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De vez en cuando, una entidad tributaria como el Departamento de Finanzas de NYC contrata a un auditor externo, sobre todo cuando hay un alcalde republicano, dada la curiosa convicción de ese partido de que el sector privado siempre lo hace bien y el público mal. Maxine regresa a la oficina a tiempo de recibir una llamada de Axel Quigley, de la sede de John Street, informándola del último caso conmovedoramente triste de fraude en el impuesto sobre ventas, que él se toma, para variar, como algo personal, aunque el fraude ya lleve un tiempo en marcha. Los informantes de Axel suelen ser empleados descontentos; de hecho, Maxine y él se habían conocido en el Taller de Empleados Descontentos que impartía el profesor Lavoof, al que se le reconoce como padrino de la Teoría del Descontento y creador del influyente Programa de Simulación de Empleados Descontentos para Información, Documentación y Análisis de Auditorías, que alguien rebautizó como DESIDIA.

Según Axel, alguien de una cadena de restaurantes llamada Muffins and Unicorns ha utilizado phantomware para falsificar transacciones de la caja registradora.[13] Se trata de un software para la anulación de ventas que o bien se instala directamente de fábrica en las cajas, o bien se ejecuta desde una aplicación personalizada llamada zapper, que se guarda en una unidad externa como un cedé. Las pruebas apuntan a un directivo de alto rango, tal vez a uno de los propietarios. Para Axel, el principal sospechoso es Phipps Epperdew, más conocido como Vip porque siempre parece recién salido de una Sala ídem o que acabe de enseñar una Tarjeta de Descuento con ese acrónimo inscrito.

Lo más interesante para Maxine del fraude zapper es que obliga al cara a cara. Uno no lo aprende en un manual de instrucciones, porque no hay nada impreso. Las funciones del software que no encuentras en el inexistente manual están pensadas para que el vendedor de cajas registradoras se las transmita en persona, oralmente, al usuario. Guarda alguna semejanza con la forma en que ciertos tipos de sabiduría mágica tradicional pasan de rabinos díscolos a aprendices de la cábala. Si el manual es la escritura sagrada, los tutoriales de phantomware serían la sabiduría secreta. Y los geeks que lo promocionan —salvo por un par de pequeños detalles, como la rectitud moral y las fuerzas espirituales más elevadas— serían los rabinos. Todo estrictamente personal y, si se quiere, hasta romántico, aunque de un romanticismo un tanto retorcido.

Se sabe que Vip hace negocios con elementos de dudosa reputación de Quebec, donde la industria zapper está en pleno apogeo. El año anterior, en lo más crudo del invierno, Maxine entró en la correspondiente partida presupuestaria del ayuntamiento, de extranjis, como siempre, y voló a Montreal a chercher le geek. Se presentó en el aeropuerto de Dorval, se registró en el Courtyard Marriott de Sherbrooke y se arrastró penosamente por la ciudad, una visita inútil tras otra, por edificios caprichosamente grises donde, muchas plantas por debajo de la calle y a lo largo de los pasillos, se oían sonidos y murmullos de cafetería, porque doblabas una esquina y ahí estaba le tout Montréal comiendo en una interminable sucesión de restaurantes, engarzados en un archipiélago diseminado por la ciudad subterránea, que en aquellos tiempos parecía expandirse tan deprisa que nadie tenía un mapa fiable que la abarcara por completo. Por no hablar de las tiendas, tan abundantes que sobrepasaban el umbral de náuseas de Maxine, o de los oscuros fondos de estaciones de metro, los bares con jazz en vivo, los grandes almacenes de crêpes y los outlets de poutine, las vistas panorámicas de rutilantes pasillos nuevos a punto de ser ocupados por todavía más tiendas, y todo eso sin ninguna necesidad de aventurarse arriba, por las calles a temperaturas bajo cero cerradas por la nieve. Finalmente, gracias a un número de teléfono que encontró en la pared del lavabo de un bar de Mile End, dio con un tal Felix Boïngueaux, que trabajaba en un apartamento en un sótano, lo que llaman una garçonnière, al lado de la calle Saint-Denis, a quien el nombre de Vip no sólo le sonaba sino que casi le dejó sordo pues por lo visto había algunos problemas de cobros pendientes. Se citaron en una lavandería automática con internet llamada NetNet, que pronto sería una leyenda en el Plateau. Felix parecía lo bastante mayor para tener carné de conducir.

Una vez intercambiados los enchantée de rigor, Felix no tuvo ningún problema, como no lo tiene nadie en la ciudad, en cambiar de lengua y lanzarse a tumba abierta en inglés.

—Así que tú y el señor Epperdew sois colegas.

—En realidad, vecinos, en Westchester —fingiendo ser una empresaria corrupta más, interesada en las «opciones de borrado ocultas» para la red de puntos de venta, sólo por pura curiosidad técnica, claro.

