3

El pasado, no nos engañemos, es una invitación expresa al abuso del vino. En cuanto oye cerrarse las puertas del ascensor detrás de Reg, Maxine se dirige a la nevera. ¿Dónde, en ese caos refrigerado, está el Pinot E-Grigio?

—Daytona, ¿hemos vuelto a quedarnos sin vino?

—No soy yo la que se acaba esa basura.

—No, claro que no, tú le das más bien al generoso Night Train.

—Oooh. ¿Es que hoy me toca clase sobre vinos?

—Eh, ya sé que lo has dejado, sólo era una broma, ¿vale?

—¡Terapismo!

—¿Cómo?

—Te crees que la gente de los doce pasos es menos que tú, siempre te lo has creído, tú, con tus tratamientos en un spa, tumbada a la bartola con algas en la cara y toda esa mierda, no tienes ni idea de lo que es…, bueno, pues voy a explicártelo… —Pausa dramática.

—No, no vas a explicarme nada —salta Maxine.

—Sí, voy a decírtelo: es el trabajo, chica.

—Oh, Daytona. Sea lo que sea, lo siento.

Y así, a trompicones, Daytona se lanza al habitual repaso del gráfico de flujos de la tesorería emocional, lleno de cuentas por cobrar y deudas sin saldar. Resultado final de la contabilidad:

—Nunca, jamás, te líes con nadie de Jamaica, la isla, porque el tipo se cree que la custodia compartida significa que todos están obligados a cuidar la maría.

—Tuve suerte con Horst —reflexiona Maxine—. La maría nunca le hizo ningún efecto.

—Qué esperabas, es por esa comida blanca que coméis todos, el pan blanco y la —parafraseando a Jimi Hendrix— ¡mayonesa!, todo está en vuestra cabeza, hasta en la del último de vosotros, blanquitos terminales. —El teléfono ha empezado a parpadear con paciencia. Daytona vuelve al trabajo, dejando a Maxine con la duda de por qué habrá mezclado los gustos en drogas de los rastas con Horst. A no ser que, sin darse cuenta, siga teniendo a Horst metido en la cabeza, pero no lo cree, o no del todo, al menos no durante un tiempo.

Horst. Fruto de cuarta generación del Medio Oeste de Estados Unidos, apasionado como un silo de cereal, letalmente atractivo como una Harley-Davidson Knucklehead, indispensable (Dios la ayude) como un genuino restaurante Maid-Rite cuando aprieta el hambre, Horst Loeffler ha tenido, hasta la fecha, una carrera casi carente de errores en la adivinación de cómo evolucionarán los precios de ciertas materias primas en todo el mundo, mucho antes de que ellas mismas lo sepan, lo que le había permitido acumular una pasta cuando Maxine apareció en pantalla, y siguió ocupándose de que el montón creciera mientras se esforzaba por cumplir un juramento que aparentemente había hecho a los treinta: gastársela tan pronto como la ganaba y seguir la juerga tanto como pudiera alargarla.

—Qué…, ¿has sacado una buena pensión de manutención? —preguntó Daytona el segundo día que trabajaba para ella.

—No hay pensión.

—¿Qué? —clavó una mirada larga y fija en Maxine.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Es la historia más descabellada de una blanca chiflada que he oído en mi vida.

—Pues tienes que salir más. —Maxine se encogió de hombros.

—¿Acaso te molesta que a un hombre le vaya la marcha?

—Claro que no, la vida es una fiesta, ¿no, Daytona?, pues sí, y Horst estaba bien para eso, pero tendía a pensar que el matrimonio también era una fiesta y, bueno, ahí fue donde descubrimos que teníamos algunas diferencias.

—No me lo cuentes. Ella se llamaba Jennifer no sé qué coño, ¿no?

—En realidad, se llamaba Muriel.

Momento en el cual —dado que entre las habilidades del auditor de fraudes certificado se contaba la propensión a buscar patrones ocultos— Maxine empezó a preguntarse si Horst no tendría cierta preferencia por las mujeres que se llamaban como los puros baratos, ¿había tal vez una Philippa «Philly» Blunt escondida en Londres con la que jugaba al índice bursátil FTSE, o una seductora arbitrix asiática llamada Roi-Tan en cheongsam con uno de esos peinados muy cortos…?

