6

Pizza de cena. ¿Alguna novedad?

—Mamá, hoy ha venido una loca a la escuela.

—Y… ¿alguien… alguien llamó a la policía?

—No, teníamos una reunión y era la oradora invitada. Se graduó en la Kugelblitz en los viejos tiempos.

—Mamá, ¿sabías que la familia Bush hace negocios con terroristas de Arabia Saudí?

—Negocios de petróleo, te refieres.

—Me parece que eso quería decir ella, pero…

—¿Qué?

—Fue como si hubiera algo más. Algo que quería decir pero no delante de un público de niños.

—Siento habérmelo perdido.

—Ven a la entrega de diplomas de secundaria. Será otra vez la oradora invitada.

Las manos de Ziggy están sobre un flyer con un anuncio de un sitio web llamado Tabloide de los condenados, con una firma de «March Kelleher» encima.

—Eh, así que habéis visto a March. Vaya. Sí, vaya, vaya. —La leyenda de hashslingrz continúa. March Kelleher resulta que es la suegra de Gabriel Ice; su hija Tallis y Ice se hicieron novios en la universidad, puede que en la Carnegie Mellon. Se cuenta que siguió un posterior distanciamiento familiar, que corrió en paralelo, pari passu, al multimillonario crecimiento de ingresos de las puntocoms. Desde luego, no es asunto de Maxine, pero aun así sabe que March está divorciada y que, además de Tallis, tiene otros dos hijos, chicos los dos, uno es una especie de funcionario de tecnología de la información en California y el otro se fue a Katmandú y ha sido un nómada de postal desde entonces.

La relación de March y Maxine se remonta al frenesí de las cooperativas de propietarios de hace diez o quince años, cuando los dueños de edificios volvieron a las andadas y recurrieron a técnicas de la Gestapo para echar a los inquilinos. Aunque el dinero que ofrecían era insultantemente exiguo, algunos de los alquilados lo aceptaron. Aquellos que no lo hicieron recibieron un tratamiento distinto. Puertas de apartamentos retiradas para «mantenimiento rutinario», basura sin recoger, perros de presa, matones, pop de los ochenta sonando a todo volumen. Maxine se fijó en March en un piquete formado por vecinos díscolos, viejos izquierdistas, defensores de los derechos de los inquilinos y demás, delante de un edificio de Columbus, esperando a que apareciera la rata hinchable gigante de las protestas sindicales. Entre los eslóganes de las pancartas de los manifestantes se leía: BIENVENIDAS, RATASFAMILIA DE PROPIETARIOS Y CO-OP: CONDUCTAS OFENSIVAS, ODIOSAS Y PROVOCADORAS. Colombianos sin papeles sacaban muebles y enseres domésticos a la acera, procurando no hacer caso al alboroto emocional. March tenía al jefe de la cuadrilla de trabajadores, un anglo, arrinconado contra una camioneta y le abroncaba. Era esbelta, con un pelo rojizo que le caía hasta los hombros, con raya al medio y recogido atrás en una redecilla, una de las tantas que guardaba en un armario lleno de esos accesorios retro para el cabello, convertidos en su seña de identidad en el barrio. Aquel día concreto, avanzado el invierno, la redecilla era escarlata, y a Maxine le dio la impresión de que la cara de March estaba envuelta en un halo plateado, como en una fotografía antigua.

Maxine buscaba el momento oportuno para entablar conversación con ella cuando apareció el propietario, un tal doctor Samuel Kriechman, un cirujano plástico jubilado, con un pelotón de herederos y cesionarios.

—Hombre, usted por aquí, cabronazo miserable, mezquino y avaricioso —le saludó animadamente March—, ¿cómo se atreve a asomar la nariz?

—Guarra de mierda —replicó el cordial patriarca—, nadie en mi profesión tocaría una cara como la suya; ¿quién coño es esta zorra?, sacadla de aquí. —Un par de bisnietos se adelantaron ansiosos por obedecer.

March extrajo de su bolso un aerosol de tres cuartos de litro de limpiador de hornos Easy-Off y empezó a agitarlo.

