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Como miembro con las cuotas al día de la asociación local de Yentas con Carácter,[7] Maxine ha estado husmeando concienzudamente en las cuentas de hashslingrz, y al poco se pregunta en qué se ha metido Reg y, peor aún, hacia dónde la está arrastrando a ella, pese a sus reticencias. Lo primero que surge entre la maleza, meneando la colita por así decirlo, es una llamativa anomalía de la ley de Benford en algunos gastos.

Aunque lleva utilizándose de una forma u otra desde hace más de un siglo, la ley de Benford no ha aparecido hasta hace poco en la literatura especializada como herramienta de los investigadores de fraudes. La idea es: alguien quiere falsificar una lista de números pero no se molesta en hacerlo al azar. Da por supuesto que los primeros dígitos, del 1 al 9, van a estar distribuidos uniformemente, de manera que cada uno de ellos saldrá un 11 por ciento de las veces. Once y pico. Pero el hecho es que, en la mayoría de las listas numéricas, la distribución de los primeros dígitos no es lineal sino logarítmica. Así, en aproximadamente el 30 por ciento de las ocasiones, el primer dígito es un 1, el 17,5 por ciento será un 2, y el porcentaje cae describiendo una curva hasta sólo un 4,6 por ciento cuando se llega al 9.

Por eso, cuando Maxine revisa las cifras de desembolsos de hashslingrz y calcula la frecuencia con que aparece cada primer dígito, ¿saben qué?, los porcentajes ni se acercan a la curva de Benford. Lo que en el negocio se denomina un Pastel.

Enseguida, escarbando más hondo, empieza a extraer otras pistas. Números de facturas consecutivos. Totales de comprobación aleatoria que no cuadran. Números de tarjetas de crédito que no pasan la verificación de la fórmula de Luhn. Queda deprimentemente claro que alguien está sacando dinero de hashslingrz y diseminándolo en una explosión estelar por todas partes, hacia diferentes y misteriosos contratistas, algunos de los cuales son casi con toda seguridad ficticios, cantidades que ascenderían a unos seiscientos y muchos mil o incluso setecientos y pocos mil dólares.

El más reciente de estos cuestionables receptores de pagos es un pequeño tinglado creado en el centro de la ciudad y autodenominado hwgaahwgh.com, un acrónimo de Hey, We’ve Got Awesome And Hip Web Graphix, Here.[8] ¿Seguro que tienen esos gráficos increíbles? No sabe por qué, pero lo duda. Hashslingrz les ha estado realizando pagos regularmente, siempre antes de que transcurra una semana completa desde la emisión de cada una de las correspondientes facturas, casi seguro falsas, hasta que, de repente, la pequeña empresa quiebra, pero ahí siguen todos esos putos pagos enviados todavía a la cuenta de explotación, que alguien en hashslingrz se ha tomado, naturalmente, la molestia de ocultar.

Le repatea que una paranoia como la de Reg se vuelva real. Pero probablemente merezca la pena echarle un vistazo.

Maxine se acerca a la dirección desde el otro lado de la calle y, en cuanto la atisba, el alma no es que se le caiga a los pies, pero sí se le encoge dentro del minisubmarino individual necesario para navegar por las alcantarillas siniestras y laberínticas de la codicia que corren bajo todos los negocios inmobiliarios en esta ciudad. El caso es que se encuentra delante de un hermoso edificio, con fachada de terracota, no tan ornamentado como los inmuebles comerciales podían serlo hace un siglo, cuando esta zona prosperaba, pero pulcro y extrañamente acogedor, como si los arquitectos hubieran pensado siquiera un poco en la gente real que trabajaría allí cada día. Aun así, resulta demasiado bonito, una presa fácil, que pide que lo derriben más pronto que tarde y que los detalles de su diseño de época se reciclen en la decoración de un carísimo loft de yuppie.

En el directorio del vestíbulo, hwgaahwgh.com se anuncia en la quinta planta. Maxine conoce a investigadores de fraudes de la vieja escuela que en ese momento optarían por marcharse dándose por relativamente contentos, sólo para lamentarlo más tarde. Otros le han aconsejado que, pase lo que pase, siga adelante, hasta llegar al espacio encantado, e intente conjurar al vendedor fantasma que emite facturas ficticias y sacarlo de su nimbo de silencio artificioso.

