Maxine por fin va a casa de Vyrva una tarde para echar un vistazo a la tan codiciada como mal definida aplicación DeepArcher, y se lleva a Otis, que desaparece inmediatamente con Fiona en la habitación de ésta, en la que, además de la superpoblación de Beanie Babies, hay un «Melanie’s Mall», un juguete de la muñeca de moda con un centro comercial de color rosa al completo, que intriga extrañamente a Otis. Melanie, que tiene aproximadamente el tamaño de media Barbie, dispone de una tarjeta de crédito dorada que utiliza para comprar vestidos, maquillaje, pagarse la peluquería y necesidades similares, aunque la identidad secreta que Otis y Fiona le han dado es un poco más oscura y exige algunos rápidos cambios de vestuario. El Mall tiene una fuente, una pizzería, un cajero automático y, lo más importante, unas escaleras mecánicas que vienen al pelo para jugar a tiroteos. Otis ha introducido en el idílico escenario consumista de la niña varios muñequitos de acción de unos diez centímetros, muchos de ellos de los dibujos animados de Bola de Dragón Z, como el Príncipe Vegeta, Goku y Gohan, Zarbon y otros. Las historias a las que juegan suelen ser variantes de asaltos violentos, robos en tiendas perpetrados por terroristas de juerga y actos vandálicos de descontrol yuppie, todas y cada una de las cuales acaban con la destrucción del Mall, casi siempre a manos del álter ego de Fiona, la epónima Melanie, con capa y cartucheras. Entre las ruinas y el humo imaginados con siniestra saña, con los cuerpos de plástico en posición horizontal y descuajaringados, esparcidos por todas partes, Otis y Fiona rematan bruscamente cada episodio chocando los cinco y cantando el estribillo del anuncio televisivo del Mall de Melanie: «It’s cool at the Mall».
El socio de Justin, Lucas, que vive en Tribeca, aparece un poco tarde esa velada porque ha tenido que perseguir a su camello por medio Brooklyn en busca de una hierba tristemente famosa en la actualidad llamada Train Wreck; lleva puesta una camiseta verde fosforito en la que se lee UTSL, que al principio Maxine interpreta como un anagrama de LUST, «lujuria», o tal vez de SLUT, «puta», pero que más tarde descubrirá que se trata de un acrónimo de Unix para «Use The Source, Luke», donde la «fuerza» galáctica se convierte en «código».
—No sabemos qué te ha contado Vyrva sobre DeepArcher —dice Justin—, todavía está en fase beta, así que no te sorprendas si ves alguna torpeza de vez en cuando.
—Te aviso, no soy muy buena en estas cosas; a mis hijos los vuelven locos, claro, pero cuando jugamos a Super Mario los pequeños goombas saltan y me pisotean.
—No es un juego —la informa Lucas.
—Pero sí tiene antecesores en ese mundillo —pie de página de Justin—, como los clones del videojuego de rol MUD que empezaron online en los ochenta, que eran básicamente texto. Lucas y yo crecimos con el formato VRML, y nos dimos cuenta de que podíamos tener los gráficos que quisiéramos, y eso es lo que hicimos, bueno, lo que hizo Lucas.
—Sólo el material de «enmarcado» —Lucas con coquetería—; influencias obvias: el Neo-Tokio de Akira, Ghost in the Shell, Metal Gear Solid de Hideo Kojima o, como se le conoce en mi cole, Dios.
—Las imágenes que crees que estás viendo a medida que avanzas pasando de un nodo al siguiente son contribuciones de usuarios de todo el mundo. Todas gratis. Ética hacker. Cada uno hace su parte y luego se desvanece, sin firmar ni atribuirse nada. Aumentando los velos de la ilusión. Sabes lo que es un avatar, ¿no?
—Claro, me recetaron uno una vez, pero siempre me han dado, cómo decirlo, náuseas.
