado por el mundo entero ayudando a todo tipo de agencias locales a instalarlo, a veces ofreciendo un curso de krav maga como incentivo de compra.
—Y a veces también regalan bollos rugelach de la panadería, ¿detecto una nota judeofóbica? —Maxine repara en que la cara de Windust tiene algo un poco torcido, sin saber exactamente qué, como si hubiera participado en un par de peleas. Unas pocas arrugas, cierta tensión innegociable, la incipiente textura picada en la tez que a veces adquieren los hombres. Una boca inesperadamente bien delineada. Los labios se mantienen juntos cuando no habla. Sin rastro de expectación boquiabierta. El pelo todavía está húmedo por la lluvia, corto y aplastado, peinado a la derecha, encaneciendo… Los ojos podrían haber visto demasiado y deberían ir cubiertos de gafas…
—¿Hola?
Perderse en ensoñaciones no es una buena idea en este momento, Maxine. Muy bien, al grano.
—Y, como soy judía, usted da por supuesto que me interesa saberlo todo del software judío. ¿Qué pasa? ¿Asisten a un seminario de relaciones públicas donde les enseñan a revisar todas las fases de evaluación del sospechoso o qué?
—No se lo tome a mal —aunque su sonrisa indica lo contrario—, pero lo inquietante de este software Promis es que siempre lleva una puerta trasera incorporada, así que cada vez que se instala en un ordenador gubernamental de cualquier parte del mundo (organismos de las fuerzas del orden, de espionaje, de operaciones especiales), cualquiera que conozca la existencia de esa puerta trasera puede introducirse por ella y sentirse como en casa, allá donde esté, con lo que se ven comprometidos todo tipo de secretos. Por no mencionar un par de chips israelíes, muy sofisticados, que, lo sabemos, el Mossad ha instalado también, sin informar necesariamente al cliente. Lo que hacen esos chips es rebuscar información incluso cuando el ordenador está apagado, conservarla hasta que el satélite Ofeq pasa por encima, y entonces transmitírsela en una única ráfaga de datos.
—Ya, qué perversos estos judíos.
—¿No cree que Israel nos espía?, ¿se acuerda del caso Pollard en 1985? Incluso la prensa izquierdista como el New York Times publicó la noticia, señora Tarnow.
¿Cómo de derechas, se pregunta Maxine, tiene que ser alguien para pensar que el New York Times es un periódico de izquierdas?
—Así que Avram ha estado trabajando en… en qué, ¿los chips, el software?
—Creemos que es del Mossad. Puede que no se haya formado en la Universidad de Hertzliya, pero sí es, como mínimo, uno de sus colaboradores civiles secretos, lo que ellos denominan un sayanim. Alguien que tiene un trabajo normal aquí, en la Diáspora, mientras espera una llamada.
Maxine mira su reloj, recoge su bolso y se levanta.
—No voy a delatar al marido de mi hermana. Tómeselo como una manía personal. Oh, y sus cinco minutos acabaron hace rato. —Más que oírlo, Maxine siente el silencio de su interlocutor—. ¿Qué? Menuda cara ha puesto.
—Sólo una cosa más, ¿vale? La gente de mi agencia se ha enterado de su interés, suponemos que profesional, por las finanzas de hashslingrz.com.
—Los sitios web que utilizo son públicos, nada ilegal, pero ¿cómo saben lo que estoy investigando?
—Es un juego de niños —dice Windust—, no nos gusta «dejar ninguna tecla sin tocar».
—Déjeme adivinar, ustedes quieren que me aleje de hashslingrz.
—No, a decir verdad, no; si hay un fraude nos gustaría saberlo. Algún día.
—¿Quieren contratarme?, ¿por dinero?, ¿o pensaba que con su encanto bastaría?
Windust saca unas Wayfarer de pasta de imitación del bolsillo de su abrigo y se cubre los ojos. Por fin. Sonríe con esa boca bien delineada.
—¿Le parezco un tipo tan malo?
—Oh. Y ahora se supone que debo estimular su autoestima. Se presenta la doctora Maxine. Escuche, una sugerencia, usted es del D.C., así que pruebe con la sección de autoayuda de la librería Politics & Prose…, el apartado de empatía, hoy no nos queda nada, el camión de reparto no se ha presentado.
Él asiente, se levanta, se dirige a la puerta.
—Espero volver a verla alguna vez. —Con las gafas de sol puestas, no hay forma de saber qué quiere decir, si es que quiere decir algo. Y el roñoso se va sin pagar la cuenta.
