«Por el precio de un concordato… el papa abandonó a su suerte al Partido del Centro, hogar político del catolicismo alemán»
(H. Stehie)
«… todo ello se ha efectuado sin la menor injerencia por parte de la Santa Sede o del cardenal secretario de estado. El cardenal manifestó por aquellos días que él mismo dejó de enviar cartas privadas a Alemania para evitar la menor apariencia de querer inmiscuirse en el curso de los acontecimientos. La declaración de los obispos en marzo, favorable al partido, le sorprendió literalmente en las páginas de la prensa… Cuando el cardenal secretario de estado, Pacelli, la leyó en la prensa, se pronunció así: ¡Lástima haber venido en este momento!»
(El jesuita R. Leiber, secretario privado de Pío XII)
Eran un temor y una esperanza las motivaciones que llevaron al Vaticano hacia los brazos de Mussolini y Hitler. El temor ante el comunismo mundial y la esperanza de un concordato. «El rasero aplicado por Roma para evaluar cualquier gobierno alemán era, ante todo, el siguiente: hasta qué punto estaba resuelto a combatir contra el comunismo ateo y hasta qué punto decidido a concluir un concordato para el Reich. También por lo que respecta a su enjuiciamiento de Hitler acabaron por ser decisivos estos dos puntos de vista».
Como quiera que desde la pérdida del estado pontificio la curia carecía de los usuales medios de poder temporales, la política de concordatos se convirtió paulatinamente, en especial tras la I G. M., en el centro de su diplomacia. Fue entonces, concretamente el 19 de mayo de 1918, cuando entró en vigor el Codex Iuris Canonici. Y aunque esta obra imponente, que entramaba sistemáticamente todas las circunstancias internas de la Iglesia, sometiéndolo todo a una disciplina estrechamente vinculada al papa, (en ella trabajaron de forma decisiva y durante más de un decenio tanto P. Gasparri, un eminente canonista, como E. Pacelli) no aportase propiamente muchas ideas nuevas y sí algunas modificaciones ajustadas al tiempo y, sobre todo, meras adaptaciones, su exhaustiva reglamentación jurídica interna conllevaba también consecuencias hacia fuera: especialmente la supresión de toda soberanía de las diferentes iglesias estatales y el anclaje, en cambio, de ciertos ordenamientos del derecho «canónico» en el «profano» Se trataba, en el fondo, de la vieja lucha por el poder, de garantizar y de ampliar los privilegios clericales con nuevos medios, los «legales».
Firmar concordatos, pues, (algo que conocía la Edad Media) se convirtió para los papas, bajo las nuevas y alteradas circunstancias de su lucha por el poder, en la meta más apetecida. Pues cuando la curia concluye un tratado así, ello redunda, casi siempre, en su ventaja. ¡Por qué habría de concluirlo en otro caso! Incluso por parte católica se concede que «En la mayor parte de los casos, es la Iglesia la que más obtiene respecto al Estado». Si, excepcionalmente, concluye pese a todo un concordato con el que no puede obtener mayores ventajas que el Estado, ello se deberá únicamente a que en ese momento se asegura al menos para sí cuanto pueda asegurase desplegando todos sus recursos y argucias; a que no hay momentáneamente nada más que conseguir y a que la situación será no obstante mejor con, que sin concordato. De lo cual se sigue que un estado que busque su ventaja, evitará firmar cualquier concordato, como, p. ej., ha hecho hasta ahora la URSS (y la RDA, que considera como no existentes los concordatos concluidos con Prusia, en 1929, y con el Reich, en 1933).
Cuando también los gobiernos no comunistas eran más inteligentes que lo son hoy, había de vez en cuando soberanos que no solamente no concluían tratados con Roma, (¡Quien a Roma se ata…!) sino que, aún teniendo ellos un representante ante el papa, se guardaban muy mucho de tener un representante del papa en su corte. Tal fue el caso de los reyes prusianos desde Federico el Grande. También Federico Guillermo III dio con gran énfasis, en el verano de 1802, instrucciones a su legado ante la «Santa Sede», Guillermo de Humboldt, para «frustrar de buen principio» los reiterados intentos de la curia «de nombrar ante nosotros un legado papal, un nuncio o cualquier otro sujeto con no importa qué titulación». Y un «Concordato entre un soberano y el papa», intuía nítidamente el monarca, presupone «que aquél cede en algo y otorga así al papa una ventaja cualquiera que redunda correspondientemente en desventaja suya. En esto de ceder o conceder ventajas, Nos, como soberano protestante y de acuerdo con los principios de nuestro gobierno, no queremos dar ni un solo paso. Lo que queremos más bien es evitar toda cesión o concesión».
También Bismarck opinaba que un concordato suponía para un estado «un detrimento tan grave y particular» que ello le parecía inaceptable, «al menos por lo que respecta al Reich alemán». «No tenga el menor cuidado, no iremos a Canosa. Ni en cuerpo, ni en espíritu». Pero acabaron por ir. En definitiva, el agudo asiduo de Bismarck, K. Von Schlózer, que como legado prusiano ante la Senté Sede conocía los entresijos de la política de esta última se quejaba así a finales del siglo anterior, poco antes de su muerte: «La estupidez política de los alemanes es tan descomunal que resulta inimaginable». Entre tanto, esa estupidez política alemana no ha hecho otra cosa sino crecer hasta límites que Schlózer no podía sospechar, de modo que ya están nuevamente expuestos al peligro de una III G. M. y de la pérdida de su propia existencia.
Los alemanes fueron, pues, una vez más, una de tantas, a Canosa. Eso pese a que tras la guerra, lo que no puede ser casual, se daba «en no pocos países una aversión fundamental a concluir ningún tipo de acuerdos con la Iglesia». Pero la situación comenzó a cambiar. Durante el pontificado de Pío XI, especialmente, irrumpió con tal fuerza la era de los concordatos que hasta los círculos católicos criticaron a ese papa por su «concordatomanía», particularmente en aquellos países donde la gente entendía a la Iglesia (lo que no es pequeño error) no como abogada de intereses «temporales», sino como «testimonio del evangelio». Como ya hemos visto, se concluyeron acuerdos de ese tipo (en los que frecuentemente están en juego problemas relativos al matrimonio, a la educación, a las finanzas, al derecho del papa a nombrar libremente los obispos etc.) con Letonia, en 1922; Polonia, en 1925; Rumania y Lituania, en 1927; Italia, en 1929, y Austria, en 1933. (Muchos de ellos fueron reducidos a la nada por la II G. M.). Aparte de esos, el Vaticano concluyó otros acuerdos con Checoslovaquia, Francia, Portugal, Colombia, Guatemala y Perú.
Naturalmente, la curia también había hecho en ese sentido urgentes esfuerzos en Alemania, que, después de la guerra, ya no era una monarquía constitucional, sino una democracia parlamentaria. Desde el 11 de agosto de 1919 estaba en vigor la Constitución de Weimar, que unía esa democracia con un sistema presidencial y no permitía la existencia de una «iglesia nacional». Respetaba, eso sí, la libertad religiosa, reconociendo a las iglesia como corporaciones de derecho público y garantizando básicamente la escuela pública confesional. Cabezas tan versadas jurídicamente como el secretario de estado Gasparri y su nuncio en Alemania, Pacelli, descubrieron en todo ello posibilidades muy halagüeñas para imponer sus concepciones jurídicas. Su interés primordial se centraba evidentemente en el ámbito educativo. La conferencia episcopal de Fulda se percató ya, en 1919, de que los artículos de la constitución relativos a ese problema, los que iban del 143 al 149 «no eran, por una parte, compatibles con los derechos de la Iglesia… y por la otra atribuían al Estado facultades de un alcance excesivo». Y es que la Iglesia, quintaesencia de todo totalitarismo, ha de violentar al hombre, apenas nacido, mediante el bautismo, para poder después tutelarlo hasta su muerte.
El último concordato del Reich, el Concordato de Viena, había sido concluido en 1448 entre el emperador Federico III y el papa Nicolás V. Favorecía sobremanera a este último y estuvo en vigor hasta el 1806. Los recientes esfuerzos de la curia en torno a un nuevo concordato fueron respaldados por el canciller J. Wirth, proveniente del Centro católico, pues un tratado así contribuiría a consolidar su propia posición, algo que siempre suele motivar a los políticos; pero ni siquiera las abiertas amenazas de Pacelli contra el ministro de cultura alemán y su secretario de estado, en 1921, tuvieron el éxito anhelado por el ambicioso nuncio. Todos sus intentos fracasen a causa de sus pretenciosas exigencias en el ámbito escolar y de la resistencia de liberales, protestantes y social-demócratas.
Así pues, de momento, los esfuerzos se concentraron en la conclusión de concordatos regionales y, con seguro instinto, dieron comienzo por el estado alemán más «ilustrado», por Baviera. Pacelli llevó intencionadamente con gran lentitud las negociaciones relativas al concordato del Reich al objeto de asegurarse primero el concordato con Baviera, donde el terreno era mucho más favorable. «Este concordato bávaro», escribió al cardenal Bertram de Breslau, «podría servir también de ejemplo y precedente para los otros estados federales de Alemania». La curia pretendía, efectivamente, concluir en Múnich un «concordato modélico» para poderlo presentar como tal, no sólo a los otros estados alemanes, sino a todo el mundo. «Tanta es la estima que Roma siente por Baviera».
Pacelli, de quien se ha dicho incontables veces que los alemanes contrajeron, justamente por aquellos años, una gran deuda con él, procedió con gran desenvoltura aprovechando el momento, la constitución y ciertas peculiaridades bávaras, sin otras miras que su propia ventaja y la de su amo. En febrero de 1920, exigió la aplicación irrestricta del derecho canónico, un derecho casi absoluto de supervisión e intervención en cuestiones escolares, el estricto mantenimiento de la totalidad de las obligaciones financieras, en suma «Las exigencias eran tales… en todos los ámbitos, que todos los derechos recaían de parte de la Iglesia y todas las obligaciones de parte del Estado». Hasta la propia burocracia ministerial muniquesa estaba «malhumorada por sus excesivas exigencias». Y es que hasta un esbozo más mesurado, elaborado dos años más tarde, era de tal tenor que incluso el legado bávaro ante la Santa Sede, el buen católico Barón Von Ritter leía «en las primeras 7 páginas y media sólo sobre obligaciones del Estado», y sobre contrapartidas por parte de la Iglesia «sólo al final de todo y despachadas en apenas 19 líneas». «Buena muestra de cómo se concluyen concordatos».
En el verano de 1922, el nuevo papa incidió personalmente en las negociaciones. Al gobierno de Múnich le hizo «saber, fuera de toda duda, que tengo vivo interés por esa cuestión, que he estudiado minuciosamente», esperando de los bávaros «una muy pronta conclusión del concordato». La firma del mismo hubo de esperar, no obstante, hasta marzo de 1924, después de que Pío XI y Pacelli realizaran un último examen, «palabra por palabra» del texto alemán. La curia estaba, informa Ritter, «de lo más exultante» y tenían buenas razones para ello. El gobierno bávaro se había arrastrado ante la cruz, mírese por donde se mire. Casi la totalidad de los 16 artículos redundaba en beneficio de la Iglesia y de modo especial las concesiones hechas en el ámbito de la escuela básica confesional y de la formación de profesores (Art. 5 y 6), así como las referentes a las escuelas privadas de las órdenes religiosas. Única concesión de la Iglesia en el’ artículo 13: «que los sacerdotes bávaros, en su mayoría, o incluso los alemanes en general, fuesen remunerados por el estado de Baviera». ¡Quien a Roma se ata…!
Tras su grandioso éxito en Baviera, e incluso un poco antes, Pacelli adoptó nuevas iniciativas con la vista puesta en un concordato con el Reich, al objeto, digámoslo así, de poder adornar su palmarés con una nueva victoria sobre Alemania. El «hombre de la situación», (así lo elogiaba entonces Gasparri) aplicó, informa Von Pastor, «con esfuerzo extremado toda su energía para obtener un resultado tan beneficioso como el que había conseguido en Múnich». Sin embargo y pese a que tenía otra vez un canciller del Centro a su disposición, W. Max, su tentativa fracasó[107].
No obstante, Pacelli consiguió, aunque fuese ante los desconfiados ojos de la opinión pública noralemana (la Liga Evangélica reunió tres millones de votos en contra) y tras negociaciones sumamente fatigosas, concluir el 14 de junio de 1929 un solemne convenio con el Estado Libre de Prusia. A punto estuvo de frustrarse por culpa de la cuestión escolar. El presidente del gobierno prusiano, O. Braun, encareció a Pacelli que en el texto «ni siquiera debiera figura la palabra escuela». Pacelli insistía en que sin un acuerdo sobre la escuela le resultaba «imposible acudir a Roma ante al Santo Padre». Los prusianos, no obstante, (uno podría pensar que en sus cabezas latía aún algún resto de las opiniones de sus reyes ilustrados) se mantuvieron duros en ese punto. El ministro de educación, el liberal C. H. Becker, trataba de igual a igual con el nuncio. De ahí que, finalmente, el texto no hiciese la menor referencia a la escuela o el matrimonio, algo que, seguramente, resultó bien doloroso para Pacelli «paladín de la escuela y de la educación católicas». Pues, como expresaría con toda franqueza una vez papa, «toda educación juvenil que descuide premeditadamente dirigir los pensamientos hacia la auténtica patria, el cielo, acarrea grandes daños…».
La Iglesia concede ciertamente al estado aquellos derechos cuyo disfrute no le interesa a ella misma, pero lo que sí apetecería por encima de todo, como pasaba en la Edad Media, es la reivindicación, en régimen de monopolio, del derecho básico a educar. En opinión de la Iglesia, el Estado tiene, cuando menos, el deber (incluso en nuestros días) de impedir toda doctrina opuesta a las suyas. Este amordazamiento de la libertad de pensamiento, ese entontecimiento sistemático de generaciones enteras, es la causa fundamental de que en aquellos países donde el catolicismo ha tenido hasta hace poco (o sigue teniendo) una influencia determinante, en Irlanda, España y Portugal, haya imperado una notoria escasez de pensadores y de científicos independientes.
Ya es algo que lo conseguido en Prusia, que ni siquiera mereció adoptar el nombre de «Concordato», que resultaba más bien menguado para la curia, pasara con éxito (243 votos contra 171) por el parlamento. Y con ojo certero, Pacelli avizoraba ya otro concordato con Badén. Éste se concluyó en octubre de 1932 y, en ese Sudeste alemán de gran tradición liberal, pasó por la Dieta por un único voto de diferencia, debiéndose añadir al respecto que ello acarreó la ruptura del gobierno de coalición con los socialdemócratas tras ya 14 años en ejercicio. El concordato entró en vigor el 11 de marzo de 1933: ese mismo día se estableció en Karlsruhe un gobierno nazi. Entre tanto, sin embargo. Pío XI, el hombre de las decisiones en solitario, despidió con todos los honores y por razones desconocidas hasta el presente a su secretario de estado, Gasparri. El exnuncio y experto en la Alemania (nazi), Pacelli, era ya, desde hacía tres años, concretamente desde el 9 de febrero de 1930, y en generoso premio a su actividad, cardenal secretario de estado y estaba ya en camino de subir él mismo al solio pontificio. «Ya la conclusión de un sólo concordato es toda una proeza para un diplomático papal», se deshace en elogios el jesuita Leiber, y «Pacelli podía decir que tres o, llegado el caso, cinco, eran obra suya».
Al igual que frente a Mussolini, fueron también el miedo al asalto planetario del comunismo y del socialismo, así como la esperanza de un concordato, los factores determinantes de «la política de la curia frente a Hitler. A la vista, por un lado» de la persecución de los cristianos, la mayor de la época moderna, desplegada en la URSS y de los éxitos espectaculares, por el otro, que Hitler obtenía en la Alemania de los años treinta, la decisión del papado, institución sempiternamente oportunista, que vive y sobrevive de la adaptación a los más fuertes, no podía ser otra que la que adoptó. No hay nada que el Vaticano adore más que el éxito. Y por más que no abrigase simpatías por la ideología racista de los nazis, (aunque difícilmente podía repugnar al Vaticano la lucha contra los judíos, justamente el pueblo al que él mismo había venido persiguiendo durante casi dos mil años) por más que detestase el feroz anticlericalismo de un Rosenberg, de un Streicher y de otros bonzos del partido, Hitler se había situado siempre personalmente en el campo del cristianismo y había dado señales de su proclividad a cooperar con las iglesias. Y como además, y sin hacer distingo alguno (siguiendo en ello a la Iglesia, pero obrando con mayor determinación aún) combatía al comunismo, al socialismo, a cualquier clase de izquierda y, por añadidura, al liberalismo, ¿por qué no habría uno de iniciar un acercamiento y buscar una alianza con él?
Ya en el verano de 1924, Pastor fue consultado por persona conspicua dentro del Vaticano acerca de si éste podría trabar relaciones con el partido de Hitler, «quien afirma haber roto con Ludendorff (un antivaticanista acérrimo)» y «haber expresado el deseo, a través de un intermediario, de tomar contacto con Roma». Pastor recalca que ese deseo «fue hecho llegar al Vaticano por una personalidad sumamente discreta, por supuesto». Y de forma muy diplomática, el historiador de los papas respondió que «un deseo así apenas se puede rechazar a limine». Aconsejó, eso sí, «máxima prudencia» y que se «consultase al cardenal Faulhaber». El 25 de noviembre de 1931, el legado checoslovaco ante la Santa Sede, Radimsky, informa sobre contactos entre los nazis y la curia. Ellos se ofrecen como aliados contra el comunismo y la francmasonería, y el subsecretario de estado, Pizzardo, acoge con agrado aquella aproximación recomendada por el obispo de Berlín, Schreiber.
Como «brazo secular» de su política en Alemania, le servía al papa el Partido del Centro. Su dirigente, W. Max, un dominico terciario, tres veces canciller alemán, no daba un sólo paso en política sin consultar previamente a Pacelli. Es así como el partido se convirtió en instrumento del nuncio. La influencia de este último no hizo sino aumentar cuando el sacerdote L. Kaas se convirtió en presidente del Centro, pues era gran amigo y admirador suyo. Kaas, profesor de derecho canónico en Tréveris y Bonn, prelado doméstico papal (1921) y protonotario apostólico, intervino, como experto de su partido para la política exterior, contra el intento de obtener las reivindicaciones alemanas mediante una paciente negociación. A ese respecto formaba frente común con los dirigentes de la derecha, Hitler y Hugenberg, el antiguo presidente del directorio de la Krupp, quien, desde octubre de 1928, dirigía el Partido Popular Nacional de Alemania. Hugenberg constituyó en 1931, con los «Cascos de Acero» y el partido nazi el «Frente de Harzburg», como agrupación de la «Oposición Nacional».
A través de Kaas, que pasaba frecuentemente sus vacaciones con Pacelli en Suiza, (amén de ser asimismo amigo de Seipel) y tenía el plan de constituir en Europa Central un Reich católico, el Vaticano tenía totalmente en su poder al Partido del Centro. «Las organizaciones de base del partido no lo sabían y sólo tenían la sensación de que éste seguía un rumbo todavía más reaccionario y más nacionalista. No sabían que su partido sólo estaba allí para servir a un objetivo: destruir la democracia y aniquilar el movimiento obrero implantando una dictadura que combatiese al comunismo y respetase los intereses de la Iglesia».
Kaas, cuyas continuas estancias en Roma duraban semanas, y su partido tenían, sin embargo, «una posición clave en la política alemana». Aparte de ello, el Centro dio al país una serie de cancilleres católicos, quienes por cierto y muy al contrario que el profesor de derecho canónico de Bonn, no pensaban, y menos aún por aquellos años, en ser más papistas que el papa. El Vaticano, se sentía, más bien, vivamente decepcionado por ellos.
Se ha opinado que Pío XI, que conocía la situación en el Oriente, por haber sido testigo directo por algún tiempo, se dejaba guiar primordialmente por su rígido anticomunismo, mientras que al secretario de estado Pacelli, que ya tenía en su haber los concordatos de Baviera, Prusia y Badén, lo guiaba la esperanza de poderlo coronar todo mediante un concordato con el Reich, empresa continuamente frustrada pese a sus incansables esfuerzos. Sea como sea, en ambos pesaban uno y otro factor. Cada uno de ellos intentaba amargarle al Centro su coalición con los socialdemócratas, base todavía de la relativa estabilidad del parlamentarismo alemán. Y es que Pío XI ya había vetado rigurosamente en Italia la cooperación entre el partido católico y los socialistas, A buen seguro que también el papa deseaba aquel concordato con el Reich, que su secretario de estado, ambicioso y mimado por la suerte, no perdía ni un sólo instante de su vista. Que ahora, en los primeros años treinta, Pacelli intentase llegar a su meta a través de la cuestión del obispo castrense y de la acción pastoral en la Reichswehr no debiera extrañarnos a la vista de cómo apostó más tarde por el triunfo de las armas alemanas. Tanto menos cuanto que el entonces «Vicario de Cristo», y no fue ciertamente un caso aislado, sentía —como ya vimos— manifiesta predilección por el militarismo.
El secretario de estado obtuvo ahora, lo que no deja de ser extraño, que el Ministerio de AA. EE. nombrase al prelado Kaas como comisionado especial. Y es que éste, como comentaba el legado bávaro ante la Santa Sede en marzo de 1930, «le había prestado múltiples y beneficiosos servicios». Y como, por añadidura, el católico H. Brüning, un político del Centro, fue nombrado canciller el 28 de marzo, Pacelli puso nueva y resueltamente rumbo hacia su antigua meta, el concordato del Reich y elevó otra vez sus pretenciosas exigencias, sobre todo, por lo que respecta a los problemas relativos a la escuela, al matrimonio y a la financiación[108].
Ahora bien, la situación en Alemania, con más de cuatro millones de parados, fuerte restricción de los pedidos a las empresas y una dura crisis bancaria, era tan desolada que ni los mismos políticos católicos del Partido del Centro, que gobernaban sin mayoría parlamentaria aunque gracias a la tolerancia del Partido Socialdemócrata, satisficieron la enorme ambición de concordato de la curia: de hacerlo habrían concitado contra sí no sólo la resistencias de las izquierdas, sino también el furor protestanticus.
En la pascua del 1931, el político del Centro y ministro del interior, J. Wirth, pasaba unos días en Roma. En 1922 había sido canciller de una coalición compuesta por el Centro, el SPD (socialdemócratas), y el DDP (Partido Democrático Alemán). También fue él quien había puesto en marcha, bajo la divisa de ¡El enemigo está a la derecha!, las Leyes en Defensa de la República, impresionado por el asesinato de su ministro de AA. EE. exteriores, W. Rathenau, odiado por los extremistas de la derecha (todavía después de la II G. M. J. Wirth preconizó una política de neutralidad para Alemania). Durante la audiencia que Pío XI le concedió por entonces, éste le exigió enérgicamente que liquidase la coalición con los socialdemócratas en Prusia, a raíz de lo cual Wirth abandonó finalmente aquel lugar, presa de «gran excitación».
Cuando, poco después, el 8 de agosto de 1931, el político católico del Centro, H. Brüning, canciller y ministro de asuntos exteriores habló con Pacelli, la ruptura se hizo total. Brüning se veía enfrentado a legiones de parados en constante aumento, a una economía en permanente recesión y a una radicalización de toda la vida política producida por comunistas y nazis, pero todos esos problemas de la política interior, como cualesquiera otros, le resultaban a Pacelli totalmente indiferentes. Lo que para él estaba ante todo en juego era la cuestión del obispo castrense y, en general, el afianzamiento del derecho canónico mediante un concordato. «Le dije», comenta Brüning acerca del diálogo sostenido en los aposentos privados de Pacelli, «que a mí, como canciller católico, me resultaba de todo punto imposible abordar siquiera esos problemas a la vista de las tensiones acumuladas en Alemania. Casi todos los estados alemanes federados significativos tenían ya un concordato y con el resto había negociaciones con buenas perspectivas». El canciller se remitió a la incomprensión de los protestantes y de las izquierdas, pero eso no pareció inmutar a Pacelli, que exigió más bien de Brüning que «con vistas al concordato del Reich, formase un gobierno de derechas (!) poniendo como condición del mismo la inmediata conclusión de un concordato». «Por sorprendente que pareciera esa propuesta», escribe el teólogo de Tubinga Scholder, «se ajustaba como anillo al dedo a la política del cardenal, tendente a consolidar mediante un concordato el derecho canónico en Alemania, fuesen cuales fuesen los medios y las circunstancias. Ésa era la meta por la que venía trabajando desde hacía más de una década y usando toda su energía. Ahora había surgido una nueva situación política y Pacelli estaba decidido a aprovecharla, como solía hacer siempre con cualquier situación».
Cuando ambos hablaron de allí a poco sobre los acuerdos eclesiásticos con los protestantes, Pacelli consideró imposible «que un canciller católico concluya un acuerdo con una iglesia protestante». Y cuando Brüning replicó cáustico, que ya la propia constitución, que él había jurado, le obligaba a respetar los intereses de los protestantes sobre la base de la plena igualdad de derechos, el cardenal «condenó entonces la totalidad de mi política». Aquella misma tarde Brüning le comunicó brevemente su decisión de «aparcar definitivamente las cuestiones del obispo castrense y del concordato» a la par que expresaba irónicamente la esperanza de «que el Vaticano tenga más éxito con Hitler y Hugenberg que con el canciller católico Brüning».
Esperanza que también compartían los monseñores. Ya en diciembre de 1931, el barón Ritter informaba a su gobierno en Múnich sobre una conversación con el papa en cuyo transcurso éste reprendía como craso error de los nacionalsocialistas «el que no llegasen a un entendimiento con los obispos alemanes, cuando éstos, a la vista de la amplia difusión de los principios básicos del partido, hostiles a la Iglesia, se vieron obligados a prevenvir contra ellos a sus fieles». Eso dificultaba ciertamente cualquier acercamiento, pese a lo cual el papa tomaba en consideración el cooperar con ellos «quizá tan sólo de forma transitoria y para determinados propósitos».
Ni que decir tiene que en todas estas reflexiones la lucha contra el comunismo y contra la URSS desempeñaban un papel primordial. Pues fue justamente por ese tiempo cuando Pío XI habló ante Ritter «extremadamente preocupado por el bolchevismo, que amenazaba por doquier… y que, si consigue romper el dique alemán, inundará toda Europa». Consecuentemente, el papa abogaba por la unión de fuerzas entre el Centro, el Partido Popular de Baviera y los nacionalsocialistas. De forma muy similar se manifestaba en el verano del año siguiente el secretario de estado Pacelli, a quien lo que más inquietó en el resultado de las elecciones alemanas fue el crecimiento, para él sorprendente, de los comunistas. Era preciso hacer lo que fuera «para alejar de Alemania el bolchevismo cultural que avanzaba tras el partido comunista». «Para aunar las necesarias fuerzas de defensa» debía formarse «una nueva coalición en la Dieta del Reich, ¡más orientada a la derecha»!, integrando a los partidos derechistas, nazis incluidos.
Brüning, que reprochaba entonces, otoño de 1931, a Pacelli «desconocer la naturaleza del nacionalsocialismo» intentaba en aquel caos creciente defender la república contra todos los extremos, aplicando desde luego una «política de saneamiento» que agravaba aún más la crisis. A la sazón, él mismo, admirador de Mussolini, protegía ya a funcionarios filonazis y no quería poner en peligro las negociaciones de coalición entre el Centro y los nazis como las que ya se habían entablado, p. ej., en el estado de Hesse.
También con Hitler negoció Brüning más de una vez, presumiblemente acerca de una eventual inclusión de ministros nazis en su gabinete. Y aunque la cosa no llegara tan lejos, el canciller expresó públicamente su gratitud, en otoño de 1931, para con los de la camisa parda y su ¡Führer! por la «cortesía» con que le trataban, pese a todas sus críticas, mientras que Hitler, por su parte, se mostró «profundamente impresionado» por Brüning. Debió ser, a todas luces, por el modo como aquél engañaba a los aliados respecto a su gigantesco programa de armamento. Y es que el canciller católico, que había tomado parte en la I G. M. como oficial de infantería, fomentaba en secreto el rearme alemán y en especial el de la aviación. Al frente del «Departamento de Navegación Aérea» de su Ministerio de Transportes estaba aquel capitán Brandenburg, que, diez años más tarde, tendría una participación decisiva en los ataques aéreos contra Londres. Empresas constructoras de aviones, tales la Junkers y la Heinkel, obtenían ya fuertes subvenciones estatales mientras muchos pilotos militares recibían una instrucción en 44 campos de formación secretos. En cajas acorazas secretas se habían depositado ya planes detallados para bombardear Londres, París y la Línea Maginot.