—En realidad virtual —empieza a explicar Lucas—, es una imagen en 3-D que usas como representación de ti mismo…
—Sí, los jugadores metidos en casa para siempre jamás, pero alguien también me contó que en la religión hindú significa una encarnación. Así que no dejo de preguntarme si, cuando pasas de este lado de la pantalla a la realidad virtual, es como morir y reencarnarse, no sé si me entiendes.
—Es sólo código —Justin un poco desconcertado, tal vez—, tenlo siempre presente, esto lo escribieron un par de geeks que se pasaron la noche en vela con unas pizzas frías y colas Jolt tibias, no exactamente en VRML sino en una versión hipermutada, no hay más.
—No hacen metafísica. —Vyrva le lanza a Maxine una sonrisa que ni de lejos transmite alegría ni afecto. Debe de estar harta.
Justin y Lucas se conocieron en Stanford. Se tropezaban a todas horas en un estrecho radio alrededor del Margaret Jacks Hall del campus, que en aquella época alojaba el departamento de ciencias informáticas y era cariñosamente conocido como Marginal Hacks. Se pasaron la carrera juntos, gritando como posesos al superar una semana de exámenes finales tras otra, y cuando se licenciaron ya habían dedicado semanas enteras a peregrinar a Sand Hill Road, pateándosela de arriba abajo, presentando sus proyectos a las empresas de capital riesgo que se alineaban en aquella calle que pronto sería legendaria, argumentando recreativamente, temblando de miedo escénico, o, cuando les daba por el rollo zen, sentándose en medio de los atascos de tráfico típicos de aquellos tiempos a admirar la vegetación. Un día tomaron un desvío equivocado y acabaron atrapados en el derbi anual de vehículos estrafalarios de Sand Hill. Los arcenes estaban flanqueados de balas de heno y de espectadores cuyo número sobrepasaba los cinco dígitos, todos mirando una calle atestada de improvisados coches de carreras caseros que descendían la colina a toda velocidad hacia la lejana torre de Stanford, teóricamente impulsados tan sólo por la gravedad de la Tierra.
—Ese chaval de ahí, el que acaba de perder el control de la nave espacial de los cincuenta —dijo Justin.
—Ése no es ningún chaval —dijo Lucas.
—Sí, lo sé, ¿no es Ian Longspoon?, ¿el inversor con el que comimos la semana pasada?, ¿el que bebe Fernet-Brancas con chupitos de ginger-ale?
Había sido otra de sus lamentables comidas de negocios. Muy probablemente en Il Fornaio del Garden Court Hotel, en Palo Alto, aunque ninguno lo recordaba ya porque todo el mundo acabó como una cuba. Hacia el final, Longspoon había empezado a extender un cheque, pero no podía parar de anotar ceros, que pronto se salieron por el margen del documento y se extendieron por el mantel, sobre el cual, al poco, acabó reposando la cabeza del inversor tras derrumbarse con un ruido sordo.
Lucas echó mano sigilosamente al talonario y vio que Justin se dirigía a la puerta.
—Eh, espera, a lo mejor alguien lo hace efectivo, ¿adónde vas?
—Ya sabes lo que pasará cuando se despierte. No nos van a pillar otra vez para que apoquinemos otra comida que no podemos permitirnos.
No fue su momento más digno. Los camareros empezaron a gritar con insistencia por los pequeños micros que llevaban en la solapa. Las tecnochatis con bronceado playero que, desde mesas lejanas, los habían examinado con interés cuando entraron, les dieron la espalda frunciendo el ceño. Hostiles ayudantes de camarero los salpicaban con restos de sopa al pasar corriendo a su lado. El aparcacoches, disfrazado de Chuchu, tras pensarse brevemente si rayarle el coche a Justin, optó por escupir encima.
—Supongo que podría haber sido peor —comentó Lucas en cuanto estuvieron a salvo en la 280.
—El bueno de Ian seguro que no va a estar muy contento.
Bueno, pues ahí estaba ahora, en la carrera de coches estrafalarios, brindándoles una oportunidad perfecta para averiguar cómo se sentía, pero los socios no se veían capaces de hacer otra cosa que agazaparse detrás del salpicadero. Creían saber lo que era sentirse intimidados, y eso que por entonces aún no se habían topado con ninguno de los financieros que campan por Nueva York.