Bien. Hasta ahí debería haber llegado su relación con el agente Windust. Así que no ayuda mucho que esa misma noche, o, de hecho, a la mañana siguiente justo antes del alba, tenga un sueño muy vívido, casi lúcido, en el que aparece con él, no exactamente follando, pero sí haciendo el gilipollas, definitivamente. Los detalles se escurren como la luz del alba, y los ruidos de los camiones de la basura y las taladradoras entran en la habitación, hasta que se queda con una única imagen que se resiste a desvanecerse: ese pene federal, de un rojo feroz, depredador; y Maxine es su única presa. Ella ha intentado escapar, pero no con el suficiente convencimiento, al menos para el pene, que luce un extraño sombrero, seguramente un casco del equipo de fútbol americano de Harvard. El casco puede leer sus pensamientos: «Mírame, Maxine. No apartes la mirada. Mírame». Un pene parlante. La misma voz insinuante y engañosa de los locutores de radio.
Comprueba la hora. Demasiado tarde para volverse a dormir, aunque, en realidad, ¿quién quiere seguir durmiendo? Lo que le hace falta es ir a la oficina y trabajar en algo agradable y normal durante un rato. En el instante en que está a punto de salir con los niños para la escuela, el timbre de la puerta repica con su melodía de Big Ben que alguien, hace cien años, creyó que encajaría con la grandiosidad del edificio. Maxine pega el ojo entrecerrado a la mirilla y ahí está Marvin, el kozmonauta, con las trenzas recogidas bajo su casco de bici, chaqueta naranja y pantalones cargo azules, y al hombro la bolsa de mensajero, naranja y con el logo de un hombre corriendo de la recientemente quebrada kozmo.com.
—Marvin. Has madrugado. ¿A qué viene el uniforme?, si cerrasteis hace semanas…
—Eso no significa que tenga que dejar de repartir. Las piernas todavía bombean, la bici no tiene problemas mecánicos, podría montar para toda la eternidad. Soy el holandés errante.
—Qué raro, no esperaba nada; habrás vuelto a confundirme con otro desgraciado. —Pero Marvin tiene la misteriosa costumbre de presentarse siempre con cosas que Maxine sabe que no ha pedido pero que, indefectiblemente, resultan ser lo que necesita.
Ésta es la primera vez que lo ve en horario diurno. Su turno solía empezar al anochecer, y desde ese momento hasta el alba iba por ahí en su bicicleta de carreras naranja, de piñón fijo, repartiendo donuts, helados y cintas de vídeo, con la garantía de llegar en menos de una hora, a toda la comunidad nocturna de fumetas y hackers, tipos que buscaban la gratificación instantánea y creían que el globo de las puntocoms seguiría ascendiendo eternamente.
—Fue por culpa de todas estas barriadas pijas de por aquí —es la teoría de Marvin—. En cuanto empezamos a repartir al norte de la calle Catorce, supe que era el principio del fin.
Según el folclore, el alcalde Giuliani, que odia a todos los mensajeros en bicicleta, ha declarado una vendetta personal contra Marvin, lo que, sumado a sus orígenes en Trinidad y al hecho de ser uno de los primeros empleados de kozmo, le ha dado un estatus de icono en la comunidad de ciclistas mensajeros.
—Te echaba de menos, Marvin.
—Mucho trabajo. Estos días estoy en todas las esquinas, como las farmacias Duane Reade. No me des el billete que estás agitando, es demasiada pasta y demasiado sentimental, oh, y ten esto, también es para ti.
Saca una especie de chisme de alta tecnología de plástico beis, de unos diez centímetros de largo por menos de tres de grosor, que parece llevar un conector USB en un extremo.
—¿Qué es esto, Marvin?
—Ah, cómo le gustan las bromas a la señora L. Yo sólo los reparto, querida.
Es el momento de buscar el consejo de un experto.
—Ziggy, ¿qué es esto?
—Parece uno de esos pequeños dispositivos flash de ocho megabytes. Como una tarjeta de memoria, pero distinto. IBM fabrica uno, aunque éste es una copia asiática.
—¿Así que podría tener archivos o lo que sea almacenados?
—Cualquier cosa, lo más probable es que sea texto.
—¿Y qué hago?, ¿lo enchufo al ordenador por las buenas?
—¡Siií! Digo, ¡no, tú no, mamá!, no sabes lo que puede haber dentro. Conozco a algunos chicos del instituto Bronx Science, deja que lo comprueben en el laboratorio de informática que tienen allí.