De cada 100 marcos del presupuesto del Reich, en 1932 se destinaron: 42,42 para preparar la guerra y paliar sus consecuencias. 23,60 para beneficencia (y prestaciones extraordinarias). 15,02 para el servicio de deuda. 12,08 para la administración. 5,65 para la deuda flotante. 0,81 para viviendas y asentamientos. 0,42 para el plan de enseñanza.
La primera y la última cifra, 42,42 y 0,42, guardan entre sí una relación tan realista como lógica. Pues, ¿qué sentido tiene gastar mucho en la formación de personas a las que (¡una y otra vez!) habrá que enviar al matadero? O, dicho de otro modo: Si las personas gozasen de buena formación, si estuvieran críticamente ilustradas ¿iban a dejarse matar por aventureros temerarios y por gángsters?
El objetivo de Brüning, tanto en el ámbito constitucional como en la política exterior no era tanto la preservación de la democracia como la restauración de la monarquía y por cierto en su antigua plenitud de poderes. No aspiraba meramente a la igualdad militar de Alemania, sino, naturalmente y por encima de todo, a unos objetivos últimos dignos de un visionario, a la revisión de las fronteras del Este y, llegado quizá su momento, incluso a la hegemonía en el Sudeste de Europa, como herencia recogida de la antigua monarquía danubiana. «Esta política exterior contribuyó poderosamente, aunque fuera de manera involuntaria a dar pábulo a las tendencias fascistas en el interior y a crear las condiciones internacionales para un gabinete encabezado por Hitler. Simultáneamente posibilitó los primeros pasos dados por la Alemania nazi en política exterior»[109].
Nadie podría efectivamente dudar de que Brüning, como canciller católico del Centro y como miembro de una asociación religiosa de élite, mantenía estrechos contactos con distintas instancias de su Iglesia: desde el prelado Kaas, a quien mantenía al corriente de sus conferencias con Hitler hasta el último de los conventos, con quienes mantuvo, incluso, vínculos especialmente estrechos durante su época de canciller. Con ocasión de una entrevista con representantes de las órdenes estuvieron presentes no menos de 22 políticos de la cancillería del Reich, de los ministerios de AA. EE., del interior y de hacienda, aparte de otros pertenecientes a los ministerios de cultura, hacienda y comercio de Prusia. Lo expuesto por el exalmirante Behnke fue, sin embargo, una detallada ponencia sobre «La importancia del servicio de inteligencia alemán (!) en y desde el extranjero y la participación de las órdenes católicas en esta misión tan significativa para la patria alemana». En otra sesión organizada en 1932 en el convento de San Agustín, junto a Siegburg, de la Sociedad Misionera Steyler (muy activa bajo el signo del anticomunismo) el sacerdote K. Algermissen, director de la sección de apologética en la casa central de la Asociación Popular Católica, habló sobre «Los peligros del bolchevismo para Alemania».
Entre tanto, el número de parados se aproximaba a los 5 millones y la depauperación de las masas se agravaba. Llevada del temor a las izquierdas, la gran industria, al igual que la curia, mostraba creciente simpatía por las derechas y el presidente del Reich, Hindenburg, (empujado y no poco por los terratenientes del este del Elba) acabó por retirar su apoyo a Brüning. Supuestamente: «a 100 metros de su meta».
En Roma, donde un experto en asuntos alemanes como Pacelli, dirigía ahora la secretaría de estado, se seguía con creciente interés el desarrollo de los acontecimientos en Berlín, y muy especialmente el crecimiento de las fuerzas del partido nazi. El jefe de misión de la Pequeña Entente constataba quejoso que «un prominente funcionario del Vaticano» no tenía «en verdad una actitud de rechazo incondicional» frente al nacionalsocialismo. En abril de 1932, un mes antes de la dimisión de Brüning, el «prominente cardenal de la curia» preveía ya como segura la conquista del poder por los nazis. «Nada puede impedir su acceso al gobierno». El «muy prominente cardenal de la curia» era del parecer, que las «asperezas originales del programa» de los nazis, se irían «limando»; que se darían por muy contentos si, sobre las dificultades ya existentes, no tuviesen al menos que afrontar otras adicionales en relación con la Iglesia. En todo caso, con o sin ayuda de los partidos del gobierno, se harían con el timón del estado. La curia hizo absolutamente suyo ese parecer y de manera, por así decir, oficial. «Desde ese momento, el Vaticano echó todo su peso en el platillo de la balanza para aupar a Hitler al poder. Apenas reelegido, Hindenburg volvió bruscamente las espaldas a la socialdemocracia, sin considerar para nada el hecho de que, sin sus votos, jamás habría conseguido su reelección, y dio un marcado giro hacia la derecha que desembocó finalmente en la entronización de Hitler». Inmediatamente antes de la elección presidencial, en los territorios de población católica, millones de octavillas hacían propaganda adheridas a las casas, los buzones y postes del telégrafo: «¡Católicos! ¡Votad por el creyente católico A. Hitler!».
Evidentemente muchos prelados conspicuos, como el mismo Pacelli y su amigo y dirigente del Centro, Kaas, creían que «más tarde o más temprano los nazis se verían obligados a retirarse»: ése sería el momento de separarse de ellos: tal como sucedió en 1945. Claro que en el ínterin sucederían algunas cosas. De momento, sin embargo, estaban viendo cómo los camisas pardas iban camino del poder y ello obligaba a ir de su mano y fingirse complacientes con ellos; a medrar con criminales y sacar provecho de ellos: costumbre inveterada y principio básico del régimen papal desde la Antigüedad.
El lugar de Brüning lo vino a ocupar, el 1 de junio de 1932, F. Von Papen, excomandante de caballería de la monarquía prusiana, más tarde camarero papal, quien formó el «gabinete de los barones», de «concentración nacional». «Un católico bien conocido como excelente y practicante», como decía el legado austríaco ante la Santa Sede, Kohiruss. De «Mala cabeza, pero buen sombrero», lo calificó el general Schieicher, el mismo que lo había propuesto como canciller del Reich y que lo sustituyó a finales de aquel año en ese puesto, que él ocupó como último canciller antes de Hitler. Schieicher sería asesinado el 30 de junio de 1934 con su esposa, juntamente con otras 81 personas, como mínimo, fusilados todos ellos por las SS a raíz del llamado «golpe de Róhm», acción criminal de Hitler, y por él legalizada, tan solo tres días después, como «legítima defensa del estado», mediante una ley del Reich.
F. Poncet, el embajador de Francia, por quien Von Papen sentía debilidad, tenía a éste por persona falsa, ambiciosa, vanidosa, insidiosa e intrigante. «Todo el mundo», escribe F. Poncet, «comentaba sobre él entre susurros y risas… ya que Von Papen no era tomado en serio ni por amigos ni por enemigos». A lo largo de toda su trayectoria, bien sea como agregado militar, de 1913 a 1915, en Méjico o Washington, o como comandante del estado mayor del ejército turco en 1918, cometió serías picias. Es más, según Hitler, por culpa de Papen «habían caído en el lazo más de 5. 000 agentes en| los USA» y hasta es posible que fuese el responsable de que la escuadrilla del «Graf Spee» fuese atraída a una trampa junto a las islas Falkland. El católico Von Papen, proclive al snobismo y la arrogancia, culturalmente romo, pero trapacero miembro del «Club de Jinetes», del «Club de Caballero» prototipo de ultraconservador y apenas conocido antes de s ascenso a la cancillería (alentado especialmente por la Reichswehr), pertenecía a los sectores más derechistas del Centro. No le importaban lo más mínimo los asalariados, sino que era, más bien, defensor de «las obligaciones cristianas del asalariado». Desde el año 1924 era accionista principal del periódico del Centro, Germania, de cuyo consejo de administración sería más tarde presidente. A través de su mujer mantenía estrechos vínculos con la industria del Sarre[110].
Apenas tomo posesión de su cargo (a lo cual siguieron de inmediato los antisociales «Decretos-ley de Emergencia») Papen informó confidencialmente al cardenal secretario de estado, insólita iniciativa, acerca de los objetivos de su política, a la par que prevenía contra «una actitud de oposición cerrada por parte del catolicismo político alemán contra el movimiento por la libertad nacional de las derechas» Papen disolvió de inmediato la dieta Del Reich, llevando el agua al molino de los radicales. Mediante un golpe de estado disolvió el gabinete socialdemócrata de Prusia dirigido por O. Braun, el «zar rojo», el último gobierno republicano relevante y, tras un acuerdo con Hitler, anuló la prohibición de las SA y de las SS, que había promulgado Brüning en abril de 1932. Ya en las elecciones del 31 de julio de 1932, el Partido Nacionalsocialista pudo obtener más del doble de escaños en la dieta (de 110 pasó a 230) y convertirse así en la fracción más numerosa. Los comunistas, en cambio, que hasta entonces constituían con los nazis una mayoría de bloqueo al gobierno, obtuvieron sólo 89 mandatos, creciendo tan sólo en 11.
Pero mientras un mes después, agosto de 1932, el cachazudo episcopado alemán seguía declarando «prohibida… la afiliación a ese partido» (el nacionalsocialista), y veía «las más negras perspectivas» en caso de que éste ejerciese un poder incompartido, en Roma se pensaba ya de manera muy diferente. Lo que allí se temía no eran los 120 mandatos más ganados por los nazis, sino el aumento de los comunistas en 11. Inmediatamente después de las elecciones, el cardenal secretario de estado expresó al legado bávaro ante el Vaticano su «esperanza y su deseo… de que, al igual que el Centro y el Partido Popular de Baviera, los otros partidos basados en el cristianismo, entre los que también se cuenta el que ahora constituye la fracción más numerosa de la dieta del Reich, el Partido Nacionalsocialista, harán todo cuanto esté en su mano para mantener alejado de Alemania el bolchevismo cultural que avanza tras el Partido Comunista». A Pacelli le parecía necesaria «una coalición nueva a partir de los partidos políticos de la dieta», lo que, para el Centro y el Partido Popular de Baviera, suponía «orientarse ahora más a la derecha, buscando allí una coalición compatible con sus principios».
Y mientras que el Centro, para desesperación de muchos católicos, iniciaba efectivamente la búsqueda de esa «coalición compatible» deseada por Pacelli, éste, por su parte, se afanaba por conseguir el anhelado concordato con el Reich bajo el nuevo canciller católico, que tomó inmediatamente contacto con él. Antes de que acabase octubre, Pacelli presentó al gobierno de Berlín, a través de una Prememoria, las exigencias de la «Santa Sede», especialmente las relativas a la financiación y la escuela. Adicionalmente, sin embargo, deseaba ahora garantías fundamentales de perpetuidad del concordato en caso de eventuales modificaciones de la constitución o las leyes, lo que, según Pacelli, constituía «un mínimum de exigencias eclesiásticas» Papen había insinuado ya considerable aquiescencia en varios sentidos, pero a finales de aquel mismo año dejó de ser canciller. Y siguiendo la tónica anterior, los distintos departamentos no pensaban lo más mínimo en hacer concesiones al Vaticano, tanto menos cuanto que «el actual (anotación con lápiz rojo “¡ningún!”) gobierno del Reich no está facultado para dar garantías amplias sobre la perpetuidad de los concordatos», «tal aceptación rebasaría los límites de la posibilidad de acción de un (en lápiz “¡cualquier!”) gobierno del Reich».
Ahora bien, Hitler lo hizo posible.
Y como quiera que él sí que lo hizo posible; como quiera, además, que combatía a los viejos enemigos de la Iglesia, liberales, socialistas y comunistas, también el Vaticano le posibilitó a él su dictadura: como lo había hecho con Mussolini por motivos muy parecidos. «En Roma reaccionaron con gran satisfacción a la toma de posesión de Hitler y a su pronta búsqueda de toma de contacto».
Unos decenios después, hicieron esfuerzos grandiosos para lavarse la cara. Un sedicente católico de izquierdas (la peor clase, a menudo, de entre los católicos, porque es la que, bajo la enseña del progreso, permite a la Iglesia la (aparente) adaptación a la tendencia dominante en la época y le facilita así su supervivencia) no cargó la culpa de la «capitulación» del catolicismo en 1933 al papa y los obispos, sino a los creyentes, al «catolicismo sociológico». «No fue en primera línea el obispado, ni los prelados del Centro o los monsignori, quienes capitularon sino el juste milieu del catolicismo alemán» (Afirmación tan falsa como su expresión gramatical). Hace ya 17 años que rechacé esa tesis, que carece de todo apoyo histórico, y exculpa injustamente al alto clero, aparte de que la investigación más reciente y al mismo tiempo más rigurosa de esta temática, confirmó mi posición mostrando que «las decisiones fundamentales se fueron concentrando en manos de la curia hasta que, finalmente, la posición y el futuro del catolicismo en el Tercer Reich dependían efectiva y casi exclusivamente de las decisiones de Roma».
No es que el grueso de los católicos se pasase primero a Hitler arrastrando así al episcopado y más tarde a la curia, sino que ésta resolvió repetir con Hitler el experimento que tan buen resultado le dio con Mussolini y el episcopado la siguió obediente de modo que los creyentes tuvieron que dar el paso siguiente. «La visión de Pacelli es la de un estado autoritario y la de una Iglesia autoritaria dirigida por la burocracia vaticana», declaraba el canciller católico, Brüning, persona excelentemente informada, en mayo de 1932. Y el presidente federal austríaco, el socialcristiano Mikias, que se mantuvo en su cargo hasta el 1938, emitiría más tarde este juicio: «Pacelli era nuncio en Alemania cuando se implantó allí el sistema de violencia. El papa estuvo en la época de Pilsudski en Polonia y Pacelli le empujaba en esa dirección. Ahora tenemos el resultado de ese proceder». El periódico católico Allgemeine Rundschau reconocía en abril de 1933: «Los obispos no pueden luchar cuando Roma se decide por la paz». Y K. Bachem, el historiador del Partido del Centro, calificó toda resistencia de irresponsable e imposible una vez que el episcopado había reconocido al nuevo régimen. «No hay otra alternativa, sino la de sumarse al ejemplo de los obispos…».
Pero los obispos no hacían otra cosa que ceder a la presión de Roma, que mantenía sus contactos con Hitler a través de Kaas y Papen. Este último, que según reconoce el propio bando católico, pertenecía «al estrecho círculo de los jugadores iniciados», no solamente suprimió la prohibición de las SA y de las SS, sino que operó incansablemente en pro del nombramiento de Hitler como canciller o, mejor dicho, «inició el galope hacia la dictadura». Como primer lugarteniente de Hitler veía el «meollo de su programa en asentar el trabajo del gobierno sobre los fundamentos del cristianismo». Y fue él mismo quien fundó en otoño del 33 la «Comunidad de Trabajo de Católicos Alemanes», dirigida por «combatientes bien probados», estrecha colaboradora de los nazis y a la que el arzobispo católico de Freiburg, Grober, deseaba «amplísima expansión» como élite «que muestra palpablemente cómo también la persona convencidamente católica puede ser útil para el nuevo Reich».
El 4 de enero de 1933, Papen y Hitler se reunieron en la casa del barón Von Schröder, banquero de Colonia, miembro del partido nazi y amigo de los capitostes de la gran industria Kirdorf, Vogler, Thyssen y Flick. En ese encuentro, que debía permanecer estrictamente secreto, es bien probable que Papen le prometiese el apoyo del papa, exigiendo como; contrapartidas la destrucción de los partidos socialdemócrata y comunista, así como la conclusión de un concordato. Consta como seguro, tras la declaración de Schröder en el procesos de Nürenberg, que Hitler, en esa discusión a tres, habló ampliamente acerca del «alejamiento de todos los socialdemócratas, comunistas y judíos» de todos los puestos de dirección y consta asimismo que el concordato se concluyó de allí a poco, siendo Papen quien reivindicó para sí la iniciativa al respecto. «Papen y Hitler», declaró Schröder, «se avinieron en lo fundamental, de modo que se superaron muchos puntos de fricción y pudieron proceder de común acuerdo». En sendas alocuciones del 2 y del 9 de noviembre. Papen reconoció que «en el momento de hacerme cargo de la cancillería, abogué porque se abriera el camino hacia el poder al joven y combativo movimiento por la libertad», que «la providencia me había destinado para realizar una contribución esencial al nacimiento del gobierno del alzamiento nacional», «que la maravillosa obra de reconstrucción del canciller y su grandioso movimiento no podían ponerse en peligro bajo ninguna circunstancia» y que «los elementos estructurales del nacionalsocialismo… no son en esencia ajenos a la concepción católica de la vida», «sino que se corresponden con ella a casi todos los efectos». «El buen Dios ha bendecido a Alemania dándole un caudillo en tiempos de aprieto extremo», proclamó Von Papen.
Incluso después del relevo de poderes del 30 de junio de 1933, final de la República de Weimar y del estado de derecho burgués, el catolicismo se oponía aún, casi como un solo hombre, a Hitler. Tanto sus partidos, como sus asociaciones y los simples creyentes. También el episcopado seguía formando, como desde hacía años, un frente resueltamente antinazi: «para mostrar», decía el cardenal Faulhaber, que pronto sería uno de los secuaces más fervientes de Hitler, «que los fundamentos de la teoría católica del estado no cambian porque cambie el gobierno». Idéntica era la opinión de su colega Bertram[111].
Todavía en las elecciones a la dieta del Reich del 5 de marzo, en las que el Partido Nacionalsocialista obtuvo un 43,9% y su compañero de coalición, los Alemanes Nacionales, el 8% y Hitler, consecuentemente, una escasa mayoría, el Centro pudo consolidarse con un porcentaje del 11%, perdiendo tan sólo el 0,7 % de sus votantes. Hitler «obtuvo sus peores porcentajes, con diferencia, en las zonas del Reich con población mayoritariamente católica». En ellos obtuvo el Centro hasta un 65% en algunos distritos. «Por lo que respecta a los electores del Centro y del Partido Popular Bávaro», constató Hitler al analizar los resultados electorales, «no podrían ser ganados para los partidos nacionales mientras la curia no retire su apoyo a ambos partidos». Y ello era tanto más importante para él, cuanto que no pensaba gobernar parlamentariamente, a partir de la mayoría obtenida, sino como un tirano sin freno.
La «Ley de Plenos Poderes», denominada oficialmente, ¡sangrienta ironía!, «Ley para remediar la miseria del pueblo y del Reich» del 24 de marzo, que permitía a Hitler actuar despóticamente, el traspaso a su gobierno del poder legislativo (en un principio por cuatro años, después por otros cuatro más y finalmente por tiempo indefinido) y también de plenos poderes para promulgar leyes modificadoras de la constitución, todo ello son cosas que Hitler obtuvo, por una parte, mediante la disolución, inconstitucional, del Partido Comunista, y por otra, gracias a los votos del Centro. El prelado Kaas había ido a ver al vicecanciller Von Papen ya al día siguiente de las elecciones del 5 de marzo, declarándole, según el último refirió en la sesión del gabinete del día 7 de marzo dedicada a «la situación política», «que venía sin haber tomado previamente contacto con el partido y que a partir de ahora estaba dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva respecto al pasado. Por lo demás ofreció la colaboración del Centro». Fue en la escuela de Pacelli, comenta Scholder, donde Kaas aprendió a ver y aprovechar el favor de las horas de alcance histórico universal. «De hecho, el prelado debió condicionar su voto a favor de la ley de plenos poderes a la garantía dada por de Hitler de concluir, en base a esa ley, el concordato repetidamente frustrado por la resistencia del parlamento».
El 20 de marzo, (día en que la dirección sindical social-demócrata, rompiendo con el Partido Socialdemócrata, emitió una declaración de lealtad a Hitler) Goebbels anotó en su diario que «también el Centro aceptaría» la ley de plenos poderes. Y el periódico de Goebbels, Der Angriff («El Ataque») recordó en un artículo dedicado a la conclusión del concordato que Kaas había hecho depender el voto del Partido del Centro a la ley de plenos poderes «de la disposición del gobierno del Reich a negociar con la Santa Sede acerca del concordato del Reich y a respetar los derechos de la Iglesia».
El interés de Papen en un concordato del Reich era tan palpable como el de Hitler, quien, ya desde 1929, deseaba un acuerdo con el Vaticano semejante al concluido por Mussolini. Y al igual que éste, también Hitler (a quien Rudolf Hess recomendó como «persona religiosa» y «buen católico» ante el primer ministro bávaro) haría más tarde gala de una fraseología nacionalista con resonancias cristianas. Era capaz de rezar con unción y de imitar verbalmente a la biblia. No se paraba en barras. «Señor, tú ves cómo hemos cambiado. El pueblo alemán no es ya el pueblo del deshonor…, del apocamiento y de la poca fe. No, Señor, el pueblo alemán es de nuevo fuerte… ¡Señor, no nos alejaremos de ti! Bendice ahora nuestra lucha…». Encarecía que su deseo era «reconducir al pueblo alemán, ya unido, a la única fuente de su energía», «depositar en las mentes jóvenes, a través de una educación iniciada en su infancia, la fe en un único Dios y la fe en nuestro pueblo». Aseguraba que «al frente de Alemania» había «cristianos y no ateos internacionalistas». Prometió que «jamás me uniré a partidos tales que quieran destruir el cristianismo», «asimismo, el gobierno del Reich, que ve en el cristianismo el inconmovible fundamento de la moral y las buenas costumbres del pueblo, concede gran valor a las relaciones amistosas con la Santa Sede, que tratará de intensificar».
Papen reconoció repetidamente haber planteado a Hitler la cuestión del concordato ya en los primeros momentos y éste último mostraba a mediados de junio de 1933 su satisfacción por el hecho de que «el acuerdo con la Iglesia, que constituía una de sus permanentes aspiraciones, se cerrase en plazo mucho más breve de lo que se hubiera imaginado el 30 de junio…». También Kaas, el mejor conocedor alemán de ese asunto deseaba, a todas luces, resolver la cuestión eclesiástica siguiendo el ejemplo fascista italiano, de aquel «paradigma de alcance secular» y ello se desprende claramente de su estudio sobre los acuerdos lateranos, acabado en 1932. Un hombre como Hitler, sin embargo, que, en una declaración gubernamental del 23 de marzo, había ratificado su voluntad de consolidar las relaciones amistosas con la Santa Sede, no daba, evidentemente, nada gratuitamente. ¿Y qué otra cosa podría anhelar él a cambio de su condescendencia, si no es la puesta fuera de juego del catolicismo político alemán para iniciar así su régimen de opresión?
Va de suyo que el prelado Kaas, amigo y discípulo de Pacelli, figura clave como interlocutor de Hitler y Papen en el asunto del concordato, no procedía sin el beneplácito de la curia.
El nuncio papal en Berlín, C. Orsenigo, se mostró «de veras exultante» a raíz de la toma del poder por los nazis. Ya el 8 de febrero, el embajador alemán ante la Santa Sede, Diego Von Bergen, informaba en estos términos: «Se saluda la resuelta declaración de guerra al bolchevismo, cuya superación constituye una de las mayores preocupaciones de la Santa Sede». A principios de marzo, Pío XI ensalzó repetidamente a Hitler frente a Pacelli, el cardenal Faulhaber y diversos diplomáticos, por haber atacado públicamente al bolchevismo. Hitler era «el único jefe de estado», dijo el 8 de marzo al embajador francés Charles-Roux, que no sólo «compartía su propia opinión sobre el bolchevismo, sino que declaraba inequívocamente y con gran coraje la guerra a este último».
El 9 de marzo Pío XI confesó al embajador polaco Skrzynski, quien lo notificó como algo «estrictamente secreto» a Varsovia, que «se veía obligado a revisar su opinión sobre Hitler, no para modificarla del todo, pero sí significativamente» pues le es forzoso conceder que Hitler es el único jefe de estado del mundo que, en última instancia, «usa el mismo lenguaje que él sobre el bolchevismo». El Santo Padre asegura que hablar así es una señal de coraje personal que sólo puede nutrirse de una íntima convicción, que no retrocede ni ante el noble sacrificio de la propia vida. Repitió que eso modificaba la imagen que se había hecho anteriormente de Hitler pues veía que éste compartía su parecer, según el cual, el bolchevismo no es una dificultad o un adversario más, «mais que c’est 1’ennemi…». Es decir, el mismo diablo.
También en el consistorio del 13 de marzo, en cuyo transcurso el papa denostó a los comunistas como «misioneros del anticristo e hijos de las tinieblas», alabó, cuando menos indirectamente, a Hitler. Y Pacelli o sus colaboradores íntimos trasmitieron esta alabanza, antes, incluso, de ser pronunciada, a Hitler, en calidad de loa al Tercer Reich «como paladín en la lucha contra el comunismo ateo». Y es que Von Bergen, ya antes del comienzo del consistorio, envió por telegrama a Berlín ese decisivo pasaje agregando que: «En la secretaría de estado se me insinuó que indicase que esas palabras debían ser interpretadas como reconocimiento del proceder anticomunista, resuelto e impávido, del canciller y de su gobierno». Hitler supo corresponder por su parte en su discurso del 15 de marzo ante el Reichstag, en cuyo texto subrayó la «importancia de la religión cristiana para el estado».
También el nuevo encargado de negocios austríaco ante la Santa Sede, Kohiruss, escribió el 22 de marzo que «la visión que se tenía del canciller Hitler experimentó una modificación, debiéndose reconocer al respecto que aquél es el único jefe de estado que ha tenido el coraje de hacer tabla rasa, del modo más enérgico, con el comunismo y la propaganda atea». Y un mes más tarde, el legado bávaro ante el Vaticano, el barón Von Ritter, enviaba a su gobierno el extracto de una larga conversación confidencial con el prelado Kaas, «amigo íntimo» de Pacelli, señalando que «Está fuera de duda que Pacelli aprueba la sincera colaboración de los católicos para alentar y dirigir el movimiento nacional en Alemania en el marco de la cosmovisión católica»[112].
A la vista de todos estos testimonios, es evidente que el jesuita Leiber, secretario privado de Pacelli durante decenios, mintió posteriormente al mundo al decir que: «Todo se ha efectuado sin la menor injerencia de la Santa Sede o del cardenal secretario de estado, Pacelli», que «éste se vio literalmente sorprendido por la prensa», y que «incluso lo lamentó». El ambiente dominante en el Vaticano había, de hecho, cambiado radicalmente a favor de Hitler. También el propio cardenal Faulhaber hacía constar: «loa pública para Hitler». Y a este respecto fue el papa quien urgió a los obispos a aproximarse a Hitler y no a la inversa. ¡Cómo si el papa permitiera que sus obispos le diesen órdenes! Según corrobora un informe clerical sobre la sesión celebrada el 25 de abril en Berlín por los representantes de las sedes obispales alemanas, Faulhaber trajo de sus encuentros con miembros de la curia, la «difusa impresión de que el Vaticano no aprobaba todas las medidas adoptadas por los obispos contra el nacionalsocialismo». Su pregunta de si éstas eran desaprobadas obtuvo esta equívoca respuesta: «No todas son aprobadas». El cardenal dijo en consecuencia: «Después de mis experiencias en Roma, ante las más altas esferas, sobre las que nada puedo manifestar aquí y ahora, debo reservarme la posibilidad de practicar, pese a todo, mayor tolerancia frente al nuevo gobierno». Ya es algo que delatase un punto importante de las experiencias de su viaje: «En Roma se enjuicia al nacionalsocialismo, como ocurre con el fascismo, como la única salvación frente al comunismo y el bolchevismo. El Santo Padre contempla todo ello en amplísima perspectiva, sin ver las circunstancias aleatorias, y sí el gran objetivo final».
Una «circunstancia aleatoria» era el terror nazi, presente desde el primer día del Tercer Reich y cuya furia se hacía cada vez más visible.