Maxine se lo imagina. En los años noventa, Silicon Alley había proporcionado trabajo en abundancia a los investigadores de fraudes. El dinero en juego, sobre todo a partir de 1995 aproximadamente, era de vértigo, por lo que cabía esperar que algunos elementos de la amplia comunidad de estafadores fueran a por una parte, especialmente ejecutivos de Recursos Humanos, muchos de los cuales se tomaron la invención de la nómina informatizada como una licencia para robar. Si esta generación de timadores flojeaba a veces en conocimientos de informática, lo compensaba en el área de la ingeniería social, el arte de sonsacar información, y muchos emprenerdores, almas cándidas, cayeron en la trampa. Pero, en ocasiones, la distinción entre timar y que te timaran se volvía difusa. Dado que las valoraciones sobre las acciones de algunas start-ups de interés bordeaban lo demencial, a Maxine no se le escapó que la diferencia debía de ser más bien ínfima. ¿En qué se distingue un plan de negocios —que se basa en la fe en «los efectos de red» que se producirán algún día— del castillo en el aire celestial que se conoce como fraude Ponzi? Capitalistas de riesgo temidos en toda la industria por su rapacidad emergían de las sesiones de presentación con las carteras abiertas y los ojos húmedos, tras ser sometidos a un pase de vídeos producidos por nerds cuyos mensajes subliminales y bandas sonoras con mezclas de temas clásicos tocaban más la fibra que un friki de la velocidad los botones de una Nintendo 64. ¿Quién era ahí el menos inocente?
Estudiando a Justin y Lucas en busca de malware espiritual, Maxine, cuyo conocimiento del mundo geek, aunque diste de ser completo, ha aumentado considerablemente desde el boom tecnológico, descubrió que, incluso para las relajadas definiciones de la época, los socios podían pasar por legales, hasta por inocentes. Podría tratarse simplemente de California, de donde se supone que proceden los auténticos nerds, mientras que lo único que se ve en esta costa es gente trajeada controlando qué funciona y qué no e intentando aprovecharse de la última idea ajena. Pero cualquiera con el suficiente espíritu aventurero para querer trasladar su negocio de allí a Nueva York debería estar avisado, y no sería muy profesional por parte de Maxine, ¿verdad que no?, no compartir lo que sabe sobre la variopinta gama del latrocinio local. Así que, con ese par, se encuentra a menudo representando el papel de Nativa Servicial y el de su variante más siniestra, la quejica y cascarrabias fuente de consejos gratuitos en la que le aterra acabar convirtiéndose, conocida en la ciudad como Madre Judía.
Bueno, pero resulta que no hay por qué preocuparse: el Lucas y el Justin del mundo real son muy espabilados y están más hechos que las galletitas que Maxine imaginaba, esas que venden las Girl Scouts. En algún lugar del Valley, entre aquellos naranjales que han sido sustituidos como quien no quiere la cosa por campus industriales, tuvieron una epifanía fumeta sobre California comparada con Nueva York —Vyrva cree que tuvo más de fumeteo que de epifanía—: algo relacionado con el exceso de sol, el autoengaño y la flojera consiguiente que produce el sur. Habían oído el rumor de que en la Costa Este el contenido era el rey, lo que contaba, no sólo algo que robar y convertir en un guión de película. Pensaron que lo que les hacía falta era un lugar de trabajo lúgubre e inmisericorde, donde el verano acababa de vez en cuando y la disciplina se imponía por sí sola en el día a día. Cuando descubrieron la verdad, que el Alley era el mismo pabellón de locos que el Valley, ya era demasiado tarde para echarse atrás.