Mientras sube, observa las plantas que pasan a toda prisa por la ventanilla de la puerta del ascensor: personas en ropa deportiva reunidas junto a una hilera de máquinas expendedoras, árboles artificiales de bambú enmarcando una mesa de recepción de madera teñida más rubia que la rubia acomodada detrás, críos con chaquetas y corbatas escolares sentados con cara inexpresiva en la sala de espera de un tutor de preparación para el examen de admisión a la universidad o de un terapeuta, o de una combinación de ambos.

Encuentra la puerta abierta de par en par y el local vacío, otra puntocom fallida que se une al desolado paisaje de oficinas de la época: superficies metálicas deslustradas, paneles grises de insonorización desvencijados, pizarras Steelcase y cubículos de Herman Miller que ya empiezan a descomponerse, todo cubierto de basura, acumulando polvo…

Bueno, casi vacío. De algún remoto cubículo llega una melodía electrónica enlatada que Maxine reconoce como el Korobushka, el himno a la ineptitud en las oficinas de los años noventa, que suena cada vez más acelerado y va acompañado de gritos de angustia. Un vendedor fantasma, sin duda. ¿Ha entrado en un bucle de tiempo sobrenatural en el que los espectros de los holgazanes que poblaban las oficinas siguen desperdiciando incontables horas laborales jugando al Tetris? Entre el Tetris y el Solitario para Windows, a nadie tendría que sorprenderle que el sector tecnológico acabara desmoronándose.

Se acerca sigilosamente a la quejumbrosa melodía pop, que llega a su altura en el instante en que una voz de jovencita inocente exclama «Mierda» y luego se hace el silencio. Sentada en posición de medio loto sobre el suelo rayado y polvoriento de un cubículo, una joven con gafas de nerd sostiene una videoconsola portátil en la que clava una furibunda mirada. A su lado tiene un ordenador portátil, encendido, conectado a un enchufe telefónico cuyo cable emerge del enmoquetado.

—Hola —dice Maxine.

La joven levanta la mirada.

—Hola, ya, y qué pinto yo aquí, bueno, sólo me estaba descargando un poco de basura, 56 Ks es una velocidad asombrosa, pero todavía falta un poco, así que estoy mejorando mis habilidades en el Tetris mientras el viejo ordenata va haciendo. Si buscas una terminal que funcione, creo que quedan algunas desperdigadas por ahí, en los cubículos. Puede que no hayan saqueado todavía un par de piezas de hardware, basura RS232, conectores, cargadores, cables y cosas así.

—Buscaba a alguien que trabaje aquí. Aunque supongo que debería decir que trabajaba.

—Yo fui eventual de vez en cuando, en su tiempo.

—Una sorpresa desagradable, ¿eh? —haciendo un gesto que abarcaba el vacío.

—Qué va, desde el principio era obvio que estaban gastando por encima de sus posibilidades, intentando comprar tráfico, el clásico delirio de los puntocomers; antes de darte cuenta están metidos en otro proceso de liquidación y un montón de yuppies desaparecen lloriqueando por la taza del váter.

—No te noto muy afectada que digamos, ni preocupada.

—Que les den, todos están como cabras.

—Depende de en qué playa tropical estén repantigados mientras nosotras nos pelamos el culo currando.

—¡Ajá! Otra víctima, veo.

—Mi jefe cree que ellos han estado facturándonos por partida doble —improvisa Maxine—, retuvimos el último cheque, pero alguien pensó que debíamos darles un toque en persona. Y resultó que yo estaba al alcance de los gritos.

La mirada de la joven sigue parpadeando ante la pantalla de su pequeño ordenador.

—Una pena; todos se han abierto, ya sólo quedan los carroñeros. ¿Has visto la película Zorba el griego (1964)? En cuanto la anciana muere, todos los aldeanos corren a echarle el guante a sus cosas. Pues aquí tienes a Zorba el geek.

—No veo cajas de seguridad empotradas con mecanismo abrefácil, ni…

—Lo vaciaron todo en cuanto llegaron las cartas de despido. ¿Y tu empresa?, ¿qué trabajo os hicieron, os montaron el sitio web?, ¿y funciona, al menos?

—No querría ofender a nadie, pero…

—Oh, cuenta, cuenta, HTML mal escrito, vale, banners coñazo por todas partes, al azar, como en las paredes de los lavabos de un instituto de secundaria. Todo amontonado a la buena de Dios; si te pones a buscar algo, al cabo de un rato te duelen los ojos. ¡Ventanas emergentes! No me tires de la lengua, «window.open», la sentencia más perniciosa de Javascript jamás escrita, en el diseño de webs las ventanas emergentes son como los pequeños goombas de Super Mario, hay que pisotearlos para que vuelvan al lugar de donde han salido, un trabajo aburrido, pero alguien tiene que hacerlo.

