1

Es el primer día de la primavera de 2001 y Maxine Tarnow, a la que algunos todavía guardan en la memoria con su apellido de soltera, Loeffler, lleva a sus hijos a la escuela. Sí, es más que posible que ya no estén en edad de necesitar acompañante, y también es posible que Maxine se resista, todavía, a dejarles ir a su aire, además, son sólo un par de manzanas, le pilla de camino al trabajo y le gusta hacerlo, así que ¿qué tiene de malo?

Esta mañana, por las calles, da la impresión de que hasta el último peral de Callery del Upper West Side ha reventado por la noche en racimos de flores blancas. Mientras Maxine mira, la luz del sol se abre paso más allá de los perfiles de los tejados y los depósitos de agua hasta el extremo de la manzana, e incide en un árbol en concreto, que de repente se ilumina.

—¿Mamá? —Ziggy, con su prisa de siempre—, eh, vamos.

—Chicos, no os lo perdáis, ¿habéis visto ese árbol?

Otis se entretiene un suspiro contemplándolo.

—Increíble, mamá.

—Mola —coincide Zig.

Los chicos siguen adelante. Maxine se demora medio suspiro más mirando el árbol antes de alcanzarlos. En la esquina, por un acto reflejo, realiza un bloqueo baloncestístico, como si quisiera interponerse entre ellos y cualquier conductor cuyo concepto del deporte consista en aparecer por la esquina y arrollarte.

La luz del sol reflejada por las ventanas de los apartamentos que dan al este ha empezado a formar dibujos borrosos sobre las fachadas de los edificios al otro lado de la calle. Autobuses articulados, nuevos en estas rutas, reptan con cautela por las calles transversales de la ciudad como insectos gigantescos. Se levantan persianas de acero, camionetas tempraneras aparcan en doble fila, hombres con mangueras riegan sus parcelas de acera. Personas sin techo duermen en porterías, otros rebuscan en la basura cargando con enormes bolsas de plástico llenas de latas de cerveza y refrescos y se dirigen a los mercados para venderlas, cuadrillas de trabajadores esperan delante de los edificios a que aparezca el capataz. Los que han salido a correr saltan en el bordillo esperando a que cambien los semáforos. Hay policías en las cafeterías enfrentándose a los defectos de los bagels. Niños, padres y canguros, sobre ruedas y a pie, se encaminan en todas las direcciones posibles a las escuelas del vecindario. La mitad de los niños parecen desplazarse en los nuevos patinetes de moda, así que a la lista de peligros a los que estar alerta se le suma una posible emboscada de aluminio rodante.

La Otto Kugelblitz School ocupa tres edificios contiguos de piedra caliza, entre Amsterdam y Columbus, en una calle transversal en la que hasta la fecha no se ha rodado todavía ningún episodio de Ley y orden. La escuela recibe el nombre de uno de los primeros psicoanalistas, expulsado del círculo íntimo de Freud debido a una teoría de la recapitulación que había concebido. A él le parecía obvio que la vida humana se desarrollaba recorriendo los variados trastornos mentales tal como se entendían en su época: el solipsismo de la más tierna infancia, las histerias sexuales de la adolescencia y la primera madurez, la paranoia de la mediana edad, la demencia de la última fase de la vida…, todo conduce a la muerte, que al final resulta ser la «cordura».

«¡No podías haber elegido mejor momento para descubrirlo!» Dicho esto, Freud le tiró la colilla de su puro a Kugelblitz y echó a éste por la puerta del número 19 de la Berggasse, adonde nunca volvió. Kugelblitz se encogió de hombros, emigró a Estados Unidos, se estableció en el Upper West Side y abrió consulta, y no tardó en tejer una red de contactos entre los potentados que, en algún momento doloroso o de crisis, habían recurrido a su ayuda. En las reuniones sociales de postín a las que asistía cada vez con más frecuencia, siempre que los presentaba como «amigos» suyos, todos se reconocían entre ellos como espíritus restaurados.

Fuera lo que fuese lo que el análisis kugelblitziano hacía por sus cerebros, algunos de esos pacientes pasaron la Depresión lo bastante desahogadamente para contribuir con el dinero necesario a la puesta en marcha de la escuela y a que Kugelblitz participase en los beneficios, así como en la creación de un currículo en el que cada curso sería considerado un tipo diferente de enfermedad mental y se abordaría desde esa perspectiva. Básicamente, un manicomio en el que mandaban deberes para casa.