Tras conseguir no sólo dinero semilla y de ángeles inversores sino también de una ronda completa de serie A de la venerable empresa de Sand Hill Road Voorhees y Krueger, los chicos, como bisoños jovenzuelos norteamericanos de hace un siglo aventurándose en el Viejo Mundo saturado de historia, no tardaron nada en realizar las visitas pertinentes en el este y a principios de 1997 se instalaron en un par de habitaciones, subarrendadas a un desarrollador de sitios web que agradeció el efectivo, en el por entonces país encantado que se extendía entre el edificio Flatiron y el East Village. Si el contenido seguía siendo el rey, eso no les libró de recibir un curso intensivo de subtexto patriarcal, cargas a degüello entre príncipes nerds y oscuras historias dinásticas. Al poco ya aparecían en publicaciones especializadas, en sitios web de cotilleos, en las veladas de Courtney Pulitzer en el centro; y se les veía a las cuatro de la madrugada bebiendo calimochos en bares redecorados como fantasmales paradas de líneas de metro abandonadas, tonteando con chicas cuyo concepto de la moda incluía significantes vampíricos como colmillos de atrezo que les habían implantado ortodoncistas lituanos en los barrios de las afueras.
—Vaya… —una guapa joven extiende las palmas de las manos boca arriba—, es un sitio cálido y acogedor, ¿verdad?
—Y después de los cuentos que hemos oído… —Lucas asiente, mirándole afectuosamente las tetas.
—Estuve una vez en California, lo reconozco; una va allá esperando vibraciones de buen rollo, y tiene un shock, con tanto creído y suspicaz por todas partes. Nadie por aquí, en el Alley, va a tratarte con el desprecio que gastan aquellos tipos en el condado de Marin. Oh, lo siento, no seréis de los puretas de la comunidad Well, ¿no?
—Mierda, claro que no —cloquea Lucas—, nosotros tenemos más de piratas que de puretas.
Cuando el mercado tecnológico empezó su descenso en picado hacia las alcantarillas, Justin y Vyrva habían ahorrado lo bastante para la entrada de una casa y un terreno en el condado de Santa Cruz, y todavía les quedaba un poco en el colchón. Lucas, que había estado poniendo su dinero en lugares un poco menos domésticos, revendiendo acciones de varias OPI, adquiriendo extraños instrumentos financieros que sólo comprendían los analistas cuantitativos sociópatas, resultó mucho más perjudicado cuando el entusiasmo por las acciones tecnológicas se derrumbó. Enseguida empezó a aparecer gente inquiriendo, a menudo con poca educación, sobre su paradero, y Vyrva y Justin tuvieron que hacerse los tontos para desviar tanta atención inoportuna.
—Vamos. —Conducen a Maxine por un tramo de escaleras en espiral hasta la sala de trabajo de Justin, una acumulación caótica y obsesiva de monitores, teclados, discos sueltos, impresoras, cables, unidades zip, modems, routers, donde los únicos libros visibles son un manual técnico de CRC, un Camel Book de programación en Perl y algunos cómics. Papel pintado diseñado para que parezca un vaciado hexadecimal, en el que Maxine, por costumbre, busca celdas repetidas, pero nunca encuentra ninguna, algunos pósteres de Carmen Electra, básicamente de su época de Los vigilantes de la playa, y una gigantesca cafetera exprés Isomac steampunk en un rincón, a la que Vyrva llama siempre «La Insomne».
—La central de DeepArcher —dice Lucas con uno de esos aspavientos de permítame que le presente.
Originalmente los chicos, y habría que maravillarse de su clarividencia, habían pensado crear un santuario virtual para escapar de las muchas variedades del malestar que se viven en el mundo real. Un motel a gran escala para los afligidos, un destino al que pudiera llegarse desde cualquier parte mediante un teclado y unos expresos de medianoche virtuales. Surgieron Diferencias Creativas, sin duda, pero pasaron extrañamente inadvertidas. Justin quería viajar al pasado, a una California que nunca había existido, segura, soleada a todas horas, donde de hecho el sol no se ponía nunca a no ser que alguien deseara explícitamente contemplar una puesta de sol romántica. Lucas buscaba algún sitio un poco más… oscuro, podría decirse, donde lloviera mucho y grandes silencios soplaran como ráfagas de viento, reteniendo en su interior las fuerzas de la destrucción. Lo que surgió como síntesis fue DeepArcher.