—Chicos, preguntadle al eminente médico lo que la lejía puede haceros en la cara.

—Llamad a la policía —ordenó el doctor Kriechman. Algunos miembros del piquete se acercaron y empezaron a tratar el asunto con el séquito de Kriechman. Hubo algunos, cómo decirlo, aspavientos discursivos que llegaron a roces involuntarios y que el Post pudo haber amplificado un tanto en la noticia que publicó. Se presentó la policía. A medida que la luz se desvanecía y la hora de marcharse se aproximaba, el grupo se fue reduciendo.

—No nos manifestamos por la noche —le dijo March a Maxine—; personalmente me fastidia marcharme, aunque, bien pensado, no me vendría mal una copa.

El bar más cercano era el Old Sod, técnicamente irlandés, si bien es posible que lo frecuentaran más de un par de avejentados gays británicos. La copa en la que pensaba March era un cóctel Papa Doble, que Hector, el camarero, al que antes sólo se le había visto sirviendo cerveza y tragos simples, le preparó como si llevara toda la semana practicando. Maxine también se tomó uno, únicamente para hacerle compañía.

Descubrieron que vivían a sólo unas manzanas desde hacía mucho; March, desde finales de los cincuenta, cuando en el barrio las bandas puertorriqueñas aterrorizaban a los anglos, y uno no cruzaba al este de Broadway después del crepúsculo. Detestaba el Lincoln Center, para el que se destruyó un barrio entero y se expulsó a siete mil familias ‘boricuas’, sólo porque unos anglos a los que se la traía floja la Alta Cultura tenían miedo de los hijos de esa gente.

—Leonard Bernstein escribió un musical sobre eso, no West Side Story, el otro, en el que Robert Moses canta:

Echad a esos puerto

rriqueños a

la calle. Es sólo

un barrio de pobres. ¡Demoledlo

entero-o-o!

Con una voz chillona de tenor de Broadway que parecía razonablemente capaz de cuajar la bebida en el estómago de Maxine.

—Incluso tuvieron la insolencia de rodar la puta West Side Story en el mismo barrio que estaban destruyendo. La cultura, lo siento, pero Hermann Göring tenía razón: cada vez que oigas esa palabra, pálpate la pistola sobaquera. La cultura despierta los peores instintos de los acaudalados, no tiene honor, suplica que la rodeen de zonas residenciales pijas y que la corrompan.

—Tendrías que conocer a mis padres. Tampoco les hace ninguna gracia el Lincoln Center, pero no puedes sacarlos del Met.

—¿Estás de broma?, ¿Elaine, Ernie? Pero si en los buenos tiempos íbamos a las mismas manifestaciones.

—¿Mi madre manifestándose?, ¿para qué?, ¿por unas rebajas?

—Nicaragua —sin reírse—. El Salvador. Ronald Pistola de Rayos Reagan y sus amiguitos.

Eso era en la época en que Maxine todavía vivía en casa mientras se sacaba la carrera, cuando se escabullía los fines de semana buscando la inconsciencia de los clubes donde se consumían drogas, y, por entonces, sólo notó que Elaine y Ernie parecían un poco distraídos. Tardaron unos años en sentirse lo bastante cómodos para hablar de sus recuerdos de las esposas de plástico, el espray de pimienta, las furgonetas sin identificación, los Pasmas Más Selectos de Nueva York haciendo lo que los polis saben hacer mejor que nadie.

—Lo que me convertía, una vez más, en la hija insensible. Debieron de ver alguna rareza, algún defecto en mi carácter.

—A lo mejor sólo procuraban mantenerte alejada de los líos —dijo March.

—Pues deberían haberme invitado, podría haberles cubierto las espaldas.

—Nunca es demasiado tarde para empezar, sabe Dios que hay mucho por hacer, ¿crees que ha cambiado algo?, ni en sueños. Los putos fascistas que manejan el cotarro no han dejado de necesitar razas a las que odiar, así es como mantienen bajos los salarios y altos los alquileres, y todo el poder en el East Side, y todo sigue igual de feo e idiotizado, como a ellos les gusta.

