Avanzada esa tarde, Maxine tiene una cita con su emoterapeuta, que resulta compartir con Horst una querencia por el silencio como una de las mercancías de valor inapreciable del mundo, aunque puede que no en el mismo sentido. Shawn trabaja en un edificio sin ascensor cerca de la vía de acceso al túnel Holland. La bio de su sitio web se refiere vagamente a ciertos vagabundeos por el Himalaya y a un exilio político, pero, pese a las afirmaciones sobre sus conocimientos de una sabiduría antigua más allá de los límites terrenales, una investigación de cinco minutos revela que el único viaje conocido que ha realizado Shawn a Oriente ha sido en un autocar Greyhound, desde el sur de California, donde nació, hasta Nueva York, y de eso ni tan siquiera hace muchos años. Abandonó la Leuzinger High School sin acabar la secundaria, es un surfista compulsivo, que ha sufrido cierto número de traumatismos craneales infligidos por la tabla mientras establecía récords de caídas en una sola temporada en varias playas. En realidad, lo más cerca que ha estado Shawn del Tíbet son las veces que ha visto Kundun (1997) de Martin Scorsese por la tele. El que siga pagando un alquiler exorbitante por ese estudio y el que tenga un armario lleno de doce trajes negros idénticos de Armani dicen menos de su autenticidad espiritual que de la credulidad, raramente vista en otras esferas, de los neoyorquinos que pueden pagar sus tarifas.
Maxine lleva un par de semanas presentándose a sus sesiones y encontrando a su juvenil gurú cada vez más irritado por las noticias que llegan de Afganistán. A pesar de los vehementes llamamientos desde todo el mundo, dos estatuas colosales de Buda, las más altas que permanecían en pie, talladas en el siglo V en las paredes de un risco de arenisca cerca de Bamiyán, han sido dinamitadas hace un mes y bombardeadas repetidamente por el gobierno talibán, hasta dejarlas reducidas a escombros.
—Moros de mierda —así lo expresa Shawn—, «es ofensivo para el islam», dicen, así que lo vuelan, ésa es su solución para todo.
—¿No está escrito por ahí —recuerda afablemente Maxine— que si el Buda se interpone en tu camino a la iluminación está bien matarlo?
—Claro, si eres budista. Pero éstos son wahhabistas. Fingen que se trata de algo espiritual, pero es político, como si no pudieran soportar tener competencia a su alrededor.
—Shawn, lo siento. Pero ¿no se supone que tú estás por encima de todo eso?
—Qué va, me desquicia. Piénsalo un poco: lo único que hace falta es, ¿cómo te lo diría?, teclear un par de letras de más y dejar un pulgar descuidado sobre la barra espaciadora para convertir «sura» en «ba… sura».
—Una idea estimulante, Shawn.
Una mirada al TAG Heuer que lleva en la muñeca.
—Espero que no te moleste si hoy la sesión es un poco más corta. Una maratón de La tribu de los Brady, ¿lo entiendes?… —La devoción de Shawn a las reposiciones de las telecomedias más conocidas de los años setenta ha disparado las críticas entre su larga lista de clientes. Es capaz de poner notas al pie a algunos episodios como otros profesores las pondrían en los sutras, y el viaje familiar a Hawái en tres partes parece ser uno de sus favoritos: el tiki de la mala suerte, la caída casi fatal de Greg, el cameo de Vincent Price como arqueólogo inestable…
—Yo siempre he preferido el episodio en el que Jan se pone peluca —reconoció una vez Maxine, despistada.
—Interesante, Maxine. ¿Te parece, no sé, que hablemos de ello? —exhibiendo radiante su sonrisa vacía, tal vez típicamente californiana, como diciendo que el universo es una broma pero tú no la pillas, y que a menudo provoca en Maxine ensoñaciones poco budistas por la rabia que exudan. Ella no cree que Shawn sea un «cabeza hueca» en sentido estricto, aunque supone que si alguien le colocara un manómetro en la oreja marcaría un par de psi por debajo de las especificaciones normales.
