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Un par de años, para ser exactos. Reg Despard parece considerablemente machacado tras ese intervalo. Es un documentalista que empezó pirateando películas en los años noventa; iba a las sesiones matinales de los cines con una cámara prestada y grababa los estrenos directamente de la pantalla, luego los copiaba en cintas que vendía en la calle por un dólar, o a veces dos, si podía sacarlos, y a menudo obtenía beneficios antes de que la película hubiera completado el primer fin de semana de exhibición. La calidad profesional se resentía en los márgenes, por no mencionar a los bulliciosos asistentes al cine que llevaban sus ágapes en ruidosas bolsas de papel o se levantaban en plena película para tapar la vista, a menudo durante minutos enteros del pase. Como el pulso de Reg al empuñar la cámara distaba de ser estable, la pantalla también se daba un paseo por el fotograma, unas veces lento y ensoñado, pero otras con una pasmosa brusquedad. Cuando Reg descubrió el zoom de la cámara, se dedicó a hacer un montón de tomas de acercamiento y alejamiento sin más razón que porque sí: detalles de la anatomía humana, extras concretos en escenas de multitudes, coches molones entre el tráfico de fondo y cosas por el estilo. Un día fatídico, en Washington Square, quiso la casualidad que Reg le vendiera una de sus cintas a un profesor de cine de la Universidad de Nueva York, que al día siguiente volvió corriendo a buscarlo para preguntarle, sin aliento, si sabía lo muy por delante que estaba su trabajo de la vanguardia más vanguardista de esa forma de arte post-posmoderna, «con tu subversión neobrechtiana de la diégesis».

Aquel rollo le sonó como si quisiera venderle un curso cristiano de pérdida de peso, así que no le prestó mucha atención, pero el impaciente académico insistió, y al poco Reg estaba enseñando sus cintas en seminarios de doctorado, a sólo un paso de grabar sus propias películas. Películas industriales, vídeos musicales para grupos independientes, publirreportajes para las madrugadas, por lo que sabe Maxi. El trabajo es el trabajo.

—Parece que te he pillado ocupada.

—Los picos de trabajo estacionales. La Pascua judía, la Semana Santa, las eliminatorias de las ligas universitarias, san Patricio en sábado, lo de siempre, ningún problema, Reg…, ¿y qué te trae por aquí?, ¿líos conyugales? —Hay quienes lo llaman brusquedad, y le ha costado a Maxine la pérdida de algunos casos. Por otro lado, así se libra de domingueros.

Reg inclina la cabeza en un ángulo pensativo.

—Ya no tengo esos problemas desde el 98…, espera, ¿o fue en el 99?

—Ah. En ese caso, en el pasillo, Yenta Expresso, prueba con ellos, las citas a la hora del café son su especialidad, el primer latte grosso gratis si te acuerdas de pedirle el vale a Edith… Muy bien, Reg, si no es ningún mal rollo doméstico, entonces…

—Se trata de una empresa sobre la que he estado rodando un documental. Me he topado con… —Una de esas curiosas miradas que, a esas alturas, Maxine ya sabe que conviene no pasar por alto.

—Malas caras.

—Problemas de acceso. Demasiadas cosas que no me cuentan.

—¿Y estamos hablando de algo reciente o se supone que debemos remontarnos al pasado, a un software heredado ilegible, a permisos que van a caducar?

—No, es una de las puntocoms que no se hundieron el año pasado en el crash de las tecnológicas. Nada de software antiguo —medio decibelio demasiado bajo—, y puede que sin plazos de prescripción de uso.

Oh-oh.

—Porque, mira, si lo único que quieres es una investigación de sus activos, no te hace falta ningún perito contable, entra en internet: LexisNexis, HotBot, AltaVista, y, si puedes mantener un secreto profesional, te diría que ni siquiera descartes las páginas amarillas…

—Lo que busco en realidad —más solemne que impaciente— es probable que no se encuentre en ningún sitio al que tenga acceso un motor de búsqueda.

—Porque… lo que buscas es…

—Tan sólo los registros documentales normales de una empresa: libros de entradas y salidas, de contabilidad, de anotaciones, declaraciones de Hacienda. Pero si intento echarles un vistazo, la cosa se pone cruda, todo está escondido en algún lugar remoto, fuera del alcance de LexisNexis.

—¿Cómo es posible?

—La Web Profunda. No hay forma de que los buscadores que rastrean por la superficie accedan a ella, por no mencionar el cifrado y los extraños redireccionamientos…

Oh.