—Sí, me acuerdo —les dice ahora Maxine a los chicos— de que March siempre estuvo, digamos…, politizada.

Pega un pósit en el calendario para acordarse de asistir a la graduación y ver qué anda haciendo últimamente aquella temeraria y vieja loca con redecilla.

Llega Reg. Ha ido a ver a su experto en informática Eric Outfield, que se ha metido en la Web Profunda en busca de los secretos de hashslingrz.

—Dime una cosa, ¿qué es una Altman-Z?

—Una fórmula que se utiliza para predecir si una empresa quebrará en, pongamos, los próximos dos años. Introduces las cifras y buscas una puntuación por debajo de 2,7.

—Eric ha encontrado una carpeta entera de estudios Altman-Z que Ice ha estado realizando sobre varias puntocoms pequeñas.

—Con la intención de… ¿de qué?, ¿de comprarlas?

Mirada evasiva.

—Eh, que yo sólo soy el confidente.

—¿Y ese chico te ha enseñado alguno de los informes?

—No nos hemos relacionado mucho online, es muy paranoico —sí, Reg, mira quién fue a hablar—, sólo quiere quedar en persona, en el metro.

Hoy, un cristiano fanático blanco, desquiciado, rivalizaba desde una punta del vagón con un grupo de negros que cantaban a capela en la otra. Las condiciones ideales.

—Te he traído algo —Reg le da un disco a Eric—. Se supone que debo decirte que ha sido bendecido por Linus en persona, con orina de pingüino.

—Es para hacerme sentir culpable, ¿no?

—Claro, eso ayudaría.

—Estoy en ello, Reg. Pero no es muy cómodo.

—Mejor tú que yo, francamente, yo no tendría los ‘cojones’. —Ha resultado ser una zambullida de cabeza en profundidades desconocidas. Eric está utilizando el ordenador del lugar en el que lo han contratado por horas, una gran empresa donde no trabajan informáticos merecedores de ese nombre, en medio de una crisis que nadie vio venir. Algo inesperado. Cada vez que emerge de la Web Profunda, está un poco más pirado, o eso les parece a los que ocupan los cubículos contiguos, aunque muchos de ellos se pasan las horas en la sala del ordenador central esnifando Halon de los extintores, así que es posible que carezcan de la perspectiva necesaria.

La situación no es tan sencilla como Eric habría imaginado. El cifrado es un desafío, por no decir una locura. Mientras Reg fantaseaba con una entrada y salida rápidas, Eric ha descubierto que los dependientes de este 7-Eleven llevan rifles de asalto automáticos.

—No paro de tropezarme con un archivo enigmático, cerrado a cal y canto; y no habrá forma de saber qué hay dentro hasta que lo rompa.

—Acceso limitado, me estás diciendo.

—La idea consiste en tener un mecanismo de seguridad en caso de desastre, natural o artificial; así puedes ocultar tu archivo en servidores redundantes situados en localizaciones remotas, con la esperanza de que al menos uno sobreviva a todo, excepto quizás al fin del mundo.

—Tal como lo conocemos.

—Veo que te hace gracia.

—¿Ice está esperando un desastre?

—Lo más probable es que simplemente pretenda mantener material fuera del alcance de mentes curiosas.

La táctica original de Eric consistía en hacerse pasar por un simple script kiddie que estuviera dándose una vuelta por diversión, para ver si podía entrar con Back Orifice y luego instalar un servidor NetBus. Al instante apareció un mensaje escrito en caracteres Leet que venía a decir: «Felicitaciones, novato, te crees que lo has conseguido pero en realidad acabas de meterte en un mundo lleno de mierda». El estilo de la respuesta llamó la atención de Eric. ¿Por qué la seguridad se iba a tomar la molestia de convertirlo en algo tan personal?, ¿por qué no un mero toque de atención breve y burocrático, como «Acceso denegado»? Había algo, tal vez su tono de vehemencia divertida, que le recordaba a los viejos hackers de los noventa.