—Guau, un Cinerama.
—Mola, ¿eh? —Vyrva enciende un monitor gigantesco, un LCD de diecisiete pulgadas—. Nuevecito, se vende por unos mil pero nos hicieron rebaja.
—Ya veo que os estáis integrando en la ciudad. —Maxine se recuerda que nunca ha tenido una idea muy clara de cómo se gana la vida esta gente.
Justin se acerca a una mesa de trabajo, se sienta ante un teclado y empieza a teclear mientras Lucas lía un par de canutos. Al momento, persianas manejadas por control remoto cierran sus lamas contra la ciudad secular, las luces se atenúan y las pantallas se iluminan.
—Puedes ponerte en ese teclado de ahí si quieres —dice Vyrva.
Aparece una pantalla de inicio, en luz diurna de 256 colores con modulación de sombras, sin títulos, sin música. Una figura alta, vestida de negro, que podría ser de cualquier sexo, con el pelo recogido hacia atrás con una horquilla plateada, El Arquero, que ha viajado hasta el filo de un gran abismo. Por la carretera que discurre a sus espaldas, en una perspectiva forzada, retroceden las extensiones soleadas del mundo de la superficie, terrenos silvestres, campos de cultivo, zonas residenciales, autopistas, rascacielos urbanos envueltos en bruma. El resto de la pantalla lo reclama el abismo; lejos de presentarse como una ausencia, es una oscuridad que late con la luz que debía de existir antes de que la luz se inventara. El Arquero está colocado en el filo, con el arco tensado del todo, apuntando muy inclinado hacia lo inconmensurable, lo no creado, a la espera. Por lo que se le alcanza a ver de la cara en escorzo, parece atento y distante. Sopla un viento ligero entre la hierba y la maleza.
—Ya sé que da la impresión de que hemos ido de rácanos y que no nos hemos currado mucho la animación —comenta Justin—, pero, si te fijas bien, verás como le ondea el pelo y me parece que parpadea una vez, aunque tienes que estar atenta para captarlo. Queríamos inmovilidad pero no parálisis.
Cuando el programa se ha cargado, no hay página principal ni banda sonora, sólo sonido ambiente, que va subiendo de volumen lentamente y que Maxine reconoce por haberlo escuchado en mil estaciones de tren y de autobús y en aeropuertos; suavemente, en un fundido encadenado, aparece entonces la imagen de un interior cuyos detalles, durante un instante que corta la respiración, superan en mucho a cualquier cosa que haya visto en las plataformas de juegos que Ziggy y sus amigos suelen utilizar; lo que ve brilla con más intensidad y matices que el marrón básico de los videojuegos de la época, reproduce el espectro de color completo de la madrugada justo antes del alba, los polígonos han sido delicadamente suavizados con curvas casi continuas, el renderizado, el modelado y las sombras, la mezcla y el fundido, todo manejado con elegancia, incluso con… ¿podría llamarse genio? Consigue, en cualquier caso, que Final Fantasy X parezca dibujado con un Telesketch. Un sueño lúcido enmarcado se acerca, envuelve a Maxine, que, extrañamente, se somete sin ningún temor.
Los rótulos rezan: SALA DE ESPERA DE DEEPARCHER. A los pasajeros que aguardan aquí se les han dado caras reales, algunas de las cuales Maxine cree reconocer a primera vista, o al menos cree que debería.
—Encantado de conocerte, Maxine. ¿Vas a quedarte un rato con nosotros?
—No lo sé. ¿Quién te ha dicho mi nombre?
—Adelante, explora, utiliza el cursor, cliquea donde quieras.