El 22 de febrero y «por tiempo indefinido», fueron abolidos, en aras de la «protección del pueblo y del estado», los derechos fundamentales de la constitución de Weimar. Desaparecieron la libertad de expresión hablada y escrita, la libertad de reunión y el secreto postal. Se practicaban detenciones con pretextos nimios, incluso de personalidades dirigentes de la República de Weimar, y a los detenidos se les negaba el derecho a comparecer ante los jueces ordinarios. Al día siguiente del incendio del Reichstag («Ahora destruiremos la peste roja desde la misma raíz», decía triunfante Goebbels, el capitoste de la propaganda hitleriana. «Da nuevamente gusto vivir») se efectuaron 4.000 encarcelamientos en 24 horas. La caza a los comunistas culminó ese día. Pero «Ni una sola palabra contra la Iglesia. Sólo de reconocimiento (!) para con los obispos», según figuraba en el texto del protocolo de una conferencia entre los representantes diocesanos y Hitler, celebrada el mes de abril en Berlín.
Göring, convertido ya en presidente del Reichstag (Dieta del Reich) gracias a los votos del Centro, decretó mediante su «ley de fugas» del 17 de febrero que cualquier policía debía disparar sin miramientos contra los adversarios del gobierno y el 20 de febrero de 1933, ante los dirigentes de la industria alemana, amenazó con la «noche de los cuchillos largos» (tras lo cual Krupp Von Bohien pronunció unas palabras de agradecimiento y los industriales entregaron un donativo electoral de tres millones de marcos). El 3 de marzo, Göring exclamaba en Frankfurt: «Mi tarea no consiste en hacer justicia, sino en exterminar y erradicar». Durante ese mes las SA procedieron con más brutalidad que nunca, desencadenando pogroms en gran escala e infligiendo tormentos sádicos en innumerables garajes convertidos en calabozos. Tan sólo durante la campaña electoral hubo 51 homicidios, varios cientos de personas resultaron heridas y más de 30 jóvenes yacían en clínicas de Berlín con disparos en el vientre. Para todos aquellos que debían desaparecer a espaldas de los tribunales ordinarios, se instalaron, ya en marzo, los primeros campos de concentración en Oranienburg, Künigswusterhausen, Dachau etc. Y el número de campos fue engrosando rápidamente. «Los pogroms que tienen lugar por doquier en Alemania, resultaban chocantes para todo el mundo civilizado y provocaron la protesta de todos los países. Aquella institución, sin embargo que afirmaba y afirma encarnar la autoridad moral en todo el mundo fue la única que no halló ni una palabra en defensa de los perseguidos y como condena de las fechorías nazis. Era la misma “autoridad moral” que pocos años más tarde exhortaba al pueblo español a desobedecer a su gobierno y que bajo la divisa de la “santa cruzada contra el comunismo” escenificó en Méjico un cruento golpe de estado».
Naturalmente, Hitler, que se definió a sí mismo como «católico» ante varios prelados, había comenzado ya a perseguir a los judíos y a este respecto se remitía (¡con toda razón!) a una larga tradición, ¡de 1.500 años!, de la Iglesia católica y suponía que con ello «rendía al cristianismo el mayor de los servicios». Calificaba al antisemitismo de «medio prácticamente imprescindible para difundir nuestra lucha política», de «componente de suma importancia» y «de certerísima eficacia en todas partes». Y si ya en su Memorial sobre los judíos, de 1919, llamaba a tambor batiente a «combatir y eliminar legalmente los privilegios de los judíos», en Mein Kampf extraía ya estas consecuencias de su comparación de los judíos con parásitos y bacilos: «Si en el frente de la I G. M. cayeron los mejores, al menos era posible matar en casa las sabandijas… Si al comienzo de la guerra o en el trascurso de la misma hubiéramos puesto bajo los gases venenosos a doce o quince mil de estos hebreos, corruptores del pueblo, sufriendo lo que centenares de miles de nuestros mejores soldados alemanes de todos los estamentos y profesiones hubieron de sufrir en el campo de batalla, al menos el sacrificio de millones de vidas en el frente no habría sido en vano».
Ya en marzo de 1933 se produjeron numerosos ataques contra abogados, jueces y fiscales judíos. A finales de ese mismo mes se produjo un boicot general, dirigido por el gauleiter (jefe de distrito nazi) de Nurenberg, J. Streicher, que afectó a todos los judíos y a todas las empresas de judíos. La convocatoria, verbigracia, de los nazis del gau de Badén a esta acción decía así: «¡Hombres y mujeres de etnia alemana! ¡Evitad todas las casas marcadas con esta señal de boicot! ¡Defendámonos contra la instigación judía al crimen y al boicot! ¡Boicotead todos los negocios judíos! ¡No compréis en los almacenes judíos! ¡No acudáis a los abogados judíos! ¡Evitad los médicos judíos! ¡Los judíos son nuestra desdicha! ¡Acudid a las reuniones de masas!». «El antisemitismo está alcanzando ya cotas temibles», se quejaba el 8 de marzo de 1933 el joven escritor J. Klepper, quien se suicidaría en 1942 juntamente con su mujer (judía) y su hijastra.
El 12 de abril, el cardenal Faulhaber escribe así al episcopado de Baviera: «No pasa un solo día en que yo, y supongo que todas Sus Ilustrísimas, no reciba, oralmente o por escrito, requerimientos acerca de cómo la Iglesia puede callar ante todo ello. También acerca del hecho de que hombres provenientes del judaísmo y convertidos hace ya diez o veinte años se vean asimismo implicados a estas alturas en la persecución». Y en un informe sobre la situación expuesto ante los obispos de Baviera el 20 de abril hizo esta anotación:
«Lo que Hitler no ha dicho o no ha vuelto a decir más: nada contra los judíos, nada contra el capital, ni siquiera, en Konigsberg, algo contra Polonia. Un auténtico jefe de estado». Un teólogo cristiano opina hoy así acerca de la conducta de las dos grandes iglesias en aquel tiempo: «Ni un solo obispo, ni una sola instancia dirigente de la Iglesia, ni un solo sínodo se opuso públicamente en aquellos días decisivos, en torno al 1 de abril, contra la persecución de los judíos en Alemania».
«¿Dónde están sus obispos?», preguntó en la cárcel de Stadelheim de Múnich, el verano de 1933, un joven comunista de Nurenberg al católico Erwein von Aretin. «Antes, cuando se representaba una obra de teatro que no era de su gusto, alzaban siempre su voz al momento. Ahora, cuando los asesinados se cuentan por millares, no hay ninguno que suba al púlpito y pronuncie una sola palabra, ni aunque sea resollando… ¡Ya verá Vd. cómo los obispos tienen un único anhelo: el de concluir un concordato que los ponga a cubierto a ellos mientras los demás reventamos aquí todos!».
Todas estas cosas no eran aún, ciertamente, sino modestas primicias, una «circunstancia aleatoria» meramente, que no impedía al Santo Padre elogiar a Hitler, pues desde «su amplísima perspectiva… sólo veía el gran objetivo final»: en primer lugar, la aniquilación del socialismo y del comunismo a manos de Hitler, respecto a lo cual es extraordinariamente esclarecedora esta frase de L’Osservatore Romano del 13 de marzo de 1933: «Protestantismo, scisma, laicismo e bolcevismo sonó in sostanza sinonimi»; después, y no tan al final, el concordato con el Reich. Como contrapartida, y tras las experiencias con Mussolini, el papa y su secretario de estado estaban más que dispuestos a sacrificar también los partidos católicos al dictador alemán. Tanto más, cuanto que Pío y Pacelli contaban de antemano con una larga duración del Tercer Reich. El catolicismo político alemán presentaba, incluso en marzo, un aspecto bastante entero, pero la resistencia de Kaas, nos informa Brüning, «se debilitó cuando Hitler habló de un concordato y Papen aseguró que tal acuerdo estaba ya poco menos que garantizado. Ésa era la cuestión que, lógica y comprensiblemente, interesaba más a Kaas, habida cuenta de toda su visión del mundo. Su esperanza, desde el año 1920, era poder ser coautor de un concordato».
Pacelli y Kaas lucharon año tras año por ese objetivo. Y lo que nunca consiguieron, ni siquiera de un canciller católico del Centro, podían conseguirlo ahora gracias a Hitler. «Sólo a los comunistas les será denegada la igualdad ante la ley», le había prometido a Kaas el 22 de marzo de 1933, y también que él quería «aniquilar a los “marxistas”». Kaas, a su vez, subrayó frente a Hitler: «Para nosotros tienen gran valor estas cosas: la política escolar, el Estado, la Iglesia y los concordatos». A cambio de ello, Hitler obtuvo el asentimiento del Centro a su dictadura, a la «Ley de plenos poderes», y finalmente incluso a la liquidación de los partidos católicos.
Apenas obtuvo Kaas el voto de su facción en favor de la «Ley de plenos poderes» (todos los diputados presentes —72 de un total de 73— votaron nominalmente a favor) marchó a Roma al día siguiente «huyendo» de los nacionalsocialistas: ésa es la versión católica. No informó de ello ni a sus más allegados colegas de partido. Pero, eso sí, antes tuvo una entrevista a puerta cerrada con Hitler. Y ya el 29 de marzo, Pacelli encargó a los nuncios de Berlín y Múnich para que «confidencialmente y oralmente informasen al episcopado alemán de que se imponía una revisión de la actitud católica respecto al nacionalsocialismo»[113].
El 10 de abril, Papen y Göring aparecieron en el Vaticano, siendo acogidos con todos los honores y dejando tras de sí, como hizo constar el prelado Fohr hablando de «la visita de los ministros alemanes», «una buena impresión». Pío XI los halló muy de su gusto, satisfecho, según dijo, de ver a la cabeza del gobierno alemán una personalidad que luchaba sin compromisos contra el comunismo y el nihilismo ruso en todas sus variantes. Satisfecho porque, como confesó a Papen, «la nueva Alemania está librando una batalla decisiva contra el bolchevismo». El prelado Fohr anotó en el protocolo: «Se quiere estar seguro de evitar todo cuanto pueda dificultar la relación entre la Iglesia y el Estado. Se tiene especial aprecio por el movimiento a causa de su lucha contra el bolchevismo y la inmoralidad (!)».
El 20 de abril, Kaas (que durante esas ¡semanas decisivas!, palabras de los teólogos católicos Seppeit y Schwaiger, «desempeñó un nada honroso papel» (¿sólo él?)) telegrafió con motivo del cumpleaños de Hitler expresándole «sinceros augurios de prosperidad y su compromiso de colaborar imperturbablemente en la gran tarea». El 24 de abril, el legado bávaro ante la Santa Sede informó que Kaas y Pacelli mantenían continuos contactos, que no había duda alguna respecto a la actitud del secretario de estado y de otros cardenales prominentes, todos los cuales aprobaban la «sincera colaboración de los católicos en el fomento y la orientación del movimiento nacional alemán en el marco de la cosmovisión cristiana… También de labios de otros eminentes cardenales he oído expresiones que iban exactamente en la misma dirección». El 25 de abril, el obispo de Berlín, Schreiber, sabía «por círculos próximos al cardenal secretario de estado que ¡En Roma se abrigan ahora muy buenas esperanzas!».
Tal y como estaban las cosas, los archipastores alemanes tenían que cerrar filas, cambiar de bando y explicárselo a sus creyentes. Durante años habían prohibido la afiliación al Partido Nacionalsocialista, a las SA y las SS (en la mayoría de los obispados bajo pena de medidas disciplinarias eclesiásticas) acentuando la total incompatibilidad entre el cristianismo y el nacionalsocialismo. Habían prevenido «muy seriamente contra el nacionalsocialismo», reprochándole sus «doctrinas extraviadas» y el «carácter anticlerical» de las manifestaciones de muchos de sus dirigentes. Habían respondido con ¡no!, respaldados en su «autoridad episcopal», a la pregunta de «si un católico podía ser nacionalsocialista». En marzo reconocieron aún, en sus conferencias de Fulda y Freising, «que en los últimos años había adoptado una actitud de rechazo, marcada por prohibiciones y prevenciones, contra el movimiento nacionalsocialista»: especialmente por la concepción racista del nacionalsocialismo, por su rechazo del Antiguo Testamento y a causa del libro de A. Rosenberg El mito del s. XX. Ahora creían «poder abrigar la confianza de que las prohibiciones y prevenciones generales antedichas no debieran ya ser consideradas como necesarias». Así pues, a partir de ahora los nazis podían ya venir a comulgar y ser enterrados por la Iglesia. Hasta uniformados «podían tomar parte en la misa y en los sacramentos, incluso cuando aparezcan en gran número».
La política de Hitler y Kaas y, no en último término, «los deseos e ilusiones de Roma» habían llevado a los obispos «a una situación en la que no les quedaba otra alternativa que la capitulación». El 24 de abril, el primer ministro de Baviera informó a su gabinete de que el cardenal Faulhaber había ordenado a sus sacerdotes que diesen su apoyo al nuevo régimen, en el que él ponía su confianza. Aquel mismo día Faulhaber encomiaba a su venerado canciller del Reich «las grandes concesiones» hechas por el estado italiano en los acuerdos lateranos: «que a la Iglesia Católica se le garantiza el libre ejercicio del poder y la jurisdicción espirituales (Art. 1); asimismo la libertad de cuestaciones intraeclesiásticas (Art. 2); que ningún sacerdote apóstata pueda ejercer cargo estatal alguno (Art. 5); que el estado renuncie a todo patronazgo o supervisión sobre el patrimonio eclesiástico (Art. 25 y 30); que el derecho matrimonial estatal se asimile al eclesiástico (Art. 34); que los dirigentes de las juventudes fascistas (“Juventud Balilla”) se cuiden de que los domingos y fiestas de guardar los jóvenes puedan cumplir con sus deberes religiosos antes de sus entrenamientos (Art. 37); que Italia reconozca a la Acción Católica (Art. 43)». Es más, Faulhaber recuerda a su Excelencia el Canciller Hitler que «nuestras organizaciones juveniles católicas» cuentan entre «los pilares más firmes y leales» del estado.
El 5 de mayo, los obispos de Baviera exhortaron a la «clarificación y la calma» a su grey, así como a dar aliento al programa gubernamental de una «renovación espiritual, moral y económica»: «Nadie debe, llevado de la desmoralización o la amargura situarse al margen a rumiar sus rencores. Nadie sinceramente dispuesto a la colaboración puede tampoco ser marginado por estrechez de miras o mezquindad… Nadie debe sustraerse a la gran obra constructiva», apelación que, según constató de ahí a poco la sesión plenaria de la conferencia episcopal alemana, tuvo «buena resonancia». Y el 3 de junio, en un mes en que casi 2000 partidarios, funcionarios e incluso el presidente del Partido Popular de Baviera, un partido católico, dieron con sus huesos en la cárcel, todos los obispos alemanes emiten este texto: «Nosotros, los obispos alemanes, estamos muy lejos de infravalorar, y no digamos ya de entorpecer, este resurgimiento nacional… También saludamos los objetivos que la nueva autoridad estatal se ha planteado en pro de la libertad de nuestro pueblo… No queremos, bajo ningún precio, sustraer al Estado las fuerzas de la Iglesia… Una espera de brazos cruzados o, más aún, la hostilidad de la Iglesia frente al Estado, tendría efectos fatales para ambos…». Ésta no era la única, pero si la tendencia dominante de aquella carta pastoral, que también incluía algunas críticas. Era su tenor básico y el que queda íntegramente apagado en la obra católica estándar, continuamente citada, Cruz y cruz gamada, del obispo auxiliar de Múnich Neuháusler: ¡Una bofetada en el rostro de la verdad histórica!
Puesto que la curia y, después también el alto clero alemán, apoyaban a Hitler, la grey tenía que seguir detrás. El 29 de junio, Brüning manifestó al embajador británico en Berlín, sir H. Rumbold, que tenía buenos motivos para pensar que el cardenal secretario de estado miraba con hostilidad al Centro. Y el 5 de julio, el Centro se autodisolvió por indicación de la curia. Lo mismo hizo el Partido Popular de Baviera: era el precio a pagar por el entendimiento entre Roma y Hitler, quien obtenía así «uno de sus objetivos más antiguos e importantes», el aniquilamiento definitivo del catolicismo político, al que siempre temió. Kaas consideraba realmente que su propio partido no «era ya otra cosa que un simple objeto de intercambio», mientras que L’Osservatore Romano aseguraba que la «Santa Sede» «no tenía que ver ¡lo más mínimo con todo ello!». En realidad aquello era «una puñalada» en la espalda del Centro. Ante la protesta de innumerables católicos «ningún otro partido alemán había tenido nunca una cantera electoral tan fiel» el dirigente del Centro Kaas los apaciguó, para sorpresa de muchos, desde el Vaticano: «Hitler sabrá conducir la nave del estado. Ya antes de que fuera canciller tuve ocasión de reunirme con él varias veces y quedé profundamente impresionado por su modo de afrontar los hechos y de perseverar, no obstante, en sus nobles ideales».
Con todo, ya hacia finales de año y por deseo alemán, Kaas desapareció, cuando menos, de la escena política oficial. Se sumió, digámoslo así, en las profundidades de la tierra, ya que, por encargo de Pacelli y como secretario de la congregación cardenalicia de San Pedro, dirigió más tarde las excavaciones bajo la basílica del mismo nombre y por cierto que poco antes de su muerte, en 1952, consiguió «descubrir» la tumba de Pedro. Pío XII lo proclamó así, ante una emocionada opinión pública católica, el 23 de diciembre de 1950 y el corresponsal católico de Herder lo comentaba así: «Se ha encontrado nuevamente “el lugar” en el que fue enterrado Pedro. Las reliquias del príncipe de los apóstoles no pudieron ser ya ser identificadas». «La tumba exacta de Pedro no ha podido ser hallada»[114]. Difícil será que Kaas entre en la historia como arqueólogo.
«… para “consolidar y fomentar las relaciones amistosas existentes entre la Santa Sede y el Reich Alemán…”»
(Preámbulo del Concordato)
Una vez el Führer obtuvo lo que era del Führer, también el papa debía obtener lo suyo. Las negociaciones relativas al concordato llegaron a su término a un ritmo increíble («está fuera de duda que fue una obra maestra de la política de Hitler» y los prelados obtuvieron lo que 19 gabinetes anteriores al de Hitler les habían denegado. Los concordatos con Baviera, Prusia y Badén siguieron vigentes, incluso ampliados, y aparte de ello fueron vinculados por el acuerdo todos aquellos estados alemanes que no tenían hasta ahora ningún convenio con Roma). La cúspide eclesiástica se dio una prisa fuera de lo común. Contra todos los usos establecidos, Pacelli y el papa elaboraron en pocos días y, por añadidura, durante las festividades de semana santa y domingo de resurrección, un texto contractual, que por lo demás venían incubando desde hacía varios años. En buena medida ignoraron hasta al propio episcopado alemán, sin percatarse, evidentemente, del triunfo político que ello significaba para Hitler «en quien la curia ponía más confianza que en los propios obispos». Sólo el arzobispo Grober lo vivió algo más de cerca, justamente el prelado «pardo», quien habría empujado, literalmente, para acelerar la conclusión. Nada tiene de extraño que, de entre todos los príncipes eclesiásticos alemanes, Hitler reconociese su «eficacia» con «especial gratitud». También Papen se hizo acreedor al mérito: para el Führer y para la «Santa Sede», con la que se mostró muy aquiescente en su papel de negociador.
El 20 de julio de 1933, Pacelli y el vicecanciller Von Papen firmaron en la Ciudad del Vaticano el acuerdo, «ese éxito de su gobierno, algo único en la historia universal», como se decía en un memorial que los obispos dirigieron a Hitler en 1935. El 10 de septiembre de ese mismo año se intercambiaron los documentos de ratificación. La Croix, el periódico de los católicos franceses valoró el concordato con el Reich como el evento más importante en la política religiosa desde la Reforma. Como en casi todos los concordatos, la mayoría de los artículos, casi dos tercios, favorecían a la Iglesia, beneficiada por concesiones decisivas, entre otras, las relativas a las escuelas confesionales y privadas y también respecto a la enseñanza de la religión, en relación con la cual la Iglesia se comprometía a cultivar «con especial énfasis… la educación de la conciencia patriótica», (Art. 21) «al igual que sucede en el resto de las asignaturas». También se comprometía a que todos los domingos y días festivos, a continuación de la misa mayor, se elevasen preces por la «prosperidad» de la Alemania nazi (Art. 30). Los obispos debían prestar un juramento de fidelidad «ante Dios y sobre los santos evangelios» y hacer cuanto estuviera en sus manos para preservar el Tercer Reich de «cualquier daño» (Art. 16). Finalmente, Hitler obtuvo una concesión que él deseaba como conditio sine qua non, el «artículo de la despolitización», es decir, la prohibición de que sacerdotes y monjes tuvieran actividades políticas, también, entre otras cosas, la restricción de la actividad de las asociaciones católicas. De ese modo, el catolicismo político quedaba aún más mermado de poder.
Pero para Hitler, lo más importante era el concordato en cuanto tal y no este o aquel detalle. Fue, por cierto, el único de sus tratados internacionales de peso que sobrevivió al fiasco alemán en la guerra, de modo que todavía hoy, en la RFA, sigue siendo parte del derecho vigente. No es casual que apenas hubiera otro tratado que le mereciera parecida consideración. Era su primer contrato internacional. «Concluido, además, con el papa». De ese modo, «El Santo Padre», atestiguaban todos los obispos alemanes a Hitler el 20 de agosto de 1935, «algo que hay que tener muy en cuenta», «ha cimentado y elevado extraordinariamente el prestigio moral de su persona y de su gobierno». Algo de lo que Hitler, con sobrados motivos, se congratuló con un «reconocimiento sin reservas», como un «éxito indescriptible». Compárese con la importancia que tuvo para Napoleón el concordato de 1801. El Völkische Beobachter escribía exultante calificándolo de «tremendo respaldo moral para el gobierno nacionalsocialista del Reich y para su prestigio».
La sedicente Santa Sede, tal como lo confirma un católico actual, ya «había, de hecho, calculado ese efecto». Una vez más, pero no la única, bien lo sabe Dios, se había convertido en amiga, incluso en la primera y mejor amiga, de un criminal exorbitante. Pues, «El papa Pío XI», reconocía nada menos que el cardenal Faulhaber en un sermón de 1936, «es el primer soberano extranjero que ha concluido con el nuevo gobierno del Reich un solemne tratado, guiado por el deseo de “consolidar y fomentar las relaciones amistosas existentes entre la Santa Sede y el Reich Alemán”». Más aún, «En realidad», decía Faulhaber, «Pío XI es el mejor amigo del nuevo Reich> e inicialmente el único que tuvo. En el extranjero había millones de personas que mantenían al principio una actitud expectante y desconfiada frente al nuevo Reich y ha sido justamente la conclusión del concordato lo que les ha permitido ganar confianza en el nuevo gobierno». Faulhaber escribió al propio Hitler el 24 de julio que lo que los viejos parlamentos y partidos no habían sido capaces de llevar a buen término en 60 años, él lo había realizado en 6 meses. «Para el prestigio de Alemania en el oriente y el occidente, a la faz de todo el mundo, ese apretón de manos con el papado, el mayor poder moral de la historia, constituye una proeza incalculablemente fructífera». También el cardenal Bertram ensalzó el 22 de julio frente a Hitler «la cooperación armónica entre la Iglesia y el Estado», esperando para el futuro «una deferencia recíproca, cordial y sincera». El cardenal secretario de estado, Pacelli, opinaba asimismo que «con una adecuada y leal ejecución» el concordato, urgido «gracias al resuelto aprovechamiento de la situación global y bajo el amparo de la gracia divina», era sobremanera fructífero para las «almas inmortales».
El cardenal de Colonia, Schulte, que pasaba por ser un decidido adversario de los nazis declaró todavía el 30 de mayo de 1933: «La ley y el derecho han dejado de existir. Con semejante gobierno no es posible concluir ningún concordato». Pero eso sí, unos meses después ponía de relieve en carta personal a Hitler «mi particular y total asentimiento… a la leal cooperación entre los organismos dirigentes del Partido Nacionalsocialista, por una parte, y los de la Iglesia, por otra». Durante la II G. M., el jesuita F. Muckermann, quien en un principio había advertido en los discursos de Hitler «el ímpetu del temperamento unido a cierto hálito de clásica grandeza», evocaba los tiempos inmediatamente posteriores a la conclusión del concordato: «Quien todavía entonces luchaba contra el nacionalsocialismo como si fuese el enemigo mortal de la Iglesia incurría en la sospecha de ser un pesimista, de alzarse contra la suprema autoridad de aquélla y era acallado a gritos como un fanático… Se le replicaba una y otra vez que entre la Iglesia y el nacionalsocialismo había una situación de paz, incluso relaciones amistosas». Y en la posguerra, el católico J. Fleischer juzgaba la cuestión así: «Tanto por lo que respecta a la ocasión, como en lo atañente al contenido y la interpretación oficial del episcopado, el concordato sirvió para alentar a los criminales y sus crímenes, difamando moralmente toda oposición decidida y prestando al régimen nazi la legitimación para contarse entre “los poderes estatales que están del lado del orden” (el cardenal Pacelli el 30 de abril de 1937) obligando de antemano a los católicos a seguir el camino de la tumba colectiva para cimentar la dictadura de Hitler».
Realmente, Pío XI estaba también de acuerdo con el servicio militar obligatorio impuesto por los nazis y asimismo con la vulneración eventual de tratados internacionales por parte de Hitler, pues ya en su momento «las altas partes contratantes» «firmaron un acuerdo en una cláusula adicional secreta en pro de un rearme eventual de Alemania». «Esta clausula», escribió Papen el 2 de julio de 1933 a Hitler desde Roma, «no me resulta tan valiosa por su calidad de arreglo objetivo como por el hecho de que en ella la Santa Sede llega ya con nosotros a un acuerdo contractual para el caso de imposición del servicio militar obligatorio. Espero por ello que tal acuerdo le cause mucha satisfacción. Por supuesto que el asunto debe ser tratado en secreto». También el secretario de estado Pacelli se esforzó penosamente por mantener secreto esta cláusula y el 16 de agosto de 1933 comunicó, basándose en informes confidenciales, que era especialmente la Unión Soviética la que mostraba el mayor interés por conocer esa «adición secreta». Winter observa con razón: «Ese penoso encubrimiento, sobre todo frente a la URSS, muestra cuál era la dirección que el “Tercer Reich” y el Vaticano querían dar a tal movilización».
La curia deseaba el rearme alemán bajo Hitler: al igual que, más tarde, el rearme de la República Federal bajo Adenauer. Fue el cardenal de Colonia Frings el primero que, en el Congreso Católico del 23 de junio de 1950, exigió públicamente el rearme de los alemanes. ¡Ad futuram memoriam!
«Cuando el canciller recibía ocasionalmente a un obispo, no le daba pie a hacer uso de la palabra…»
El jesuita Ludwig Volk
En 1934, sin embargo, toda vez que Roma locuta erat, el episcopado alemán viró bruscamente en favor de Hitler, convertido ahora, en palabras de un monseñor, en «el gran Führer de nuestro pueblo…». Y A. Bertram, cardenal de Breslau, quien ya en la I G. M. ensalzó la «feliz muerte heroica» de los católicos, aseguró ahora al Excmo. Sr. Canciller del Reich que los católicos, especialmente sus asociaciones obreras y juveniles «se esforzaron incesantemente… por constituir un pilar fiable de la autoridad estatal y eclesiástica y por ser una tropa vigorosa contra el movimiento ateo, el marxismo y el bolchevismo» y que aquéllas «ya habían superado la prueba de fuego en la lucha contra el marxismo»; que «estaban voluntariamente dispuestas a la colaboración, impulsadas por los más nobles motivos», «también, y gustosamente, al deporte al aire libre y al adiestramiento militar». Justificaba además la resuelta peripecia del alto clero con estas desvergonzadas frases: «Se ha puesto de manifiesto una vez más que nuestra Iglesia no está comprometida con ningún sistema político, con ninguna forma de gobierno secular, con ninguna constelación de partidos. La Iglesia tiene metas más elevadas…».