Esta mañana, para variar, Maxine encuentra el descomunal porche de entrada atestado de alumnos, profesores en labores de vaquero, padres y canguros, y hermanos más pequeños en sus cochecitos. El director, Bruce Winterslow, que recibe el equinoccio con un traje blanco y un sombrero panamá, se ocupa de todos los presentes, a cada uno de los cuales conoce por su nombre y de los que hasta ha memorizado un esbozo biográfico, dando palmadas en hombros, amable y atento, charlando o amenazando según se requiera.

—Maxi, hola —Vyrva McElmo, que se ha deslizado por el porche entre la multitud, tardando mucho más de lo necesario: un rasgo típico de la Costa Oeste, según Maxine. Vyrva es un encanto, pero el tiempo no parece agobiarla lo bastante. Hay mujeres a las que les han quitado el carné de buena madre del Upper West Side por mucho menos de lo que ella hace—. Esta tarde estoy pillada en otra pesadilla horaria —dice a unos cochecitos de distancia—, nada muy grave, al menos por ahora, pero al mismo tiempo…

—No pasa nada —para abreviar un poco—. Recogeré a Fiona y me la llevaré a casa, puedes pasar a buscarla cuando quieras.

—Gracias, de verdad. Procuraré no volver muy tarde.

—Puede quedarse a dormir.

Antes de que se conocieran bien, Maxine le servía invariablemente una infusión tras poner una cafetera al fuego para sí misma, hasta que Vyrva preguntó, con bastante buen humor: «Es como si llevara matrícula de California en el trasero, ¿no?». Esta mañana Maxine repara en un par de cambios en el improvisado atuendo que Vyrva suele llevar los días laborables: para empezar, algo parecido a lo que la muñeca Barbie llamaba Traje de Ejecutivo para Comidas de Trabajo, en lugar de un mono vaquero; el pelo peinado hacia arriba, en vez de las trenzas rubias de siempre; y los pendientes de plástico con forma de mariposa monarca han sido reemplazados por… por ¿qué?, ¿diamantes, circonitas? Alguna cita avanzada la jornada, asuntos de trabajo sin duda, o búsqueda de empleo, o tal vez otra expedición en busca de financiación.

Vyrva tiene un título de Pomona, pero no trabajo fijo. Justin y ella son inmigrantes, trasplantados del Silicon Valley al Silicon Alley neoyorquino. Justin y un amigo suyo de Stanford montaron una pequeña start-up que, mal que bien, se las arregló para mantenerse a flote durante el desastre de las puntocoms del año pasado, aunque no con un brío irracional que se diga. Hasta ahora van saliendo adelante y consiguen pagar la matrícula de la Kugelblitz, por no mencionar el alquiler del sótano y la planta baja de una casita de ladrillo junto a Riverside, que le provocó a Maxine un ataque de envidia inmobiliaria la primera vez que la vio.

—Una residencia espléndida —fingió congratularse—, no sé si me habré equivocado de profesión.

—Habla con Bill Gates —Vyrva despreocupadamente—. Yo sólo estoy haciendo tiempo, esperando a poder vender mis opciones sobre acciones. ¿Entiendes, querida?

El sol de California, unas aguas donde se puede bucear con tubo, al menos casi siempre. Sin embargo, de vez en cuando…; Maxine no llevaría en su trabajo tanto tiempo como lleva si no hubiera desarrollado unas antenas para captar lo que no se dice.

—Pues buena suerte, Vyrva —pensando: en lo que sea que tengas que hacer; y, tras notar una segunda y lenta mirada californiana de su amiga mientras baja las escaleras del porche y besa de paso a sus hijos en la coronilla, reanuda su camino de todas las mañanas al trabajo.