Más tarde, cuando Ziggy se ha ido ya a sus clases de krav maga con Nigel y su canguro, Maxine se pasa por la Kugelblitz para recoger a Otis y a Fiona, que, al llegar a casa, no tardan en sentarse delante de la tele del salón para ver La hora de la camorra, en la que salen dos de los superhéroes favoritos de Otis en ese momento: Insolente, famoso por su corpulencia y compromiso, que podría denominarse proactivo, y El Contaminador, que en su vida civil es un chico obsesionado por el orden, que se hace siempre la cama y recoge sus cosas, pero que, cuando asume su papel de EC, se convierte en un solitario defensor de causas justas que va esparciendo basura por antipáticos departamentos gubernamentales, empresas codiciosas e incluso países enteros que a nadie le gustan, y además desvía alcantarillas o entierra a sus rivales bajo montañas de residuos tóxicos. Busca la justicia poética; o, como le parece a Maxine, lo enguarra todo.
Fiona está en ese valle entre niña incansable y adolescente imprevisible, y ha encontrado un equilibrio, por breve que sea, que despierta tal ternura en Maxine que casi tiene que sonarse los mocos mientras piensa lo muy poco que falta para que esa calma se interrumpa.
—¿Estás segura —Otis en su papel de todo un caballero— de que no será demasiado violento para ti?
Fiona, cuyos padres deberían plantearse el hacerse un seguro que cubra la pena de verla crecer, mueve las pestañas, posiblemente realzadas tras una incursión en las reservas de maquillaje de su madre.
—Puedes avisarme para que no mire.
Maxine, reconociendo esa técnica de la infancia femenina que consiste en fingir que cualquiera puede decirte cualquier cosa, desliza un cuenco de Cheetos dietéticos delante de ellos, junto con dos latas de refrescos sin azúcar y, deseándoles un «que lo paséis bien», se va del salón.
—Los malvados empiezan a ponerme nervioso —murmura Insolente, mientras tipos armados y helicópteros convergen sobre él.
Ziggy vuelve de su clase de krav maga envuelto en la bruma de ansiedad sexual del recién entrado en la adolescencia. Se ha colgado de su instructora, Emma Levin, de la que se rumorea que perteneció al Mossad. El primer día de clase, su amigo Nigel, tan sobreinformado y poco reflexivo como siempre, le soltó:
—Y entonces, señora Levin, ¿usted qué era?, ¿una de esas agentes asesinas del grupo secreto Kidon del Mossad?
—Podría decirte que sí, pero en ese caso tendría que matarte —su voz grave, burlona y erógena. Varias caras boquiabiertas—. Qué va, chicos, lamento decepcionaros pero sólo era una analista, trabajaba en una oficina, cuando Shabtai Shavit se fue en el 96 yo me fui también.
—Es muy guapa, ¿no? —Maxine no pudo evitar la pregunta.
—Mamá, ella es…
Tras treinta largos segundos:
—No encuentras las palabras.
También está Naftali, el novio ex Mossad, que matará a cualquiera que la mire aunque sea de soslayo, a no ser que se trate de un chico incapaz de evitar ciertos anhelos preadolescentes.
Vyrva llama para avisar de que no pasará hasta después de la cena. Afortunadamente, no puede decirse que Fiona sea una niña quisquillosa; es más, come de todo.
Maxine se acaba lo que han dejado en los platos y asoma la cabeza en la habitación de los chicos, donde los encuentra con Fiona mirando fijamente a una pantalla en la que se desarrolla uno de esos videojuegos de tirador en primera persona, en un paisaje urbano que se parece mucho a Nueva York, con un generoso surtido de armamento.
—Eh, chicos, ¿qué os había dicho sobre la violencia?
—Hemos deshabilitado las opciones gore, mamá. Todo está bien, mira. —Pulsa algunas teclas.
Un gran almacén que recuerda a los de la cadena Fairway, con productos frescos expuestos delante.
—Vale, ahora no le quites ojo a esa señora de ahí —que se acerca por la acera, de clase media, vestida respetablemente—. ¿A que parece que tiene bastante dinero para comprar fruta?