¿Están jugando con él?, ¿qué tipo de jugadores deben de ser? Eric pensó que si se suponía que era simplemente un vulgar packet monkey fisgoneando, tendría que fingir que no sabía lo duros que son, ni siquiera quiénes son. Así que al principio va a por la contraseña como si fuera una antigualla de la vieja escuela, tipo Microsoft LM hash, que hasta los retrasados pueden crackear. A lo que Seguridad responde, otra vez en Leet: «Novato, ¿sabes de verdad con qué coño estás jugando?».

Reg y Eric se encontraban a esas alturas en medio de Brooklyn, el du-duá y el recitado de la Biblia ya hacía mucho que habían desaparecido por las salidas. Eric estaba preparado para desvanecerse.

—Tú entras y sales de allí a todas horas, Reg, ¿no te has tropezado nunca con nadie de la gente de seguridad?

—El rumor que me ha llegado es que Gabriel Ice dirige el departamento en persona. Se supone que hay alguna historia rara detrás. Alguien tenía una terminal encendida en el cajón de una mesa y se le olvidó decírselo.

—Ya, se le olvidó.

—Antes de que nadie se diera cuenta, había todo tipo de software con código cerrado circulando por ahí, gratis. Se tardó meses en arreglarlo, les costó la pérdida de un gran contrato con la Marina.

—¿Y el empleado descuidado?

—Desapareció. Todo esto es folclore de la empresa, entiéndelo.

—Me tranquilizas.

No más peligroso que una partida de ajedrez, le parece a Reg. Defensa, retirada, engaño. A no ser, claro, que se trate de una partida improvisada en el parque, en la que sin previo aviso tu rival se pone violento como un psicópata.

—Paranoia o lo que sea, el caso es que Eric todavía está intrigado —informa Reg a Maxine—. Se le ha ocurrido que podría ser una especie de examen de entrada. Si el que está en el otro extremo es el Hombre de Hielo, Ice Man en persona, y si Eric es lo bastante bueno, a lo mejor le dejan entrar. Quizá debería avisarle para que eche a correr como alma que lleva el diablo.

—Tengo entendido que ésa es una de sus tácticas de contratación, puede que te interese comentárselo. A propósito, Reg, ya no pareces tan entusiasmado con tu proyecto.

—Y eso que lo que captas no es más que un eco. Ya ni siquiera sé qué estoy haciendo.

Oh-oh. Alerta intuitiva. No es asunto de Maxine, claro, pero…

—Tu ex.

—La misma historia triste de siempre, nada importante. Salvo que ahora ella y su maridito están tocándome las narices diciendo que van a mudarse a Seattle. Yo qué sé; él es una especie de pez gordo de una empresa. Vicepresidente a cargo del malestar rectal.

—Vaya, Reg. Lo siento. En los viejos culebrones, «trasladado a Seattle» era el código para eliminar a alguien del guión. Yo creía que Amazon, Microsoft y las demás habían sido fundadas por personajes de ficción a los que habían echado de algún culebrón.

—Espero la última patada, una preciosa postalita de Gracie anunciando «¡Eeey! ¡Estamos embarazados!». Podría estar pasando ahora mismo, ¿no? Así que pongamos ya fin al suspense.

—¿Lo llevarías bien?

—Mejor eso que no que algún borde se crea que mis hijas son suyas. Sólo pensarlo tengo pesadillas. Literalmente. Como que el cabrón sea un puto maltratador.

—Vamos, Reg.

—¿Qué? Esas cosas pasan.

—Demasiada televisión familiar, es malo para el cerebro, más te valdría ver los dibujos que dan después de medianoche.

—No me jodas, anda, ¿y cómo se supone que debo tomármelo?

—Sí, supongo que no es el tipo de noticia que uno puede pasar por alto.

—En realidad, he pensado en adoptar un enfoque un poco más proactivo.

—Oh, no, Reg. ¿No irás…?

—¿Armado? Reventarle un cartucho de dinamita en el culo a ese cabrón, una fantasía tentadora, ¿verdad?, pero me temo que Gracie nunca volvería a dirigirme la palabra. Ni las niñas.

—Ummm… Sí, es posible.