A todo esto, para el obispo auxiliar de Freiburg, Burger «las metas del gobierno del Reich… eran, ya desde un buen principio, las mismas que las de nuestra Iglesia Católica» y el obispo de Tréveris, Bornwasser, encarecía «servir con todas sus fuerzas físicas y anímicas» al estado nazi. El obispo de Aquisgrán, Vogt, quería «colaborar gozosamente en la construcción del nuevo Reich» y Berning, obispo de Osnabruck, a quien Göring nombró miembro del Consejo de Estado de Prusia, deseaba, juntamente con todos los archipastores católicos, apoyar ese Reich «con amor ardiente y la plenitud de nuestras fuerzas». El conde Von Galen, ese «gran luchador de la resistencia católica», (en cuya consagración sobreabundaron los gratulantes nazis y a cuyo saludo del brazo en alto solía él responder con el adecuado ademán de alzar ligeramente la mano), vio «a los máximos dirigentes de nuestra patria iluminados y fortalecidos» gracias a «la amorosa orientación» del mismo Dios. El arzobispo de Freiburg, Gróber, vinculado estrechamente al Vaticano a través de influyentes miembros de la curia y, simultáneamente, miembro patrocinador de las SS («Prometo a Su Eminencia», hizo votos antes Pacelli el 28 de diciembre de 1933, «de hacer el máximo de los esfuerzos para no alejarme excesivamente del ideal de un obispo católico») dio «su respaldo incondicional al nuevo gobierno y al nuevo Reich» y ordenó «evitar todo cuanto pudiera ser interpretado como crítica a las personalidades del estado, del municipio o de las concepciones político-estatales propugnadas por esas instituciones». El obispo Keller proclamó que «vivimos en una gran época de profundo radicalismo, aborrecedor de las verdades a medias». «Esta gran época es un don de Dios». «Es nuestro deber colaborar». Y al cardenal Faulhaber, de Múnich, benemérito predicador de la I G. M., lameculos de emperadores, reyes y dictadores, le salía «sinceramente del alma: Dios preserve a nuestro pueblo y al canciller del Reich». «Lo que los viejos parlamentos y partidos no fueron capaces de llevar a cabo en sesenta años, lo ha realizado en seis meses, ante la faz de la historia mundial, su talento de estadista de amplias miras», escribió en julio de 1933 Faulhaber: una «personalidad de caudillo que descollaba entre sus colegas de igual dignidad» como escribe hoy jactanciosa una apología católica de nuestros días. «Se ha puesto ahora de manifiesto ante todo el mundo que el canciller del Reich, Adolf Hitler, no sólo es capaz de pronunciar grander discursos, como su discurso sobre la paz, sino que también lo es de realizar grandes obras de proporciones histórico-mundiales, con el Concordato entre el Reich y la Santa Sede».
La organización nazi del distrito Gran Berlín se había puesto por entonces en contacto «con el nuncio papal, monseñor Orsenigo, de quien obtuvimos lo siguiente en las audiencias que nos concedió: El nuncio papal celebrará el domingo siguiente a la ratificación del concordato en la catedral de Santa Eduvigis una misa solemne, cantará un Tedeum e impartirá su bendición. El sermón solemne lo pronunciará un sacerdote católico, miembro del Partido Nacionalsocialista. Los miembros católicos de las SS y de las SA de Berlín tomarán parte, hasta el último hombre, en este oficio solemne. Columnas de asalto de las SA tomarán posiciones a ambos lados del altar y permanecerán también en ellas durante el Tedeum y la exposición del Santísimo.
Unidades del ejército del Reich y de la policía antidisturbios tomarán asimismo parte en la misa.
Durante la celebración de aquel oficio solemne en dicho templo, en la Plaza de la Ópera se cantará una misa en alemán. Una banda musical de las SA interpretará música eclesiástica. El sermón pronunciado en el templo será trasmitido al espacio de la Plaza de la Ópera mediante altavoces. El Tedeum (Oh gran Dios, a ti alabamos) será cantado por los asistentes de la plaza con acompañamiento de la música de las SA. Aparte de los miembros católicos de las SA y de las SS y de la totalidad de los camaradas nacionalsocialistas católicos, toda la gente católica de Berlín se congregará en dicha plaza, pues también el ordinariado obispal invitará a los creyentes a tomar parte en esa misa, celebrada en acción de gracias…
Para acentuar aún más el enorme efecto propagandístico, sugerimos que un domingo más tarde, es decir, dos domingos después del intercambio de documentos se celebren misas similares en todas las grandes iglesias del Reich…
Hemos concluido un acuerdo en ese sentido con el ordinariado obispal de Berlín…».
La Plaza de la Ópera berlinesa era, desde luego, la mejor escena, el marco más digno. Algo formidable. Una auténtica ópera del ensemble, por no decir orgía, clerofascista… En suma había tal ambientazo que hacia finales de año la revista jesuita Voces del tiempo (que ya babeaba de chovinismo y agitación belicista antes de la I G. M.) no sólo calificó a Hitler de símbolo de la fe en la nación alemana, sino que consideró que la cruz de Cristo era el necesario complemento de la cruz gamada: «El símbolo de la naturaleza sólo halla su cumplimiento y plena consumación en el de la gracia». En 1947 esa misma revista escribió: «La Iglesia y el Nacionalsocialismo se repugnaban mutuamente en todo lo esencial al igual que la luz y las tinieblas, que la verdad y la mentira, que la vida y la muerte».
Es más, «la cruz y la cruz gamada iban de la mano ya desde los años del cristianismo incipiente». De ahí que un católico delirase de entusiasmo hablando de la cruz gamada en la revista Educación nacional y educación religiosa: «Esta aparece ya a comienzos del s. II en las catacumbas. En la iglesia de San Ambrosio de Milán, el sarcófago del general cristiano Estilicen y de su esposa tiene un friso de cruces gamadas… Del s. VIII procede la representación de la cruz gamada en la tiara de San Gaudencio y en la estola de San Virgilio. Figura también en un manto del s. XIV en la iglesia de Santa María del Prado en Soest… En el cuadro La misa de San Gregorio de la iglesia de Santa María de Lubeck, original de la escuela holandesa, el monaguillo la lleva en su roquete. ¿No se nos ensancha el alma ante el hecho de que justamente nosotros, los sacerdotes y educadores católicos, seamos conocedores de esos pormenores y los comuniquemos ocasionalmente a nuestros alumnos?»[116]
«El nuevo estado alemán porta en sí mismo algo de la Ciudad de Dios… ¡Seguid sus órdenes! ¡Cumplid con vuestro deber! ¡“Por el Regnum Christi en la nueva Alemania”! ¡Un salve (Heil) leal!»
El presidente general de la Asociación de
Jóvenes Católicos, Mons. L. Völker, 1933
«Rechazamos del modo más estricto cualquier actividad o actitud… hostil a este estado»
Memorial de la Conferencia Episcopal
Alemana dirigido a Hitler, 1935
«Nosotros los católicos nos sabemos miembros de este Reich y reputamos como nuestra más alta misión sobre la tierra nuestro servicio al Reich… Por mor de nuestra conciencia servimos al Reich con todas nuestras fuerzas, suceda lo que suceda…»
Karl Adam, 1940, el teólogo estelar de la época
nazi, galardonado con la gran Orden del Mérito
de la República Federal y con el Premio de la Paz
concedido por la Asociación de Libreros Alemanes
No sólo los obispos, también los teólogos y justamente los teólogos católicos más conspicuos, desplegaron una entusiasta propaganda en favor de Hitler: M. Schmaus veía, p. ej., que «las tablas del deber nacionalsocialista y los imperativos católicos señalaban hacia una misma dirección». J. Lortz (camarada nazi desde el 1 de mayo de 1933), proclamó la «intelección de una afinidad básica entre el nacionalsocialismo y el catolicismo». J. Pieper, que hizo «visible el puente que unía el ideario de la doctrina social cristiana con la política social nacionalsocialista, aspecto medular de la política interior del Tercer Reich». K. Adam, seguramente el más afamado de todos ellos (su obra La Esencia del Catolicismo fue traducida a todas las lenguas) glorificó en 1933 a Hitler, el hombre «que vino del sur, del sur católico» como «liberador del genio alemán, quien, quitando la venda de nuestros ojos… nos hizo amar de nuevo lo único esencial: nuestra unidad en la misma sangre, nuestra autenticidad alemana, el homo germanus». Y en 1940 seguía proclamando:
«Se yergue ahora ante nosotros este Tercer Reich alemán, pictórico de ardiente voluntad de vida y de pasión, de fuerza indomable, de actividad creadora. Nosotros los católicos nos sabemos miembros de este Reich y reputamos como nuestra más alta misión nuestro servicio al Reich… Por mor de nuestra conciencia servimos al nuevo Reich con todas nuestra fuerzas, suceda lo que suceda».
Y bien, ¿qué es lo que sucedió?: el año 1951 la concesión a K. Adam por parte del Presidente Federal, Th. Heuss, de la Gran Cruz del Mérito de la RFA. Por Heuss, es decir, por una persona que ya en 1932 había descubierto en su libro El camino de Hitler, junto a no pocas cosas criticables, muchos valores positivos en el nacionalsocialismo. De ahí que el libro trate al Führer de manera chocantemente considerada, es más, elogiosa, calificándolo de «debelador de hombres», de «Fausto», de propagandista de «imaginativa sinceridad», de «hombre cuyas nobles intenciones no habían sido puestas en cuestión», «que no quiere mercadees ni componendas, sino vencer». Y Heuss sabía también de antemano que «rodarían cabezas» «y al igual que Adam también él recibiría el Premio de la Paz de los libreros alemanes».
También el católico K. Adenauer hacía guiños conciliadores. Él, que en 1917 declaró en su calidad de alcalde de Colonia que «esta ciudad, en cuanto metrópoli renana inseparablemente unida al Reich Alemán tendrá siempre a éste presente en su conciencia… y se sentirá para siempre miembro de la patria alemana»; que el 1 de febrero de 1919 proclamó:
«O bien somos anexionados a Francia, sea como estado-tapón, sea de forma directa, o nos convertimos en una República Alemana Occidental. No hay un tercer camino»; que en el invierno de 1932/33 declaró públicamente que «a mi parecer, un partido de tanto peso como el nacionalsocialista ha de tener una participación determinante en el gobierno», él enumeraba ahora, en una carta del 10 de agosto de 1934, al ministro del interior de Hitler sus méritos para con el partido nazi «al que siempre trató del modo más correcto», incluso «contraviniendo a menudo las instrucciones ministeriales de entonces» (!), y ello «a lo largo de muchos años».
También fueron muchos los años durante los que el obispado alemán, y más tarde el austríaco, sirvieron a Hitler. No sólo, digámoslo rotundamente, los años 1933/34, o únicamente el 33, y confundidos por su «diabólica táctica», como se pretende hacer creer de forma reiterada y falaz a la faz del mundo. No sólo a través de «un breve intervalo titubeante», como mintió el obispo auxiliar de Limburgo, «que apenas duró algunos meses», tan sólo «un trimestre, más o menos», algo que otro truhán se permite definir «como el intento de una coexistencia entre catolicismo y nacionalsocialismo», «durante los meses de julio/agosto hasta octubre/noviembre». Nada de eso: los obispos alemanes fueron un instrumento en manos de Hitler incluso durante los últimos años de la II G. M. Y lo fueron in crescendo creciente, como se puede documentar abundantemente. Prueba evidente son las «cartas pastorales» en las que aquéllos, todos y cada uno, (y así lo encarecen ellos mismos) llaman «del modo más enérgico a la lucha» (V. el II Vol. Con Dios y con los fascistas). Cuando los clérigos lo desmienten, ello responde, evidentemente, al hecho de que, como dice Nietzsche, en la boca de un teólogo cada frase se convierte no sólo en un error, sino en una mentira. Exceptuemos a algunos prominentes teólogos del protestantismo: Nietzsche mismo mantenía una estrecha amistad con uno de ellos. Ahora bien, quien niegue el apoyo prestado por los obispos a Hitler, es un ignorante o miente. Pues ni los más enérgicos detergentes pueden blanquear la negrura de ese dato: los documentos, pese a sus reiteradas reservas, son al respecto inequívocamente comprometedores.
Siguiendo, claro está, los pasos de los obispos, también las asociaciones católicas se pusieron al servicio de Hitler. Especialmente rápido en hacerlo fue la Asociación de Maestros Católicos del Reich Alemán. Pues (nuestros) maestros saben siempre arrimarse con la máxima celeridad al sol que más calienta. Cuando el estado es pardo, pardean. Cuando es negro (demócratacristiano) ennegrecen y cuando es rojo (la RDA, p. ej.), enrojecen. Y siempre con la más profunda convicción.
El presidente de la citada asociación católica «dejó de lado todo lo que nos separa» ya el 1 de abril de 1933, como si se tratara de una inocentada y tendió «su mano por encima de las barreras, excesivamente marcadas hasta el momento, para que seamos de nuevo un pueblo consagrado al honor, a la honestidad, a la rectitud y a la fidelidad. La tradición popular católica, nutrida de la esencia del catolicismo religioso… pasa a un primer plano para, en nuestra calidad de católicos, tomar plena conciencia de sus deberes ante el pueblo. De este modo, la Asociación de Maestros Católicos ha recuperado nuevamente su primera y última misión…: colaborar en la tarea de educar al pueblo en el campo de las costumbres, de la moral y la formación de un espíritu nacional con fidelidad a la patria, al estamento y a la Iglesia… Colaboradora y amiga del movimiento nacional, que tiene hoy (!) el poder y el prestigio para dar vida a todo cuanto es bueno y sano en nuestra época y en nuestro pueblo». Ya lo hemos dicho: hoy pardos, mañana negros o rojos y a entonar la melodía que agrada a quienes le dan el pan.
Quienes padecen a tales educadores han de parecer forzosamente a ellos.
El dirigente de la Federación General de la Asociaciones Estudiantiles Católicas publicó a mediados de julio de 1933 este manifiesto: «Esta Federación General proclama se adhesión a la revolución nacionalsocialista, la mayor transmutación cultural de nuestra época. La Federación quiere y debe ser portadora y proclamadora de la causa del Tercer Reich… De ahí que ella deba regirse según el espíritu del nacionalsocialismo… Sólo el estado nacionalsocialista, que se fortalece creciendo a partir de la revolución, puede aportarnos la recristianización de nuestro país… ¡Viva la Federación General! ¡Viva el Reich Pangermano! ¡Salve Adolf Hitler, nuestro Führer!».
En opinión del secretario general de la Asociación Católica de Artesanos, Nattermann, A. Hitler (y así se lo hizo saber a éste en un escrito) había consumado gracias a su poder político, lo que Adolf Kolping, fundador de esa Asociación, quería lograr mediante una transformación espiritual: la superación del liberalismo y del socialismo. Y el presidente general de la Asociación de Jóvenes Católicos. Monseñor L. Wolker, se atrevió incluso a asegurar durante el verano de 1933: «El nuevo estado alemán porta en sí mismo algo de la Ciudad de Dios». El «gobierno del Reich no encarna otra cosa que el cumplimiento de un designio divino». De ahí que este prelado quisiera, unido a sus jóvenes católicos, «insertarse plenamente en el servicio al estado» y «hacer cuanto fuese posible, partiendo de una voluntad de suprema convicción religiosa y máxima convicción alemana de hacer y dar lo mejor para ello. ¡Apretad vuestras filas! ¡Seguid sus órdenes! ¡Cumplid con vuestro deber! ¡Aportad vuestros sacrificios!». Seguidamente, el presidente general «de forma rotundamente clara y resuelta» entonaba «la vieja consigna con un sentido nuevo: ¡’por el Regnum Christi en la nueva Alemania’! ¡Un salve (Heil) leal!».
Un salve leal como el de Wolker marcaba asimismo la actitud de los obispos alemanes respecto a Hitler. Y si este prelado divisaba en el estado hitleriano «algo de la idea de la Ciudad de Dios», también los obispos alemanes veían en la potestad de Hitler, y así lo consignaron en común en su carta pastoral colectiva del 30 de junio de 1933, «un destello del poder divino y una participación en la eterna autoridad de Dios…». Apenas es posible llevar las cosas a mayores extremos. Cierto que pronto hubo lugar para quejas y disputas, para la detención de millares de católicos y para el martirio de algunos. Con todo la sedicente «Iglesia de la resistencia», con la que se pavonean desde hace ya una generación y con la que se disimula la deuda de sangre contraída por la Iglesia y el Vaticano, no libró su lucha contra el nacionalsocialismo como tal. Tal lucha, prescindiendo de algunas protestas aisladas contra el asesinato de enfermos mentales, se libró en torno a intereses católicos, algo que nunca traeremos con suficiente insistencia a la memoria. Los obispos alemanes bajo el poder de Hitler no protestaron nunca contra el dictador como tal ni contra su sistema satánico. Nunca contra una política con la que aquél llevó a medio mundo a la perdición. Eso era algo que no les molestaba: «eso lo apoyaban». No, sus quejas se referían únicamente a la política religiosa de Hitler, a su vulneración del concordato. Se oponían al recorte de sus pretensiones en el ámbito de la educación de los jóvenes, del sistema escolar, de la prensa, de los oficios divinos y de los días festivos. Se resistían contra la absorción de las asociaciones católicas por el aparato del régimen, contra las críticas lanzadas contra el clero, el Antiguo Testamento y los Evangelios. Contra la confiscación de bienes de la Iglesia, la prohibición de procesiones y los procesos contra monjes. Ello pese a que incluso el papa disolvió toda una provincia de franciscanos a causa de sus «excesos morales»[117].
Por supuesto, que también la curia censuraba con acres palabras el incumplimiento del concordato. Éste garantizaba desde luego a la Iglesia cierto respaldo que nunca perdió del todo y a corto plazo significó un gran éxito para las asociaciones católicas. Con todo, como escribía Pacelli, fue quebrantado «ya antes de que se secara la tinta sobre el papel en el que estaba escrito» y se le esquivó, ignoró y vulneró en medida creciente. De ahí que el secretario de estado enviase a Berlín no menos de 55 notas de protesta, de las que los alemanes (algo que debía resultar especialmente hiriente para el engreído Pacelli) sólo respondieron a una docena. Se afligía por no poder llevar nunca ni una sola buena noticia al «Santo Padre» y afirmaba que en Alemania se estaba procediendo conscientemente no ya a la marginación, sino a la annientamento (aniquilación) del cristianismo. La política eclesiástica de los nazis apenas le dejaba un resquicio a la esperanza. «Su Eminencia no halla ni un solo rayo de luz» informaba el encargado de negocios austríaco, Dr. Kohiruss, al Vaticano. El cardenal calificaba «a esa gente… de auténticos demonios» y a comienzos del 37 decía suspirando: ¡siamo in lotta! («estamos en guerra con ellos»). Cuando se le preguntaba por la marcha de las cosas en Alemania no se cansaba de repetir que iban incesantemente «di male in Peggio».
El sentimiento que dominaba a Pacelli, quien confesó en cierta ocasión que los asuntos alemanes le preocupaban más que todos los demás asuntos en su conjunto, no era, sin embargo, únicamente el del pesimismo. Ocurría, más bien, que se sentía impresionado por el aumento del poder y del prestigio del Reich y posiblemente veía en ello la confirmación del carácter «demoníaco» de aquél. Según una fuente fidedigna: «manifestaba un auténtico asombro por los muchos éxitos del Reich alemán y el fortalecimiento de su posición derivada de aquéllos. Los alemanes eran maestros consumados… en el arte de abordar oportunamente los problemas. Contaban para ello con medios abundantes que también sabían emplear con habilidad. De ahí que lograran la mayor parte de los objetivos que se proponían». No en vano era justamente Pacelli quien deseaba, desde el mismo comienzo, que los obispos colaborasen con el Reich hitleriano. «Su» Concordato con el Reich, como ya se mencionó, exigía de ellos un juramento de fidelidad y también la promesa de respetar al gobierno y hacerlo respetar por parte de su clero (Art. 16); preveía también que todos los domingos y fiestas de guardar, después de la misa mayor, se pronunciase una oración por la buena marcha del estado nazi (Art. 30). Y cuando el arzobispo Grober planteó a Pacelli, al final de un largo informe, la «decisiva cuestión» de cuál era el método más indicado, si «el de la distancia y la espera prudente o el de la aproximación y la colaboración positiva en la medida en que lo permitiesen, en términos absolutos, los principios católicos»: éstos lo permitían en amplia, amplísima, medida y los años siguientes, los de la II G. M. especialmente, lo pusieron de manifiesto. El cardenal dio a entender en su respuesta que él, al igual que Grober, abogaba por el segundo método, el de la «colaboración positiva».
Y el «éxito» de Hitler le dio la razón al principio. El éxito político es algo que siempre fascinó a Roma y ésta siempre sintió plena debilidad por aquél, eso sí siempre que los «principios católicos» lo permitan. Pero no fue la política exterior de los nazis, ni siquiera la interior lo que hallaban fatal. Era únicamente su política religiosa. Incluso la joya literaria católica más preciada al respecto, la encíclica Mit brennender Sorge de Pío XI, publicada el 4 de marzo de 1937, y que por lo demás el cardenal Faulhaber había redactado ya íntegramente en sus rasgos esenciales, se centra exclusivamente, y a eso alude ya su primera frase, en el «calvario de la Iglesia», en la preservación de los intereses eclesiásticos, de la «recta» fe en Dios, de la «auténtica» fe en Cristo, de la Iglesia «dispensadora exclusiva de la gracia», del derecho al libre ejercicio de la religión, a las procesiones de rogativa, al crucifijo en las escuelas etc. Se centraba ante todo en la «reinterpretación, incumplimiento, tergiversación y vulneración de los acuerdos» contenidos en el Concordato con el Reich. Por lo demás, las otras cuestiones, salvo la de la eutanasia, quedaban inaludidas. Lo que menos se pretendía, desde luego, era atacar al nacionalsocialismo como tal. De ahí que el mismo Pacelli pudiera calificar la encíclica de «bienintencionada pese a su franqueza» (!) y manifestar que para la «Santa Sede» resultaría de lo más fácil mostrar documentalmente cómo ella aprovechó cualquier posibilidad de un «entendimiento responsable» y ello «con una paciencia que fue demasiado lejos, al parecer de muchos». Y también Pacelli abogaba en este largo escrito única y exclusivamente por los consabidos derechos de su Iglesia, no olvidándose a este respecto de ensalzar reiteradamente la liquidación del comunismo por parte de los nazis.
Consiguientemente, el episcopado alemán, en sus protestas pro domo sua, no procedió de manera distinta a la de la curia. Lamentaba siempre y únicamente su propia postergación. Nunca presentó la menor queja porque Hitler suprimiera las libertades democráticas de prensa, expresión y reunión, algo que estaba en consonancia con ideas seculares de la Iglesia. Los obispos no protestaron nunca contra los muchos miles de asesinatos legales cometidos en la persona de sus adversarios, contra la eliminación de liberales, demócratas y comunistas, algo que respondía justamente a sus deseos. No protestaron nunca contra el antisemitismo, ni contra la destrucción de más de doscientas sinagogas, ni contra la deportación y gasificación de judíos, a quienes su propia iglesia había martirizado y matado durante más de milenio y medio. No era misión suya, encarecía el obispo Galen a finales de 1935 derramar lágrimas por formas de estado ya caducadas, ni criticar la política estatal del presente. El 29 de marzo de 1936, justo antes del plebiscito y al objeto de calmar la inquietud de los creyentes, ese gran «paladín de la resistencia» declaró «en nombre de todos los católicos alemanes para quienes su fe católica constituía su hilo conductor: si a raíz de la inminente votación respondemos con un “sí” rotundo, es a la patria a quien damos nuestro voto. Eso no significa dar nuestro asentimiento a cosas que nuestra conciencia cristiana nos prohíbe aceptar. Esta declaración no debe ni quiere limitar la libertad en la toma de posición, legalmente garantizada, acerca de las cuestiones que son objeto de la votación ni tampoco influir en el posicionamiento respecto a cuestiones puramente políticas. Está únicamente destinada, como se desprende de su tenor, a despejar las reservas de tipo religioso que nos han sido trasmitidas dejando así expedito el camino para que los católicos alemanes puedan votar “sí” con la conciencia tranquila, comprometiéndose así a la faz del mundo en pro del honor, la libertad y la seguridad de nuestra patria alemana». Ni una sola carta pastoral, encarecía el cardenal Bertram en 1936, ha criticado al estado, al movimiento o al Führer. Y todos y cada unos de los príncipes de la Iglesia hicieron profesión, aquel mismo año, de una adhesión tanto más firme a favor del Reich cuanto mayor fuese la libertad de que gozase la Iglesia.
Y eso no es todo. A quien atacaba al estado nazi como tal, a ése lo dejaron solo. Es más, ¡intentaron a menudo «convertirlo» en sentido nazi! De ahí que la memoria que la conferencia obispal de Fulda envió a Hitler asegurase que «rechazamos toda acción o actitud de nuestros fieles hostil al estado… Quien hoy intentase encabezar tendencias hostiles al gobierno en la vida asociativa debiera ser expulsado sin contemplaciones de la asociación… Los sacerdotes destinados a asistir a los reclusos… deben instar al condenado… al reconocimiento de la autoridad estatal ayudando así a modificar la actitud interna y procurar la corrección de los reclusos». Cierto que los obispos protestaban allí contra el mantenimiento «del cruel veto contra el sacramento de la confesión, “indigno de un estado civilizado”».
Pero contra el terror y el asesinato no protestaron. Pretendían más bien convertir en ciegos seguidores del nazismo a todos los adversarios de Hitler recluidos en presidios y campos de concentración, incluidos los objetores de conciencia católicos, o bien «abreviar su estatura en una cabeza» como lo formuló en cierta ocasión el vicario general y obispo auxiliar castrense, Werthmann, que lucía en su pecho la cruz gamada. El mismo que más tarde ejerció la misma función en el Ejército de la República Federal y receptor, en este nuestro país, de los más altos honores. Pues fue precisamente el sacerdote Alfred Delp, ajusticiado después del 20 de julio de 1944, quien manifestó que «La historia del futuro tendrá que escribir un amargo capítulo sobre el fiasco de las iglesias».
Pero de todo ello no se quiere hacer un «fiasco» (palabra muy suave) sino todo lo contrario: «una profesión de fe», una página gloriosa.
¿Quién fue la víctima? Prescindiendo de millones de seglares: «el bajo clero». Con todo, también éste se mantuvo cauto. Las cifras de sacerdotes y clérigos de distintas órdenes encerrados en campos de concentración hitlerianos eran las siguientes, con los correspondientes porcentajes respecto al número total de miembros:
Oblatos de la Inmaculada | 1 | = 0,4% | |
Benedictinos | 4 | = 0,5% | |
Franciscanos | 13 | = 1,3% | |
Salesianos | 3 | = 1,5% | |
Misioneros de Steyler | 42 | = 2.0% | |
Dominicos | 5 | = 2,2% | |
Misioneros del Sag. Cor. de J. | 6 | = 2,5% | |
Jesuitas | 23 | = 2,8% | |
Capuchinos | 11 | = 3,4% | |
Misioneros de la SAC | 32 | = 10% | [118] |
De los 25.000 sacerdotes regulares o seglares sólo 261 estaban encerrados en Dachau: un 1% aproximadamente. De los superiores de las órdenes hubo muy pocos encerrados allí. «Y ni un solo obispo». Hasta 1943 se incoaron 3.154 procesos penales contra sacerdotes católicos por razones políticas. Ello afecto a 12% del total de sacerdotes. La mayor parte de esos procesos acabaron en amonestaciones, prohibición de predicar o traslado forzoso. Sólo en unos 1167 casos se dio una condena legal en firme o una «prisión preventiva», de forma que del 12 por ciento de afectados, sólo fueron condenados un 4,7%.
Las cifras son todo menos imponentes. En todo caso no dieron pie, en absoluto, a que los obispos desistieran de su colaboración. Otro tanto podemos decir de los superiores de las órdenes religiosas. Los monasterios alemanes crecieron numéricamente y de modo especial durante la época hitleriana; tanto por el número de sus casas como por el de sus miembros. Y si bien es cierto que los generales de las órdenes, al igual que los obispos, habían alzado su voz, como se les había mandado, contra la cosmovisión y el terror nazi, también ellos la volvieron a alzar después de 1933, como sus colegas del episcopado, pero esta vez en favor de los nazis. «La dirección de la orden y muchos miembros de la misma ratificaron, saludaron y apoyaron el anticomunismo del estado fascista y de su partido dirigente mientras duró su dominación. Llevados de su propio anticomunismo saludaron y respaldaron asimismo la guerra de expolio contra la Unión Soviética. En sus peticiones oficiales al estado se jactaron, incluso, de ello al igual que se habían jactado en otro tiempo de su intervención belicosa en la I G. M. y de su actitud contrarrevolucionaria en la postguerra».