Maxine tiene en esa misma calle una pequeña agencia de investigación de fraudes y delitos económicos, llamada Tail ’Em and Nail ’Em —llegó a plantearse, fugazmente, eso sí, añadir «and Jail ’Em»,[1] pero se dio cuenta a tiempo de lo iluso, por no decir simplemente engañoso, que sería—, en el antiguo edificio de un banco al que se accede por un vestíbulo de techo tan alto que, antes de que se prohibiera fumar, a veces ni se veía. Abierto como templo de las finanzas poco antes del Crash del 29, en un delirio ciego no muy distinto a la reciente burbuja de las puntocoms, se ha remodelado y reconfigurado en incontables ocasiones a lo largo de los años hasta convertirse en un palimpsesto de pladur que acoge a escolares díscolos, soñadores de los que fuman pipas de hachís, representantes de artistas, quiroprácticos, talleres ilegales donde se fabrica a destajo, minialmacenes de quién sabe qué variedades de mercancías de contrabando y, últimamente, en la planta de Maxine, una agencia de contactos llamada Yenta Expresso, la agencia de viajes In ’n’ Out, la fragante suite del doctor Ying, acupuntor y especialista en hierbas, y, al fondo del pasillo, un local libre, antes Packages Unlimited, que apenas recibía visitas ni cuando estaba ocupado. Los inquilinos actuales recuerdan la época en la que esas puertas, ahora cerradas con cadenas y candados, estaban flanqueadas por gorilas de uniforme con Uzis, que firmaban misteriosas entregas y envíos. La posibilidad de que en cualquier momento estallara un tiroteo de armas automáticas daba un estimulante filo a la jornada, pero ahora el local libre está vacío, esperando.

En cuanto sale del ascensor, Maxine oye a Daytona Lorrain pasillo adelante, al otro lado de la puerta, en un tono muy dramático, maltratando de nuevo el teléfono del despacho. Entra de puntillas más o menos a la par que Daytona chilla:

—Firmaré los putos papeles y me piro; si quieres ser padre, cómete la mierda entera —y cuelga el teléfono de golpe.

—’Enos días —gorjea Maxine en una tercera descendente, con la segunda nota puede que una pizca demasiado aguda.

—La última oportunidad para ese cabrón.

Algunos días da la impresión de que toda la chusma de la ciudad tiene el número de Tail ’Em and Nail ’Em en sus agendas Rolodex manchadas de grasa. En el contestador automático se han amontonado varios mensajes telefónicos: tipos que respiran obscenamente, vendedores de telemarketing, incluso algunas llamadas relacionadas con trabajos en marcha. Tras seleccionar y hacer limpieza con la tecla de playback, Maxine devuelve una llamada angustiada de un informante de una empresa de aperitivos y tentempiés de Jersey que, a hurtadillas, ha estado negociando con antiguos empleados de Krispy Kreme la adquisición ilegal de los parámetros secretos de humedad y temperatura que utilizan en las «cámaras de fermentación» del proveedor de donuts, además de fotos también clasificadas de la máquina de extrusión de donuts, que, bien miradas, parecen polaroids de piezas de coche tomadas hace años en Queens y pasadas luego por el Photoshop con, todo sea dicho, un espíritu bastante caprichoso.

—Empiezo a pensar que en este asunto hay algo raro —la voz de su contacto tiembla un poco—, quizá ni siquiera sea legal.

—Trevor, ¿no será porque de hecho es un delito según el Título 18?[2]

—¡Es una operación encubierta del FBI! —grita Trevor.

—¿Y por qué iba el FBI a…?

—¿Es que no lo ves?, ¡Krispy Kreme!, ¡trabajando como pantalla de sus hermanos de las fuerzas de la ley en todos los niveles!

—Muy bien, hablaré con los de la Fiscalía del Distrito de Bergen County, tal vez sepan algo…

—Espera, espera, viene alguien, me han visto, ¡oh!, más vale que… —La comunicación se interrumpe. Siempre pasa lo mismo.

Con desgana, Maxine se queda mirando fijamente el último caso de fraude de inventario —ya ha perdido la cuenta de cuántos ha habido— relacionado con el minorista de chismes Dwayne Z. («Dizzy») Cubitts, conocido en toda la zona metropolitana triestatal por sus anuncios televisivos del «Tío Dizzy», en los que aparece dando vueltas a toda velocidad sobre una especie de plato giratorio, como un niño que quisiera marearse («¡El tío Dizzy! ¡Le da la vuelta a los precios!»), cargado con organizadores de armarios, peladores de kiwis, abridores láser de botellas de vino, telémetros de bolsillo que escanean las colas en las cajas del súper y calculan cuál es probablemente la más corta, alarmas sonoras que se sujetan al mando a distancia de la tele para que nunca lo pierdas, a no ser que se te pierda también el mando a distancia de la alarma. Nada de lo cual está todavía a la venta en las tiendas, pero puede verse en acción en cualquier programa televisivo de madrugada.