Si se supone que Maxine está de viaje y se encuentra ahí para hacer un transbordo, lo cierto es que pierde la conexión. La salida, la «Departure», se pospone indefinidamente. Imagina que debe subir a lo que parece un vehículo lanzadera. Al principio ni siquiera sabe si el vehículo va a salir, hasta que, de repente, ya ha partido. Más tarde, ni siquiera sabe dar con el camino que lleva al andén correcto. Desde el suntuosamente provisto bar de la planta de arriba hay una asombrosa vista de material ferroviario anticuado y posmoderno a la vez, yendo y viniendo en la inmensidad, perdiéndose a lo lejos más allá de la curva del mundo.
—Todo va bien —la tranquilizan las ventanas de diálogo—, forma parte de la experiencia, ahora se trata de perderse constructivamente.
Al poco, Maxine deambula por ahí cliqueando en todas partes: caras, basura en el suelo, etiquetas de botellas detrás de la barra; y al cabo de un rato ya no le interesa tanto adónde podría llegar como la textura de la búsqueda misma. Según Justin, Lucas es el socio creativo. Justin es el que lo traduce a código, pero el diseño visual y de sonido, el denso tumulto de los ecos de la terminal, la profusión de matices de color hexadecimales, la coreografía de los miles de extras, cada uno de ellos dibujado por separado y con detalles que lo singularizan, cada uno realizando un acto distinto o a veces sólo pasando el rato, las voces no robotizadas con tanta atención a los acentos regionales…, todo eso se debe a Lucas.
Maxine localiza por fin una guía de horarios de tren, y al cliquear sobre Midnight Cannonball…, bingo. Allá va, en un fundido suave, sube y baja escaleras, atraviesa oscuros túneles peatonales, emerge a una zona de luz deslumbrante procedente de las alturas con modulaciones de cristal y hierro metavictorianas, pasa por tornos cuyos guardas, al acercarse ella, dejan de ser amenazadores robots taciturnos para transformarse en esculturales y risueñas bailarinas de hula con guirnaldas de orquídeas, y sube a un tren cuyo amable maquinista se asoma sonriéndole desde la cabina y grita:
—Tómese su tiempo, jovencita, la estamos esperando…
Sin embargo, en cuanto entra, el tren acelera a lo loco, de cero a velocidad de Star Trek en una décima de segundo, y así parten hacia DeepArcher. El paisaje en 3-D que pasa a toda velocidad tras las ventanas a ambos lados del vagón está diseñado a una escala más detallada de la que haría falta, sin que la resolución disminuya por más que ella intente concentrar la mirada de cerca. Las azafatas del tren, salidas de las fantasías de chicas playeras de Lucas y Justin, pasan con carritos llenos de comida basura, bebidas con subtextos del Pacífico como Tequila Sunrises y cócteles mai tais, maría de diversos grados de ilegalidad…
¿Quién puede permitirse un ancho de banda para eso? Maxine se abre camino con el ratón hasta el fondo del tren, donde espera tener vistas espectaculares de las vías perdiéndose en la lejanía, pero sólo descubre vacío, ausencia de color, la disminución entrópica al gris Netscape del otro mundo, más brillante. Como si la simple idea de huir a un refugio implicara que no hay vuelta atrás.
Aunque ahora va en el tren, Maxine no ve motivos para dejar de cliquear: cliquea en los anillos de los dedos de los pies de las azafatas, en las galletas de arroz glaseadas con chile del Oriental Party Mix que le sirven, en los alegres y coloristas palillos que empalan los trozos de frutas tropicales sobre las bebidas, porque nunca se sabe, a lo mejor el siguiente clic…
Que es lo que acaba pasando. La pantalla empieza a parpadear con una luz trémula y Maxine se ve arrastrada bruscamente, casi podría decirse que con violencia, a una región de penumbra permanente, con aspecto de extrarradio; ya no está en el tren, han desaparecido el afable maquinista y el descarado personal de servicio; las calles, poco transitadas, cada vez están menos iluminadas, como si sólo se permitiera que las farolas alumbraran una por una y el reino de la noche se restaurara por desgaste. Por encima de estas calles sombrías, increíbles rascacielos fractales se abren paso a tientas, como si fueran maleza de un bosque, hacia la luz que llega a este nivel sólo de manera indirecta…
Se ha perdido. No hay mapa. No es como perderse en alguno de los románticos destinos turísticos del meatspace, el mundo de carne y hueso. Aquí las carambolas de la suerte son poco probables, sólo tiene una sensación que reconoce de los sueños, la sensación de que va a pasar algo no necesariamente agradable pero sí inminente.