—También había pensado en un secuestro por las bravas, pero ni siquiera puedo permitirme eso. Tarde o temprano tendría que volver a trabajar, y con el número de la Seguridad Social, zas, ya me han pillado, y ahí estarían los abogados decidiendo lo que queda de mi vida. Y la buena de Pelopunta recuperaría a las niñas y se me prohibiría volver a verlas. Así que mi última idea es que a lo mejor tendría que ir para allá y hacerme el simpático.

—Oh-oh. Y… ¿te están esperando?

—A lo mejor antes busco trabajo, y luego sorprendo a todos. No quisiera que pensaras mal de mí. Ya sé que parece que esté huyendo de algo, pero es en Nueva York donde he estado huyendo, y ahora está a punto de abrirse un continente entero entre mis hijas y yo. Demasiada distancia.

Maxine tiene por costumbre, cuando investiga pequeñas start-ups como hwgaahwgh.com, echar de paso un vistazo a cualquier inversor que aparezca en la foto. Si alguien corre el peligro de perder dinero, siempre existe la posibilidad, sin que ella llegue a tener que ofrecerse descaradamente, de que quiera contratar los servicios de Maxine. El nombre que sistemáticamente surge relacionado con hwgaahwgh es una empresa de capital riesgo del SoHo, que hace negocios como Streetlight People. Igualito que en la canción Don’t Stop Believing, imagina Maxine. Entre cuyos clientes —por pura casualidad, sin duda— se cuenta hashslingrz.

Streetlight People está ubicada en una antigua fábrica con fachada de hierro colado, un poco apartada de las rutas comerciales más importantes del SoHo. Resuenan ecos kármicos de la época de las industrias capitalistas, amortiguados hace mucho por pantallas de insonorización portátiles, biombos y moquetas, atenuados hasta una quietud neutral y sin fantasmas. Sillas Buddy Nightingale en una variada gama de matizados tonos aguamarinas, narcisos y fucsias, cubículos de trabajo de níquel pulido, diseñados a medida por Zooey Chu y salpicados aquí y allá con sillas de despacho de cuero negro de Otto Zapf.

Si se lo preguntaran, Rockwell «Rocky» Slagiatt explicaría que, como en la letra de una ópera, la pérdida de la vocal final de su apellido fue el precio que tuvo que pagar a cambio de ganar fluidez y ritmo para hacer negocios. De hecho, creía que sonaría más anglo, aunque para visitantes especiales, entre los que hoy parece contarse Maxine, da un vuelco repentino a la polaridad y se convierte otra vez en un personaje falsamente étnico.

—¡Eh! ¿Quieres picar algo?, ¿un sándwich de huevo con pimientos?

—Gracias, pero yo sólo…

—Es el sándwich de huevo con pimientos de la mia mamma.

—No me ha quedado muy claro, señor Slagiatt. ¿Quiere decir que es la receta de su madre?, ¿o que es, digamos, su propio sándwich de huevo y pimientos, que por alguna razón ella guarda en ese aparador de ahí en vez de en una nevera, que es donde debería?

Gracias a sus estudios con Shawn, Maxine domina la exótica técnica asiática denominada «Comer de mentira», así que, si se da el caso, sólo tendrá que fingir que se come el sándwich de huevo con pimientos, que, a pesar de su aspecto de auténtico, podría estar envenenado con casi cualquier cosa.

Va bene! —Recoge el objeto, que, ahora se ve, se bambolea de una forma nada natural—. ¡Es de plástico! —Lo deja caer en uno de los cajones de la mesa.

—Un poco difícil de masticar.

—Eres una chica muy lista, Maxi. ¿Te molesta si te llamo así, Maxi?

—Claro que no. ¿Le molesta si no le llamo Rocky?

—Como quieras, no hay prisa. —De golpe, por un instante, Cary Grant. ¿Qué es esto? En algún punto del perímetro de Maxine, unas antenas que no usaba desde hace mucho se estremecen y empiezan a buscar.

Él coge el teléfono.