—Error. Compruébalo. —La mujer se detiene delante de las uvas, sin que hasta el momento nadie la haya incordiado en esa mañana de luz húmeda, y, sin la menor vergüenza, empieza a hurgar, arranca varias de los racimos y se las come. Luego pasa a las ciruelas y las nectarinas, acaricia algunas, se come otras, se mete un par en el bolso para más tarde, y continúa el tempranero ágape en la sección de bayas, donde abre los envoltorios y roba fresas, arándanos y frambuesas, zampándoselas sin ningún remordimiento. Entonces extiende la mano hacia un plátano.
—¿Qué te parece, mamá?, por eso te dan lo menos cien puntos, ¿vale?
—Es una glotona. Pero no creo que…
Demasiado tarde: desde el borde inferior de la pantalla, el lugar del tirador, emerge en ese momento la boca de un subfusil Heckler & Koch UMP45 que gira para apuntar a la alimaña humana y, con el ruido de fondo de una metralleta con los graves marcados, la elimina. Con limpieza. La mujer simplemente desaparece, ni siquiera deja una mancha en la acera.
—¿Ves? No hay sangre, es casi no violento.
—Pero robar fruta no es un delito grave, ni menos aún merecedor de la pena capital. Y si un sin techo…
—No hay gente sin techo en la lista de objetivos —le asegura Fiona—. Ni niños, ni bebés, ni perros, ni ancianos…, nunca. Vamos a por yuppies, sobre todo.
—Lo que el alcalde Giuliani llamaría una cuestión de calidad de vida —añade Ziggy.
—No tenía ni idea de que los viejos cascarrabias diseñaran videojuegos.
—Lo diseñó el socio de mi padre, Lucas —aclara Fiona—. Dice que es como su postal del día de los Enamorados para la Gran Manzana.
—Estamos probando la versión beta para él —explica Ziggy.
—A las ocho en punto —dice Otis—. Cárgatelo.
Varón adulto con traje, lleva un maletín, está en el medio del tráfico de la acera chillándole a su hijo, que debe de tener unos cuatro o cinco años. El volumen sube hasta un nivel insoportable.
—Y si no lo haces… —el adulto alza ominosamente la mano—, verás la que te espera.
—Ya, pero no hoy. —Surge de nuevo la opción de disparo automático y al instante el voceras ha desaparecido, el niño mira a su alrededor desconcertado, con lágrimas todavía en la carita. El total de puntos en la esquina de la pantalla se incrementa en 500.
—Y ahora se ha quedado completamente solo en la calle, menudo favor le habéis hecho.
—Lo único que tenemos que hacer… —Fiona cliquea sobre el niño y lo arrastra hasta una ventana con la etiqueta Zona de Recogida Segura—. Miembros de una familia digna de confianza —explica— salen, los recogen, les compran pizza y los llevan a casa y a partir de entonces tienen unas vidas sin preocupaciones.
—Vamos —dice Otis—, demos una vuelta. —Y ahí van, de excursión por las inagotables galerías de la irritación de Nueva York, cargándose a bocazas que gritan por teléfonos móviles, ciclistas que se creen moralmente superiores, mamás con gemelos lo bastante mayores para caminar pero a los que llevan repantigados en cochecitos de bebé—. Si van uno detrás de otro, las dejamos pasar con tan sólo una advertencia, pero a ésta no, mira, los lleva uno al lado del otro para que nadie pueda adelantarlos. ¡De eso nada! —¡Bang! ¡Bang! Los gemelos vuelan risueños por los aires, sobre Nueva York, y van a parar a La Papelera de los Peques. Los transeúntes permanecen ajenos a las repentinas desapariciones, salvo los predicadores cristianos, que creen que se trata del Rapto del Juicio Final.
—Chicos —Maxine está asombrada—. No tenía ni idea… Un momento, ¿qué es eso? —Ha divisado a alguien que intenta colarse en una parada de autobús. Nadie le presta atención. ¡La mujer del H&K al rescate!—. Muy bien, ¿qué tengo que hacer? —Otis está encantado de enseñarle, y en menos de lo que se tarda en decir «Sea más educada», la zorra que se colaba ha sido eliminada y sus hijos arrastrados a la seguridad.
—No está mal, mamá, eso son mil puntos.
—En realidad, es divertido. —Escruta la pantalla en busca de un nuevo blanco—. Eh, un momento, yo no he dicho eso.