El plebiscito del 10 de abril de 1938 tuvo en el conocido monasterio de Beuron un resultado de 408 a favor de Hitler y de 9 en contra. Según un informe del Presidente de Gobierno de Hohenzollern-Sigmaringen, Dr. K. Simons, el abad mitrado, Dr. B. Baur se quejó a raíz de ello en el refectorio, durante la cena del 12 de abril: «No entiende como todavía podía haber en Beuron 9 electores que se negasen a prestar su reconocimiento al Führer, siendo justamente él quien nos había salvaguardado del caos bolchevique y quien había encumbrado a Alemania política y económicamente».
En aquel plebiscito de abril del 38 tomaron parte los cardenales Bertram, de Breslau, Faulhaber, de Múnich y Schulte, de Colonia. Los dos últimos ordenaron además que repicaran las campanas de las iglesias. Faulhaber fue más lejos y ordenó mediante una circular del 6 de abril de ese año la participación de todos los sacerdotes. También fueron a votar los arzobispos Gróber, de Freiburg, Klein, de Padeborn y Von Hauck, de Bamberg. Todos ellos dispusieron que hubiera repique de campanas. Hauck publicó asimismo una separata de su Heinrichsblatt con un comunicado oficial de la Iglesia, que concluye con estas palabras: «El domingo venidero, un “sí” unánime». Las sedes obispales de Fulda, Speyer, Würzburg, Augsburg, Rottenburg («Todos los votos para el Führer de una Alemania más grande»), Meissen («Hombres y mujeres alemanas, cumplid con vuestro obligación en acción de gracias al Führer») y Osnabruck («El próximo domingo, 10. 4. 1938: por una Alemania fuerte y unida»)[119].
Todo ello quedó sin embargo eclipsado por la acción de los obispos austríacos, cuyo estado acababa de integrarse en la Alemania hitleriana gracias al ¡Anschluss! («unión»). En ese contexto debemos lanzar una mirada retrospectiva al desarrollo de la política austríaca durante los años treinta.
«Seipel, Dollfuss, Schuschnigg… estos tres católicos austríacos… Los tres tenían puesta su vista en Roma: en la Roma de los Papas. Los tres se esforzaron en llegar a un acuerdo con Alemania, con Hitler concretamente. Es más, en el caso de Seipel y Dollfuss, la meta era la cooperación»
(Friedrerich Heer)
«Las masas cristianas… eran conducidas por estos políticos cristianos tal como las ovejas son conducidas al matadero»
(Ernst Karl Winter)
«En el caso de que se ofrezca resistencia, ésta tendrá que ser aplastada sin contemplaciones mediante la fuerza de las armas»
(Instrucciones de Hitler a sus tropas
a raíz de la ocupación de Austria)
«Durante los primeros días se sucedieron en Austria toda una serie de proclamas de adhesión. Al frente de todas la del viejo dirigente socialista Karl Renner, la del cardenal Innitzer, las del resto de los obispos católicos y asimismo las del Consejo Superior de la Iglesia Evangélica»
(Friedrich Glum)
«Desde nuestra más íntima convicción y siguiendo nuestra libre voluntad, nosotros, los abajo firmantes, obispos de la provincia eclesiástica de Austria… reconocemos con satisfacción que el movimiento nacionalsocialista ha prestado y sigue prestando extraordinarios servicios en el ámbito de la reconstrucción económica y en el de la política social en bien del Reich y del pueblo, a saber, en favor de los capas más pobres…»
(Cardenal Innitzer,
el príncipe-arzobispo Waitz, y los obispos
Hefter, Pawlikowski, Gfollner y Memelauer)
Tras la dimisión inesperada del prelado Seipel en el año 1929, se sucedieron diversos gobiernos en el poder. El sucesor de Seipel, el industrial cristianosocial y antiguo oficial de Estado Mayor del Kaiser, Ernst von Streeruwitz, no pudo mantenerse más que algunos meses en el cargo debido, en parte, a las intrigas de propio partido. El siguiente Canciller Federal, el independiente Johannes Schober —de cuyo gabinete formó parte, como ministro de asuntos sociales, el teólogo vienes y futuro cardenal Innitzer—, consiguió al menos completar un año de gobierno: desde septiembre de 1929 a septiembre de 1930, en que fue derribado por el propio partido cristianosocial. Como probo funcionario, Schober no aceptó la exigencia de su vicecanciller y ministro del ejército, Cari Vaugoin, del partido cristiano-social, de que F. Strafella —director a la sazón de la línea de tranvías de la ciudad de Graz—, fuera nombrado director general de los ferrocarriles federales austríacos. Strafella, un antimarxista declarado, había sido calificado judicialmente de «falto de honestidad y corrección» por sus especulaciones mercantiles. Finalmente fue Vaugoin, —que en su cargo de ministro del ejército ya había convertido a las tropas en un instrumento del partido cristiano-social—, quien ocupó la cancillería. Incorporó al prelado Seipel a su gabinete y le nombró ministro de AA. EE., convirtió al salzburgués F. Hueber (jefe de las milicias patrióticas y cuñado de Herrmann Göring) en ministro de Justicia y designó a Strafella como director general de los ferrocarriles federales, de cuya presidencia se responsabilizaría el joven de ideología cristianosocial E. Dollfuss.
Cuando Dollfuss, que como oficial de tiradores imperiales había sido condecorado varias veces durante la Guerra Mundial, ascendió él mismo a canciller en el año 1932 —a la par que se hacía cargo del ministerio de AA. EE.— su Gobierno contaba en el consejo nacional con una mayoría de tan sólo un voto (83-82) frente a la oposición de los socialdemócratas y de los pangermanos. Dollfuss aspiraba a establecer una dictadura de signo clerofascista, respecto a lo cual el sistema austrofascista por él diseñado se inspiraba ideológicamente en la crítica a la democracia del prelado Seipel, fallecido en 1932, y en la encíclica papal Quadragesimo anno. En su política exterior Dollfuss estableció vínculos cada vez más estrechos con la Italia fascista, que se vieron favorecidos por la buena relación personal que le unía a Mussolini, y se enfrentó abiertamente a los nazis, que tras su victoria en las elecciones alemanas de 1933, también pretendían hacerse con el poder en Viena. Cierto que el canciller negoció en secreto y reiteradamente con dirigentes nazis (entre otros con Rudolf Hess), pero quería mantener su independencia y se negaba a capitular.
Mussolini, que a lo largo de varios años ejerció de «protector de Austria» recelaba enormemente de Hitler y durante el intento golpista nazi en Viena hizo enviar numerosas divisiones italianas al Paso del Brennero. El 6 de septiembre de 1934 se envanecía ante la opinión pública; «3.000 años de historia nos permiten mirar con soberana piedad ciertas ideas defendidas, allende los Alpes, por descendientes de una estirpe que, en tiempos pasados, cuando en Roma había un César, un Virgilio y un Augusto, fue incapaz de dejar testimonio de su existencia por ignorar la escritura». Durante una entrevista celebrada el mes de agosto en Riccione, el Duce urgía, de nuevo a Dollfuss para que estableciese un régimen estrictamente antimarxista y antiparlamentario. El canciller clausuró el 11 de septiembre en Viena la Dieta Católica con un discurso programático en el que se declaraba partidario de «un Estado austríaco, social, cristiano y alemán, sobre base corporativa y bajo una dirección fuertemente autoritaria».
El «Frente Patriótico» basado en el principio del caudillaje y fundado por Dollfuss en 1933, desempeñó un papel destacado, no sólo por haber sido elevado a rango Constitucional y porque aspiraba al monopolio gubernativo, sino porque además también demostró un carácter ostensiblemente militarista al apoyarse en las milicias patrióticas, en la «Liga por la libertad», en las «Milicias de asalto de la Marca Oriental» en las «Milicias de defensa de la Burgenland» y en los «Atletas Cristianogermanos». Las milicias de combate del «Frente Patriótico» fueron integradas en 1937 en la Wehrmacht. Dollfuss —que dotó al «Frente Patriótico» de un programa y de un símbolo, la cruz potenzada—, y que durante el transcurso de la Dieta Católica, celebrada en Viena en 1933, apeló por primera vez a las masas a que se dieran cuenta de la importancia del Frente, no mantenía únicamente excelentes relaciones con Mussolini, que le apoyaba con armas y dinero, sino también con el alto clero austríaco y vaticano de las que se hacía aconsejar frecuentemente.
El canciller suprimió el Parlamento nada más comenzar su mandato y se acogió a un Decreto Ley, promulgado el 24 de julio de 1917, relativo a la economía de guerra y que «facultaba al Gobierno para tomar las medidas necesarias en el ámbito económico en virtud de la situación extraordinaria creada por el estado de guerra» (!). El Vaticano gusta sobre todo de trabajar —en consonancia con su propia estructura— con gobiernos de partido único, con «hombres fuertes» con «líderes». «El antiguo Parlamento ha desaparecido; no retornará nunca más» anunció Dollfuss. «También el Régimen capitalista y federal ha desaparecido; no retornará nunca más. La influencia de los socialistas ha sido quebrantada para siempre. Con ello doy a conocer la muerte del Parlamento. Austria se ha convertido, siguiendo el ejemplo italiano, en un Estado fascista».
El 5 de junio de 1933, el canciller firmó en Roma un concordato con la Santa Sede, que fue inmediatamente ratificado por Mikias, presidente cristianosocial de la República y persona profundamente religiosa. Es más, el estado elevó algunos artículos de tal concordato a estipulaciones integrantes de la constitución austríaca (Art. 30, Ap. 3). Se estipulaba de modo especial el fomento y subvención económica de las escuelas libres católicas, la ampliación de las escuelas públicas confesionales católicas (Art. 3), y la supeditación al Derecho Canónico de todos los matrimonios contraídos ante la Iglesia (Art. 7). Los matrimonios católicos, que viviesen separados, podrían acceder a un segundo matrimonio únicamente a través de la declaración, por parte de la Iglesia, de la nulidad del primero, algo que concitó la encarnizada resistencia de los más diversos sectores sociales. Dollfuss, cuya constitución dictatorial del 24 de abril de 1934 se remitía a la encíclica social del Papa entonces regente, no sólo había disuelto años atrás el Parlamento, sino que también se valió de la Policía para impedir el intento de una nueva convocatoria del Consejo Nacional y obstaculizó la celebración de elecciones aparte de paralizar el tribunal constitucional. Gobernaba mediante todo un rosario de decretos de emergencia, suprimiendo y limitando drásticamente los derechos democráticos. Liquidó al Partido Comunista y a la Alianza por la Defensa de la República, pero también al partido Nacionalsocialista juntamente con las organizaciones de él dependientes. Abolió el derecho de huelga, amordazó la prensa, suprimió el secreto postal, fomentó el antisemitismo e incrementó la violencia policial, implantando la ley marcial y la pena de muerte. También se construyeron campos de concentración, los denominados campos de arresto, como el tristemente célebre campo Wóllersdorf, más tarde arrasado a fuego por los nazis, es decir, en una época en que ellos mismos transportaban a sus enemigos a campos de concentración alemanes. A todo esto, la situación económica no paraba de deteriorarse. Sin embargo, en su carta pastoral navideña del 22 de diciembre de 1933 los obispos austríacos saludaron la nueva orientación política y exigieron se prestara apoyo al nuevo gobierno.
Azuzado de forma perentoria por Mussolini contra la «Viena roja» y también, desde luego, por los propios antimarxistas militantes de las milicias patrióticas —en especial por Emil Fey, fundador de la vienesa, que como vicecanciller y ministro del interior tenía a su cargo todo el aparato de seguridad— Dollfuss se deslizó en 1934 hacia una guerra civil de corta duración. En su situación desesperada los socialdemócratas intentaron contactar por todos lados, incluso con el presidente cristianosocial de la República, Mikias, aquel hombre «profundamente religioso». Pero todo resultó en vano. El socialista Otto Bauer acudió rápidamente a Georg Bichimair, superior de los jesuitas austríacos y hombre de confianza del Vaticano en asuntos políticos. El jesuita le participó: ¡con la socialdemocracia se hará tabla rasa!, a lo cual Bauer replicó al pater: «¡Esta gente matará, disparará, ahorcará con tal de lograr su objetivo!» y se marchó de allí. El vicecanciller se jactaba así el 11 de febrero: «El canciller Dollfuss es de los nuestros. Mañana todos pondremos manos a la faena y haremos un buen trabajo por el bien de la patria…»[120].
A la mañana siguiente y a raíz de un registro efectuado en una sede socialdemócrata de Linz (hotel Schiff), a la búsqueda de armas, estallaron las hostilidades, que se propagaron rápidamente a Steyr, St. Polten, Eggenburg, Kapfenberg, Weiz, Bruck del Mur, Würgí, es decir, a las zonas industriales principalmente. En la misma Viena afectaron sobre todo a los distritos obreros. La Alianza en Defensa de la República —que continuaba existiendo en la ilegalidad como brazo militar de la socialdemocracia y cuyos miembros habían sido los primeros en disparar en Linz contra la irrupción violenta de la policía— estaba de antemano en situación de inferioridad frente a las fuerzas armadas gubernamentales, (policía, milicias patrióticas y ejército federal) que luchaban además con el apoyo de la artillería. El levantamiento obrero se desmoronó pasados tres días. Hubo al menos 800 heridos y más de 300 muertos. Se llevaron a cabo nueve ejecuciones en aplicación de la ley marcial y el «estado corporativo cristiano» no tuvo el menor empacho en ejecutar también a un herido grave, Karl Münichreiter, al que hubo que trasladar para ello en una camilla. Ministro de justicia era a la sazón, Kurt von Schusschnigg, un buen católico y fiel hijo de la Iglesia, quien sucedería a Dollfuss en la cancillería. Si comparamos los métodos empleados por el régimen católico para combatir a sus enemigos con los empleados por la Socialdemocracia —que durante la revolución de 1919 y durante los años en que ejercieron el poder en Viena fueron incapaces, según escribe un historiador, de «tocar un solo pelo a la gente»— entonces veremos reafirmada la experiencia histórica, según la cual «no es la revolución sino la contrarrevolución la que produce el mayor derramamiento de sangre».
El Vaticano se refugió en un silencio hermético. Mientras la miseria crecía por doquier, la Iglesia Católica obligó al canciller a que rechazase cualquier ayuda proveniente del exterior, «forzando así a toda la gente necesitada a dirigirse a instituciones católicas». Durante esa época el alto clero gozaba en Austria de un poder que no conocía par en ningún otro país, ni siquiera en la Italia fascista. «Toda protesta contra la Iglesia o sus representantes era interpretada como una acción hostil al Estado». Tras los disturbios de febrero, el dictador Dollfuss prohibió el Partido Obrero Socialdemócrata, incautó todos sus bienes y anuló su representación parlamentaria en los gobiernos regionales y municipales a la par que empleaba el terror contra la izquierda y sus simpatizantes. Numerosas personas fueron confinadas en campos de concentración. Otros huyeron hacia Checoslovaquia o Rusia, donde muchos se precipitaron en la vorágine de las «purgas estalinistas». Otros, a su vez, fueron a combatir en la Guerra Civil Española.
Como consecuencia de los victoriosas luchas de febrero, Mussolini, Dollfuss y el Primer Ministro húngaro, Gyula Gómbos de Jáfka, —que también desarrolló una política de acercamiento a Hitler y fue además el primer Jefe de Estado extranjero en visitarlo en 1933—, firmaron los «protocolos romanos» tiempo atrás preparados por el Duce. Con su firma, los tres Estados se comprometían a ahondar en la cooperación política y económica y a consultarse en común a petición de uno de los socios.
Sólo cuatro meses más tarde, el 25 de julio de 1934, los nazis austríacos intentaron un golpe de Estado contra la Cancillería vienesa, golpe que estaba de antemano condenado al fracaso. A raíz de éste una «orden del Führer» fechada el 4 de agosto disolvió desde Múnich la «dirección nacional del partido en Austria». Sin duda alguna, la reacción de Hitler habría sido otra si el golpe hubiera tenido otro desenlace. Durante el transcurso del mismo 154 miembros pertenecientes al estandarte 89 de las SS (la mayoría antiguos soldados del Ejército Federal) pretendieron —disfrazados de soldados— hacerse con el Gobierno, que estaba, sin embargo, sobre aviso. Esta acción, que se hizo extensiva a Estiria, Kárten, Alta Austria y Salzburgo, se saldó con medio millar de heridos y 269 muertos, entre los que se encontraba el mismo canciller federal, E. Dollfuss. Al intentar defenderse, fue abatido por dos disparos, de los que el segundo, mortal de necesidad, salió de una pistola del Cuerpo de Policía que, según rumores, (aunque carentes de cualquier prueba), podría haber sido disparada por el ambicioso vicecanciller y jefe de las milicias, Fey. En cualquier caso, éste desempeñó un papel poco claro y muy cuestionado durante el golpe nazi contra la Cancillería. En 1935 tuvo que abandonar el Gobierno y después de haber apoyado a Schuschnigg se suicidó junto a toda su familia, justo cuando las tropas alemanas entraban en el país. Los funerales por el canciller asesinado, que en estado agonizante había confiado la protección de sus dos hijos a Mussolini, se celebraron el 8 de agosto y se convirtieron en «un gran acto estatal presidido por el clero católico». Éste elogió calificándolo de «gran mártir» a un hombre, que, como subraya Martín Broszat, podría haber sido el colega idóneo de Hitler si nos atenemos al color político de ambos. Es más, según la Catholica, debería ser beatificado: todo ello constituye una prueba (superflua) de la identificación de esta institución con la dictadura.
El profesor cristianosocial A. Rintelen, gobernador civil de Estiria durante muchos años, desempeñó un papel más inequívoco que Fey en aquella intentona. Fue un enérgico promotor de las milicias patrióticas y ejerció el cargo de ministro bajo el mandato de Dollfuss, quien le relegó del puesto para enviarle a Roma como legado. Previsto como canciller para después del golpe, se mantuvo «a disposición» en un hotel vienes mientras que una estación de radio momentáneamente conquistada emitía el comunicado que anunciaba cómo el Doctor Rentelen, legado ante la Santa Sede, se hacía cargo del gobierno. Rintelen fue condenado en 1935 por alta traición a cadena perpetua, pero fue rehabilitado en 1938, el año de la salvación.
Al puesto dejado vacante por Dollfuss vino a encaramarse un hombre sobre el que también podría pesar la amenaza de verse un día orlado por el halo de la beatitud (reverso de la cual es la beatería), K. von Schuschnigg. Hijo de un general tirolés y alumno de la escuela Stella Maris, próxima a Feldkirch y regentada por jesuitas, había sido abogado en Innsbruck y colaborador de la Unión Popular Católica del Tirol. Era portador del distintivo de la Asociación Estudiantil «Austria-Viena». (De ella y de la Asociación «Norica» «procedía la casi totalidad de la cúpula estatal»). Elegido diputado cristianosocial del Consejo Nacional en 1927, en 1930 se convirtió en Jefe Imperial de las Tropas de Asalto de la Marca Oriental, para pasar a desempeñar las funciones de ministro de justicia, (1932), y ministro de educación, (1933). Schuschnigg, que ya era considerado el «delfín» del prelado Seipel, tenía ciertamente por meta establecer un sistema «clero-fascista moderado» pero su estado se regía más bien por las sentencias de las encíclicas sociales del papa que por principios políticos. A diferencia de Dollfuss deseaba la integración de los nacionalsocialistas y la reconciliación con Alemania. Le forzaba ya a ello el giro dado por una situación política marcada por la actitud claudicante de las potencias occidentales y por la aproximación de Mussolini a Hitler, premisa de la que nacería el «Eje Berlín-Roma» al que un chascarrillo popular austríaco llamaba el «espetón en el que asarían a Austria hasta que tomase color pardo»[121].
Von Papen, futuro camarero doméstico del papa, hacía en Viena de «mozo de estribo» en favor de Hitler, de cuya política hacía oficialmente publicidad. El «Führer» le había pedido, consagrarse a esta importante misión, precisamente «porque Vd., desde nuestra colaboración en el gabinete, goza de mi plena e ilimitada confianza». Hitler nombró a Von Papen legado y, en 1936, embajador en Viena, convirtiéndolo así en un subordinado directo. Durante el encuentro mantenido por Schuschnigg y Mussolini los días 5 y 6 de junio del mismo año en Rocca delle Camínate, los dos jefes de Estado se pusieron de acuerdo en que Austria era ante todo un Estado alemán y no podría a la larga practicar una política antialemana. Justo al mes siguiente, el 11 de julio de 1936, Austria concluyó un acuerdo bilateral con Hitler, acuerdo calificado de «pacto entre caballeros», que constaba de diez puntos y nunca fue hecho público por la prensa. Alemania reconocía la absoluta independencia austríaca, facilitando de nuevo los desplazamientos de un país a otro, y Austria se comprometía a coordinar su política exterior con Alemania de un modo que fuese compatible con las obligaciones derivadas de su vinculación a los «protocolos romanos». Prometía además conceder una amplia amnistía en favor de los presos nacionalsocialistas y dar cabida a representantes de la «oposición nacional» en la actividad política: «un paso claro hacia la unificación».
Edmund Glaise von Horstenau, oficial de estado mayor durante la I Guerra Mundial y antiguo secuaz de Seipel, se convirtió en ministro sin cartera. Proveniente de sectores católicos, no solamente mantenía «excelentes relaciones personales» con aquéllos, sino también con el legado de Hitler, Von Papen, y con el teniente general Muff, agregado militar alemán en Viena. Glaise, presidente de la Asociación de Académicos Católicos, ascendería al cargo de vice-canciller del gobierno Seyss-Inquart y fue uno de los signatarios de la ley sobre la integración de Austria en el Reich alemán. El Dr. Arthur Seyss-Inquart, abogado y miembro de la Federación Central de las Asociaciones Estudiantiles Católicas de casaca, considerado como «buen católico» por sus amigos, fue nombrado por Schuschnigg en 1937 consejero de estado y ocupó más tarde los ministerios de seguridad y del interior. Entretanto, recibió el encargo de atraer a la oposición nacional a la asunción de responsabilidades estatales, es decir, de domesticar a los nazis hasta que él mismo, siguiendo la tónica ya clásica de encomendar las ovejas al lobo, se convirtiera en 1938 en Estatúder del Reich para Austria.
Schusschnigg se veía cada vez más presionado por los ultimátums de Hitler y se puede decir con certeza que no quiso la «unión» como tampoco la quiso la jerarquía austríaca, que no tardaría, sin embargo, en aplaudirla. Pues al igual que los obispos alemanes se mostraron decididamente en contra de Hitler antes de 1933, a favor después de 1933 y otra vez en contra después de 1945, los austríacos estaban en contra de la tutela alemana hasta 1938, a favor de aquélla a partir de ese año y de nuevo en contra, naturalmente, después de 1945.
Ya el 10 de marzo se celebró en Viena la Conferencia del Clero, bajo la dirección del cardenal Innitzer, quien hasta entonces había apoyado con palabras y hechos al Frente Nacional de Schusschnigg y rechazado de plano a los nazis. Tanto el cardenal como la conferencia se declararon enérgicamente partidarios de Schusschnigg y de la independencia del Estado austríaco. «Sólo así podremos salvar a Austria de los nacionalsocialistas». El 11 de marzo, mientras las agrupaciones del Frente Nacional de Viena escandían a coro:
«¡Rojo-blanco-rojo, hasta la muerte!» y los aviones lanzaban millones de octavillas en las que se podía leer: «Con Schuschnigg hacia una Austria libre, cristiana y alemana» la Acción Católica emitía un manifiesto que decía: «Desde hace 1000 años este pueblo alemán de la Marca Oriental ha estado creando una cultura, que, surgida de un espíritu cristiano y católico, es admirada por el mundo entero y considerada como uno de los frutos más maduros de la creatividad alemana. Desde hace 1000 años, nuestros padres han estado luchando y derramando su sangre por una Austria cristiana, consciente de su misión alemana entre los pueblos. ¡Padres y madres! ¡Muchachos y muchachas! ¡La Acción Católica os llama! ¡Luchemos por este patrimonio cristiano y alemán!».
Persuadido por Göring a utilizar la violencia, Hitler, que ya una vez había suspendido la orden de marcha, dio ahora la señal pertinente para ello. El 12 de marzo los alemanes atravesaron la frontera austríaca y ¡justo al día siguiente, el ejército austríaco juraba fidelidad a Hitler! Ese mismo día, el 13 de marzo, el cardenal Innitzer insertó un llamamiento en el diario Reichpost: «Rogamos encarecidamente a los católicos de la archidiócesis de Viena que recen el domingo para dar gracias a Dios, nuestro Señor, por el transcurso incruento de esta gran transmutación política y suplicarle un futuro feliz para Austria. Naturalmente se deberá prestar obediencia, de forma voluntaria y espontánea, a todos los disposiciones emanadas de las autoridades». El diario Die Reichpost, que ya en 1935 y por influencia de Papen, había exigido la cooperación entre católicos y nacionalsocialistas, comentaba: «Creemos que el amor hacia el pueblo es el mejor culto que podemos rendirle a nuestro Señor y por ello daremos con alegría al pueblo lo que es del pueblo y, como creyentes, a Dios, lo que es de Dios. Nuestro más eminente príncipe eclesiástico ha bendecido la hora de la unificación alemana, que durante tanto tiempo hemos añorado, por lo tanto, podemos mirar abiertamente al Führer a los ojos y decir: Nosotros, los alemanes de Austria, entramos hoy resueltamente a formar parte del común destino alemán».
Con su llamamiento, el cardenal se mostraba más rápido aún que otros oportunistas en adaptarse a los nuevos aires. Más rápido, verbigracia, que H, Hübner, propietario del «Café Spiendide», sito en la Jasomirgottstrasse y punto de cita de las chicas de vida liviana, quien de la noche a la mañana rebautizó el local con el nombre de «Café Berlín» y un día más tarde que el cardenal insertaba este anuncio en el diario Wiener neusten Nachrichten: «¡Queridos compatriotas alemanes! ¡Visitad el nuevo local ario “Café Berlín” (ex-Splendide)!». Y el 14 de marzo, —mientras avanzaba una ola de detenciones que afectó a 50.000 personas, y el mismo Schuschnigg, a cuyo Gobierno se declaraban adictos tan sólo cuatro días antes Innitzer y la conferencia sacerdotal, se hallaba detenido por la Gestapo; mientras Hitler almorzaba con Himmler ingiriendo otra ensalada de huevos en St. Polten, en medio de las notabilidades políticas locales— ese mismo 14 de marzo, un comunicado procedente de Viena decía que a instancias del cardenal Innitzer el Führer había sido objeto de un recibimiento de bienvenida en Austria. Innitzer hizo saber a Hitler que en el momento de su llegada repicarían todas las campanas de las iglesias vienesas.
En efecto, el dictador recorrió las calles de Viena entre banderas con cruces gamadas colgando de las iglesias, en medio de un repique general de campanas (algo que se repitió cuando Hitler entró en su ciudad natal, Braunau) y rodeado por el rugido extasiado de las masas. La Basler Zeitung (Diario de Basilea) escribía: «Es imposible describir en palabras las escenas de entusiasmo vividas a la entrada de Hitler». Franz von Papen proponía un encuentro con el cardenal Innitzer sin haber consultado a éste previamente. «Ante todo» decía Papen a Hitler, (al que durante el Proceso de Nurenberg calificó como «el asesino más grande de todos los tiempos») «se debe establecer la paz con la iglesia». «Austria es un país católico… La alegría por un imperio común y por su desarrollo pacífico podrá subsistir únicamente si Austria es gobernada según su propia usanza y teniendo en cuenta sus tradiciones». Hitler respondió sonriente; «No tenga Vd. cuidado, lo sé mejor que nadie». Papen: «Quizás sería conveniente que hoy mismo diese Vd. a este país una prueba inequívoca de esa voluntad suya. ¿No le gustaría a usted, una vez finalizado el desfile, recibir al cardenal para darle una serie de aclaraciones al respecto?». Hitler se mostró «muy gustosamente» de acuerdo y quiso ver al prelado en el hotel Imperial, justamente después del desfile militar.