—Pero no le demos más vueltas porque Horst ha pasado a la historia.

—Ya.

—Me he quedado el piso, claro que él se ha quedado el Impala del 59 casi nuevo; pero ya estoy otra vez, lloriqueando.

—Oh, creía que era la nevera.

Daytona es un ángel comprensivo, ni que decir tiene, en comparación con Heidi, la amiga de Maxine. La primera vez que se sentaron de verdad a charlar del tema, después de que Maxine se hubiera enrollado con una largueza que la avergonzaba hasta a ella:

—Me llamó —soltó Heidi como quien no quiere la cosa.

Vale.

—¿Cómo?, ¿que Horst… te llamó?

—Quería una cita. —Los ojos demasiado abiertos para una inocencia absoluta.

—¿Y qué le dijiste?

Un compás y medio perfecto, y entonces:

—Oh, Dios mío, Maxi…, no sabes cómo lo siento.

—Tú y… ¿y Horst? —Le parecía raro, pero sólo raro, nada más, lo que Maxine se tomó como un signo esperanzador.

Sin embargo, Heidi parecía compungida.

—¡Que Dios me perdone! Lo único que hizo fue hablar de ti.

—Ya. Pero…

—Parecía distante.

—Por el LIBOR a tres meses, sin duda.

Aunque, tratándose de una noche con escuela al día siguiente, la conversación se alargó hasta tarde, aquella trastada de Heidi no le molestó tanto como otras malas pasadas a las que Maxine sigue dándoles vueltas desde los tiempos de secundaria: ropa prestada y jamás devuelta, invitaciones a fiestas inexistentes, citas organizadas por Heidi con tipos que la propia Heidi sabía que eran psicópatas de manicomio. Esa clase de cosas. Cuando por fin pospusieron la charla por puro cansancio, puede que Heidi se sintiera un poco decepcionada al ver que su loca aventura había encontrado su acomodo natural entre otros episodios de la serie ininterrumpida de desgracias íntimas de Maxine, que se remontaba a mucho más atrás, a Chicago, que es donde Horst y ella se habían conocido.

Maxine, que pasaba allí una noche por un trabajo de CFE, acudió al bar del edificio de la Cámara de Comercio, el Ceres Café, cuyas copas eran de tamaño tan generoso que hacía mucho tiempo que habían pasado a formar parte del folclore de la ciudad. Era la «hora feliz». ¿Feliz? Dios mío. La hora irlandesa, que para algunos ya lo dice todo. Pedías «un combinado» y te servían un vaso gigantesco lleno hasta el borde de, pongamos, whisky, puede que con un par de diminutos cubitos de hielo flotando, y, aparte, una lata de soda de las grandes, acompañada de un segundo vaso para mezclarlo todo. Sin saber cómo, Maxine empezó a discutir con un pelmazo local sobre Deloitte y Touche, que el tipo, que resultó ser Horst, se empeñaba en llamar Peluche & De Toilet, y para cuando hubieron acabado, Maxine ya ni siquiera estaba segura de que pudiera levantarse y, menos aún, encontrar el camino de vuelta a su hotel, así que Horst la acompañó amablemente a un taxi y de paso, por lo visto, le dio su tarjeta. Antes de que tuviera tiempo de recobrarse de la resaca, él estaba al teléfono, engatusándola para que aceptara el que sería el primero de muchos y malhadados casos de fraude.

«Chica en apuros, nadie a quien recurrir» y todo lo demás, Maxine mordió el anzuelo, como haría tantas otras veces, aceptó el caso, investigó directamente los activos, las declaraciones de bienes, y casi se había olvidado del asunto cuando un día ahí estaba, en el Post: ¡TIMORCIO! BUSCONA CAZAFORTUNAS EN SERIE GOLPEA DE NUEVO, MARIDO PATIDIFUSO.

—Aquí dice que es la sexta vez que se forra de ese modo —Maxine pensativamente.

—Seis que sepamos —asintió Horst—. Pero no es tu problema, ¿no?

—Se casa con ellos y luego…

—Hay personas a las que el matrimonio les sienta bien. Para algo tenía que servir.

Oooh.