Más tarde, intentando verle el lado positivo, Maxine piensa que tal vez sea una forma virtual y a escala infantil de iniciarse en la profesión antifraude…
—Hola, Vyrva, pasa.
—No creía que volvería tan tarde. —Vyrva asoma la cabeza en la habitación de Otis y Ziggy—. Hola, cariño. —La niña levanta la vista, murmura hola, mami, y prosigue con el yuppiecidio.
—Oh, mira, están cargándose neoyorquinos, qué monos. Pero, esto…, vaya, no es nada personal, ¿eh?
—¿Te parece bien que Fiona juegue a ese…, cómo llamarlo, asesinato virtual?
—Oh, no hay derramamiento de sangre; verás, Lucas no ha incluido la opción gore. Ellos creen que la han deshabilitado, pero la verdad es que ni siquiera existe.
—Así que —Maxine borra de su rostro y de su voz cualquier indicio de reproche— tenemos un videojuego de disparos en primera persona que cuenta con la aprobación materna.
—Ése es justamente el eslogan que vamos a utilizar en los anuncios.
—¿Vais a anunciarlo?, ¿dónde, en internet?
—En la Web Profunda. Ahí la publicidad está todavía en pañales. Y el precio es lo que Bob Barker, el de El precio justo, llamaría «correcto». —Comillas en el aire, el pelo de Vyrva, recogido en trenzas que le caen por la espalda, se agita adelante y atrás con el gesto.
Maxine saca de la nevera una bolsa de una mezcla de cafés de Fairway y echa unos granos en el molinillo.
—Ojo con los oídos un momentito.
Muele el café, lo vuelca en un filtro en la cafetera eléctrica, pulsa el interruptor.
—Así que Justin y Lucas se dedican también a los juegos.
—Bueno, no se trata de un negocio en el sentido del término que me enseñaron en la facultad —confiesa Vyrva—; a estas alturas, la vida debería ser algo serio. Los chicos se lo pasan demasiado bien para la edad que tienen.
—Oh…, la ansiedad masculina, sí, eso es mucho mejor.
—El juego no es más que un artículo gratuito promocional. —Vyrva frunce el ceño coqueta, medio disculpándose—. Nuestro verdadero producto sigue siendo DeepArcher.
—Que es…
—Como el punto de partida de un viaje, la «departure gate», no sé si me sigues, sólo que les ha dado por ponerle DeepArcher, que suena casi igual.
—Un rollo zen —supone Maxine.
—Un mal rollo de peor hierba. Últimamente todo el mundo anda detrás del código fuente: los federales, las empresas de juegos, hasta la puta Microsoft ha puesto una oferta encima de la mesa. Es por el diseño de seguridad, no se parece a nada que esa gente haya visto en su vida y los está desquiciando a todos.
—Así que hoy has estado reconociendo el terreno para la siguiente ronda de financiación. ¿Quién era el afortunado inversor de capital riesgo esta vez?
—¿Me guardas el secreto?
—A eso me dedico. Profesionalmente, soy sorda y muda.
—Tal vez —Vyrva se lo piensa— deberíamos hacer un juramento con los meñiques.
Maxine extiende pacientemente el meñique, lo entrelaza con el de Vyrva y se miran a los ojos.
—Aunque, bien pensado…
—Eh, si no puedes fiarte de otra madre de la Kugelblitz…
Y así, con las cautelas habituales, Maxine mantiene la otra mano en el bolsillo con los dedos cruzados mientras jura solemnemente con el meñique.
—Me parece que hoy nos han hecho una propuesta de compra. Incluso en el mejor momento de la burbuja tecnológica habría sido una cantidad exorbitante. Y no es un inversor de capital riesgo, es otra empresa tecnológica. Un bombazo este año en el Alley, ¿te suena hashslingrz?
Uyuyuy.
—Sí…, creo que… he oído ese nombre. ¿Es ahí adonde has ido hoy?
—Me he pasado el día entero allí. Todavía estoy, cómo te diría…, ¿vibrando? Ese tío es un manojo de energía.
—¿Gabriel Ice? ¿Es él el que te ha hecho una gran oferta de compra por… por ese código fuente?