—Tal vez te haga falta un especialista en informática para esta clase de cosas, porque yo no estoy muy…

—Ya tengo a uno trabajando. Eric Outfield, un genio de la escuela Stuyvesant, un chico malo titulado, lo trincaron a una tierna edad por manipular ordenadores, me fío de él totalmente.

—Y entonces, ¿quién es esa gente?

—Una empresa de seguridad informática que está en el centro, se llama hashslingrz.

—Sí, he oído hablar de ellos por ahí, les va más que bien, tengo entendido, con una ratio precio/beneficios que bordea la ciencia ficción, andan contratando por todas partes.

—Ése era mi enfoque. Sobrevivir y prosperar. Optimista, ¿no?

—Pero…, espera…, ¿una película sobre hashslingrz? ¿Y qué imágenes sacas?, ¿nerds embobados delante de pantallas?

—El guión original tenía un montón de persecuciones de coches y explosiones, pero, por razones de presupuesto… Contaba con un mínimo adelanto de la empresa, además de con acceso total, o eso creía hasta ayer, que fue cuando se me ocurrió que no estaría mal hacerte una visita.

—Viste algo raro en la contabilidad.

—Sólo me gustaría saber para quién estoy trabajando. Todavía no he vendido mi alma, bueno, puede que la haya alquilado un par de veces aquí y allá, pero pensé que más valía que Eric echara un vistazo. ¿Sabes algo de su consejero delegado, Gabriel Ice?

—Tengo vagas referencias. —Portadas en las revistas especializadas. Uno de los niñatos millonarios que salieron indemnes cuando estalló la burbuja de las puntocoms. Maxine recuerda fotografías: traje de Armani color hueso, sombrero fedora de piel de castor confeccionado a medida, sin llegar a dar bendiciones papales a derecha e izquierda pero preparado en cualquier caso por si se presenta la ocasión…, nota de autorización de sus padres en lugar de un pañuelo de bolsillo—. Leo todo lo que puedo, pero digamos que su historia no me ha cautivado. Hace que Bill Gates parezca carismático.

—Ésa no es más que su máscara para las fiestas. Tiene recursos profundos.

—¿A qué te refieres?, ¿mafia, operaciones encubiertas?

—Según Eric, le mueve un propósito en la Tierra escrito en un código que ninguno de nosotros sabe leer. Salvo, tal vez, 666, que tiende a repetirse. Lo que me recuerda…, ¿todavía tienes permiso para llevar armas ocultas?

—Licencia para llevarlas, lista para desenfundar, ajá…, ¿por qué?

Un poco evasivo:

—Esta gente no es… no es la que uno suele encontrarse en el mundo de la tecnología.

—Como por ejemplo…

—Para empezar, no son unos colgados de las maquinitas, tienen poco de geek.

—¿Y eso es… todo? Reg, por mi sobrada experiencia, te aseguro que no hace falta andar por ahí disparando a los malversadores. Con alguna humillación pública suele bastarles.

—Sí —casi en tono de disculpa—, pero me temo que no se trata de malversación. O no sólo. Supongamos que hay algo más.

—Profundo. Siniestro. Y todos están implicados.

—¿Te suena demasiado paranoico?

—A mí no; la paranoia es el ajo en la cocina de la vida, buena verdad, nunca está de más.

—Bien, entonces no debería haber ningún problema…

—Me repatea que la gente diga eso. Pero no te preocupes, echaré un vistazo y te digo algo.

—¡Perfecto! ¡Esto hace que uno se sienta como Erin Brockovich!

—Umm. Sí, ya, pero ahora llegamos a una cuestión peliaguda. Supongo que no vas a contratarme ni nada por el estilo, ¿me equivoco? No es que me moleste trabajar por adelantado a ver si cae algo, sólo que estas historias suelen tener derivaciones de ética ambigua, por ejemplo, sin ir más lejos, acabar en los tribunales como una vulgar picapleitos para que tú les saques pasta.

—¿Es que vosotros no hacéis un juramento?, no sé, algo así como que si veis que se está cometiendo un fraude estáis obligados a…

—Eso salía en la serie Los cazadefraudadores, y la han cancelado: daba demasiadas ideas a la gente. Pero Rachel Weisz no lo hacía nada mal, eso es verdad.

—Sólo lo decía porque os parecéis. —Sonríe mientras levanta las manos y los pulgares como si enmarcara un fotograma.