—No me pases llamadas, ¿vale? ¿Qué? Dime… No, no, la cláusula del derecho de arrastre está grabada a fuego. Sí, la recuperación de toda la inversión quizá sea factible, pero pon a Spud a trabajar sobre el tema. —Cuelga, busca un archivo en la pantalla—. Vale. Esto va de la reciente quiebra de la puntocom hwgaahwgh.

—De la que usted es, no sé si decir «era», el inversor de capital riesgo.

—Sí, nosotros hicimos su Serie A. Desde entonces hemos intentado evolucionar a una posición de más expansión, más mezz, las primeras fases son demasiado fáciles, el verdadero reto —tecleado rápido— llega al estructurar los tramos de emisión…, al evaluar la empresa, entonces es el momento del Principio de Wayne Gretzky, el jugador de hockey: adivinar dónde va a estar el disco cuando ya no esté donde está ahora, no sé si me entiendes.

—¿Y qué me dice de dónde estaba?

Entrecierra los ojos ante la pantalla.

—Parte de las obligaciones de la diligencia de mierda debida consisten en que llevemos estos apuntes diarios; todo se archiva, impresiones, esperanzas y miedos… Parece que… incluso entonces hubo problemas para redactar el pliego de condiciones iniciales, esos tipos eran demasiado quisquillosos con respecto a las preferencias de cobro en caso de liquidación. Se tardó varios días más de lo que se debería. Acabamos con un múltiplo de valoración de 1x sobre sólo una diminuta posición, así que…, sin querer entrometerme, ¿a qué viene tanto interés en nosotros por esto?

—¿Le molesta la atención no buscada, señor Slagiatt?

—Aquí no somos tiburones usureros. Mira en esa estantería.

Ella mira.

—¿Tienen un… un equipo de bolos de la empresa?

—Premios de la industria, Max. Desde que en el 98 la Comisión de Valores nos dio un toque y nos mandó una Wells notice amenazando con demandarnos, espabilamos; sí, fue un toque de atención —con la seriedad de una víctima en un programa de tertulias de la tele—, así que nos recluimos unos días todos juntos en el lago George, compartimos nuestros sentimientos más profundos, hicimos un voto, mejoramos nuestro rendimiento y nos volvimos responsables, y ahora aquellos tiempos ya están olvidados.

—Felicidades. Siempre es un plus encontrar una dimensión moral. Puede que eso le ayude a valorar algunas cifras curiosas que he detectado.

Ella le pone al tanto de la curva de Benford y de otras anomalías en hashslingrz.

—Entre los beneficiarios de estos gastos sospechosos destaca hwgaahwgh.com. Lo extraño es que, después de liquidar la empresa, las cantidades que se le pagan se disparan hasta alcanzar sumas aún más exorbitantes, y a todo ese dinero se le pierde la pista en algún paraíso fiscal.

—El puto Gabriel Ice.

—¿Disculpe?

—El secreto de ese tío es que toma una posición, por lo general de menos del cinco por ciento, en cada una de las empresas de una cartera de start-ups que él sabe, tras revisarlas con el método Altman-Z, que van a quebrar a corto plazo. Las usa como cobertura para fondos que quiere mover sin llamar la atención. Hwgaahwgh parece ser una de esas empresas. Adónde va a parar la pasta y para qué, eso es lo que quieres saber, ¿no?

—En eso estoy trabajando.

—¿Te importa que te pregunte quién te metió en esto?

—Alguien que preferiría no verse involucrado. Mientras tanto, por su lista de clientes veo que usted también hace negocios con Gabriel Ice.

—Directamente, no; no desde hace un tiempo.

—¿No se codea con Ice en ningún sentido social, usted y puede que incluso…? —Señala con la cabeza una foto enmarcada sobre la mesa de Rocky.

—Ésa es Cornelia —asiente Rocky.

Maxine saluda a la foto con la mano.

—Encantada, perdone que no me levante.

—No sólo es una belleza, como puedes ver, sino también una elegante anfitriona de la vieja escuela. A la altura de cualquier reto social.

—Y Gabriel Ice es… ¿un reto?