Aunque ha estado a las puertas de la prisión de Danbury en más de una ocasión, Dizzy sigue enganchado a la fatalidad de sus elecciones paralegales, lo que pone a la propia Maxine ante dilemas morales que harían que hasta una mula del Gran Cañón se lo pensara dos veces. El problema radica en el encanto de Dizzy, o al menos en su ingenuidad de recién caído de la higuera giratoria, que Maxine no acaba de creerse que sea del todo fingida. A los timadores comunes y corrientes les bastan los problemas familiares, la vergüenza pública o algún tiempo en la trena para ponerse a buscar un empleo legal, no necesariamente decente. Pero incluso en comparación con los estafadores de poca monta con los que a Maxine no le queda más remedio que tratar, la curva del aprendizaje de Dizzy permanece inexorablemente plana.

Desde ayer, el director de una sucursal del Tío Dizzy en Long Island, en alguna parada de la línea de ferrocarril a Ronkonkoma, ha estado recibiendo mensajes cada vez más confusos. Un lío en los almacenes, irregularidades en el inventario…, joder, Dizzy, dame algo nuevo, por favor. ¿Cuándo podrá Maxine relajarse, convertirse por fin en Angela Lansbury, dedicarse sólo a asuntos con clase en lugar de seguir exiliada ahí, entre los bobos y los inútiles?

Durante su última visita sobre el terreno a los almacenes del Tío Dizzy, Maxine dobló la esquina de una imponente pila de cajas de cartón y tropezó con Dizzy en persona; lucía una camiseta de Crazy Eddie de un amarillo chillón y daba vueltas por detrás de un grupo de supuestos inspectores cuya edad media rondaría los doce años, pues la empresa que los contrataba era tristemente famosa por seleccionar a drogatas solventes, adictos a los videojuegos y casos diagnosticados de pensamiento crítico debilitado, a los que encargaba sin más preámbulos la realización de inventarios.

—Dizzy, pero ¿qué…?

—Uy, la he pifiado otra vez, como dice Britney.

—Mira esto. —Maxine recorría los pasillos pisando con fuerza, cogiendo al azar cajas cerradas de cartón que sostenía delante de Dizzy. Algunas, tal vez para sorpresa de otros pero no de ella, aunque precintadas, no parecían contener nada. Caramba—. O soy la Mujer Maravilla o estamos sufriendo los efectos de una inflación de inventario… No me vengas con que quieres apilar estas cajas vacías hasta que lleguen al techo, Dizzy, basta una mirada a la fila de abajo para preguntarse cómo es posible que no se venza con todo lo que tiene encima, joder, es un cante de primera y…, y ese equipo de chavalillos que te hacen el inventario, al menos deberías dejarles salir del edificio antes de llevar el camión a la plataforma de carga para transportar las mismas cajas al siguiente puto almacén, no sé si me entiendes…

—Pero —ojos tan grandes y abiertos como piruletas de feria— a Crazy Eddie le salió bien.

—Crazy Eddie acabó en la cárcel, Diz. Y tú vas camino de añadir otro juicio a tu colección.

—Eh, no te preocupes, estamos en Nueva York; aquí le ponen pleitos hasta a los salamis.

—Ya…, ¿y ahora qué hacemos? ¿Llamo a los polis de operaciones especiales?

Dizzy sonrió y se encogió de hombros. Se quedaron entre las sombras que olían a cartón y plástico, y Maxine, que silbaba Help Me Rhonda entre dientes, tuvo que resistirse al impulso de atropellarlo con una carretilla elevadora.

Ahora mira fijamente el expediente de Dizzy dejando pasar el tiempo, sin abrirlo. Un ejercicio espiritual. El interfono zumba.

—Aquí hay un tal Reg no sé qué que no tenía cita.

Salvada. Deja a un lado la carpeta, que en cualquier caso, como un buen koan, no habría revelado ningún sentido.

—Vaya, Reg. Tú por aquí. Hacía mucho tiempo.