La oreja al hombro, uno de esos interminables gestos de la Costa Oeste cuando se encogen de hombros.
—Desde luego, se ha presentado con una montaña de calderilla mareante que no sé de dónde habrá sacado. Lo bastante para replantearse la Oferta Pública Inicial. De hecho, ya hemos suspendido indefinidamente la publicación del folleto informativo de la emisión de acciones.
—Espera un momento, ¿a qué viene esa fiebre de adquisiciones en el Alley?, ¿es que no se habían ido todos al garete con el crash?
—No todos, no los que se dedican a la gestión de la seguridad, ésos están que se salen en este momento. Cuando todo el mundo se pone nervioso, los ejecutivos sólo piensan en proteger lo que ya tienen.
—Así que habéis estado codeándoos con Gabriel Ice. ¿Me firmas un autógrafo?
—Esta tarde hemos asistido a una recepción en su mansión en el East Side. Con su esposa, Tallis. Es la supervisora contable de hashslingrz, forma parte del consejo de administración, me parece.
—¿Y es una compra al contado?
—Eso es, su única condición es que no quieren dejar rastro. En cuanto al contenido en sí, les importa una mierda. No se trata de hacer camino ni de llegar a un destino, para nada, no para esos listillos.
A estas alturas Maxine está muy familiarizada, Dios no quiera que hasta el punto de la intimidad, con esas pretensiones de no dejar rastro. Acaban mutando de inocente avaricia a una forma reconocible de fraude. Se pregunta si alguien habrá inspeccionado hashslingrz aplicando un modelo de análisis de Beneish, sólo por ver cómo son ritualmente sacrificadas las cifras que presentan públicamente. Nota para sí misma: busca tiempo para hacerlo.
—Y eso de DeepArcher…, ¿qué es, un sitio?
—Un viaje. La próxima vez que pases por casa, los chicos te enseñarán una demo.
—Muy bien, hace tiempo que no veo a Lucas.
—Últimamente no ha estado mucho por aquí. Ha habido, cómo decirlo, problemas. Justin y él siempre encuentran alguna excusa para pelearse; para empezar, sobre si deben vender o no el código fuente. El viejo dilema de las puntocoms: hacerse ricos para siempre o crear un fichero de archivos tarball y colgarlo gratuitamente, y así mantenerse leales a sus creencias y conservar su autoestima como geeks, pero conformándose con unos ingresos más o menos medios.
—Vender o regalar —cierta mirada escrutadora—, difícil decisión, Vyrva. ¿Cuál quiere hacer qué?
—Los dos quieren hacer las dos cosas —suspira.
—Les pega. ¿Y tú?
—¿Oh?, ¿indecisa? Te parecerá que voy de hippy, pero no te creas que me hace mucha gracia que un montón de pasta de mierda irrumpa en nuestras vidas en este momento. Puede ser muy destructivo; conocemos a un par de personas en Palo Alto, y las cosas se ponen feas y tristes muy deprisa, y, la verdad, preferiría que los chicos siguieran con su trabajo, o que empezaran con algo nuevo. —Una sonrisa torcida—. Es difícil que lo entienda alguien de Nueva York, lo siento.
—Lo tengo muy visto, Vyrva. La dirección del flujo de la pasta, tanto hacia dentro como hacia fuera, deja de importar cuando la cantidad supera una cifra crítica, y siempre es para mal.
—Y que conste que no es que mi vida dependa de lo que haga mi marido, ¿eh? Es que me pone mala que los chicos discutan. Si están enamorados el uno del otro, por favor. Se hacen los chulitos, pero en realidad son como una pareja de patinadores divirtiéndose. No sé si debería tener celos.
—¿De qué?
—¿Sabes esas viejas pelis de instituto en las que salen dos chavales que son amigos del alma y, al crecer, uno se hace cura y otro mafioso?, pues ésos son Lucas y Justin. Pero no me preguntes quién es qué.
—Pero pongamos que Justin es el cura…
—Bueno, es el que… no muere a tiros al final.