—Vale, hemos salido a cenar, una vez. Puede que dos. A locales del East Side en los que viene un tipo con un rallador y una trufa, y la ralla por encima de tu plato hasta que le dices basta. Champán con la fecha de la cosecha y todo ese rollo; con el bueno de Gabe siempre es cuestión de precio… Creo que no he vuelto a ver a ninguno de ellos desde el último verano en los Hamptons.

—Los Hamptons. Claro, pega. —Rutilante escondrijo de ratas y hogar estival de los ricos y famosos norteamericanos, por no mencionar la numerosa afluencia estacional de potenciales yuppies. La mitad del trabajo de Maxine acaba remontándose tarde o temprano a la necesidad que sintió alguien de satisfacer la fantasía de los enfermizos Hamptons, un lugar de ensueño que, por si nadie lo ha notado, hace mucho que ha sobrepasado su fecha de caducidad.

—Más bien Montauk. Ni siquiera en la playa, sino en un lugar apartado, en el bosque.

—Así que sus caminos…

—Se cruzan de vez en cuando, claro, a veces en el súper de la IGA, otras ante unas enchiladas en el Blue Parrot, pero los Ice se mueven últimamente en círculos muy distintos a los nuestros.

—Me los imaginaba instalados en lo más pijo de la zona, en Further Lane, como mínimo.

Encogimiento de hombros.

—Incluso en South Fork, según me cuenta mi mujer, hay todavía cierta resistencia al dinero como el de Ice. Una cosa es construir una casa con los cimientos en la arena, hasta ahí pase, y otra muy distinta pagarla con dinero que no todo el mundo cree que sea real.

—Palabras del I Ching.

—Ella se dio cuenta. —La mirada un punto maliciosa de nuevo.

Oh-oh.

—Un barco, ¿qué me dice de un barco?, ¿tienen?

—Es posible que alquilen uno, sí.

—¿De los que pueden navegar en alta mar?

—Pero ¿quién te crees que soy, Moby Dick? Si tanta curiosidad tienes, ve hasta allí y mira.

—Sí, bueno, la cuestión es quién paga el taxi y las dietas, no sé si me entiende.

—¿Cómo?, ¿estás haciendo esto sólo a ver si cae algo?

—Por el momento, el metro hasta aquí me ha costado un dólar y medio, eso seguramente puedo asumirlo. Más allá…

—No debería ser problema. —Descuelga el teléfono—. Sí, Lupita, ‘mi amor’, ¿puedes prepararnos un cheque, por favor?, por…, eh… —alza las cejas hacia Maxine, que se encoge de hombros y levanta una mano extendiendo cinco dedos—, cinco mil dólares, pagadero a…

—Cinco… de cien —suspira Maxine—. Quinientos. Dios, me ha impresionado, pero de momento se trata sólo de lo necesario para que pueda empezar en serio. En la próxima factura puede pagar como Donald Trump o quien le apetezca, ¿vale?

—Sólo intentaba ayudar, no es culpa mía si soy un tipo generoso, ¿no? Permíteme al menos que te invite a comer.

Ella se atreve a mirarle a la cara y, como era de esperar, ahí está: el resplandor de Cary Grant, la Sonrisa Interesada. ¡Aggh! ¿Qué haría Ingrid Bergman?, ¿y Grace Kelly?

—No sé… —En realidad sí sabe, porque tiene incorporada en el cerebro una función de avance rápido que le permite localizarse a sí misma, dentro de uno o dos días, mirándose cabreada al espejo y preguntándose: «¿En qué coño estabas pensando?»; pero en ese momento lo que aparece en pantalla es: No hay señal. Ummm. A lo mejor significa que puede permitirse una comida.

Van al Enrico’s Italian Kitchen, que está a la vuelta de la esquina y que, según recuerda Maxine, ha recibido algunas críticas entusiastas en Zagat, y encuentran mesa. Maxine va al lavabo y, de vuelta, o, de hecho, cuando todavía está dentro, oye discutir a Rocky con el camarero.

—No —Rocky con una especie de alegría perversa que Maxine ha visto en algunos niños—, nada de «pas-ta e fa-gio-li», creo que lo que he pedido era pastafazool.