—Pues puede que me pase por allí pronto, para buscar financiación.

—Me parece que en Estados Unidos puede haber algún problema legal.

—No, porque sería para empezar un proyecto SCP.

—¿Y eso qué es?, ¿una droga recreativa?

—Seguridad Contra el Phantomware.

—Un momento, se supone que tú eres pro phantomware, ¿a qué viene ese «contra»?

—Nosotros lo creamos, nosotros lo anulamos. No pongas esa cara. Aquí estamos por encima del bien y del mal, la tecnología es neutral, ¿vale?

De regreso en el piso de Felix a tiempo para la película nocturna en la cadena Aboriginal Peoples’ Television Network, cuyo archivo fílmico contenía todas las películas que había rodado Keanu Reeves en su vida, entre ellas la de esa noche, la favorita de Felix, Johnny Mnemonic (1995). Fumaron hierba, pidieron pizza Montreal cubierta con versiones de salchichas poco conocidas, se dejaron absorber por la película y No, como diría Heidi, No Pasó Nada, salvo que un par de días más tarde Maxine voló de vuelta a Nueva York con un expediente de Vip Epperdew mucho más grueso que el que llevaba al salir, y en la oficina fiscal dieron su dinero por bien gastado.

Luego, durante meses, sólo silencio, ni una noticia de ellos, hasta que ahora, de repente, aquí reaparece Axel.

—Sólo quería que supieras que Vip ha asomado demasiado la cabeza y que la segadora del Departamento de Finanzas está a punto de rebanársela.

—Gracias por el boletín informativo, me costaba conciliar el sueño.

—Mientras hablamos, la Fiscalía del Distrito está empezando el papeleo. Lo único que nos falta es un par de detalles. Como, por ejemplo, dónde está. No tendrás alguna idea, ¿verdad?

—Vip y yo no es que nos codeemos mucho, Axel. Dios, basta que una chica le sonría una sola vez a un testigo para que todo el mundo empiece a pensar mal.

Esta noche, el descenso hacia el sueño es helicoidal y lento. Como los insomnes que recuerdan ciertas melodías y letras de su juventud, Maxine no deja de darle vueltas a Reg Despard a bordo del Aristide Olt, aquel chico delgado y brillante, que afrontaba con una sonrisa el mezquino día a día del cineasta indie con pocas relaciones. Maxine sabe que esperar que este proyecto suyo de hashslingrz no se acabe volviendo fatídicamente contra él es revolcarse en una tibia bañera de ceguera. Está sucediendo algo más grave, y Reg sabía exactamente a quién recurrir, conocía bien a Maxine, sabía que ella sentiría algo parecido a su propia alarma al bordear y traspasar el perímetro de la codicia ordinaria cuando las locomotoras de la noche y del olvido forzado, ya sobre las vías, van cogiendo ruidosamente velocidad…

Instante en el que, justo antes de la transición al sueño REM, suena el teléfono y es Reg en persona.

—Ya no hay película, Maxi.

—¿A qué temprana hora de la mañana piensas levantarte, Reg? —O dicho de otro modo: son las tantas de la madrugada, joder.

—Esta noche no voy a dormir.

Lo que significa que Maxine probablemente tampoco. Así que se encuentran para un desayuno muy tempranero en un tugurio ucraniano del East Village que no cierra en toda la noche. Reg está en un rincón del fondo, toqueteando su PowerBook. Es verano, el tiempo todavía no es demasiado húmedo ni desagradable, pero él está sudando.

—Tienes un aspecto lamentable, Reg, ¿qué ha pasado?

—Técnicamente —aparta las manos del teclado— se suponía que tenía acceso libre en hashslingrz, ¿vale? Siempre supe que no era así. Y, bueno, ayer, por fin, traspasé la puerta equivocada.

—¿Seguro que no te la encontraste cerrada y la forzaste?

—Bueno, no debería haber estado cerrada; el rótulo decía Lavabo.

—Así que entraste ilegalmente…

—Tanto da. El caso es que ahí está la sala, sin azulejos a la vista, parece un laboratorio, mesas de pruebas, utensilios y todo lo demás, cables, enchufes, piezas y recambios para algún encargo sobre el que, me doy cuenta rápidamente, no quiero saber nada. Además, entonces me fijo en que hay unos árabes charlando por allí, que, en cuanto me ven entrar, se callan.

—¿Cómo sabes que son árabes?, ¿van disfrazados, hay camellos?

—Me pareció que hablaban en árabe, no eran anglos ni chinos, y cuando los saludé con la mano como quien dice «Qué hay, negratas de las arenas, cómo va»…

—Reg.