—Vaya, Reg.

Siempre se llegaba a este punto con Reg. Se conocieron en un crucero, si se toma el concepto «crucero» en un sentido un poco especializado. En la estela de la separación, todavía inconclusa a día de hoy, de su por entonces marido, Horst Loeffler, después de pasarse demasiadas horas metida en casa, con las persianas bajadas, escuchando una repetición interminable de Stevie Nicks cantando Landslide en una cinta recopilatoria cuyas demás canciones se saltaba, trasegándose unos espantosos Shirley Temples de whisky Crown Royal, que recargaba con más granadina bebida a morro directamente de la botella, y gastando más de un quintal de kleenex al día, Maxine finalmente dejó que su amiga Heidi la convenciera de que un crucero por el Caribe mejoraría el diagnóstico de su estado mental. Así que un día salió del despacho y fue moqueando por el pasillo hasta la agencia de viajes In ’n’ Out, donde encontró superficies cubiertas de polvo, mobiliario desvencijado, una maqueta destartalada de un transatlántico que compartía varios elementos del diseño del Titanic.

—Está de suerte. Acabamos de recibir una… —Larga pausa, sin contacto visual.

—Cancelación —sugirió Maxine.

—Podría decirse. —El precio era irresistible. Para cualquiera en sus cabales, puede que hasta demasiado.

Sus padres estuvieron encantados de quedarse con los niños. Maxine, todavía moqueante, se encontró en un taxi con Heidi, que había ido a despedirla, camino de una terminal de Newark o seguramente de Elizabeth, que parecía especializada en cargueros, es más, el «crucero» de Maxine resultó ser un mercante húngaro de contenedores sin ruta fija, el buque de motor Aristide Olt, que navegaba bajo bandera de conveniencia de las islas Marshall. Hasta poco después de zarpar no se enteró de que, en realidad, la habían embarcado en el «Jolgorio AMBOPEDIA 98», una reunión anual de la American Borderline Personality Disorder Association, que congregaba a borderlines con variopintos trastornos. Menuda juerga, ¿a quién se le habría ocurrido ni en sueños cancelarlo? A no ser que…, ¡aahhh! Volvió la mirada hacia Heidi, en el muelle, ésta seguramente regodeándose en la desgracia ajena, mientras su figura menguaba en la costa industrial, que quedaba ya demasiado lejos para volver a nado.

Esa noche, al sentarse para cenar en el primer turno, se encontró a una multitud con ganas de fiesta, reunida bajo una pancarta que rezaba: ¡BIENVENIDOS BORDERLINES! El capitán parecía nervioso y no paraba de buscar excusas para pasar un buen rato bajo el mantel de la mesa. Cada minuto y medio, más o menos, un dj ponía el himno semioficial de AMBOPEDIA, el Borderline (1984) de Madonna, y todos los presentes se apuntaban a cantar el fragmento que dice «o-verthe bor-derlinnne!!!», dándole un énfasis peculiar al sonido de la ene final. Una especie de tradición, imaginó Maxine.

Avanzada la velada reparó en una presencia que se desplazaba con calma, con el globo ocular pegado a un visor, grabando escenas fortuitas que merecieran la atención de la lente de una Sony VX2000, pasando de invitado en invitado, dejándoles hablar si querían, y resultó que era Reg Despard.

Pensando que podría ser una vía de escape del error más que posiblemente irreparable que había cometido, intentó seguirle en su deambular entre los juerguistas.

—Eh —al cabo de un rato—, alguien que me acecha, por fin debo de estar metido en algo gordo.

—No pretendía…

—No pasa nada, es más, podrías ayudarme a distraerlos un poco, a que no se sientan tan cohibidos.

—No quisiera echar por tierra tu reputación, hace semanas que no voy a teñirme, este apaño que llevo puesto me costó menos de cien dólares en las rebajas de los almacenes baratos Filene’s Basement…

—No creo que sea eso en lo que se fijen.

Vaya. ¿Cuándo fue la última vez que alguien había insinuado, aunque fuera tan indirectamente, que ella daba el pego como…, bueno, puede que no como florero, pero a lo mejor sí como tapete? ¿No debería sentirse ofendida?, ¿un poco al menos?

Pasando de un grupo de asistentes a otro, encontraron al poco a un ciudadano de aspecto bastante normal, interesado en la caza de aves migratorias y en los sellos de conservación de la naturaleza, esos que los coleccionistas denominan «sellos de patos», y a su puede que menos interesada esposa, Gladys.