—Hablas como tu abuela, Zig.
Al día siguiente:
—¿El dispositivo de memoria? Está bien, es seguro copiarlo, sólo tiene un montón de texto, parece semioficial.
—Y ahora tus amigos lo han visto antes que yo.
—Ellos…, bueno, no es que lean mucho, mamá. Nada personal. Una cuestión generacional. —La memoria contiene un fragmento del expediente del propio Nicholas Windust, descargado de algún directorio de la Web Profunda por unos espías que se hacen llamar Facemask, y que exhibe el tipo de humor implacable que también se encuentra en los anuarios de instituto.
Al final, resulta que Windust podría no ser del FBI. Es miembro de algo peor, si es posible. Si hubiera una fraternidad masculina o, Dios no lo quiera, femenina de terroristas neoliberales, Windust llevaría en ella desde el principio: un agente de campo cuya primera misión de la que se tiene constancia, como recadero principiante, fue en Santiago de Chile, el 11 de septiembre de 1973, reconociendo el terreno para los aviones que luego bombardearon el palacio presidencial y asesinaron a Salvador Allende.
Tras iniciarse como intermediario de bajo nivel y graduarse con vigilancias encubiertas y espionaje empresarial, la lista de méritos de Windust adquirió en algún momento tintes siniestros, tal vez ya en fecha tan temprana como cuando lo trasladaron al otro lado de los Andes, a Argentina. Sus responsabilidades laborales empezaron a incluir la «intensificación de interrogatorios» y la «reubicación de sujetos no colaboradores». Incluso con su escaso conocimiento de esos años de la historia de Argentina, Maxine es capaz de traducir perfectamente el sentido de ese texto. Alrededor de 1990, junto a un grupo de agentes curtidos en Argentina, veteranos estadounidenses de la Guerra Sucia que luego se quedaron en el país para asesorar a los siervos del FMI que ascenderían más adelante al poder, Windust fue uno de los fundadores de un think tank del D.C. conocido como Toward America’s New Global Opportunities (TANGO). Acumula en su historial treinta años de bolos como conferenciante, entre otros lugares en la tristemente famosa Escuela de las Américas. Vive rodeado del habitual pelotón de protegidos más jóvenes, aunque parece estar en contra del culto a la personalidad, por una cuestión de principios.
«Demasiado maoísta para él, tal vez», es uno de los comentarios menos malintencionados, y de hecho sus colegas han albergado muchas dudas sobre Windust. Teniendo en cuenta el dinero que puede ganarse en economías con problemas en todo el mundo, su inesperada reticencia a quedarse un trozo del pastel de los ingresos no tardó en despertar sospechas. Metido en el ajo como estaba, habría sido un socio de confianza para los negocios sucios. El que le motivara exclusivamente la ideología pura y dura —y, además de la avaricia, ¿qué otra cosa podía ser?— lo convertía en un tipo raro, casi peligroso.
Así, con el tiempo, Windust se vio empujado a un peculiar compromiso. Cada vez que un gobierno, a petición del FMI, saldaba algún recurso o valor, él aceptaba quedarse un porcentaje o, más tarde, cuando tuvo más influencia, lo compraba entero; pero aquel chiflado hippy nunca vendía nada. Una central eléctrica se privatiza muy por debajo de su valor real, y Windust se convierte en un socio comanditario. Pozos de los que se extrae el agua para las compañías suministradoras de una región, derechos de paso a través de tierras tribales para líneas eléctricas, clínicas dedicadas a enfermedades tropicales de las que nada se sabe en el mundo desarrollado…, y Windust toma una posición modesta. Si un día, aunque sea por aburrimiento, le diera por revisar su cartera de valores para ver qué tiene, descubriría que posee intereses en un campo petrolífero, una refinería, un sistema educativo, unas líneas aéreas, una red eléctrica…, y cada inversión está en una parte del mundo distinta y recién privatizada. «Ninguno de ellos de tamaño especialmente espectacular», concluye un informe confidencial, «pero, considerados en su conjunto, según el Axioma de Elección de Zermelo, en ciertos momentos ha llegado a controlar de hecho una economía entera.»
Mediante el mismo tipo de planteamiento, piensa Maxine, Windust ha adquirido una cartera de acciones de dolor y sufrimiento aplicado a diversas partes del cuerpo humano que podría ascender a cientos —quién sabe, quizá a miles— de muertes en su recuento kármico. ¿Debería contárselo a alguien?, ¿a Ernie?, ¿a Elaine, que ha intentado liarla? Se desmayarían del susto.