Acompañado por el capellán Von Jauner y por el secretario Weinbacher, el prelado se dispuso a efectuar esta visita de bienvenida, siendo recibido ante la puerta del hotel por una estridente pitada y por los gritos de «¡fuera, fuera!», procedentes de la masa. Pero también le recibió Franz Papen, que se mostró extremamente satisfecho de que «Su Eminencia se haya resuelto a hacer esta visita». Insultado y escupido a sus espaldas y honrado por delante por una guardia de las SS apostada frente a él, el príncipe eclesiástico ascendió sonriendo impávidamente hacia la suite de su Führer, mientras resonaban en sus oídos los gritos de «¡a Dachau, a Dachau!» y «¡al canal con el cardenal!» provenientes de la calle. De esta manera describe el encuentro el capitán de pilotos de Hitler, Bauer: «Nos encontrábamos en el pasillo para ver de qué forma recibía Hitler al cardenal. El Führer lo recibió en la puerta haciendo un gran reverencia que nunca le había visto hacer en otras ocasiones. También el cardenal se mostró extremadamente afable y servicial. La despedida fue igual de cordial». El mismo Hitler manifestó que el arzobispo cardenal «le había interpelado con un rostro radiante por demás, como si durante todo el tiempo que duró el anterior sistema político en Austria nunca hubiese tocado, ni de casualidad, un sólo pelo de la ropa a no importa que nacionalsocialista».
A pesar de las aparentes muestras de afecto mutuo, Hitler disponía de poco tiempo para el cardenal. Con todo, declaró: «La Iglesia no se arrepentirá si se mantiene fiel al Estado. Si la colaboración prospera en Austria, esa primavera religiosa repercutirá también en la totalidad del Reich».
Una vez que los obispos del Reich anterior a la anexión optaron, pese a todo, por Hitler, ¿por qué habrían de comportarse de distinta forma los señores espirituales de Austria? Así, tres días después, el 18 de marzo, proclamaron solemnemente:
«Nosotros, los abajo firmantes, obispos de la provincia eclesiástica de Austria, declaramos con motivo de los grandes acontecimientos que viven Alemania y Austria que…: reconocemos con satisfacción que el movimiento nacionalsocialista ha prestado y sigue prestando extraordinarios servicios en el ámbito de la reconstrucción económica y en el de la política social en bien del Reich y del pueblo alemán, a saber, en favor de las capas más pobres. Estamos asimismo persuadidos de que la actuación del movimiento nacionalsocialista conjuró el peligro del bolchevismo ateo y pandestructor. Los obispos acompañan esa actuación con sus mejores augurios y exhortarán también a los creyentes en ese sentido. El día del referéndum consideramos como el más natural de nuestros deberes, en cuanto obispos, tomar partido, como alemanes que también somos, por el Reich alemán. Esperamos de todos los creyentes cristianos que reconozcan la deuda contraída frente a su pueblo».
El propio Innitzer envió el documento al recientemente nombrado Gauleiter (jefe nazi de distrito) de Viena, Bürckel. Al documento le acompañaba una carta que decía: «Muy estimado señor gobernador. Por ella verá meridianamente que nosotros, los obispos, hemos cumplido voluntaria y libremente con nuestro deber. Sé que esta declaración será la premisa de una buena colaboración. Con las expresiones de mi mayor consideración, ¡Heil Hitler! Cardenal Theodor Innitzer».
Más tarde la Iglesia Católica quiso, a través de innumerables versiones publicadas en hojas parroquiales, presentar aquella «Declaración Solemne» de sus prelados como impuesta por la fuerza, y la signatura de Innitzer acompañada del «heil Hitler» fue calificada, sin más, de falsificación. Todo ello a pesar de que justamente ese «Heil Hitler» aparecía escrito a mano al pie del texto mecanografiado y era, inequívocamente, del puño y letra del prelado[122].
Hitler mismo, que ya en su mensaje de Año Nuevo a los nacionalsocialistas había declarado que «nuestro más profundo ruego es que la gracia de Nuestro Señor acompañe también al destino de nuestro pueblo alemán en los próximos años…» se erigió en trece discursos electorales efectuados en su patria en apóstol, en «enviado de Dios», anunciando que se había producido un «dictamen de Dios», un «milagro». «Nuestro Señor ha creado a los pueblos. ¡Lo que Dios nuestro Señor une, no deben separarlo los hombres!», decía el 3 de abril en un mitin electoral celebrado en Graz. En la víspera del referéndum manifestaba en Viena: «Ojalá que en el día de mañana cada alemán reconozca la hora, la sopese y se incline humildemente ante la voluntad del Todopoderoso, que hizo posible que en tan pocas semanas se haya consumado un milagro entre nosotros»
Según W. L. Shirer, lo que se inició en Austria fue «una orgía del sadismo. Día tras día, numerosos judíos y judías eran buscados para borrar de las paredes de las casas las consignas electorales de Schuschnigg y limpiar las canales. Mientras trabajaban de rodillas, vigilados por miembros de las S. A. que sonreían divertidos, la muchedumbre se agrupaba en torno suyo para burlarse. Centenares de mujeres y hombres judíos eran capturados en la calle y obligados a limpiar los retretes públicos y las letrinas de los cuarteles de las SA y de las SS. Decenas de miles fueron encarcelados. Sus bienes fueron confiscados o robados. Yo mismo pude observar desde mi vivienda de la Plossigasse cómo tropas de las SS se llevaban del Palais Rothschild —contiguo a mi vivienda— carros enteros cargados de objetos de plata, alfombras, pinturas y otros objetos valiosos. El propio barón Louis Rothschild compró su salida de Viena mediante el traspaso de su fábrica de acero a la empresa Hermann-Góring. Hasta el estallido de la guerra, fueron 180.000 los judíos que pudieron comprar su éxodo de Viena a través de la entrega de sus posesiones y su fortuna a los nacionalsocialistas».
Sin embargo esta «orgía del sadismo» no logró cambiar la opinión del episcopado austríaco ni la del alemán, tanto menos cuanto que el antisemitismo era especialmente acusado en determinados círculos cristianos de Austria. Hacía ya mucho tiempo que venía siendo alentado, sobre todo, por la prensa clerical. En el año 1848, verbigracia, Sebastian Brunner, fundador de la Wiener Kirchenzeitung, (Diario de la Iglesia de Viena) difundía la idea de que la importancia de los judíos en la sociedad moderna se debía a la combinación de su descreimiento con el odio envenenado que sentían hacia el cristianismo y la Iglesia Católica. Brunner, prelado doméstico del Papa, se convertirá en el primer «martillo de judíos» católico de la prensa cristiana vienesa. El pater Albert Wiesinger, fanático antisemita, director de la Wiener Kirchenzeitung hasta 1874 y autor de narraciones antijudías como Historias de Ghetto y Asesinato en la judería, enseñaba que «liberalismo es igual a judaísmo». Esta frase ejerció una fuerte influencia sobre políticos cristianos y nazis. Para el propio Hitler tenía prácticamente el rango de una «fórmula sacra». El jesuita Heinrich Abel, principal predicador popular del círculo de varones cristiano-sociales de Viena durante los últimos decenios del siglo (pues este hombre impedía rotundamente a las mujeres la asistencia a sus discursos y a las peregrinaciones masculinas) no sólo conservaba como «reliquia» un bastón con el que su padre apaleó a un judío, sino que también afirmaba sin rodeos que «la desdicha del pueblo austríaco tiene su raíz en su esclavización por parte de los judíos y en el espíritu judío».
Ya a partir de 1880 empiezan a aparecer en Viena síntomas de un «antisemitismo auténticamente homicida, que apunta hacia la aniquilación física de los judíos». La «Asociación Cristiano-social» fundada en 1887 y célula germinal de los cristiano-sociales, denomina a la Illustrierte Wiener Völkszeitung —editada por dicha unión— a través de su subtítulo como un Órgano antisemita. Es así como el movimiento cristiano-social que estigmatizaba a Marx y al «marxismo judío», (actitud agitadora en la que fueron apoyados por la predicación eclesiástica) como destructores de todos los valores cristianos y creadores de una fe diabólica y anticristiana, desembocaría finalmente en el nacionalsocialismo.
Su futuro Führer hablará a lo largo de toda su vida, siguiendo en ello a numerosos políticos cristianos y oradores domingueros, del «marxismo judío», afirmando que el partido comunista alemán estaba sostenido por los judíos. En suma:
«Todas las injusticias sociales importantes que existen en el mundo se deben a la influencia subrepticia de los judíos. Los trabajadores pretenden eliminar, inspirados por los judíos, aquello que nadie más sino los propios judíos han establecido tenazmente» dice Hitler. «El judío es y será el típico parásito, una sanguijuela, un bacilo maligno que se extiende cada vez más apenas halla su caldo de cultivo espiritual. Las consecuencias que acarrea su existencia son las mismas que las que acarrean los parásitos: allí donde aparecen, el huésped acabará por morir tarde o temprano». F. Heer comenta: «Parásito, sanguijuela, bacilo: ya desde la Edad Media se viene atacando en innumerables prédicas al judío —especialmente en las épocas de peste— como portador de la peste, como veneno y envenenador de los pacientes no judíos y del pueblo que les acoge. Hitler extrae las consecuencias: Semejante bacilo debe ser exterminado para salvar al pueblo alemán de sus garras»… «Al servicio del Todopoderoso… Hitler se propondrá limpiar a la humanidad de la peste judía».
«La fe antisemita del Hitler juvenil es tan auténtica como la fe antidiabólica cristiana de la cual se nutre». También el erudito cristiano F. W. Foerster intuye en Hitler —tal como aparece en un libro suyo, publicado por la editorial católica Herder— el «engendro directo» resultante de aquel antisemitismo cristiano que tan bien encarnaban los cristiano-sociales de Austria. El propio tirano atestigua haber sido influido a lo largo de su formación política por el político austríaco antisemita y cristiano-social Karl Lueger, poseedor de una fatal fuerza de sugestión y, en opinión del joven Hitler, «¡el alcalde más grande de todos los tiempos!». El odio antisemita fue, desde un principio, rasgo dominante entre los cristiano-sociales. Este odio suponía un «instrumento inestimable del renacimiento religioso».
Los sacerdotes no se limitaban a arremeter contra los judíos únicamente en los periódicos o en las reuniones populares y electorales, sino que lo hacían desde el mismo púlpito. Sobre el clero austríaco de los años treinta podría escribirse todavía que resultaría muy difícil discernir su estilo del de la propaganda nazi. Así por ejemplo, el obispo Gfollner de Linz, en una carta pastoral datada el 21 de enero de 1933, echaba pestes de ese «judaísmo degenerado» y se quejaba de la «influencia, nociva por demás, que éste ejercía sobre todos los ámbitos de la moderna vida cultural». Consideraba además «estricto deber de conciencia de todo cristiano convencido» luchar contra aquél, exigiendo que se levantara un sólido dique «contra todo tipo de basura espiritual y contra las oleadas de inmoralidad, que, procedentes sobre todo del judaísmo, amenazaban inundar el mundo».
No era el terror contra los demás lo que inquietaba a la Iglesia de Austria. No el que se ejercía contra sus viejos enemigos, judíos, liberales y gente de izquierdas, sino las tribulaciones que ella misma comenzaba a padecer. Su actitud era en ello idéntica a la de la Iglesia alemana. Y en Italia eran también intereses estrictamente católicos los que estaban en juego cada vez que estallaba una disputa con el estado, a causa, verbigracia, de la educación de la juventud o de las asociaciones tuteladas por la Iglesia. Así ocurrió, p. ej., en el duro enfrentamiento de 1931 en torno a la actio cattolica, asociación que, para el gusto de Mussolini, estaba ganando demasiado terreno. El dictador disolvió a finales de mayo y por vía administrativa todos los grupos juveniles y estudiantiles católicos, unas 5.000 agrupaciones masculinas y unas 10.000 femeninas, lo que suponía un total de casi 800.000 miembros. En septiembre se impuso claramente frente a Pío, quien atendió «en buena medida» sus deseos, siendo el cardenal secretario de estado quien movió al papa hacia un compromiso propiciado por el jesuita Tacchi-Venturi, el hombre que servía de enlace entre el Duce y el Vaticano. «No está en nuestro ánimo condenar al partido o al régimen», proclamaba Pío, después de un infructuoso intercambio de notas, en su Encíclica Non abbiamo bisogno del 29 de junio de 1931, escrita parcialmente en términos muy acres. «Nuestro empeño estriba en reprobar únicamente aquellos aspectos del programa y de la actividad del partido contrarios a la doctrina y la práctica católicas».
Pues también aquí, en Austria, se trataba únicamente de eso. Con todo, los conflictos con los fascistas fueron menos numerosos que los habidos con los nazis, y unos y otros fueron solventados por mediación de Pacelli, cuyo «amor hacia la paz» y «extremada prudencia» se encarecían una y otra vez. En cambio, nunca hubo serias diferencias entre los nacionalsocialistas y los fascistas, por un lado, y el Vaticano, por otro, en lo relativo a las grandes cuestiones de la política exterior, es decir, en la cuestión de la guerra y la paz.
¡Todo lo contrario! En este aspecto la Iglesia daba su respaldo a un crimen tras otro: a la invasión de Abisinia, a la Guerra Civil Española y a la II Guerra Mundial. Ésta fue, justamente, preparada política y militarmente mediante aquellas dos acciones previas que cimentaron la alianza entre nacionalsocialistas y fascistas, alianza, que se puso por primera vez a prueba en los campos de batalla de España y Abisinia[123].
«Las iglesias y estados cristianos contemplan esa abominable carnicería humana y lo que a todas luces no es sino una correría de pillaje y callan. También Roma calla. Los hombres con responsabilidad no tienen el coraje de gritar, en el nombre de Cristo, “¡non licet!”, ante esta maquinación satánica en Abisinia. Así viene a vengarse aquella actitud de profunda disonancia entre lo que se enseña y lo que se practica. La Iglesia se convierte con ello, a los ojos de muchos, en objeto de escarnio y de escándalo»
(Johannes Ude, teólogo de moral católico)
«Pero Roma no permaneció callada. Al contrario. “Con el sentimiento de la más profunda gratitud” habló Mussolini en 1938 de la “activa colaboración del clero en la guerra de Abisinia… a este respecto viene sobre todo a mi mente el ejemplo de patriotismo dado por muchos obispos italianos al entregar su oro en las sedes regionales del partido fascista y también el de aquellos sacerdotes que reforzaron la voluntad de resistencia y la resolución de combatir del pueblo italiano”»
(«Corriere de la Sera»)
«Todos (!) eran unánimes en la opinión de que la guerra era justa y que, en consecuencia, justificaba la brutal anexión»
(«Civiltà Cattolica», 1936,
revista vaticana de los jesuitas)
«Una acción de grandiosa solidaridad humana»
(«L’Osservatore Romano», 1935)
Tras los enfrentamientos de 1931, que supusieron una fuerte derrota para Pío XI —o, como él mismo admite en Non abbiamo bisogno, la aceptación de compromisos «que otros consideraban inaceptables»— camisas negras y sotanas negras volvían a cooperar totalmente compenetradas. Incluso ciertos círculos eclesiásticos hubieron de reconocer que: «Tras la crisis de 1931 el catolicismo italiano no volvió a sufrir ninguna otra conmoción. A excepción de algunos obispos de talante fundamentalmente antifascista, la mayoría del episcopado adoptó una actitud de benevolencia para con el régimen». Esta confesión es bien digna de ser ponderada, habida cuenta de que, en 1931, la traca final estaba aún por venir: la invasión de Abisinia, la participación, bendecida por la Iglesia, en la Guerra Civil Española y la intervención en la II Guerra Mundial. Con todo, esa misma fuente trata de quitar hierro a aquella confesión al afirmar a renglón seguido: «Ningún obispo italiano hizo suya la ideología fascista. Aun cuando los obispos complacieran a Mussolini con sus palabras, no podemos sin más tildarlos de “fascistas” en el sentido de que hubiesen establecido compromisos con las principales tesis ideológicas del fascismo. Más bien podría hablarse de episcopado “a-fascista”».
Pero aun suponiendo que ello fuera así para nada afectaría a lo que realmente importa: pues, ¿qué nos interesa a nosotros la cuestión de si los obispos italianos o alemanes, para el caso es lo mismo, eran o no fascistas? Puede que no lo fuesen, y especialmente los últimos no lo eran probablemente. Pero no es esa la cuestión que nos ocupa. Eso sólo sirve para rehuir la cuestión que importa. Otro tanto ocurre con el tema, en ellos recurrente, de su «resistencia»: ésta era un empeño motivado única y exclusivamente por mor de los intereses religiosos, de sus propias prerrogativas. Esa lucha de la Iglesia, esa Kirchenkampf interesa tanto menos cuanto que no podemos estar a favor de ninguna prerrogativa, ¡de ninguna en absoluto! Menos todavía en favor de las de una Iglesia, respecto a la cual, recientemente, cabía esperar que fuese declarada algún día «organización criminal» por parte de un tribunal internacional. Y así como no podemos estar en favor del fascismo romano o del nazismo alemán, tampoco podemos estarlo en favor de la Iglesia romana, pues aquéllos fueron sistemas criminales a los que la Iglesia apoyó persistentemente, ¡en la política interior y en la exterior!: eso es lo que realmente interesa aquí. Pues sus prelados apelaron «una y otra vez» —son palabras de los propios obispos alemanes, pronunciadas en 1941— y «del modo más enérgico» a sus fieles para que diesen apoyo a Hitler y a sus guerras: ¡con un balance de medio centenar de millones de muertos, balance obtenido con el respaldo clerical! Esto sí que interesa y no el parloteo de curas pagados para ello (Ver exposición detallada al respecto en el Vol. II).
Después del año 1931 la colaboración entre el episcopado y el fascismo no sufrió ya ninguna conmoción. El entusiasmo de los monsignori por Mussolini fue más bien en aumento, a la vista de los éxitos que éste cosechaba en el marco político mundial. El cardenal Gasparri anunciaba en 1932: «El Gobierno fascista italiano es la única excepción en medio de la anarquía que domina a gobiernos, parlamentos y escuelas en todo el mundo… Mussolini fue el primero en prever claramente el caos que rige actualmente el mundo. Ahora se está esforzando en llevar al buen camino esta pesada maquinaria gubernamental al objeto de que pueda trabajar en consonancia con las leyes morales de Dios». Ahí tienen, el fascismo es la única excepción «a la anarquía que domina gobiernos, parlamentos y escuelas en todo el mundo…». ¡El cordero fascista en medio de los lobos! ¡El Duce, un trabajador de la viña del Señor! ¡Custodio de las leyes morales de Dios! ¡Y los siervos de Dios, trabajadores al servicio del Duce!: oh sí, algunos incluso como miembros de su policía secreta, como era el caso de monsignore Margotti, arzobispo de Gorizia, al que Mussolini pagaba un estipendio mensual y que después de la guerra fue condenado a muerte en la zona yugoslava, siendo perdonado gracias a la intervención aliada. Pero ello no es de admirar, si tenemos en cuenta la forma en que Mussolini se dirigía a la población en junio de 1931: «Deseo que la religión se halle presente en todos los rincones de este país. Hay que enseñar el catecismo a los niños… por muy pequeños que sean». Y tampoco es de admirar que de allí a poco los alumnos de las escuelas recitaran de memoria esta oración redactada por el clero: «Mi Duce, te agradezco que me hayas permitido crecer sano y fuerte. ¡Oh Dios y Señor mío! ¡Protege al Duce para que pueda mantenerse por mucho tiempo al frente de la Italia fascista!». El contenido de los libros de la escuela primaria italiana estaba compuesto substancialmente por un tercio de materia catecúmena y oraciones, y por otros dos tercios con textos de glorificación del fascismo y de la guerra. Una guerra que no tardaría en ser realidad en Abisinia, en el año 1935.
Los problemas de política interior fueron determinantes para su estallido, y éste se vio además favorecido por la situación de inseguridad creada por Hitler en el seno de la comunidad internacional. La crisis económica mundial provocó fuertes bajas en las cotizaciones de los valores de la bolsa italiana. La vida se encareció y el número de parados se triplicó entre los años 1929-1934. El estado policial fascista aún podía hacer frente a esa situación, pero a Mussolini le amenazaba además el fracaso frente a la cuestión agraria y frente al problema del excedente de población. Ciertamente había aún en Italia muchas tierra sin cultivar, pero pertenecían a los grandes latifundistas y a la Iglesia, que todavía es la mayor propietarias de tierras en el orbe cristiano: en Italia posee probablemente más de medio millón de hectáreas y por cierto en las zonas más feraces. Ahora bien, aquellas tierras eran intocables para Mussolini. De ahí que emprendiese aquella correría de pillaje contra el imperio etíope, la última guerra colonial, tan genuina y anacrónica a la vez. Guerra que, tal como resumía un representante del New Statesman tras una entrevista con el ministro de agricultura, Rossoni, no era otra cosa que un sucedáneo de la reforma agraria. A este respecto, uno de los rotativos católicos más conspicuos opinaba que «La credibilidad de los mandatarios italianos, merecedora de la perpetua gratitud de los católicos (!) por la firma de los Acuerdos de Letrán y por la recatolización del país que aquéllos posibilitaban, imponía la obediencia frente a las exigencias planteadas por la dirección del estado en virtud de la propia responsabilidad». Ahí radica realmente la cuestión. Una mano lava la otra. Y es que si el emperador da algo al papa, éste también da ocasionalmente algo al emperador… El mariscal italiano de Bono confiesa sin ambages en su libro La preparazione e le prime operazioni —con prólogo de Mussolini— que fue él, quien sugirió esta guerra al dictador y que éste —a partir de 1933— la empezó a preparar en secreto fuese cual fuese la actitud política de Abisinia, llegando incluso a sobornar a militares subalternos del Negus. Por su parte, cuando su impulso agresivo, inicialmente disimulado, se hizo más y más manifiesto, el Duce confesó al vicecanciller austriaco, príncipe Starhemberg (quien ya había establecido tempranos vínculos con él y había tomado parte el abortado golpe de estado de Hitler en 1923) que intentaría saciar el hambre expansionista de Italia y su propio afán de prestigio tomando la revancha por el revés de Adua. A saber, los italianos, asentados desde 1882 en Eritrea, llevaron allí las de perder en 1896. Y a medida que De Bono avanzaba en ese país y en Somalia con los preparativos de la invasión, escenificando para ello incidentes fronterizos, las voces que pedían represalias por lo de Adua se iban elevando de tono en Italia. Y es que las grandes masas, inicialmente despreocupadas por estas expediciones, fueron sometidas a una sistemática y exacerbada campaña de agitación mediante la divulgación de supuestas atrocidades perpetradas por el «bárbaro Estado etíope». El 6 de julio de 1936, Mussolini se dirigía así a sus soldados:
«Nos importan un bledo todos los negros, sean del presente, del pasado o del futuro. Y otro tanto sus defensores eventuales». A unos y a otros les prometía una andanada de «cartuchos cargados de plomo ardiente». Hacía ya tiempo que estaba decidido a este conflicto. Lo necesitaba. «¡No!», rugió de nuevo, «ni aunque me sirvieran Abisinia en bandeja de plata. La quiero a través de una guerra»[124].
Tal era el compañero del papa, el enviado de Dios que mantenía su corte colindante con la de aquél. Pero ya en 1928, pocos meses antes de la triunfal conclusión del acuerdo mutuo, había mostrado Mussolini sus apetencias bélicas. Por aquel entonces y con motivo del 10 aniversario de la victoria en la I G. M. se dirigió a las masas desde la Piazza Venezia de Roma para puntualizar que no es que alguien hubiera impuesto la guerra a Italia a través de un ataque por sorpresa, sino que la entrada en aquélla fue resultado de su voluntad consciente, de su libre decisión. Aquella guerra fue realmente dura, sobre todo al principio. Se echa de ver por su terrible y al mismo tiempo enaltecedor balance: 600.000 muertos, 400.000 inválidos y millones de heridos. El demagogo concluyó diciendo: «¿Haríais mañana, en caso de que fuese necesario, lo que hicisteis ayer, lo que todos hicimos ayer?» Y las masas enardecidas rugieron: «¡Sí!».
Pero cuando llegó el momento de la verdad, el entusiasmo de los italianos no era ya tan grande como el que hubieran deseado los clerofascistas. El 27 de agosto de 1935, mientras los preparativos de la guerra se encontraban en su punto álgido y los «crecientes problemas financieros existentes en Italia, amén de otras cosas, movieron al Vaticano a aprobar la agresión de Mussolini contra Abisinia» el Papa proclamaba, entretejiendo su mensaje con una envoltura de abundantes exhortaciones a la reflexión y a la paz, que «una guerra defensiva (!), cuya finalidad fuera la expansión de una población en aumento constante (!) podría resultar justa y necesaria». El diario católico vienes Reichpost publicó al efecto un comentario emanado de «persona competente»; «Pocas veces se ha referido el Santo Padre de forma tan clara y precisa a una situación actual, como es el peligro de guerra existente entre Italia y Abisinia. A partir de ello se puede inferir cuan hondamente preocupa al Papa tal situación y cuánto ha reflexionado sobre ella. Desde el momento en que el papa Pío XI califica inequívocamente (!) de guerra defensiva esta guerra y, yendo más allá, no considera ilícita una guerra colonial siempre que se mantenga dentro de ciertos límites y que redunde en beneficio de una población en aumento, quiere, con plena conciencia, conceder a Italia, dentro de los límites ya señalados, un derecho natural y también una legitimación, en el marco de este imperfecto derecho humano, para proceder a su expansión en Abisinia».
A su debido tiempo y con en ese mismo espíritu, el órgano de los jesuitas, Civiltà Cattolica, subrayaba que, «la moral teológica católica no condena en absoluto cualquier tipo de expansión económica violenta». Ocurre más bien que un Estado que ha agotado todos sus recursos y que ha buscado todos los caminos pacíficos puede —en caso de extrema necesidad— adjudicarse su derecho mediante una conquista violenta. El autor del artículo, el jesuita Messineo, escribía literalmente: «Cuando se han apurado todos los medios pacíficos es necesario, y a veces incluso obligatorio, recurrir a medios coactivos, invadiendo, conquistando y anexionando territorio ajeno para de esta forma garantizar el mantenimiento del orden (!) y asegurar la paz (!). Quien en este caso extremo recurra a las armas estará desempeñando la función del juez, a quien la naturaleza encomendó la tarea de castigar y también de restablecer el orden vulnerado por el enemigo».
Poco después del discurso del Papa —exactamente cuatro semanas antes de la invasión— y durante la celebración del Congreso Eucarístico Nacional, el cardenal legado alababa otra vez más a Mussolini calificándolo de «hombre de la providencia». Y como quiera que justamente entonces la Sociedad de Naciones —que en 1923 y bajo el padrinazgo del gobierno fascista había acogido a Abisinia en su seno— debatía el problema de Abisinia y condenaba de forma casi unánime a Mussolini, 19 arzobispos y 57 obispos remitían al Duce, el 5 de septiembre, un telegrama de este tenor (publicado en L’Osservatore Romano)’. «La. Italia católica reza por la creciente grandeza de nuestra querida patria, que gracias a su gobierno está más unida que nunca».
Con todo, las sanciones económicas de la Sociedad de Naciones se aplicaron sin gran entusiasmo, pues las medidas decisivas, el embargo de petróleo o el cierre del Canal de Suez, verbigracia, no fueron aplicadas; América suministraba petróleo (los U. S. A. no pertenecieron nunca a la Sociedad de Naciones) y Alemania, carbón. Fue precisamente la Guerra de Abisinia —que provocó tensiones entre las grandes potencias europeas— la que empujó a Mussolini al lado de Hitler, ya que éste le prestaba su apoyo económico y propagandístico. Ello tuvo a su vez por consecuencia que la cobertura que Italia daba a Viena se esfumara paulatinamente, de modo que Hitler pudo meterse a Austria en el bolsillo sin que Mussolini interviniera para nada. El jefe de los fascistas recordaba en 1936 lleno de gratitud que «los alemanes no secundaron las sanciones» y definía la «diagonal Berlín-Roma»… como «un eje en torno al cual podían agruparse todos los estados europeos que estuvieran animados por una voluntad de cooperación y de paz (!)». Tras la anexión de Austria, Hitler instaba incansablemente al príncipe Philippe de Hesse, que por ser yerno del rey italiano hacía de correo entre los dos países, que le dijera a Mussolini que «jamás me olvidaré de lo que ha hecho, jamás, jamás, pase lo que pase. Ahora estoy también dispuesto a cerrar con él un pacto totalmente distinto… a estar a su lado a las duras y a las maduras, me es igual. Jamás lo olvidaré, nunca jamás». El príncipe respondió: «Sí, mi Führer». Y Hitler, de nuevo: «Jamás me olvidaré lo que ha hecho, pase lo que pase…» etc. Y el príncipe: «Sí, mi Führer».