—Señor, si lo comprueba en el menú, verá que está escrito con claridad —señalando servicial cada palabra—, ¿ve?, «pasta, e, fagioli».

Rocky mira el dedo del camarero, pensando cuál sería la mejor manera de arrancárselo de la mano.

—Pero ¿acaso no soy una persona razonable?, claro que sí, de modo que remitámonos a la fuente clásica, a ver, dime, chico, ¿canta Dean Martin «When the stars make-a you droli / Just-a like-a pasta e fagioli»?, no. No, lo que canta es…

Maxine toma asiento con calma, concentrada en el ritmo de sus pestañeos, mientras Rocky, lejos de cantar en voz baja, prosigue en tono agudo con su imitación de Dean Martin. Marco, el dueño, asoma la cabeza desde la cocina.

—Oh, es usted. Che si dice?

—¿Quieres explicárselo al chico nuevo?

—¿Le está molestando? En cinco minutos estará en el contenedor con los restos de los moluscos.

—Mejor sería que corrigieras la ortografía de los menús.

—¿Seguro? Para eso tengo que sentarme al ordenador. Me es más fácil ponerlo de patitas en la calle.

El camarero, entre cuyos conocimientos está el haber visto un par de episodios de Los Soprano, entiende lo que está pasando y se queda a la espera, intentando no mover los ojos demasiado.

Maxine acaba tomando los strozzapreti caseros con higadillos de pollo, y Rocky se decide por el osso bucco.

—Eh, ¿y qué hay del vino?

—¿Qué me dice de un Tignanello del 71?, aunque, bien pensado, visto el diálogo de enteradillos de la mafia, quizá baste con un… ¿un Nero d’Avola?, ¿en copa pequeña?

—Me has leído el pensamiento. —No es que eche un segundo vistazo al precio del caro supertoscano, pero cierto brillo ha asomado en los ojos de Rocky, que es lo que ella tal vez quería provocar. Pero ¿por qué?

Suena el móvil de Rocky y Maxine reconoce el tono de llamada, Una furtiva lagrima.

—Escucha, cariño, esto es lo que hay… Espera… Joder, un gazz, ¡estoy hablando con un robot! ¡Eh! ¡Ajá!, ¿cómo te va?, ¿cuánto hace que eres robot?…, ¿no serás judío, por un casual? Sí, a ver, cuando tenías trece años, ¿tus padres te hicieron un bot mitzvá?

Maxine recorre el techo con la mirada.

—Señor Slagiatt, ¿puedo preguntarle una cosa? Sólo por interés profesional… El capital inicial para hashslingrz, no sabrá quién lo puso, ¿verdad?

—En aquella época la especulación campaba a sus anchas —recuerda Rocky—; los sospechosos habituales: fondos como Greylock, Flatiron, Union Square, pero la verdad es que nadie lo sabía. Un secreto grande y oscuro. Podría ser cualquiera con los recursos para mantenerlo oculto. Incluso algún banco. ¿Por qué?

—Sólo intento acotar un poco el campo. ¿Dinero de un «ángel» inversor, un derechista excéntrico con una mansión en el Cinturón del Sol con aire acondicionado?, ¿o de un tipo de malvado más institucional?

—Espera…, ¿adónde quieres ir a implicar, como diría mi mujer?

—Teniendo en cuenta que ustedes, muchachos —Maxine inexpresiva—, siempre han mantenido buenas relaciones con los republicanos…

—Nosotros, los muchachos…, eso suena muy viejo, Lucky Luciano, la OSS, venga ya. Olvídate.

—No pretendía hacer ningún comentario racista, que quede claro.

—¿Tengo que mencionar a Longy Zwillman? Bienvenida a Streetlight People. —Levanta la copa y golpea suavemente la de Maxine.

Oye cómo se ríe de ella desde dentro de su bolso el cheque todavía no depositado, como si fuera la víctima de una gran broma.

Por otra parte, el Nero d’Avola no está nada mal. Maxine asiente afablemente.

—Esperemos a mi factura.