—Bueno, más bien dije algo así como Ayn al-hammam, dónde está el lavabo, y uno de ellos se me acerca, frío, educado, «¿Está buscando el lavabo, señor?». Hay algunos murmullos, pero nadie me dispara.

—¿Vieron la cámara?

—No sabría decírtelo. Cinco minutos más tarde me convocan a la oficina del Gran Ice, el Picahielos en persona; lo primero que quiere saber es si grabé algo en la sala o a los tipos que había dentro. Le digo que no. Por supuesto, miento.

»Y él dice: “Porque, si has grabado algo, tendrías que dármelo”. Fue por ese “tendrías que”, me parece, como cuando los polis te dicen que “tendrías que” apartarte del coche; sí, fue entonces cuando empecé a asustarme. Me pensé mejor lo del puto proyecto, para serte sincero.

—¿Y qué estaban haciendo esos tipos?, ¿montaban una bomba?

—Espero que no. Había demasiadas tarjetas de circuitos por todas partes. ¿Una bomba con tanto aparataje lógico? Huelo problemas.

—¿Puedo ver lo que grabaste?

—Te lo he metido en un disco.

—¿Lo ha visto Eric?

—Todavía no, ha salido de patrulla, mientras hablamos anda por algún punto en la frontera entre Brooklyn y Queens, haciéndose pasar por un drogata que busca qat para mascar. Aunque en realidad lo que busca es al hawaladar de Ice.

—¿Cómo es que se ha motivado tanto de repente?

—Me parece que tiene que ver con el folleteo, pero procuro no preguntar.

Maxine está en la ducha intentando aclararse las ideas cuando alguien asoma la cabeza por la cortina y empieza a emitir el chirrido agudo, ii-ii-ii, de los efectos de sonido de la escena de la ducha de Psicosis (1960). En otros tiempos habría gritado o habría montado una escena, pero ahora, reconociendo la buena intención de la bromita, lo único que hace es murmurar «buenas noches, cariñito», porque quién sino Horst Loeffler —que, por descontado, ni de lejos ha pasado a la historia— es el que aparece, como Basil St. John en la vida de la audaz reportera Brenda Starr, sin anunciarse, con otro año de arrugas marcado en la cara, preparado ya para la partida, mientras en el contraplano diminutos centelleos de lágrimas polarizadas asoman justo en ese momento por los bordes de los párpados de Brenda Starr.

—¡Eh! He vuelto un día antes, ¿sorprendida?

—No, y deja de mirarme como un salido, Horst. Saldré en un segundo. —¿Es eso una erección? Maxine se ha retirado al interior de la ducha demasiado rápido para poder asegurarlo.

Entra en la cocina, sonrosada por el vapor y todavía húmeda, el pelo envuelto en una toalla en lo alto de la cabeza, con un albornoz de felpa birlado de un spa de Colorado donde pasaron una vez un par de semanas, hace tiempo, cuando el mundo era romántico, y se encuentra a Horst tarareando, por alguna razón que ella nunca preguntará, la sintonía de la serie televisiva Mister Rogers, It’s a beautiful day in this neighborhood, mientras rebusca dentro de la nevera. Hace comentarios sobre diferentes vestigios cubiertos de escarcha. Está claro que no daban mucho de comer en el avión.

—Aquí está. —Horst, que ha desarrollado un talento de zahorí específico para encontrar los helados Ben & Jerry’s, saca un envase de un litro de Chunky Monkey semicristalizado, se sienta, coge dos cucharas descomunales, una en cada mano, y las sumerge en el helado—. Bueno —al cabo de un rato—, ¿y dónde andan los chicos?

La segunda cuchara, Maxine ya lo ha visto antes, es para reblandecer el helado.

—Otis cena en casa de Fiona; Ziggy está en la escuela, ensayando. Van a representar Ellos y ellas el sábado por la noche, así que llegas a tiempo, Ziggy será Nathan Detroit. Se te ha pegado un poco en la nariz.

—Os echaba de menos. —Un matiz peculiar en el tono sugiere, y no es la primera vez, que, Maxine está dispuesta a concedérselo, lo que le pasa, lejos de tener remedio con una búsqueda obsesiva por todo el mundo del suero de la orquídea negra, sustancia que, a decir verdad, el propio Horst no conoce ni de oídas, es que su sistema inmunitario no lleva muy bien la temible Depre del Ex Marido.

—Seguramente pediremos algo de cenar en cuanto vuelva Ziggy, si te interesa.

Momento en el que Ziggy entra.

—Mamá, ¿quién es el baboso?, déjame adivinar, ¿otra cita a ciegas?

—Qué, chaval —Horst echando un vistazo superficial—, tú otra vez.

Un abrazo, le parece a Maxine con el rabillo del ojo, un poco más largo de lo esperable.