Así, conmovidos y conmovedores, comenzaron a trabajar mano a mano. El papa hizo de tercero en aquella alianza. Su Kirchenkampf no le impedía cooperar con sus socios. Sólo dos días después de que los 76 obispos italianos ovacionaran telegráficamente a su «Duce» prometiéndole rezar por «la creciente grandeza de nuestra querida patria» el «Santo Padre» se esforzaba ya por influir en el ánimo poco combativo de los italianos, sobre los numerosos delegados católicos partícipes del debate en el seno de la Sociedad de Naciones y sobre la opinión pública mundial declarando que si bien él, personalmente, rezaba por la paz, deseaba que «se diese satisfacción a los derechos y esperanzas del pueblo italiano… y fuesen reconocidos en el marco de la paz y de la justicia». Aparte de ello alteró la correlación de fuerzas existente en el colegio cardenalicio mediante nuevos nombramientos que aumentaban el peso de los italianos. Es más, puso al servicio de Mussolini el activo de una cuenta corriente, que permanecía congelada en Alemania, para que pudiera adquirir con ella las materias primas necesarias. Gert Buchheit escribía en 1938 que «de la misma forma que procedían los dignatarios eclesiásticos en Roma, lo hicieron también los de los restantes países católicos. Miles de misioneros, sacerdotes y capellanes no se limitaban a rezar por la victoria de las armas italianas sino que, desde lo alto de su púlpito, desplegaban asimismo una eficaz propaganda en apoyo directo e indirecto de su metrópoli religiosa…».
Tampoco los italianos se quedaron cortos en ese aspecto. El Völkische Beobachter hitleriano se expresaba acerca de ello en estos términos laudatorios: «Espíritu de sacrificio del clero católico —pronunciamientos ejemplares de los príncipes de la Iglesia italianos»—. El mismo conde Michael de la Bedoyere, editor del Catholic Heraid, confirmaba el entusiasmo católico en Italia y creía que «el clero, incluido el alto, había desvirtuado del modo más turbio y a consecuencia, evidentemente, de su política nacional, su sentido moral y la enseñanza tradicional de la Iglesia relativa a la justicia o injusticia de la guerra»[125].
¡Cómo si esto no hubiese venido ocurriendo ya desde el siglo IV! Cómo si ellos no hubieran aullado con los lobos en la I Guerra Mundial, en la Guerra Civil Española, en la Segunda Guerra Mundial, en la guerra del Vietnam, y no lo hicieran a la sazón en la carnicería de Abisinia. Mientras 52 países de la Sociedad de Naciones condenaban la agresión calificándola de guerra de ataque contraria a derecho, al menos 7 cardenales italianos, 29 arzobispos y 61 obispos dieron de inmediato su apoyo a la invasión fascista: con ello incumplían por añadidura el Concordato de 1929 que les prohibía estrictamente cualquier tipo de actividad política. Desde los púlpitos clamaban pidiendo donativos que contribuyeran a la victoria, mientras ellos mismos sacrificaban —hecho sobre el que la prensa italiana se deshacía en elogios— sus cruces de oro, sus cadenas de oro, sus medallas, sus relojes, sus anillos. (Claro que de todo ello se resarcían en la guerra de Abisinia rapiñando y saqueando tronos, coronas y carrozas imperiales, sables y cuberterías imperiales, casi todo objetos de oro de gran pureza y recamados de piedras preciosas, algunos de los cuales pudieron, incluso, ser devueltos treinta años después). También exigieron a los conventos y lugares de peregrinación que entregasen sus regalos votivos de mayor valor. A través de sus clérigos lograron también animar a la población a que donase metales, prohibiéndole simultáneamente suscitar discusiones acerca de la legitimidad de la guerra, rindiendo homenaje a la carnicería fascista a la que reputaban de «causa justa y sagrada», de «guerra santa», de «cruzada», y bendiciendo cañones y bombarderos. Al mismo tiempo ordenaban rezar también por los abisinios y aseguraban que Italia «cumple de este modo con una gran misión civilizadora para con un pueblo semisalvaje, sumido en un profundo atraso espiritual y religioso».
Todo esto, organizado ante la complacida mirada del papa, fue de «decisiva importancia». «Los grandes donativos en oro y las proclamas patrióticas de los obispos prestaban duradera eficacia a las apelaciones de Mussolini al sentido del honor nacional». «Los obispos se adelantaban dando ejemplo» —entre ellos los prelados más ilustres, los arzobispos de Florencia, Parma, Génova, Trento, Brindis, Mesina, Monreale—. El obispo de San Miniato declaraba que el clero «está dispuesto a fundir el oro y las campanas de las Iglesias para ayudar al triunfo de la Italia fascista». El obispo de Siena saludó y bendijo a «Italia, a su gran Duce y a sus soldados, que luchan por el triunfo de la verdad y la justicia». El obispo de Nocera se pronunciaba así en una Carta Pastoral: «Como ciudadano italiano considero esta guerra justa y sagrada». En presencia de Mussolini, el obispo de Civita Castellana daba gracias al Todopoderoso «por haberme permitido vivir este día histórico y glorioso, que sella nuestra unidad y nuestra fe». Durante la celebración de una misa en un submarino, el arzobispo de Trento manifestaba que «la guerra contra Etiopía debe ser entendida como una guerra santa, como una cruzada. Una victoria italiana abrirá a Etiopía —un país de infieles y cismáticos— las puertas de la fe católica».
El cardenal Ildefonso Schuster, benedictino de Monte Cassino y arzobispo de Milán, bendijo delante de su catedral a aquellas tropas matarifes que salían para el frente, comparando a Mussolini con César, Augusto y Constantino, y aleccionando a los jóvenes estudiantes sobre cómo «la obra del Duce era una señal que Dios daba como respuesta desde el cielo». Declaró asimismo que «a la vista de los estrechos vínculos que unían el destino de Italia y el del Vaticano se debe conceder a los italianos el título honorífico de “cooperadores y servidores de Dios”. Cooperamos junto a Dios en esta misión católica y nacional en aras del bien (!); tanto más en estos momentos en que la bandera italiana lleva triunfalmente hacia adelante la cruz de Cristo por los campos de batalla de Etiopía. ¡Paz y protección divina para este bravo ejército, que, al precio de su sangre, abre las puertas de Etiopía a la fe católica y a la cultura romana!». Al cardenal Schuster esta invasión fascista se le transfiguraba en «campaña de evangelización y en obra de la civilización cristiana para beneficio de los bárbaros etíopes». Pese a todo ello, bajo el Papado de Pío XII ¡se emprendió el proceso de beatificación del cardenal Schuster, de este cómplice fascista fallecido in odor e sanctitatis!
El cardenal Ascalesi, arzobispo de Nápoles, calificó a Mussolini, ya en el año 1929, de «renovador de Italia». Este cardenal peregrinó de Pompeya a Nápoles, llevando consigo la imagen de la «Madre de Dios» mientras aviones militares dejaban caer octavillas en las que el fascismo, la guerra y la Virgen María quedaban glorificados con una misma frase. Otras imágenes de la madonna fueron embarcadas, en compañía de altos funcionarios fascistas, rumbo a África. Es muy probable que en este mismo barco, como en muchos otros, se embarcaran también cañones y gas venenoso: incluso Georges Bernanos, exalumno de jesuitas y por entonces integrante de la derecha francesa profascista, se mostró horrorizado ante la bendición eclesial de los bombarderos cargados de gas venenoso. Desde ultramar los píos católicos remitían sus postales a las personas amadas. En ellas podía verse sobre la torreta de un tanque (flanqueado por la infantería de asalto envuelta por el humo de los cañones) la imagen de una madonna coronada de estrellas y acompañada del niño Jesús. Firmado: «Ave María». De esta forma —con la ayuda de María y Jesús, de los cañones, del gas venenoso y de los curánganos militares— estos abisinios semidesnudos, privados de máscara de gas y de refugios caían como víctimas fáciles de los portadores de la cultura católica. Caían allá donde les alcanzaba el gas venenoso lanzado desde el aire, un gas que les quemaba la piel y les desgarraba los pulmones. Finalmente, ya muertos o aún moribundos, se procedía a su eliminación mediante el higiénico procedimiento de quemarlos con el lanzallamas.
Entre octubre de 1935 y mayo de 1936 el ejército italiano, pertrechado con las armas más modernas, sojuzgó violentamente a un pueblo provisto de una técnica irremisiblemente inferior, pueblo, por cierto, de un antiquísimo reino cristiano. Lo consiguió sin que, en principio, ganase una sola batalla memorable. En las postrimerías del 35, la situación les era tan adversa que en el cuartel general de Badoglio se tomó seriamente en consideración la idea de retirarse. El mismo Badoglio se sorprendió ostensiblemente ante el inesperado colapso de Etiopía. No pocos generales con mando y el propio Baistrocchi, secretario de estado del ministerio de guerra, y Pariani, jefe del alto estado mayor, reconocen «haber tenido la suerte de cara».
Como quiera que fuese, el diario católico berlinés Katholisches Kirchenblatt escribía, siguiendo en eso a la opinión pública, que «la responsabilidad del Papa y del Vaticano no se han visto afectadas por ello». ¿No es ésta una religión maravillosa? Se expolia y masacra con el concurso de todas sus instancias, pero su más alta instancia, en solitario, permanece decentemente al margen de los hechos y toda vez que ya no tiene el mando de su propio ejército únicamente se dedica a decir lo contrario de lo que predica su clero, mientras el mundo se desvive (y muere) de puro respeto y estupidez. Pero… ¿pueden los obispos hacer lo que se les antoje? O acaso no deben hacer aquello que el Papa les dicta? ¿Son los obispos los que ordenan al Papa? ¿O es él quien imparte órdenes? ¿No fue acaso el secretario de estado, Pacelli, un miembro de la curia —y no precisamente el menos significativo— quien en plena guerra, habló de la «misión sagrada de Roma» durante un ciclo de conferencias con los altos mandatarios fascistas? ¿No fue acaso él quien con palabras de «alto reconocimiento» se explayó hablando de los Acuerdos de Letrán mientras demostraba de forma tan evidente como inusual el deseo suyo de solidaridad entre Italia y el Vaticano? ¿No es cierto también que el conde du Moulin, director de la sección para asuntos vaticanos del Ministerio del Exterior alemán, escribió —justo al día siguiente de que Pacelli fuese coronado como Pío XII— que: «Pacelli siempre se mostró partidario de un buen entendimiento con la Italia fascista de Mussolini. Promovió y apoyó especialmente la actitud nacionalista del clero ante el conflicto de Abisinia?». ¿No calificó ya Pío XI —justo antes del conflicto— de posiblemente justa y lícita una guerra defensiva que pudiera satisfacer las necesidades de una población en desarrollo? Y poco después de la guerra, cuando legiones de monjes y monjas seguían a los ejércitos católicos, cuando el alto clero celebraba desde Roma hasta Addis Abeba el «sentido religioso» de la «Marcha sobre Roma» y el significado del «nuevo Imperio romano» que, bajo el mando de este hombre prodigioso, —Duce, llevaría la cruz cristiana por todo el orbe— ¿no fue este mismo Papa, quien participó de la «triunfante alegría» de «todo este pueblo grande y bueno por la paz», una paz que (según sus palabras del 12 de mayo de 1936) «constituirá, podemos esperar y suponer legítimamente, una contribución efectiva, un preámbulo de la auténtica paz de Europa y del mundo?».
La guerra de Abisinia sirvió para consolidar el Eje Roma-Berlín y para preparar así, «de forma decisiva» las catástrofes de finales de la década de los treinta. En verano de este mismo año tuvo lugar en España la próxima catástrofe, el siguiente «preámbulo de la paz auténtica». Las tropas italianas embarcaron directamente desde las costas abisinias hacia España. Y no es precisamente un comunista, sino el ya citado escritor católico de derechas, G. Bernanos, quien desde su hospedaje en Mallorca en casa del «líder de los nacionales», cuyo hijo servía en la falange, alude abiertamente a los corresponsables de la nueva carnicería: la Iglesia en España y el Papa en Roma[126].
«La Guerra civil Española es utilizada especialmente por Alemania e Italia, y más tarde por la Unión Soviética, para probar el armamento militar y las técnicas de combate. La Guerra Civil Española ha costado a España más de un millón de muertos y es el campo de maniobras sobre el cual se efectúa el ensayo preparatorio de la II G. M.»
(El católico Friedrich Heer)
«Desde un primer momento el “gran movimiento nacional” fue calificado por sus dirigentes y por la Iglesia de “cruzada cristiana contra el bolchevismo”. Esta “cruzada cristiana” contó con el pleno apoyo del pagano Hitler y del ateo Mussolini. Unos 150.000 musulmanes marroquíes que se enrolaron en la guerra y una legión extranjera, de moral altamente cuestionable, completaron la beatitud de esa cruzada»
(Charle Duff)
«Las iglesias españolas en llamas, la mucha sangre y las espantosas atrocidades allí cometidas no debieran sino movernos a buscar a los culpables allí donde realmente se encuentran, es decir, en nuestras propias filas». «Sobre los representantes de la Iglesia Católica recae una responsabilidad y una culpa tremendas, según se desprende de la confesión del cardenal Goma y del Padre jesuita Marina»
(Johannes Ude, teólogo moral católico)
«Llevas en tu corazón el fuego de un apóstol y tus manos deben ser las herramientas de la omnipotencia divina»
(Extraído de las ordenanzas
de los rebeldes franquistas)
Las causas de la Guerra Civil Española no radican en un conflicto político ni religioso, sino social: el clamoroso contraste entre una reducida capa superior y un pueblo explotado hasta la médula. Sin embargo, la Iglesia española, ya poderosa y rica desde las postrimerías de la Antigüedad, tuvo mucha parte en ello a través de un terror secular, de la esclavitud, de los pogroms antijudíos y de la Inquisición En los albores de la Edad Moderna poseía la mitad de la renta nacional y a principios del siglo XIX tenía bajo su poder 6 millones de hectáreas de tierra, el 17 por ciento de la superficie cultivable: a ello debemos sumar las donaciones de los grandes de España, que consistían mayoritariamente en propiedades rurales confiscadas a herejes. Y los jesuitas —nominalmente una orden mendicante, que debería subsistir de las limosnas y de los donativos— poseían a principios del siglo XX un tercio del conjunto del capital español.
De puertas hacia fuera imperaba todavía la tradición eclesiástica. «España, predicadora del Evangelio en medio mundo; España, terror de los herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésta es nuestra grandeza y nuestra unidad»A; De esta forma cantaba Marcelino Menéndez Pelayo (fallecido en 1912), prototipo de la corriente católica, su himno a la unidad católica de su país. «Así solían también enfocar los Papas y el Episcopado español las explicaciones que daban en sus encíclicas, en sus breves apostólicos, en sus discursos o en sus cartas pastorales, haciendo referencia siempre a las gloriosas tradiciones de la nación. La tradición constituía el telón de fondo y condicionaba el lenguaje de altos dignatarios eclesiásticos. La grandeza nacional y la tradición católica iban estrechamente unidas».
Por otro lado, el filósofo liberal Ortega y Gasset, se encargaba de combatir este catolicismo. Pues: «La Iglesia es, sin la menor duda, antisocial». «La escuela confesional es en comparación con las no confesionales el principio de la anarquía». Y Miguel de Unamuno, escritor y rector de la universidad de Salamanca, y «socialista religioso», estaba convencido de que tras la Revolución rusa y la entrada en guerra de la democracia norteamericana, vendrá una «paz roja» de la cual España —como aliada de los pueblos libres— tiene que tomar parte, si no quiere hundirse en la oscura noche, en la «paz negra».
Incluso desde círculos eclesiásticos se hicieron confesiones dignas de tener en cuenta. Así escribía el jesuita Marina en la revista Razón y fe: «Ha llegado el momento, en el que debemos lanzar una profunda mirada a la terrible miseria moral y religiosa de nuestro pueblo y golpear nuestro pecho profundísimamente arrepentidos por la culpa que todos nosotros, sin duda alguna, tenemos en esta catástrofe». El mismo Primado de España, cardenal Goma, confesaba: «Hemos dejado de ser los guías ideológicos de nuestro pueblo, el cual no sólo nos considera sospechosos, sino que ve en nosotros el enemigo manifiesto de su bienestar… La España católica está viviendo su Golgotha y tiene que atravesar un duro y penoso calvario».
De los 18 millones y medio de habitantes con que contaba España a principios del siglo XX, casi dos tercios de esta población total —unos 12 millones de españoles— era analfabeta. Dos tercios sufrían asimismo una desnutrición endémica; regiones enteras fueron víctimas del hambre. Mientras un 96% de españoles poseía sólo un tercio de las tierras cultivables y la Iglesia invertía su patrimonio en líneas de tranvía y ferrocarril, en compañías navieras, centrales hidroeléctricas, minas, fábricas textiles, empresas de construcción, etc…, el alto clero —liado con los grandes capitalistas y la nobleza— se regodeaba en el resplandor de sus relaciones sociales.
También la I Guerra Mundial reportó enormes beneficios a España, a sus industriales, comerciantes y especuladores conforme al juicio de Karl Kraus: «¡En esta guerra se comercia!». «¡Sí, realmente se comercia en esta guerra!». El país permanecía neutral e intacto, la demanda de bienes de consumo y de armamento por parte de los países beligerantes era muy elevada de modo que la exportación de productos españoles, agrarios e industriales, experimentó un crecimiento rápido, y el excedente comercial de los años 1916 y 1917 se elevó a 448 y 577 millones de pesetas respectivamente. La moneda se mantuvo fuerte, nacieron nuevos y grandes bancos y las reservas de oro del Banco de España aumentaron de 567 millones (1914) a 2.223 millones de pesetas (1918). Naturalmente, la Iglesia, estrechamente unida a los grandes capitalistas, obtuvo una parte de todo este beneficio. «El dinero es muy católico», rezaba un dicho, pronto proverbial.
El pueblo, sin embargo, no se beneficiaba en absoluto de todas estas ganancias. Todo lo contrario: las condiciones sociales eran desastrosas y la población extremadamente inculta y pobre. En el año 1917, en pleno auge de la Guerra Mundial, se produjeron huelgas y disturbios revolucionarios. Se convocó una huelga general en las grandes zonas industriales y el comandante Francisco Franco y su compañía brillaron a la hora de aplastar la intentona en Oviedo. Según un parte oficial hubo 71 víctimas en toda España. Otros testimonios elevan considerablemente ese número. La llegada de la paz dio lugar a una crisis industrial que acentuó las tensiones ya existentes. El autonomismo catalán y vasco levantó cabeza a la par que estallaba una auténtica guerra campesina. En pueblos y fincas se pegaban octavillas con este texto:
«¡Viva Lenin! ¡Vivan los soviets!» Se produjeron nuevas huelgas, revueltas y enfrentamientos sangrientos entre campesinos y guardia civil. Como consecuencia de los disturbios sociales acaecidos entre 1917 y 1921, unas 1.153 personas resultaron heridas y 309 fueron asesinadas. Casi en el mismo espacio de tiempo, hasta 1922, se sucedieron 15 presidentes de gobierno y éste fue remodelado 30 veces. Entre tanto el Rey consagraba en 1919 a toda la nación ante el monumento de los Ángeles, el del «Sagrado Corazón». ¡Y el presupuesto del ejército representaba un 51% del presupuesto general del Estado! Como siempre, las izquierdas estaban una vez más desunidas hasta el punto de que se produjeron duros enfrentamientos entre distintos grupos obreros. Los anarcosindicalistas, que luchaban con ascético fanatismo por una existencia humana, hallaban gran resonancia entre la población. «En aquellas poblaciones andaluzas donde llevaban la voz cantante se prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, el juego, el tabaquismo y las corridas de toros. Por el contrario se proclamó la protección social de mujeres, niños y ancianos. La C. N. T. se mostró enérgicamente partidaria de la educación de los jóvenes y ella misma fundó escuelas».
Sin embargo la Iglesia dejó que el pueblo se pudriera en la inmundicia. Tal como decían los españoles en tono burlón, «vivimos de milagro». Y entre hipocresías y mentiras las publicaciones católicas dejaron también traslucir su «grave culpabilidad» y «gravísima corresponsabilidad». Y es que hasta la pía Germania de Von Papen —que mencionaba la francmasonería, el ateísmo y los doce mil matrimonios divorciados en Madrid como causas principales de la guerra civil— creía «en verdad imposible hallar un concepto adecuado para expresar la indecible miseria de la mayor parte del campesinado español». Pero a los trabajadores de las fábricas, miserablemente pagados y exentos de legislación social, apenas les iba mejor. Y el jesuita Reisberger admitía:
«Es cierto que hace años, algunos sacerdotes de amplias miras tuvieron que desistir en su empeño de crear fundaciones sociales —acogidas con tanto entusiasmo por parte de la población— porque los mismos obispos competentes así lo quisieron».
Como propietaria y aliada de propietarios, la opulenta Iglesia española iba perdiendo sucesivamente su influencia sobre la población. Hacia 1910 más de dos tercios de los españoles no eran ya católicos practicantes. Sin embargo, a principios del pontificado de Pío y según la Constitución de 1876, el catolicismo seguía siendo aún la única religión estatal, con exclusión de todas las restantes confesiones. Y era la corona la que, según el estatuto de 1851, pagaba a la Iglesia y al clero. De ahí que la visita realizada por el «Rey católico» Alfonso XIII, a Pío XI, el 19 de noviembre de 1923, transcurriera de un modo esplendoroso y cordial. Rodeado por el Colegio de Cardenales, la Corte Papal y la gran nobleza romana, el monarca besó, arrodillado y hondamente emocionado, el pie y el anillo del Papa. El «Rex catholicus» habló ufano de los méritos contraídos por España como soldado de la religión y defensor de la fe, remitiéndose a las cruzadas, a las órdenes militares y a sus misioneros, prometiendo haciendo además votos de que España estaría en su puesto tan pronto como el «Santo Padre» llamase a la lucha y a la defensa de la fe por el triunfo y la gloria de la cruz[127].
Por lo pronto las cosas no llegaron tan lejos y las reacciones se mantuvieron dentro de los límites de la moderación. Entre diciembre de 1922 y mayo de 1923 se registraron, tan sólo en Barcelona —donde desde 1919 imperaba la llamada «guerra de los pistoleros»— toda una serie de atentados que arrojaron un balance de 34 muertos y 76 heridos. El 13 de septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, capitán general de la zona, consiguió triunfar con un pronunciamiento. Con la aquiescencia del el Rey, el general estableció un directorio militar, que suprimió la democracia y que, siguiendo el ejemplo del fascismo italiano, creó al año siguiente la «Unión Patriótica». El Partido Socialista siguió existiendo, pero las organizaciones anarquistas y comunistas fueron prohibidas, los dirigentes comunistas encarcelados y las relaciones de propiedad vigentes, garantizadas. Nada más natural sino que aquella dictadura militar —fomentada por el mundo comercial y financiero, pero rechazada por la élite intelectual— fuese saludada calurosamente por el cardenal primado de Toledo como «un progreso» y apoyada por los jesuitas, tanto más cuanto que aquélla otorgaba a la Iglesia abundantes privilegios. «Lo realmente lamentable era» —según palabras del propio Schmidlin, un historiador católico de los Papas— «la insuficiencia educativa y escolar, aunque (¡justamente porque!) en las escuelas la etapa básica estaba sometida a la influencia del clero, gracias a la enseñanza religiosa obligatoria y al carácter confesional, y la superior, en la mayor parte de los casos, en manos de las órdenes religiosas». Y es que en el propio Estado Pontificio la escuela fue siempre especialmente deficiente y el porcentaje de analfabetos, uno de los más elevados de Europa. Todavía en la tercera década del siglo XX, el 80% de la población rural española era analfabeta y en el siglo anterior el ministro Bravo Murillo, a quien se le pidió que autorizase una escuela para trabajadores declaraba que «¡No necesitamos personas que piensen, sino bueyes que puedan trabajar!» Quien piensa es peligroso. En 1928, el gobierno cerró la Universidad de Madrid y en otras escuelas superiores suspendió la actividad académica. Finalmente, y como consecuencia de la crisis económica, el dictador se atrajo el voto de censura de sus propios generales y el Rey, relegado muchas veces por Primo de Rivera a un segundo plano, le retiró su apoyo. Primo de Rivera dimitió a finales de enero y poco después, en marzo, moría de diabetes en París.
Tras las elecciones municipales de abril de 1931, «sin duda alguna las más libres y ordenadas de la historia española», los españoles suprimieron la Monarquía y proclamaron el 14 de abril la (Segunda) República. Era de carácter liberal-progresista, con ligera tendencia hacia el Socialismo. A pesar de los continuos sabotajes por parte de la derecha y de la extrema izquierda; a pesar de una situación económica en quiebra, resultante de las condiciones anteriores, la estabilidad política del joven Estado, de cuyo Parlamento formaban también parte muchas celebridades científicas de ideología liberal-socialista, permaneció en un primer momento a salvo. En dos años el nuevo Gobierno llevó a cabo toda una serie de reformas que en otros lugares hubieran tardado décadas enteras en realizarse: una ley penal, una modernísima ley de divorcio, leyes sobre los derechos de la mujer, comités de arbitraje, salarios mínimos y la implantación de las 48 horas de trabajo semanales. Lo más importante, sin embargo, fue la reforma agraria, la expropiación de los grandes latifundios, la duplicación del salario de los jornaleros y la construcción de casi 10.000 escuelas.
La ira popular y el derribo de la Monarquía golpearon también a un clero estrechamente vinculado a la misma. «España ha dejado de ser católica», declaraba el nuevo presidente Azaña, escritor y republicano doctrinario, quien tras la quema en mayo de algunos conventos de monjas manifestó: «Todas las iglesias juntas de España no valen lo que vale la vida de un solo republicano». Y como quiera que el país no sólo registraba gustosamente la pérdida del monarca (éste se apresuró, sin renunciar a sus derechos al trono, a huir a Marsella en barco) sino que desterró asimismo al obispo de Vitoria y al cardenal primado de Toledo, objeto de un odio especial; como quiera que se dieron garantías para el derecho al culto y a la libertad de conciencia, estando asimismo prevista la separación de la Iglesia y del Estado, la suspensión de cualquier tipo de subvenciones a las asociaciones religiosas y la anulación de las partidas del presupuesto destinadas al sostenimiento del culto y la de la exención fiscal del clero;
como quiera que a monjes y monjas se les prohibió el ejercicio del el comercio y de la enseñanza y la Compañía de Jesús fue disuelta el 24 de enero de 1932 por una disposición que confiscaba además sus bienes, el episcopado español se esforzó de inmediato por recuperar su anterior posición, altamente privilegiada.
La Iglesia española protestó contra la libertad de conciencia y la escuela laica. Naturalmente el Papa la secundó mediante la no concesión del plácet al delegado del gobierno republicano y conjuró a los nuevos gobernantes a volver sobre sus pasos, a la par que apelaba a la conciencia del clero y los seglares. Entretanto, los monárquicos, apoyados por los grandes latifundistas y por la mayoría de los oficiales, atizaban la violencia contra la República y la clase obrera. En 1932, el general Sanjurjo intentó, sin éxito, dar un golpe de Estado en Sevilla y hubo de huir. Tanto los obispos españoles, en su Carta Pastoral del 25 de mayo («Declaración sobre la ley de Confesiones religiosas»), como Pío XI, en su Encíclica del 3 de junio Dilectissima nobis, exigieron ya en el año 1933 «una santa cruzada para el pleno restablecimiento de los derechos eclesiásticos».
La contraofensiva clerical no quedó sin consecuencias. Como quiera que el papa no vaciló en condenar al gobierno, por su ingratitud, y a sus disposiciones hostiles a la Iglesia, declarándolas solemnemente como nulas y contrarias al bien de ésta y al del propio Estado; como quiera que el episcopado llamaba a tambor batiente a la resistencia, a luchar «contra los anticristos rojos» —como decía el cardenal Segura en un llamamiento en el que exhortaba a acabar con los enemigos del Reino de Cristo— la opinión pública aún se les hizo más hostil y el catolicismo más agresivo.