—En ese caso Lucas…
Vyrva pierde la mirada en la lejanía, intentando parecer una Preciosa Surfista Mirando al Mar, pero sus ojos desvelan algo que Maxine ha visto con más frecuencia de la que quisiera. No, no digas nada, se aconseja a sí misma, a pesar de la casi irresistible pregunta que le viene a la cabeza. ¿Ha estado Vyrva follando, discúlpenme, «viéndose» con el socio de su marido a escondidas?
—Vyrva, ¿no estarás…?
—¿No estaré qué?
—Da igual. —Entonces las dos mujeres sonríen intencionadamente y se encogen de hombros, una rápido y la otra despacio.
Otro rincón oscuro por explorar, y eso que ya hay bastantes. Por ejemplo, Maxine se ha enterado sólo hace poco de lo de Vyrva y los peluches Beanie Babies. Según parece, Vyrva ha estado metida en unos chanchullos de arbitraje con esos muñecos, unos híbridos de peluche y relleno de habichuelas de plástico que se han puesto de moda. Poco después de la primera vez que jugaron juntos, Otis dijo: «Fiona tiene todos los Beanie Babies», y asintió con la cabeza para subrayar sus palabras, «del mundo». Pero se lo pensó un momento: «Mejor dicho, todas las clases de Beanie Baby. Todas las que hay en el mundo, eso es…, incluso en los almacenes y sitios así».
Como le sucede de manera intermitente con sus hijos, a Maxine le recordó a Horst, esta vez su literalismo ingenuo, y tuvo que contenerse para no agarrar a Otis, besuquearle y estrujarle como a un tubo de pasta de dientes, y todo lo demás.
—¿Tiene Fiona… el Beanie Baby de la Princesa Diana? —preguntó en vez de hacer nada de lo que le apetecía.
—¿«El»? Jo, mamá, no te enteras. Tiene todas las versiones, incluso la Edición de Aniversario de la Entrevista de la BBC. Debajo de la cama, en los armarios, los peluches van a acabar echándola de la habitación.
—Estás diciéndome que Fiona es… una fanática de los Beanie Babies.
—No es por ella —dice Otis—, en esa casa es su madre la que está obsesionada con los peluches.
Maxine se ha fijado en que, al menos una vez a la semana, en cuanto ha dejado a Fiona a buen recaudo en la Kugelblitz, Vyrva se sube al autobús de la calle Ochenta y Seis que cruza la ciudad y se encamina a otra adquisición de Beanie Babies. Ha recopilado una lista de comerciantes al por menor del East Side que reciben esas criaturas casi directamente de China a través de ciertos almacenes de dudosa reputación cercanos al aeropuerto JFK. Los peluches ya no sólo «se caen» de los camiones, ahora se lanzan en paracaídas desde los aviones. Vyrva los compra regalados en el East Side, corre de vuelta a varias tiendas de juguetes y de artículos baratos del West Side cuyos calendarios de recepción de material ha anotado cuidadosamente y se los vende por un precio un poco más bajo del que las tiendas pagarán cuando llegue por fin su propio camión, y todos se van embolsando la diferencia. Entretanto, Fiona, aunque no le vaya mucho el coleccionismo, se va acostumbrando a acumular Beanie Babies.
—Y esto sólo es a corto plazo —ha explicado Vyrva con, le parece a Maxine, bastante entusiasmo—; dentro de diez o doce años, cuando todas estas criaturas estén a punto de entrar en la universidad, ¿sabes cuánto valdrán para los coleccionistas?
—Un montón —aventura Maxine.
—Incalculable.
Ziggy no lo tiene tan claro.
—Salvo una o dos ediciones especiales —señala—, los Beanie Babies no vienen en cajas, lo que es importante para los coleccionistas, y también significa que más del noventa y nueve por ciento acaban perdidos por ahí, pisoteados, despedazados a mordiscos, babeados, olvidados bajo el radiador, comidos por los ratones; dentro de diez años no quedará ni uno en condiciones de que lo coleccionen, a no ser que la señora McElmo los esté guardando en plásticos de archivar en algún otro sitio que no sea la habitación de Fiona. Y estaría bien que fuera un sitio oscuro y con la temperatura controlada. Pero nunca se le ocurrirá hacer eso, porque requiere tener mucha cabeza.
—Estás diciendo que…
—Está loca, mamá.