—Pues es un curioso concepto para «el No Va Más en Gráficos Increíbles para Webs».

—Sí, un tanto enigmático. Quiero decir que hice lo que pude, pero por alguna razón daba la impresión de que ellos no ponían mucha carne en el asador.

—¿De que a lo mejor el diseño web no era su negocio principal?

La chica asiente, un poco cohibida, como si alguien pudiera estar vigilando.

—Oye, cuando acabes aquí… A propósito, me llamo Maxi…

—Driscoll, ¿qué tal?

—Déjame que te invite a un café o a lo que te apetezca.

—Mejor aún, hay un bar en esta calle que todavía tiene Zima de barril.

Maxine la mira.

—¿Dónde está tu nostalgia, chica?, Zima era el aguachirle de moda en los noventa; vamos, yo pago la primera ronda.

Fabian’s Bit Bucket abrió en los primeros tiempos del boom de las puntocoms. La chica que está detrás de la barra saluda con la mano a Driscoll cuando entra con Maxine y agarra la espita de Zima. Pronto están sentadas a una mesa, ante un par de copas de tamaño descomunal de la antaño tremendamente popular y novedosa bebida. El local está bastante muerto en ese momento, aunque se acerca la happy hour, y con ella el comienzo de otra improvisada fiesta de despidos, celebraciones para las que el Bucket se está haciendo un nombre.

Driscoll Padgett es una diseñadora de páginas web freelance, «me tomo las cosas según van viniendo, como todo el mundo», y también hace trabajillos como programadora, a treinta dólares la hora: es rápida y meticulosa, y ha corrido la voz de su profesionalidad, así que encadena ofertas de trabajo más o menos seguidas, aunque de vez en cuando se encuentra con un hueco en el ciclo de ingresos en el que ha tenido que recurrir a la lista Winnie[9] o a las tarjetas ofreciendo sus servicios, que pega junto a contenedores de basura, y demás. Fiestas en lofts a veces, aunque acuda atraída sobre todo por las bebidas baratas.

Driscoll había ido hoy a hwgaahwgh.com a buscar algunos plug-ins de filtros de Photoshop, pues ha adquirido, como tantos de su generación, una adicción propia de carroñeros que la lleva a emprender búsquedas de variedades cada vez más exóticas.

—Esos plug-ins debería diseñarlos a medida yo misma, para eso he aprendido por mi cuenta el lenguaje de Filter Factory, que no es tan difícil, es casi como el C, pero robar es más fácil; hoy, de hecho, me he bajado algo de la gente que photoshopeó al doctor Zizmor.

—¿A quién?, ¿el dermatólogo con cara de niño de los anuncios del metro?

—Sobrenatural, ¿eh? Un trabajo de primera, la nitidez, el brillo.

—Y… la situación legal aquí…

—Pues si logras entrar, arrambla con lo que puedas. ¿Es tan raro?

—Es lo que pasa siempre.

—¿Dónde trabajas?

Vale, piensa Maxine, veamos qué pasa.

—En hashslingrz.

—Aydiós. —Mirada elocuente—. También he hecho algunos trabajillos esporádicos para ellos. No creo que pudiera soportarlo a jornada completa. Preferiría lamer los restos de un pastel de crema de plátano de la cara de Bill Gates; ésos hacen que Microsoft parezca Greenpeace. No recuerdo haberte visto por allí.

—Oh, sólo trabajo por horas. Voy una vez por semana y me encargo de dejar presentables las cuentas.

—Si eres una devota admiradora de Gabriel Ice, pasa de mí, pero… incluso en un negocio en el que los gilipollas arrogantes son la norma, cualquiera que se acerque a menos de un kilómetro del bueno de Gabe debería llevar puesto un traje NBQ.

—Creo que lo he visto una vez. Es posible. A distancia. En mi línea de visión se interponía todo un séquito.

—No le van nada mal las cosas, para ser alguien que entró en el último momento, casi por los pelos.

—¿Qué quieres decir?

—Es la voz de la calle. Cualquiera que se dedicara a esto antes del 97 está bien considerado; del 97 al 2000, puede ser cualquier cosa, no siempre un enrollado, pero por lo general no es el tipo de gilipollas integral que ahora ves en la industria.