—… y mi sueño es llegar a ser el Bill Gross de los sellos de patos. —Y no sólo sellos federales de patos, que quede claro, sino también las emisiones de cada estado; tras pasarse años vagando por los fascinantes humedales del fanatismo filatélico, este obsesivo coleccionista que ya ha perdido la vergüenza debe de tenerlos todos: versiones de cazadores y coleccionistas, firmados por el artista, remarques,[3] con variantes, anomalías y errores, ediciones del gobernador…—. ¡Nuevo México! Nuevo México sólo emitió sellos de patos de 1991 a 1994, y el último fue la joya de la corona de los sellos de patos, las cercetas de alas verdes en pleno vuelo, una auténtica belleza sobrenatural de Robert Steiner, y resulta que yo poseo un bloque completo con número de plancha.

—Que algún día —anuncia Gladys alegremente— voy a sacar de la funda de plástico donde están archivados, luego pringaré el engomado del dorso con mi lengua babeante y los utilizaré para mandar la factura del gas.

—No sirven para el franqueo, cariñito.

—¿Estás mirando mi anillo? —Una mujer con un traje chaqueta típico en las oficinas de los ochenta entra en plano.

—Una pieza atractiva. Me resulta… familiar…

—No sé si sigues Dinastía, pero ¿te acuerdas de aquella vez que Krystle tuvo que empeñar su anillo?, pues éste es una imitación de circonita cúbica, quinientos sesenta dólares, precio de venta al público, claro, Irving siempre paga hasta el último centavo porque es el trescientos uno punto ochenta y tres de la pareja,[4] yo sólo soy la acompañante de apoyo. Me arrastra a estas celebraciones todos los años, y, como nunca hay nadie con quien hablar, acabo dándome tantos atracones que luego tengo que ponerme tallas extragrandes.

—No le hagáis caso, es ella la que tiene los doscientos y pico episodios íntegros en Betamax. ¿Obsesiva?, no os lo podéis ni imaginar, en algún momento a mediados de los ochenta llegó a cambiarse el nombre por el de Krystle. Un marido menos comprensivo lo habría llamado antinatural.

Reg y Maxine acaban encontrando el camino hasta el casino de a bordo, donde individuos con esmoquin y vestidos largos que les quedan mal juegan a la ruleta y al bacará, fuman sin parar, lanzan miradas lascivas a diestro y siniestro y agitan con resolución puñados de dinero de pega.

—Son gominolas —les informan—; éstos tienen el Síndrome Genérico de James Bond Sin Diagnosticar, y un grupo de apoyo totalmente distinto. Todavía no han entrado en el DSM, pero están haciendo presión, tal vez los incluyan en la quinta edición…, siempre son bienvenidos aquí durante las convenciones, sobre todo por la estabilidad, no sé si me entendéis.

A decir verdad, Maxine no, pero se compró una ficha de «cinco dólares» y cuando dejó la mesa llevaba tantas fichas encima que, de haber sido dinero auténtico, le habría dado para una breve incursión en los grandes almacenes Saks, siempre y cuando tuviera la suerte necesaria para salir de allí.

En un momento dado, una cara ruborizada por la bebida, que en mala hora pertenece a un tal Joel Wiener, aparece en el visor.

—Sí, lo entiendo, me has reconocido de las noticias, y ahora sólo soy forraje para la cámara, ¿no?, aunque me hayan absuelto, de hecho por tercera vez, de todos los cargos de esa naturaleza.

Y pasa a recitar una interminable y desbordada epopeya de injusticias, relacionadas en un sentido u otro con el negocio inmobiliario de Manhattan, que a Maxine le cuesta seguir en todos sus matices. Tal vez debería haberse esforzado más, así se habría ahorrado algunos de los problemas posteriores.

Borderlines por docenas, atestando el barco. Finalmente, Maxine y Reg disfrutan de unos minutos de tranquilidad fuera, en cubierta, contemplando cómo se desliza el Caribe. Por todas partes, mercantes cargados de contenedores que se alzan en pilas de cuatro o cinco unidades. Es como estar en algunas zonas de Queens. Sin haberse mentalizado todavía del todo de que va a bordo de ese crucero, Maxine se descubre preguntándose cuántos de esos contenedores van vacíos y qué posibilidades hay de que esté en marcha algún fraude de inventario marítimo.