Percibe el humo de maría en el aire y a Vyrva en su hombro, con café en una taza en la que se lee CREO QUE TIENES MI GRAPADORA, de la peli Trabajo basura.
—Mierda, ¿qué hora es?
—No muy tarde —dice Justin—, pero creo que debemos cerrar la sesión pronto, nunca se sabe quién puede estar vigilando.
Vaya, justo cuando empezaba a sentirse a gusto.
—¿No está encriptado?, ¿no tiene un cortafuegos?
—Oh, tiene de todo —dice Lucas—, pero si alguien quiere entrar, entrará. Por la Web Profunda o por donde sea.
—¿Es ahí donde está?
—En el fondo de todo. Forma parte del concepto. Intentamos mantenernos lejos de bots y arañas. Un protocolo de robots.txt es más que suficiente para la Web superficial y los bots que se portan bien, pero luego están los bots traviesos, que no sólo son maleducados, sino que los muy cabrones son unos malvados potentísimos y en cuanto ven algún código disallow que prohíbe el acceso, entran a saco.
—Así que más vale permanecer en las profundidades —dice Vyrva—. Al cabo de un tiempo puede convertirse en una adicción. Hay un dicho hacker: una vez que llegas a lo más Profundo, ya no vuelves a pegar ojo.
Se han reunido en torno a la mesa de la cocina de la planta de abajo. Cuanto más ciegos van los socios y cuanto más cargado está el ambiente, más cómodos parecen sentirse todos hablando de DeepArcher, aunque se trate de charla en hacker que a Maxine le cuesta seguir.
—Es lo que se conoce como tecnología bleeding-edge —dice Lucas—. Ninguna utilidad demostrada todavía, material de alto riesgo, algo con lo que sólo se sienten cómodos los adictos a la adopción temprana de novedades.
—La basura de locos que solían buscar los inversores de capital riesgo —como recuerda Justin—. Por entonces, en el 98 o el 99, eran algunos de los sitios en los que metían su dinero. Tenías que ser mucho más raro aún que DeepArcher para que se molestaran siquiera en levantar una ceja.
—Nosotros resultábamos casi demasiado ordinarios para ellos —coincide Lucas—. Para empezar, nuestros precedentes de diseño eran demasiado sólidos.
Según Justin, las raíces de DeepArcher se remontan a un remailer anónimo, desarrollado a partir de tecnología finlandesa de los tiempos de penet.fi y que apuntaba hacia diversos procedimientos de «comunicaciones cebolla» que estaban apareciendo por entonces.
—Lo que hacen los remailers es transmitir paquetes de datos de un nodo al siguiente, pero sólo con la información suficiente para decirle a cada eslabón de la cadena dónde está el próximo, nada más. DeepArcher va un paso más allá y se olvida de dónde ha estado, inmediatamente, para siempre.
—Es una especie de cadena de Markov, donde la matriz de transición no para de resetearse.
—Al azar.
—Al pseudoazar.
A lo que los chicos han añadido deliberadamente un enlace roto diseñado por ellos mismos para camuflar rutas de acceso limpias que nadie quiere revelar.
—En realidad no es más que otro laberinto, sólo que invisible. Vas tanteando como un zahorí, a la búsqueda de enlaces transparentes, cada uno de un píxel por un píxel, y cada enlace se desvanece y se reubica en cuanto lo cliqueas… Una ruta invisible que se autorrecodifica, sin posibilidad de desandarla.
—Pero si la ruta se borra a tus espaldas a medida que avanzas, ¿cómo puedes volver a salir?
—Haces triple clic en tus zapatos —dice Lucas— y…, no, espera, que eso es para otra cosa…[12]