—¿Y él está bien considerado?

—No, es un gilipollas, pero uno de los primeros. Un gilipollas pionero. ¿Has ido a alguna de las legendarias fiestas de hashslingrz?

—No, ¿y tú?

—A un par. Estuve la vez que hicieron salir del montacargas a todas aquellas chicas desnudas cubiertas con donuts Krispy Kreme, y la otra en que apareció Britney Spears disfrazada de Jay-Z; aunque la verdad es que era una doble de Britney.

—Vaya, la de cosas que me pierdo. Sabía que no debería haber tenido hijos…

—Pero los viejos tiempos ya son historia. —Driscoll se encoge de hombros—. Ecos del pasado. Aunque hashslingrz siga contratando como en 1999.

Ummm…

—Me pareció ver que hay más gente nueva en nómina. ¿Qué está pasando?

—El viejo pacto con el diablo de toda la vida, sólo que multiplicado. Siempre les ha gustado pescar a hackers aficionados…, pero ahora han creado un tinglado en serio para pillarlos, y, bueno, es algo más que un cortafuegos con un ordenador de pega, es una corporación virtual, un montaje en toda regla, colocado como anzuelo para que piquen script kiddies, a los que entonces pueden vigilar, luego aguardan hasta que están a punto de crackear el sistema y llegar al núcleo, y en ese momento los trincan y los amenazan con acciones legales. Entonces les dan a elegir entre cumplir un año de condena en Rikers o aprovechar la oportunidad para dar el paso siguiente y convertirse en un «hacker de verdad». Tal cual.

—¿Conoces a alguien al que le haya pasado?

—A bastantes. Algunos aceptaron el acuerdo, otros pusieron pies en polvorosa. Te apuntan a un curso en Queens donde aprendes árabe y cómo escribir en Leet árabe.

—A ver, eso es… —adivinando— utilizar un teclado normal qwerty para escribir caracteres que parecen árabes, ¿no? Así que hashslingrz se está… ¿introduciendo en el mercado de Oriente Medio?

—Ésa es una teoría. Salvo que todos los días andan civiles por ahí, sin identificar, ni siquiera cuando llenan pantallas a tu lado en un Starbucks; es una guerra sin cuartel en el ciberespacio, las veinticuatro horas del día los siete días de la semana, hacker contra hacker, ataques de denegación de servicio, troyanos, virus, programas maliciosos…

—¿No salió algo en los periódicos sobre Rusia?

—Se están tomando muy en serio lo de la ciberguerra, formando a gente, gastándose una pasta del presupuesto, pero no hay que preocuparse tanto de Rusia como de —simulando fumar de un narguile de aire— nuestros hermanos musulmanes. Ellos son el verdadero poder global, disponen de todo el dinero que necesitan, y de todo el tiempo. El tiempo es lo que los Stones tienen de su parte, ni más ni menos. Se avecinan problemas. El rumor que corre por los cubículos es que están al caer enormes contratos del gobierno estadounidense, y todo el mundo anda tras ellos, va a haber una buena movida en Oriente Medio, alguna gente de la comunidad dice que será la segunda guerra del Golfo. Piensan que Bush quiere mejorar la de su padre.

Comentario que pulsa la tecla que pone a Maxine en modo Mamá Angustiada; piensa en sus hijos, que serían demasiado jóvenes para que los llamaran a filas en este momento, pero que dentro de diez años, dado lo que tienden a alargarse las guerras de Estados Unidos, serán carne de barril, más que probablemente de un barril de ciento sesenta litros, que ahora sale por unos veinte o veinticinco dólares…

—¿Estás bien, Maxi?

—Sí, sólo pensaba. Suena como si Ice quisiera ser el próximo Imperio del Mal.

—Lo más triste es que hay programadores machacas de sobra, chavales dispuestos a tirarse desde el primer puente que les señalen, pringados de usar y tirar.

—¿No son lo bastante espabilados para no caer?, ¿qué ha sido de la venganza de los nerds?[10]

Driscoll resopla.

—No hay venganza de los nerds que valga. Mira, el año pasado, cuando todo se desmoronó, los nerds perdieron una vez más, y los que ganaron fueron los macarrillas musculitos del insti. Como siempre.

—¿Y todos esos nerds multimillonarios que aparecen en la prensa?