Esto es aterrador de cojones. ¿Cómo pueden ocurrir cosas así?, ¿cómo se transforma un pardillo, un soldado raso, en el curtido espécimen que la abordó la otra noche? Esto es un archivo de texto, sin fotografías, pero Maxine puede imaginarse al Windust de entonces: un chico de aspecto pulcro, pelo corto, pantalones chinos y camisas abotonadas hasta arriba, que sólo tiene que afeitarse una vez por semana; uno más de una pandilla de espabilados jovencitos trotamundos que se apiñan en pueblos y ciudades de todo el Tercer Mundo, llenan los antiguos edificios coloniales con fotocopiadoras y máquinas de café, trabajan toda la noche, llevando a la práctica planes perfectamente definidos para la aniquilación total de países previamente seleccionados y su sustitución por fantasías del mercado libre. «Necesito uno de éstos en la mesa de todos antes de las nueve de la mañana. ‘¡ándale, ándale!’»; el diálogo cómico de Speedy González habría sido el estándar entre esos niñatos que solían proceder de la Costa Este.
En aquellos primeros tiempos, más inocentes, los estragos causados por Windust, si es que causó alguno, no habían pasado de acciones sobre el papel. Pero entonces, en algún momento, en algún lugar que ella imagina en medio de una inmensa e implacable llanura, dio un paso. Apenas perceptible en la inmensidad, y aun así, como quien encuentra en una pantalla un enlace invisible y cliquea sobre él, le transportó en el acto a su siguiente vida.
En general, las narraciones exclusivamente masculinas, a no ser que sean historias de la NBA, ponen a prueba la paciencia de Maxine. De vez en cuando, Ziggy y Otis la engatusan para que vea una película de acción, pero si no aparecen muchas mujeres en los créditos de apertura, tiende a distraerse. Algo similar le pasa mientras revisa los antecedentes kármicos de Windust, al menos hasta que llega a 1982-1983, cuando lo destinaron a Guatemala, a efectos públicos como miembro de una misión agrícola en una zona de cultivo de café. El Buen Granjero Windust, siempre servicial. Ahí, según consta, conoció, cortejó y se casó —o, como dicen sus anónimos biógrafos, «desplegó una fachada conyugal»— con una chica de la región muy joven llamada Xiomara. Durante un momento, Maxine se imagina una secuencia de boda en la jungla, con pirámides, rituales mayas nativos, psicodelia. Pero no, en realidad se celebró en la sacristía de la iglesia católica local, y los asistentes a la celebración o eran unos extraños o estaban a punto de serlo…
Si las agencias gubernamentales fueran parientes, habrían considerado a Xiomara una novia poco aceptable por varios motivos. Políticamente, su familia era un problema cantado: desde «socialistas espirituales» arevalistas de la vieja escuela hasta izquierdistas de toda laya, pasando por activistas con un largo historial de odio inquebrantable a la United Fruit, tías anarcomarxistas de línea dura y primos que gestionaban pisos francos y hablaban lengua kanjobal con la gente del campo, además de varios contrabandistas de armas y traficantes de droga que sólo querían que los dejaran tranquilos pero que eran sistemáticamente descritos como Sospechosos de Simpatizar con la Guerrilla, calificativo que parecía abarcar a cualquiera que viviese en la región.
Bien…, ¿qué tenemos aquí?, ¿amor verdadero, violación imperialista, un montaje para llevarse bien con los indígenas? El informe no es muy explícito al respecto. No hay más menciones de Xiomara, o ni siquiera del propio Windust en Guatemala. Unos meses más tarde él vuelve a la superficie en Costa Rica, pero sin la señora.
Maxine va desplazándose hacia delante, pero ahora intentando averiguar por qué, para empezar, Marvin le ha traído eso a ella. ¿Qué se supone que debe hacer con el expediente? Vale, vale, a lo mejor Marvin es una especie de mensajero sobrenatural, incluso un ángel, pero, sean cuales sean las fuerzas invisibles que lo están utilizando en este momento, ella debe formularse preguntas profesionales, a saber: ¿cómo es posible en el espacio secular que el chisme de almacenamiento de datos haya llegado a manos de Marvin? Alguien quiere que ella lo vea. ¿Gabriel Ice?, ¿elementos de la CIA o de lo que sea?, ¿el propio Windust?