Se fija entonces en que Reg no ha hecho ningún intento de grabarla en vídeo.

—No te tomé por una border. Creía que eras del personal, una especie de directora social o algo por el estilo.

Sorprendida de que haya transcurrido, buf, puede que una hora o más desde la última vez que pensó en el follón con Horst, Maxine comprende que, si hace la menor referencia mínimamente personal sobre ese particular, la cámara de Reg se encenderá de nuevo.

La costumbre establecida desde hace mucho en estas reuniones de la asociación de personalidades fronterizas es visitar fronteras geográficas literales, una distinta cada año. Excursiones de compras por los outlets de las ‘maquiladoras’ mexicanas. Indulgencia con la adicción al juego en los casinos de Stateline, California. Frugales cuchipandas al estilo de los alemanes de Pensilvania a lo largo de la línea MasonDixon. Este año la frontera de destino es la que se extiende entre Haití y la República Dominicana, una zona turbulenta con un karma melancólico que se remonta a la época de la Masacre del Perejil, de la cual se informa muy poco en las páginas del folleto turístico. Cuando el Aristide Olt entra en el pintoresco puerto de Manzanillo, las cosas se vuelven rápidamente borrosas. En cuanto el buque ha sido amarrado al muelle de Pepillo Salcedo, los pasajeros interesados en los peces de gran tamaño empiezan a fletar emocionados barcas para ir en busca de tarpones. Otros, como Joel Wiener, para los que el negocio inmobiliario ha pasado de curiosidad a obsesión, recorren las agencias locales dejándose llevar por las fantasías de nativos a los que mueven impulsos entre los que no puede descartarse la avaricia, por no mencionar el joder a los yanquis.

La gente de esta costa habla una mezcla de criollo haitiano y cibaeño. En la punta del muelle han aparecido de la nada tenderetes de recuerdos, vendedores ambulantes de comida que ofrecen yaniqueques y chimichurri, practicantes de vudú y santería que venden conjuros, proveedores de mamajuana, una especialidad dominicana que se presenta en gigantescos tarros de cristal en cada uno de los cuales se ha macerado en vino tinto y ron lo que parece un trozo de árbol. Como guinda borderline del pastel, han añadido un auténtico conjuro vudú del amor haitiano en cada tarro de mamajuana dominicana.

—¡Esto sí merece la pena! —exclama Reg.

Maxine y él se unen a un pequeño grupo que ha empezado a beber el brebaje y se van pasando los tarros, y al poco se encuentran a unos kilómetros de la ciudad, en El Sueño Tropical, un hotel de lujo a medio construir y, por el momento, abandonado, gritando por los pasillos, balanceándose en el patio en lianas de la jungla que cuelgan de las alturas, persiguiendo lagartos y flamencos, también unos a otros, y haciendo travesuras en las desvencijadas camas de matrimonio.

El amor, emocionante y nuevo, como cantaban en Vacaciones en el mar, Heidi había dado en el clavo, eso era exactamente lo que necesitaba, aunque más adelante Maxine no recordaría muy bien los detalles.

Recogiendo el mando a distancia de la memoria, pulsa PAUSA, luego STOP y a continuación POWER OFF, sonriendo sin un esfuerzo visible.

—Un crucero peculiar, Reg.

—¿Has sabido algo de ellos?

—Un e-mail de vez en cuando, y cada año por vacaciones, me llega, claro, una petición de donaciones para AMBOPEDIA. —Maxine le mira asomándose por encima del borde de la taza de café—. Reg, ¿nosotros llegamos a…?

—Diría que no, yo estuve casi todo el tiempo con Leptandra, la de Indianápolis, y tú desaparecías cada dos por tres con aquel obseso de las inmobiliarias.

—Joel Wiener. —Los ojos de Maxine, con una vergüenza casi aterrada, escrutan el techo.

—No quería sacar el tema, lo siento.

—Ya. Te has enterado de que me retiraron la licencia. Indirectamente fue por culpa de Joel. Aunque, sin pretenderlo, me hizo un favor, un involuntario mitzvá; últimamente hasta tengo que rechazar encargos. Es como si cuando era una CFE legal no estuviera mal, pero como CFE sin licencia para ejercer resulte irresistible.[5] Para cierto tipo de clientes. Una ya sabe quién va a entrar por la puerta, y no lo digo por ti.