—Pura fachada. El sector tecnológico se derrumba; unas pocas empresas, asombrosamente, sobreviven. Pero son muchas más las que no, y los grandes ganadores han sido los hombres bendecidos con la vieja estupidez de Wall Street, que, al final, es invencible.

—Vamos, no todos pueden ser estúpidos en Wall Street.

—Algunos analistas cuantitativos son listos, pero van y vienen, no son más que nerds que se venden, eso sí, con un sentido de la moda distinto. Los macarras puede que sean incapaces de interpretar un modelo estocástico mejor que una partitura, pero tienen un impulso que les lleva a prosperar, están sincronizados con los ritmos profundos del mercado, y eso siempre ganará a la inteligencia de los nerds, por grande que sea.

Cuando empieza la happy hour y el precio de las bebidas de barril baja a dos dólares con cincuenta, Driscoll se pasa a los Zimartinis, que consisten, básicamente, en Zima con vodka. Maxine, tarareando el blues de la mamá trabajadora, sigue con el Zima.

—Me gusta mucho tu pelo, Driscoll.

—Lo llevaba como todas, ya sabes, muy negro, con ese flequillo corto, pero en secreto quería parecerme a la Rachel de Friends, así que empecé a coleccionar imágenes de Jennifer Aniston de sitios web, de tabloides, de donde fuera.

Y no tardó en encontrarse con un bolso lleno de recortes de fotos y capturas de pantalla, yendo de peluquería en peluquería, cada vez más desesperada, intentando que su peinado fuera el remedo exacto del de JA, una pretensión que, según descubrió, fácilmente podría acabar más mal que bien, porque incluso después de las horas de teñido pelo por pelo y de utilizar extraños accesorios de estilismo que parecían salidos del laboratorio de una película geek, los resultados nunca pasaron del casi casi.

—A lo mejor —Maxine con amabilidad— es que en realidad no puedes, cómo decirlo, ¿ser…?

—¡No, no!, ¡es eso precisamente! ¡Me encanta Jennifer Aniston! ¡Jennifer Aniston es mi modelo! ¡En Hallowe’en siempre me he disfrazado de Rachel!

—Sí, pero, esto… ¿no tendrá algo que ver con Brad Pitt o…?

—Oh, eso; eso no durará, Jen es demasiado buena para él.

—Demasiado… «buena»… ¿para Brad Pitt?

—Espera y verás.

—Muy bien, Driscoll, muy a mi pesar te lo digo, pero podrías probar en Murray ’N’ Morris, en el Flower District. —Rebusca en el bolso y encuentra una de sus tarjetas, o, bueno, más bien un vale de descuento de primera visita del 10 por ciento. Ese par de tricólogos, desquiciados pero con título oficial, han vislumbrado recientemente una oportunidad de negocio en el boom de aspirantes a Jennifer Aniston; están invirtiendo una pasta en tenacillas de rizar Sahag y no paran de ir a hoteles caribeños para asistir a talleres intensivos de aprendizaje del ondulado con color. Sus incansables ansias de innovación se extienden también a otros servicios de peluquería.

—¿Nuestro tratamiento facial de carne, señora Loeffler?

—Ejem…, ¿qué es eso?

—¿No ha recibido nuestra oferta por correo? A precio especial toda esta semana, hace milagros en el cutis…, recién sacrificada, claro, antes de que las enzimas tengan tiempo de degradarse, ¿qué me dice?

—Bueno, yo no…

—¡Espléndido! Morris, ¡mata… el pollo!

Desde la trastienda llega un espantoso cloqueo de pánico, luego se hace el silencio. Mientras tanto, a Maxine la inclinan hacia atrás, las pestañas le parpadean, y entonces…

—Ahora simplemente aplicaremos un poco de esta… —¡plaf!—, de esta carne aquí, directamente sobre esta cara encantadora pero agotada…

—Umf…

—¿Cómo ha dicho? (Despacio, Morris.)

—¿Por qué…, eh, por qué se mueve así? ¡Espere! ¿Es un…?, ¿van a ponerme un pollo muerto de verdad en la…? ¡Aggh!

—Bueno, todavía no está muerto del todo —informa jovialmente Morris a la agitada Maxine mientras plumas y sangre vuelan por todas partes.

Cada vez que entra ahí, pasa algo parecido. Y siempre sale de la peluquería jurando que es la última. Aun así, no ha dejado de fijarse en las multitudes de dobles de Jennifer Aniston, más o menos logradas, que compiten últimamente por tiempo en el secador, como si el centro de Nueva York fuera Las Vegas y Jennifer Aniston el nuevo Elvis.