—¿Cómo te va con la judía pateaculos?

—Oh, tirando. Mató a un instructor la semana pasada.

—Genial.

Maxine finge que repasa una pila de folletos de menús de comida para llevar.

—¿Qué queréis comer vosotros? Además de algo que esté todavía vivo.

—Lo que sea, salvo esa basura macrobiocaca para hippies pirados.

—Ah, vamos, papá, ¿por qué no?: ¿rebanada de col?, ¿buñuelos de remolacha orgánica? Ummm.

—Sólo de pensarlo se me cae la baba.

Al poco se les une Otis, que es el quisquilloso de verdad, y que todavía tiene hambre porque las recetas de Vyrva tienden hacia lo experimental, así que se suman a la pila más menús, y las negociaciones amenazan con prolongarse hasta bien entrada la madrugada, complicadas todavía más por las Normas de Vida de Horst, tales como evitar los restaurantes con logos en los que la comida tiene cara o la representan vestida con un atuendo enigmático. Acaban llamando, como siempre, a la cadena Comprehensive Pizza, cuyo menú de ingredientes, masas y opciones de formateado tiene casi el grosor de un catálogo de venta por correo de Hammacher Schlemmer en vacaciones y cuya área de reparto posiblemente ni siquiera incluye este apartamento, lo que, para empezar, exige la habitual discusión talmúdica por teléfono sobre si traerán o no la comida.

—Mientras esté delante de la tele a las nueve —Horst es un espectador devoto del canal por cable BPX, que emite únicamente películas biográficas—; se acerca el US Open: biopics de golfistas toda esta semana, Owen Wilson hace de Jack Nicklaus, Hugh Grant es el prota de The Phil Mickelson Story

—Yo tenía pensado ver una maratón de películas de Tori Spelling en Lifetime, pero siempre puedo ir al otro televisor, por favor, siéntete como en casa.

—Muy amable, bagel de mi vida.

Los niños han puesto los ojos en blanco, casi a la par. Llegan las pizzas, todo el mundo va a por ellas; resulta que en este viaje Horst tiene pensado quedarse un tiempo en Nueva York.

—He realquilado una oficina en la parte baja de la ciudad, en el World Trade Center. Aunque debería decir en la parte alta, porque está en la planta ciento y pico.

—No puede decirse que por ahí abunden los cultivos de soja —comenta Maxine.

—Oh, ya no importa dónde estemos físicamente. La era de la negociación a grito pelado en el parqué toca a su fin, todo el mundo está cambiándose a esa cosa que llaman Globex, en internet, yo estoy tardando más que la mayoría en adaptarme, y a este paso, si las operaciones bursátiles no rinden, siempre puedo trabajar de extra en películas de dinosaurios.

Muy tarde, intentando quitarse de la cabeza las complicaciones del lío de hashslingrz, Maxine es atraída hacia el dormitorio de invitados por una voz que sale del televisor y habla con un tono grácil, alocado y enfático, casi familiar: «Yo respeto su… experiencia y conocimiento del campo pero… creo que para este hoyo un… hierro del cinco sería… inapropiado…», y, como esperaba, ahí está Christopher Walken, protagonizando The Chi Chi Rodriguez Story. Ziggy, Otis y su padre dormitan en la cama delante de la pantalla.

Bueno, los chicos le quieren. ¿Qué va a hacerle ella? Le apetecería echarse a su lado, eso es lo que de verdad querría, y ver el resto de la película, pero han ocupado todo el espacio disponible. Va al salón y la ve allí, y se queda dormida en el sofá, aunque no antes de que Chi Chi gane el Open Western de 1964 por un golpe a Gene Hackman, que hace un cameo encarnando a Arnold Palmer.

Si estuvieras tan amargada como todo el mundo cree —bueno, como Heidi cree— que deberías estar por esto, se dice a sí misma antes de sumirse en el sueño, pedirías una orden de alejamiento y los mandarías a acampar a las Catskills…

Al día siguiente, Horst lleva a Otis y a Ziggy a su nueva oficina en el World Trade Center, y comen en Windows on the World, que tiene unas rígidas normas de vestimenta, así que los chicos se ponen chaqueta y corbata.

—Es como ir a uno de esos instis privados, como el Collegiate —murmura Ziggy.

Ahí arriba sopla un viento algo más que moderado ese día, lo que hace que la torre oscile adelante y atrás en excursiones de metro y medio, aunque parezcan de tres. En días de tormenta, según Jake Pimento, que comparte el alquiler de la oficina con Horst, es como estar en la cofa de un barco muy alto, tanto que te permite ver desde arriba los helicópteros, las avionetas privadas y los rascacielos vecinos.

—Esto no parece muy sólido —apunta Ziggy.

—Qué va —dice Jake—, está construido como un acorazado.