Y, de verdad, ¿qué necesidad hay de recordar la lista? Desde falsificadores de cheques y artistas del redondeo de centavos en ahorros ajenos hasta ajustes de cuentas dramáticos que han atascado su detector de venganzas en el extremo más bajo y ciego de la escala delictiva, el de olvidado-pero-nunca-perdonado o de tarde-o-temprano; pero daba igual, ella seguía picando. Porque era Horst. El cabronazo de Horst.

—Tengo otro para ti; eres judía, ¿no?

—Y tú no.

—¿Yo? Yo soy luterano. Ya no sé de cuáles, porque no paran de cambiar.

—Y la religión de mis ancestros viene a cuento por…

Un fraude aprovechando los preceptos alimentarios judíos, el Kashrut, en Brooklyn. Al parecer, una pandilla de matones que se hacían pasar por mashgichim o supervisores kosher habían estado haciendo de las suyas por los barrios. Realizaban «inspecciones» sorpresa en diferentes tiendas y restaurantes, vendían certificados de fantasía para colgar en el escaparate mientras husmeaban en los inventarios estampando hechshers o logos kosher de pega en todo. Perros rabiosos.

—Parece más bien una banda de extorsionadores —para Maxine—. Yo sólo miro los libros.

—Pensé que a lo mejor te iba el tema.

—Propónselo a Meyer Lansky…, no, espera, está muerto.

Así que… un luterano en alguna de sus versiones, vaya. Demasiado pronto para que surgieran dudas por salir con un no judío, claro, pero, aun así, ahí estaba, el engorro de enrollarte con alguien que no es de tu fe. Más adelante, en pleno apogeo del primer enamoramiento, Maxine llegaría a escuchar ciertas charlas desquiciadas —tratándose de Horst— sobre su conversión al judaísmo. Qué irónico que «hebreo» rime con «cachondeo». Finalmente, Horst se percató de los prerrequisitos, como aprender hebreo y que lo circuncidaran, lo que desencadenó el esperable replanteamiento de la cuestión. Por Maxine, ningún problema. Si es una verdad universalmente reconocida que los judíos no ejercen el proselitismo, Horst era y sigue siendo un argumento evidente de por qué no lo hacen.

En cierto momento, él le ofreció un contrato de consultoría.

—Podría sacarte partido.

—Eh, sácame lo que quieras. —Una pieza de comedia, con elaboradas y alegres réplicas ingeniosas que esta vez, sin embargo, resultarían fatales.

Más adelante, después de las nupcias, ella se iría volviendo más cautelosa con las respuestas impulsivas, hasta llegar, hacia el final, casi al punto del silencio, mientras Horst se sentaba sombrío a aporrear una aplicación de una hoja de cálculo llamada Luvbux 6.9 que había encontrado en una liquidación de Software Etc, haciendo cuentas con sumas que iban de lo enorme a lo descomunal, las que se había gastado con el único propósito de hacer que Maxine se callara. Para atormentarse todavía más, abría luego una función que calculaba a cómo le había salido el minuto de silencio que de hecho había logrado. ¡Aaahh! ¡Qué mal rollo!

—En cuanto me di cuenta —así se lo explicó Maxine a Heidi— de que si me quejaba lo suficiente él me daría lo que quisiera con tal de que me callara, bueno, el hechizo, no sé cómo decirlo, se desvaneció.

—Dado que eres quejica por naturaleza, te lo puso demasiado fácil, lo entiendo —murmuró Heidi—. Horst es fácil de manejar. El gran bobo alexitímico. Tú ni te lo oliste. O, no sé, a lo mejor tú…

—… me di cuenta demasiado tarde —Maxine se unió al coro—. Sí, Heidi, y a pesar de todo, a veces casi agradecería volver a tener a alguien tan complaciente en mi vida.

—Tú, esto…, ¿quieres su número?, ¿el de Horst?

—¿Lo tienes?

—No, eh…, iba a pedírtelo.