—¿Es caro? —se pregunta Driscoll—, ¿qué hacen?

—Está en lo que vosotros llamaríais fase beta, así que creo que te harán una rebaja.

La clientela del bar ha empezado a dividirse en una mezcla de hackers, chicas de hackers y tipos con trajes recauchutados que alguien debe de suponer que son el atuendo ideal para ir de copas, en busca de algún rollo o de mano de obra barata, según se tercie la noche.

—El único elemento del que ya no quedan muchos especímenes —señala Driscoll— son los cazafortunas de ambos sexos que creían que aquí encontrarían a todos esos multimillonarios nerds a punto de salir del lavabo e irrumpir a toda vela en sus vidas. Nunca, ni en los mejores tiempos, fue más que una ilusión, pero últimamente hasta la arribista sacacuartos más curtida del mundillo de la tecnología tiene que admitir que las sobras son muy pobres.

Maxine se ha fijado en que un par de hombres de la barra la miran fijamente, o a Driscoll, o a las dos, con una rara intensidad. Aunque resulte un tanto difícil decir qué es lo normal por aquí, a Maxine no se lo parece mucho, y no sólo por los efectos del Zima.

Driscoll le sigue la mirada.

—¿Conoces a ese par de ahí?

—Oh-oh. Pensaba que los conocías tú.

—Es la primera vez que vienen —Driscoll está muy segura—, y tienen pinta de polis. ¿Debería asustarme?

—Acabo de acordarme de que es la hora de mi toque de queda —Maxine se ríe por lo bajini—, así que me voy. Tú quédate. Y así veremos a cuál de las dos están siguiendo.

—Montemos un buen numerito pasándonos nuestros e-mails, números de teléfono y todo ese rollo para que crean que nos hemos conocido hace poco.

Resulta que es Maxine la que despertaba su interés. Buenas noticias, y también malas. Driscoll parece una buena chica y no necesita a esos idiotas; pero por otro lado está Maxine, que camina envuelta en una bruma alcohólica y dulzona con sabor a lima limón, y que ahora tiene que procurar desembarazarse de ellos. Se sube a un taxi que se dirige hacia la parte baja de la ciudad en lugar de a la alta, finge cambiar de opinión para irritación del conductor y acaba en Times Square, punto al que lleva varios años intentando conscientemente no acercarse si puede evitarlo. El viejo y sórdido Deuce que recuerda de su juventud menos responsable ya no existe.[11]

Giuliani, sus amigos urbanistas y las fuerzas de la corrección pequeñoburguesa han barrido la zona, disneyficándola y esterilizándola: los bares tristes, los dispensarios de grasa y colesterol y los locales y cines porno se han derribado o renovado; los sin techo, los sin voz y los sin gomina han sido expulsados, ya no quedan camellos, macarras ni trileros, ni siquiera chavales haciendo novillos en los billares…; ese mundo ha desaparecido. Maxine no puede evitar las náuseas ante la imposición de un consenso embrutecido y romo acerca de lo que tiene que ser la vida, un consenso que va adueñándose de esta ciudad por entero, sin misericordia, un Nudo Corredizo del Horror cada vez más apretado: multicines, centros comerciales y grandes superficies en los que sólo tiene sentido comprar si tienes un coche, un camino de entrada y un garaje al lado de tu casa en alguna de las zonas residenciales del extrarradio. ¡Aggh! Ya han aterrizado, están entre nosotros, y no les ayuda poco el que el alcalde, con raíces en los barrios de las afueras y más allá, sea uno de ellos.

Y aquí están todos ellos esta noche, convergiendo en esta pacata y pudibunda imitación del corazón de la América profunda, aquí, justo en el centro mismo de la perversa Gran Manzana. Fundiéndose en el paisaje cuanto puede, Maxine por fin encuentra refugio en el metro, coge la línea Número 1 hasta la parada de la calle Cincuenta y Nueve, hace transbordo al tren de la línea C, se baja en el Dakota, serpentea entre una masa de visitantes japoneses que toman fotos del escenario del asesinato de John Lennon y, la siguiente vez que mira hacia atrás, no ve que la siga nadie, aunque si la han tenido en su radar desde antes de que entrara en el Bucket lo más probable es que también sepan dónde vive.