Una de las cosas que hacen atractivo a un auditor de fraudes díscolo, creía Maxine, es el halo difuso de moralidad ambigua que lo envuelve: se le supone una voluntad más proclive a dar un paso fuera de la ley y a compartir los secretos del oficio de auditores e inspectores de Hacienda. Conociendo a miembros de cultos que habían sido expulsados de sus sectas, Maxine temió durante un tiempo que ése sería el tipo de yermo social que le esperaba. Pero había corrido la voz y al poco Tail ’Em and Nail ’Em tenía más trabajo que nunca, más del que ella podía asumir. Los nuevos clientes, ni que decir tiene, no eran siempre tan respetables como lo habían sido los de sus tiempos con licencia. Advenedizos del lado oscuro que rezumaban del papel pintado, entre ellos Joel Wiener, al que acabó dándole demasiada vidilla.

Lamentablemente, Joel se había olvidado de incluir en sus largos recitales sobre la injusticia inmobiliaria ciertos detalles cruciales, como su costumbre de cometer delitos en serie cuando ocupaba cargos en juntas de cooperativas de viviendas: las denuncias eran por sumas que le habían confiado, habitualmente como tesorero de las cooperativas, además de juicios por lo civil según la ley RICO contra el crimen organizado en Brooklyn, ya que su esposa tenía una agenda inmobiliaria propia.

—Es lo que pasa. No es fácil de explicar —menea los dedos por encima de la cabeza—. Antenas. Me sentí lo bastante cómoda con Joel para confiarle algunos trucos del oficio. Para mí, no era peor que lo que hace un funcionario de Hacienda sacándose un sobresueldo como gestor de declaraciones.

Pero ese comportamiento contravenía de lleno el Código de Conducta de la ACFE, por cuyos límites Maxine ya llevaba años patinando. Esa vez, el hielo, sin ningún crujido de aviso ni oscurecimiento visible, había cedido bajo sus pies. Fue suficiente para que el comité de revisión considerara que existía un conflicto de intereses, y no sólo de forma puntual, sino como pauta, allí donde Maxine no veía ni, ya puestos, ve más que una elección obvia entre la amistad y un cumplimiento demasiado puntilloso de las normas.

—¿Amistad? —Reg está asombrado—. Si ni siquiera te gustaba.

—Era un término técnico.

El papel de la carta en la que se le notificaba la retirada del permiso para ejercer era muy mono, más valioso que el contenido, que se reducía básicamente a un que te den, además de anular todos sus privilegios en The Eighth Circle, un club exclusivo para CFE en Park, con un recordatorio para que devolviera su tarjeta de socia y liquidara su cuenta del bar, que estaba en números rojos. Sin embargo, parecía que al final incluía una posdata sobre la posibilidad de presentar un recurso. Adjuntaban los formularios. Era interesante. Esos papeles no irían a parar a Cuentas Triturables, no, de momento no. Maxine reparó por primera vez, con cierta inquietud, en el sello de la Asociación, que mostraba una antorcha que llameaba con fuerza por delante y un poco por encima de un libro abierto. ¿Qué significaba eso?, ¿que las páginas de ese libro, tal vez una alegoría de «La Ley», así, con mayúsculas, estaban a punto de prenderse y arder en las llamas de la antorcha, que posiblemente sea la Luz de la Verdad? ¿Quiere alguien dar a entender que la Ley va a quedar reducida a cenizas, que ése es el terrible e ineludible precio de la Verdad?… ¡Eso es! ¡Mensajes secretos anarquistas en clave!

—Una idea interesante, Maxine —Reg intenta calmarla—. Así que ¿presentaste el recurso?

A decir verdad, no… A medida que iban pasando los días, siempre encontraba motivos para no hacerlo: no podía pagar las costas judiciales; el proceso de recurso podría ser, como tantas otras cosas, un simple paripé; y, en cualquier caso, estaba el hecho de que colegas que ella respetaba la habían echado sin contemplaciones, y ¿quería acaso volver a ese tipo de ambiente rencoroso? Cosas así.

—Esos tipos eran demasiado susceptibles, ¿no? —le parece a Reg.

—No puedo echarles la culpa. Quieren que seamos el punto de referencia, fijo e incorruptible, en todo este caos imparable, el reloj atómico del que todo el mundo se fía.

—Has dicho «seamos».

—La licencia está guardada, pero todavía cuelga en la pared de la oficina de mi alma.

—Menuda granuja.

Contable corrupto, así se titula la serie que estoy preparando, ya tengo el guión del episodio piloto, ¿quieres leerlo?