Menean la cabeza a la vez, una ante la otra. Sin necesidad de espejo, Maxine sabe que parecen un par de abuelas depravadas. Un extraño reajuste en su caso, pues sus papeles suelen ser un poco más glamurosos. En cierto momento previo de su relación, que se remonta a siempre, Maxine comprendió que ella no era la princesa de ese cuento. Heidi tampoco, claro, lo que ocurre es que ella no lo sabía, es más, se creía la princesa y, con el paso de los años, ha acabado convenciéndose de que Maxine sólo es la comparsa un poco menos atractiva y un tanto chiflada de la princesa. Sea cual sea la historia que compartan, la princesa Heidrofobia siempre es la protagonista, mientras que lady Maxipad es la secundaria coqueta e ingeniosa, la levantadora de pesas, la elfo pragmática que aparece cuando la princesa duerme o, más frecuentemente, está distraída, y se encarga de hacer el trabajo incómodo del princesado.[6]

Seguramente, a eso ayudaba el hecho de que ambas tuvieran raíces en la Europa oriental, porque incluso en aquellos tiempos, en el Upper West Side, se marcaban todavía ciertas diferencias, trazadas desde muy antiguo, entre los propios judíos, la menos agradable de las cuales era la establecida entre los Hochdeutsch y los asquenazíes. Se sabía de madres que habían secuestrado a sus hijas, recién casadas sin su permiso, y las habían mandado a México para forzar divorcios rápidos de jóvenes con prometedoras carreras en la Bolsa o la medicina, o de arrebatadores bomboncitos con más cerebro que el tipo con el que pensaban que se casaban, cuya fatal mácula era un apellido procedente de la punta equivocada de la Diáspora. Algo así le pasó en realidad a Heidi, cuyo apellido, Czornak, disparaba todo tipo de alarmas, aunque el asunto nunca llegó hasta el extremo de tener que coger un avión. En aquel embrollo, fue la Elfo Pragmática la que actuó de agente y, de hecho, como recaudadora, atracando a los Strubel y sacándoles una suma generosamente superior a la que habían ofrecido inicialmente para sobornar a Heidi, la pequeña ganga polaca, «en realidad, de Galitzia», observó Heidi. A Maxine no le había supuesto el menor problema de conciencia, pues Evan Strubel resultó ser un pichaloca descerebrado que vivía sumido en el miedo genuflexo a su madre, Helvetia, cuya oportuna entrada en escena, con traje chaqueta St. John y ánimo irascible, evitó que Evan hiciera más intentos con la propia Maxine, así de en serio se tomaba la historia con Heidi para empezar. Y no es que Maxine compartiera luego los detalles de la perfidia del joven Strubel con la princesa, pues lo dejó en:

—Me parece que te ve básicamente como una vía para irse de casa.

Heidi distó mucho, pero que mucho más de lo que Maxine esperaba, de sentirse desolada. Se sentaron a la inmensa mesa de la cocina y se pusieron a contar el dinero de los Strubel, mientras comían cortes de helado y se reían. De vez en cuando, bajo la influencia de diversas sustancias, Heidi recaía en el lloriqueo.

—Era el amor de mi vida; esa malvada intolerante nos ha destruido.

Ante lo cual la Comparsa Chiflada siempre tenía a punto un comentario ingenioso como:

—Asúmelo, querida, tiene las tetas más grandes.

No obstante, ciertos lóbulos del espíritu de Heidi debían de haberse visto afectados por la tensión, porque aunque la señora Strubel sólo la había amenazado con un divorcio exprés mexicano como quien no quiere la cosa, por decir algo, al poco Heidi empezó a pelearse con la lengua española como si fuera Bob Barker en el concurso de Miss Universo. La cuestión del idioma a su vez causó estragos en otras áreas. El concepto que tenía Heidi de una genuina latina parecía acercarse a la imagen de Natalie Wood en West Side Story (1961). No sirvió de nada señalar, como había hecho Maxine una y otra vez con paciencia menguante, que Natalie Wood, nacida Natalia Nikolaevna Zakharenko, tenía unos ancestros tirando a rusos y que su acento en la película posiblemente se asemejara más al ruso que al ‘boricua’.

Pichaloca Strubel entró a trabajar en Wall Street, y a estas alturas seguramente haya pasado por varias esposas más. Heidi, aliviada al quedarse soltera, siguió una carrera académica y hace poco le han dado un puesto de profesora fija en el departamento de cultura popular del City College.

—De verdad, me sacaste de la sartén cuando ya estaba casi frita —dijo Heidi alegremente—, no creas que no te estoy eternamente agradecida.

—Y qué otra cosa podía hacer, siempre te creíste Grace Kelly.

—Bueno, es que lo era. Lo soy.

—No la Grace Kelly en general —señala Maxine—, sólo, específicamente, la Grace Kelly de La ventana indiscreta. De cuando vigilábamos las ventanas del otro lado de la calle.

—¿Estás segura?, ¿sabes en quién te convierte eso?

—En Thelma Ritter, sí, pero no tiene por qué. Yo me creía Wendell Corey.

Travesuras adolescentes. Si pueden existir casas encantadas, también puede haber edificios de apartamentos con discapacidades kármicas, y el que a ellas les gustaba espiar, The Deseret, hacía que el Dakota pareciera un vulgar Holiday Inn. El edificio ha obsesionado a Maxine desde que tiene memoria. Ella creció enfrente, justo delante de donde todavía se cierne sobre el vecindario, intentando pasar inadvertido como otro impasible ejemplo de edificio de apartamentos del Upper West Side, doce plantas y una manzana cuadrada entera de siniestro desorden: escaleras de incendios helicoidales en cada esquina, torrecillas, galerías, gárgolas, criaturas serpentinas con colmillos y escamas de hierro colado sobre las entradas y enroscadas alrededor de las ventanas. En el patio central se levanta una intrincada fuente, rodeada por un paseo circular lo bastante amplio para permitir que un par de limusinas se acomoden ociosas y aún sobraba sitio para un par de Rolls-Royce. Ahí acudían equipos de rodaje a filmar películas, anuncios, series, y proyectaban inmensos volúmenes de luz en las fauces insaciables del portal, manteniendo despiertos toda la noche a los vecinos de varias manzanas a la redonda. Aunque Ziggy afirma que tiene un compañero de clase que vive ahí, el edificio queda muy lejos del círculo social de Maxine, el depósito que piden por el alquiler de incluso un pequeño estudio en The Deseret se dice que ronda los trescientos mil dólares o más.

En cierto momento durante sus años de instituto, Maxine y Heidi se compraron unos prismáticos baratos en Canal Street y se dedicaron a fisgonear desde el dormitorio de Maxine, a veces hasta primeras horas de la madrugada, espiando las ventanas iluminadas de enfrente a la espera de que pasara algo. Cualquier aparición de una figura humana era todo un acontecimiento. Al principio, a Maxine le pareció romántico, con todas aquellas vidas sin relación entre sí desarrollándose en paralelo; más adelante, adoptó un enfoque que podríamos denominar gótico. Puede que hubiera otros edificios encantados, pero ése parecía un no muerto, el zombi de piedra, que se alzaba sólo cuando caía la noche y, sin ser visto, acechaba por la ciudad para satisfacer sus compulsiones secretas.

Las chicas no paraban de urdir planes para colarse, se imaginaban acercándose como cisnes majestuosos o, más posiblemente, como pavas, y entrando por la puerta con bolsas de la compra de Chanel, disfrazadas con vestidos de diseñador adquiridos en las tiendas de segunda mano del East Side; pero nunca sobrepasaron el largo, malicioso y vertical escaneo de un portero irlandés, seguido de una mirada a un sujetapapeles.

—Ninguna instrucción —encogiéndose ensayadamente de hombros—. Hasta que no lo vea escrito aquí, ya me entienden. —Y les dio unos irritados buenos días mientras la puerta se cerraba ruidosamente. Cuando los ojos irlandeses no sonríen, deberías tener preparado un cuento mejor que soltar o calzar un buen par de zapatillas deportivas para echarte a correr.

La situación se prolongó hasta que llegó la moda del fitness en los años ochenta, cuando a los administradores de The Deseret se les ocurrió que la piscina de la planta superior podía servir como centro de un gimnasio abierto a visitantes y convertirse en una oportuna fuente de ingresos extras; y así fue como Maxine pudo por fin acceder arriba, aunque, como no residente, sólo «socia del club», todavía tiene que ir por la entrada posterior y subir en el ascensor de servicio. Heidi se ha negado a tener nada más que ver con el edificio.

—Está maldito. Fíjate en lo pronto que cierra la piscina, nadie quiere estar ahí por la noche.

—Tal vez los administradores no quieran pagar horas extras.

—Me han dicho que lo gestiona la mafia.

—¿Qué mafia exactamente, Heidi?, y, además, ¿qué importa?

Mucho, según se vería.