En febrero del mismo año y (algo que la mayoría ignora) a instancias de Eugenio Pacelli, se creó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Este partido calificaba de secundaria la cuestión de la forma de gobierno, pero propagaba un «catolicismo social» inspirado en las encíclicas de los últimos Papas, así como la defensa de Dios y de la Patria. Su «Jefe» tal como él mismo se hacía llamar por sus partidarios, en analogía con los títulos de Duce y Führer, fue José María Gil Robles, antiguo alumno de los salesianos, admirador militante de Hitler, cuyo órgano de prensa, Völkische Beobachter, escribía en homenaje a Gil Robles que «posee ante todo un órgano con tal vozarrón, que le permite acallar los gritos de los más exacerbados marxistas». (En 1936 transfirió al general golpista Mola 500.000 pesetas de los fondos de su Partido). Especialmente interesante es esta confesión suya: «El problema religioso se estaba convirtiendo en un estado de guerra con el peligro de un confrontamiento entre las dos Españas».
El 29 de octubre del mismo año 1933, año que vio nacer a la CEDA, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, y su hermana Pilar fundaron la «Falange Española», promocionada por los jesuitas e influida por el fascismo italiano. Éste apoyó económicamente, a partir de 1934, a este partido fascista español, al cual se incorporó, ya antes del levantamiento, buena parte de las juventudes de la CEDA. Uno de sus líderes fue Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y amigo de Mussolini y de Hitler. Suñer desempeñaría más tarde los cargos de ministro del interior y de asuntos exteriores y en 1942 fue condecorado con la gran cruz de la orden «Pío IX». Dos meses más tarde, él mismo hizo público que 15.000 soldados españoles luchaban en el Frente del Este y que este número se elevaría a un millón si Alemania lo deseaba así. La Falange ambicionaba un estado cristiano, nacional y totalitario. El antisemitismo fue una característica de algunos de sus mentores ideológicos. Más notoria aún fue su admiración para con el fascismo y el nazismo.
La coalición gubernamental republicana-socialista colapso en otoño de 1933. La izquierda se presentó por separado a las urnas ya que el partido socialista, confiado en su propia fuerza, fue en solitario a las elecciones y fue batido por la derecha, que obtuvo la mayoría. La contrarrevolución se estableció con el gabinete de Lerroux, antiguo anticlerical, oportunista y ambicioso, capaz de aliarse ahora con la derechista CEDA para ser jefe de gobierno. En su cargo de ministro de la Guerra, Gil Robles facilitó —al delegar en el general Franco la reorganización del ejército— el golpe militar de 1936. La policía se componía especialmente de católicos, a los que se instruyó para «aniquilar a los ateos, enemigos de la Iglesia».
Todos los avances conseguidos por la joven república fueron eliminados durante este «bienio negro». Innumerables personas perdieron su trabajo, su pan y su misma libertad, sin ningún tipo de proceso, sólo por motivos políticos. El 5 de octubre de 1934 se convocó en Madrid y en Barcelona una huelga general. Tuvieron lugar toda una serie de revueltas locales, de manifestaciones multitudinarias y de enfrentamientos callejeros. Bajo la influencia determinante de los anarquistas, Cataluña se proclamó República autónoma y el País Vasco y los mineros asturianos tomaron el camino de la rebelión. El Consejo de Ministros declaró el estado de guerra y asesoradas por el general Franco las tropas del ejército regular y la legión española de Marruecos aplastaron violentamente los levantamientos. El jesuita C. Eguía expresaba venturoso en Civiltà Cattolica que: «gracias a la energía y vigilancia del gobernador… la revuelta ha sido fácilmente dominada y los grupos rebeldes, que huyeron a la zona minera, han sido dispersados o aniquilados por la aviación y las tropas gubernamentales… Es pues bien merecido el aplauso con el que Bilbao celebró la tarea del gobernador y de las tropas». El órgano oficioso del Vaticano calificaba a los trabajadores abatidos a tiros de «asesinos», «incendiarios», «salvajes» y «bárbaros». Ese diario silenciaba, sin embargo, que, desde la torre de la catedral de Oviedo se combatió a tiros bajo las órdenes de sacerdotes. Tampoco mencionaba las causas del levantamiento, es decir, la injusticia atroz, el hambre terrible y la explotación. Para los jesuitas romanos la «única y verdadera causa… no fue otra que esa peste revolucionaria que ha infectado a España a través de conferencias, escritos y agitaciones de demagogos e intelectuales de izquierda» y también de «ese gusto por rebelarse contra la ordenación natural de las cosas». ¡Buen modo jesuítico-vaticanista de ir al fondo de las cosas! ¡Análisis clerical de las causas! Estaba claro: la rebelión latente de los oprimidos exigía se procediese «radicalmente» contra ella. «La justicia debe ser inexorable, antes que nada contra los principales responsables, y después contra todos los demás». El diario del «Santo Padre» exigía «penas colectivas» (!).
Los levantamientos fueron aplastados, ahogados en sangre: más de mil muertos y dos mil heridos en ambos bandos. Solamente durante los meses de octubre y noviembre 30.000 hombres y mujeres perdieron su libertad. A la cárcel vino a sumarse en no pocos casos la tortura. El mismo periodista Luis Sirval, que informó de todo ello, fue encarcelado y asesinado por tres oficiales. Incluso un historiador, que no era precisamente simpatizante de los republicanos, confesó:
«Los nueve gobiernos que se sucedieron entre los años 1934-1935 (tres presididos por Lerroux, uno por Samper, otros tres más por Lerroux y dos veces por Chapaprieta) se limitaron exclusivamente a destruir buena parte de aquello que los dos años de República lograron construir. Todo ello, por otro lado, acrecentó las ansias de revancha de los vencidos en octubre y dio pie a sembrar las primeras dudas entre los propios componentes del bloque de la derecha». Las leyes de estos gobiernos conservadores podían contarse con los dedos de una sola mano, ¡pero no faltaba una concerniente al patrimonio del clero![128]
Las izquierdas temían un régimen de terror fascista y las derechas una revolución comunista. Por ello el 15 de enero de 1936 republicanos, socialistas, comunistas e intelectuales sensibles a la cuestión social se agruparon para formar el «Frente Popular». Como contrapartida, la Falange, los monárquicos y los carlistas, junto a los grandes empresarios agrarios y la CEDA, constituyeron el «Frente Nacional». De las elecciones del 16 de febrero surgió como clara vencedora aquella unión de izquierdas. Ocupaba 277 escaños de las nuevas Cortes, en las que los socialistas, la fracción más numerosa, contaban con 90 parlamentarios. La derecha obtuvo en conjunto 132 escaños, de los que 86 pertenecían a la CEDA. La abrumadora victoria del «Frente Popular» fue la razón de fondo que hizo estallar la guerra civil; el asesinato del dirigente de la oposición, José Calvo Sotelo, perpetrado el 13 de junio de 1936 en un coche oficial por policías simpatizantes del «Frente Popular» y fustigado como «palmario crimen de estado», sirvió a lo sumo de señal para el estallido, pues el levantamiento estaba ya planeado mucho antes de aquel asesinato. En sustitución del general Sanjurjo fue el general Mola quien, ya en abril, envió las instrucciones para el pronunciamiento y cuyo primer plan de ataque esbozó el 25 de mayo. Según dicho plan tres divisiones (partiendo de Zaragoza, Burgos y Valladolid) tomarían Madrid mientras una división (desde Valencia) se encargaría de apoyar la acción mediante un ataque de diversión impidiendo a la flota del gobierno que trajese refuerzos desde África. Un proyecto elaborado concienzudamente. Pues justamente las divisiones encargadas de conquistar la capital podían contar con apoyo especial por parte de la población.
Todo el golpe fue preparado por una camarilla de generales ya a principios de marzo, dos semanas después del triunfo electoral de las izquierdas, en el curso de unas conversaciones secretas en casa de un corredor de Bolsa madrileño. Juan March, propietario de la Banca de Palma de Mallorca, se convirtió en financiero del «alzamiento nacional» contra el «gobierno rojo».
March, hijo de un campesino, se convirtió en uno de los grandes logreros de guerra españoles al transformar —durante la 1 Guerra Mundial— su gran empresa de contrabando en una organización comercial. Tras asegurarse los pedidos de los aliados compró en un solo día todos los cerdos de las Baleares y de las Pitusas para así poder fijar él mismo los precios. Paralelamente efectuaba otros negocios y se estima que su patrimonio ascendía a finales de la Guerra Mundial a unos 300 millones de pesetas. Se dedicó a la especulación en solares, realizando impresionantes compras de terreno en alianza con los dos mayores propietarios rurales de España, el clero y la nobleza. Bajo la dictadura de Primo de Rivera, cuyo ministro secreto de finanzas era el mismo March, estableció contacto con Gil Robles, filofascista y dirigente católico, adquirió la propiedad de varios rotativos importantes y fundó su banco en Palma, en cuyas proximidades fijó su residencia: en una villa de 250 habitaciones. Tras el cambio de régimen, un Tribunal de Justicia republicano expropió todo su patrimonio y le condenó a varios años de prisión. Pero pocas semanas después de su ingreso en prisión, huyó a París en compañía del director de la prisión y de los guardas, a quienes había sobornado, convirtiéndose —apenas pasado un año y mediante la compra de votos— en miembro de las Cortes y otra vez en propietario de su fortuna. En el año 1934 March adoptó el plan, juntamente con el dirigente católico Gil Robles, de pagar el levantamiento contra el gobierno. Pocos antes de que éste se iniciara desapareció tras la frontera, no sin llevarse previamente consigo todo su capital, los intereses del cual sirvieron para financiar la guerra del «Frente Nacional» contra el «Frente Popular». El «Frente Nacional», financiado por los capitalistas desde el extranjero, «cuidaba de los negocios de los grandes propietarios rurales, para salvar así a la patria —entiéndase, a los grandes latifundios— del comunismo». Éste es en cualquier caso el resumen del teólogo moral Johannes Ude.
Cuando el 18 de julio de 1936 los militares establecidos en el Marruecos español rompieron las hostilidades, con la calurosa simpatía del alto clero, titularon propagandísticamente su rebelión de «Alzamiento Nacional» y de «Movimiento Nacional». Pero lo ocurrido podía ser todo menos un movimiento de la nación. Pues pese a que la mayor parte del ejército y de la guardia civil se pasó al bando rebelde; pese a que contaban además con una estrategia más hábil y con tropas mejor formadas y apenas tenían en contra un 10% de los oficiales activos, el gobierno, con la ayuda de un pueblo que luchaba enconadamente, logró sofocar un levantamiento tras otro. «Anótalo en tu diario», decía Mussolini a su ministro de exteriores conde Ciano, «yo profetizo la derrota de Franco… Los rojos son luchadores. Franco no lo es». También la embajada alemana en Madrid comunicaba el 25 de julio:
«Las milicias rojas están poseídas por un espíritu de lucha fanático y combaten con una bravura extraordinaria y las correspondientes bajas… Salvo que suceda algo inesperado, apenas se puede contar con el éxito del levantamiento militar».
Sin embargo ante el temor de una derrota inminente los rebeldes recibieron rápidamente la ayuda de Hitler y Mussolini mientras que la ayuda militar procedente de Rusia sólo llegó bastante después. Los insurrectos habían conspirado con Alemania ya antes del levantamiento. El general José Sanjurjo Sacanell, que debía ser el que dirigiera la acción y que ya el 18 de agosto de 1932 había intentado un golpe de estado contra el Gobierno, resultó víctima de un accidente mortal en el vuelo de vuelta desde Berlín, justo antes de iniciarse el alzamiento. Fue Francisco Franco, hijo y nieto de funcionarios de la marina, de extracción pequeño-burguesa, quien, financiado por Juan March, el «rey de los contrabandistas», el «gran criminal capitalista», asumió el 19 de julio, un día después del inicio del levantamiento, el mando supremo de las tropas rebeldes. El 22 de julio solicitó a Hitler aviones que pudieran transportar a sus soldados, pues la flota republicana tenía cerrado el camino marítimo. El 27 de julio, aviones alemanes del tipo Ju52 transportaron a los moros musulmanes de Franco (que castraban a menudo a sus víctimas) y a sus legionarios. Su mentalidad, se vería más tarde, respondía a la consigna de: «¡Viva la muerte!» «¡Muera la inteligencia!», para la salvación, a partir de ultramar, del occidente católico. «Franco debería erigir un monumento al Junker. Gracias a este avión la revolución española ha podido triunfar», decía Hitler algún tiempo después. Y también, aludiendo al apoyo italiano: «Sin la ayuda de ambos países hoy no existiría Franco».
Hitler se mantenía todavía relativamente reservado. Sus jefes militares estaban metidos de lleno en el proceso de transformación del armamento. Göring, sin embargo, estuvo desde un principio, y plenamente entusiasmado, presente en los eventos de España. El cuerpo expedicionario alemán, unos 16.000 hombres, se componía básicamente de soldados de aviación cuya prometedora capacidad se hizo patente en Guernica. Aparte de los aviones de transporte, Alemania envió también aviones de caza, de lucha, de reconocimiento, tanques, cañones antiaéreos y antitanque. 500 millones de marcos le costó a Hitler la empresa: a fin de cuentas se trataba de un inestimable campo de experimentación del material de guerra de su Wehrmacht, un ensayo general para épocas más gloriosas. El mensajero de Dios, el Duce, que ya en el año 1934 apoyó con armas y dinero a los conspiradores, consiguió movilizar poco a poco a unos cien mil soldados. «La comedia de la no intromisión ha llegado a su final», fanfarroneaba el diario Roma fascista. «Para nosotros no empezó nunca». El Portugal de Salazar, firmemente sujeto al alto clero y consagrado por los obispos, desde 1931, a «nuestra querida Señora de Fátima» cuyo culto va asociado, como es notorio, con un radical anticomunismo, se convirtió en la vía principal del avituallamiento proveniente de Hitler y en la central de compra armamentística de Franco. Portugal ayudó como pudo a los rebeldes enviando casi 20.000 combatientes portugueses a los frentes. Incluso la católica Irlanda movilizó una brigada para la «cruzada cristiana» en cuya primera jornada el general Queipo de Llano mandó arrasar los barrios obreros de Sevilla, eso después de arrinconar a los hombres —prácticamente desarmados— en ciertas calles y degollar a muchos.
«Piensa en ello», se decía en las ordenanzas del ejército rebelde, «tú estás llamado a conquistar de nuevo para Cristo la nación de sus elegidos, que otros le han arrebatado. Si te entregas plenamente al servicio de esta santa tarea y por ella sacrificas tu vida, entonces serás glorificado por la misericordia divina que hará resplandecer sobre tu conciencia el majestuoso resplandor del halo de mártir. Tu valor heroico y tu disposición al martirio te conducirán hacia el ideal: ¡Por Dios y por la Patria!». ¡Por ello mismo luchó ya el mundo cristiano en la I Guerra Mundial! Y por esa misma causa combatieron también los soldados de Hitler, sobre cuyo vientre leíase grabado en la hebilla de su correaje: «Con Dios». Las ordenanzas franquistas decían: «Llevas en tu corazón el fuego de un apóstol y tus manos deben ser las herramientas de la omnipotencia divina»[129].
La República, víctima de un ataque internacional, apeló a la ayuda de las democracias occidentales. Pero los golpistas y sus compinches engañaron a todo el mundo presentando el golpe de Estado como una guerra religiosa contra el comunismo ateo, lo que no era otra cosa sino una crasa falsificación de la historia propalada por la prensa vaticana y por el ministro de Propaganda de Hitler. Todo ello repercutió en el hecho de que casi todos los países europeos y los Estados Unidos decidieran no apoyar al Gobierno español. Pero en realidad el comunismo no desempeñó ni mucho menos un papel dominante en España, al menos antes de la Guerra Civil. El «Frente Popular» no propugnaba para nada un programa marxista. El gabinete republicano incluía un único ministro comunista, mientras que el partido comunista contaba con diez mil afiliados, cifra que aumentó, sin embargo, hasta medio millón durante la guerra pero que se ha de poner en relación con una población de 25 millones.
El general falangista Yagüe habló ya el primer día del golpe en Marruecos de una cruzada. El mismo Franco, a quien le agradaba dar muestras visibles de su catolicismo y que se hizo fotografiar arrodillado ante el altar de su capilla privada, lanzó pronto la consigna de que la guerra contra la república era una guerra santa, una cruzada de la fe y que él era un «soldado de Cristo» y un «instrumento de la Providencia». Cuando, con ocasión de la Fiesta de la Asunción de la Virgen, Franco izó y besó con lágrimas en los ojos la bandera monárquica en lugar de la republicana en el balcón del ayuntamiento de Sevilla, fue asistido en ello por el cardenal de la ciudad, Illundáin, que también la besó.
Pues el episcopado español estaba estrechamente vinculado a los militares golpistas. Y al igual que éstos, también él hizo propaganda de estos tres años sangrientos como de una «cruzada» contra los «ateos», afirmando que es «lamentable tener que aclarar todavía que esto no fue ningún pronunciamiento militar, ninguna guerra civil, ninguna lucha de clases». «Esta guerra no es una guerra civil, sino una cruzada contra la revolución mundial roja», «una cruzada… en cuanto que defiende todo aquello que es esencial para la religión». El cardenal primado Goma y Tomás, quien transfiguró la invasión de Abisinia, con sus imágenes de la Madonna y sus gases venenosos, en «obra civilizatoria», aleccionaba ahora a la opinión pública mundial diciendo: «Por un lado tenemos a los que luchan por los ideales nacidos de la vieja tradición y de la vieja historia de España; por otro, a una horda heterogénea» o por decirlo con las palabras de una larga pastoral del arzobispo de Santiago de Compostela: «una banda de forajidos». «Cristo y el anticristo están librando una batalla en nuestro suelo». La Civiltà Cattolica elogiaba (al mismo tiempo que criticaba a un «académico y literato católico francés del prestigio de un François Mauriac») la muy razonable y pacífica voz de los obispos españoles.
Antonio Ruiz Villaplana, un respetado juez nada sospechoso de comunismo que ejercía su cargo en Burgos, cuartel general de los rebeldes, informa en su libro Esto es Franco, que la Iglesia Católica no sólo participaba en todas las manifestaciones militares, sino que las dirigía, incluso, a la vez que bendecía las armas y organizaba tedeums. Villaplana escribe: ¡El clero no olvidó jamás sus ansias de venganza durante esta guerra desenfrenada…! Al igual que un clarín de guerra hacía resonar la voz de aquel que debía ser pastor espiritual y guía del pueblo para lanzar llamamientos bélicos:
«No podemos vivir en comunidad con los siniestros socialistas… ¡Guerra, sangre y fuego! No debe haber armisticio ni conceder cuartel hasta que la victoria de la religión y del orden esté totalmente asegurada».
El Episcopado español, que justificó moralmente la matanza entre los españoles —y según asegura una revista jesuita alemana lo hizo «con gran sabiduría»— recibió el apoyo de los obispos de todo el mundo.
Poco después del levantamiento, el cardenal Innitzer tomó partido en favor de los golpistas. Un príncipe eclesiástico que, dos años más tarde, con motivo de la ocupación de Austria por Hitler, el «Führer enviado por Dios», vería también en aquella el cumplimiento del «anhelo milenario de nuestro pueblo». Un servidor de la Iglesia que celebró la entrada de las tropas alemanas con repique de campanas e izando banderas con cruces gamadas en las iglesias; que por sus merecimientos (que hoy se suelen silenciar por doquier) obtuvo de manos del mismo Hitler la Medalla de la Marca Oriental. El cardenal escribía a la sazón: «El ateísmo levanta cabeza contra todo aquello que sea religión o vinculación a Dios». Y el príncipe obispo Waitz de Salzburgo, que bajo el régimen de Hitler prefería las mismas frases manidas que Innitzer y que catalogaba el congreso eucarístico celebrado en Viena en 1912 como uno de los preparativos más importantes para la I Guerra Mundial, sabía muy bien que: «El infierno está activo. Desde su sede central en Moscú pretende llevar su perdición a todos los pueblos del mundo».
También el Episcopado alemán publicó el 30 de agosto de 1936 y por orden directa del cardenal secretario de Estado, Pacelli, una Carta Pastoral en la que se escribía respecto a España: «Cuál sea la tarea que se plantea con ello a nuestro pueblo y a nuestra patria es algo obvio. ¡Ojalá consiga nuestro Führer, con la ayuda de Dios, desempeñar felizmente esa misión de defensa, tremendamente fatigosa, gracias a su inquebrantable firmeza y a la fidelísima cooperación de todos los compatriotas!». El 3 de enero de 1937, los prelados encarecían a sus siervos, con la vista puesta otra vez en España, lo siguiente: «¡Queridos feligreses! El Führer y canciller del Reich, Adolf Hitler, avistó ya hace tiempo la expansión del Bolchevismo y centró su afán y sus preocupaciones en la cuestión de cómo salvaguardar a nuestro pueblo alemán y al occidente de tan terrible peligro. Los obispos alemanes piensan que es su deber apoyar, con todos los medios que la causa sagrada ponga a su alcance, al máximo dirigente del Imperio Alemán en esta lucha defensiva. Si evidente es que el bolchevismo representa el enemigo mortal del orden estatal y a la par, y en primera línea, el enterrador de la cultura religiosa, empeñado por ello en dirigir siempre sus primeros ataques contra los servidores de las cosas santas de la vida eclesiástica, (algo que los eventos de España ilustran nuevamente)… es asimismo evidente que la cooperación en la tarea de defensa frente a este poder satánico se ha convertido en un deber religioso y eclesiástico de nuestra época. Está muy lejos del ánimo de los obispos inmiscuir la religión en el ámbito político no digamos el hacer llamamientos a una nueva guerra. Somos y seguiremos siendo emisarios de la paz, y como tales apelaremos a las personas religiosas a participar en la prevención de este gran peligro con los medios que nosotros llamamos las armas de la Iglesia… Aunque rechacemos toda intromisión en los derechos de la Iglesia, respetaremos los derechos del Estado en su ámbito estatal y también sabremos ver cuánto hay de positivo y grandioso en la obra del Führer…».
Aquí tenemos un ejemplo cabal de su gran hipocresía. ¡Justo en el momento en que afirman que está muy lejos de su ánimo el inmiscuir la religión en la política, justo entonces practican lo que niegan practicar! Y siempre que obispos y papas afirman que no entran en política se dedican justamente a intervenir en ella. Eso sí, al mismo tiempo encarecen con la mayor desvergüenza lo contrario al objeto de salvar, cuando menos, su cara ante su grey. ¡Y es que tienen mucha cara que salvar! ¡No hay más que observarlos! No, ellos no ejercen en política. Pero la defensa ante ese «poder satánico» era ahora «deber religioso de nuestra época» y casualmente también el de Hitler y Mussolini, los grandes gángsters de la época. No, nada de política ¡y menos aún hacer llamamientos a una nueva guerra! ¡Qué va! Hasta llegar a eso tendrían que pasar aún muchos años, ¿cuatro? ¿tres? ¡Apenas dos! Ello sería en 1939 y continuaría en 1940, 1941… De momento, revestidos de piel de cordero, aguardaban, en la línea divisoria entre la guerra fría y la caliente, perseverando como «emisarios de la paz»: nadie hablaba tanto de la paz como ellos y los de su laya; nadie salvo el mismo Hitler. Esa coincidencia no puede ser casual. Rechazaron virilmente, sí, la «intromisión en los derechos de la Iglesia» (los derechos de los hombres en general, los derechos humanos, eso era ya otro cantar; eso no era asunto suyo) pero con todo no dejaban de ver (aunque más tarde ellos y sus siervos lo relegaron a un olvido absoluto) lo «positivo y grandioso» de Hitler, su defensa, verbigracia, ante aquel «poder satánico», su intromisión en España y más tarde su II Guerra Mundial, su invasión, sobre todo, de la Unión Soviética. ¡¿Por qué, si no, habrían lanzado «reiteradamente» y «del modo más enérgico» exhortaciones en ese sentido?!
Es cierto que el «deber de nuestra época» no resultaba fácil para estos oscurantistas. En España, una «república roja» en Francia, un «frente popular» y en Latinoamérica, el comunismo a la ofensiva: claro está que de esto último no eran ellos los últimos culpables, a la vista del régimen que allí impusieron secularmente. En esas circunstancias, claro está, los «mensajeros de la paz» fomentaron esta última a su manera. La dirigieron contra Satán, contra el poder diabólico que representaba para ellos la peor de las amenazas. «¡Éste fue el motivo principal por el que el Vaticano tuvo que esforzarse en hacer buenas migas con la Italia fascista y la Alemania nazi a pesar de las actitudes anticlericales que ambas abrigaban. Ésa fue la razón de que la Iglesia aguantara las múltiples trabas con que la molestaban el fascismo italiano y el nazismo alemán; lo esencial era que ambos regímenes constituían una garantía para mantener bajo control al comunismo en Italia, Alemania y, muy posiblemente, también en otros países!»[130].
El 1 de julio de 1937 cuarenta y tres obispos españoles y cinco vicarios generales —sólo se abstuvieron dos: el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, y el arzobispo de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer— se dirigieron a todos los prelados católicos del mundo. Resultado: «Todos los miembros del Episcopado» —entonces alrededor de 900, según informó el futuro cardenal Pla y Daniel—, «respondieron con el reconocimiento de la legitimidad de la guerra por parte de la España nacional, y del carácter de aquélla como cruzada por la religión cristiana y la civilización». La jerarquía católica lanzó la más fuerte de las campañas de propaganda en pro de una España fascista-clerical, campaña que logró incluso obtener un éxito considerable en países protestantes como Gran Bretaña y los Estados Unidos.
¡Ya puede uno imaginarse cómo estaban las cosas en el país del «Santo Padre»! Mientras los agentes fascistas se dedicaban a asesinar a todos aquellos italianos dispuestos a defender la República; mientras el ministro de Exteriores italiano, el yerno de Mussolini, conde Ciano, no sólo era «el máximo responsable de una larga serie de asesinatos y de siniestros de barcos y trenes» según escribe el Daily Telegraph, sino también el organizador de una «conspiración» destinada a «propagar bacilos patógenos entre los partidarios del gobierno español», el Papa Pío XI por su parte declaraba francamente que «después de Dios, nuestro homenaje y nuestro reconocimiento han de expresarse antes que a nadie a aquellas altas personalidades. Nos referimos al honorable soberano y a sus incomparables ministros… nada más lejos de nuestro ánimo que la intención de comenzar una disputa».
Aquel mismo año de 1938, a comienzos de enero, un espléndido contingente de prelados y curas se dirigió bajo las ondeantes banderas de la Iglesia a la tumba del soldado desconocido (sacerdotes y soldados…) y hacia el monumento dedicado «a los héroes caídos en la revolución fascista». Más tarde, nada menos que 72 obispos y 2.340 curas se trasladaron al Palazzo Venezia para aplaudir enfervorizadamente a Mussolini, y el arzobispo Nogara dijo en su discurso:
«¡Duce!, Usted ha ganado todas las batallas; también la del cereal. Rogamos al Señor que le sea propicio y le conceda ganar todas las batallas que Vd. libra sabia y firmemente por la prosperidad, la grandeza y la gloria de la Italia cristiana». Acto seguido tomó la palabra el padre Menossi: «¡Excelencia! Los sacerdotes de Italia imploran la bendición de Dios para su persona y su obra, que le ha convertido en el restaurador de Italia y fundador del Imperio. También para el gobierno fascista. Que un halo de gloria perenne, con el resplandor de la sabiduría y la virtud romanas, los envuelva hoy y sempiternamente. ¡Duce! Los servidores de Cristo, padres de la humilde población campesina, le tributan con afecto todos los honores. Ellos le bendicen. Le encarecen su fidelidad. Con devoto entusiasmo y con la voz y el corazón del pueblo exclamamos: “¡Salve Duce!”». Y todos los obispos y curas allí reunidos se levantaron y prorrumpieron en gritos de «Duce, Duce, Duce».
Más estrecha aún, si cabe, era la sintonía existente entre el clero y el dirigente fascista español. Franco comunicó a Pío XI el comienzo del levantamiento, antes de que la noticia alcanzara a cualquier otra capital. La primera bandera extranjera que ondeó sobre el cuartel general de los rebeldes en Burgos fue la del Papa. La siguiente frase del cardenal Goma es una muestra de hasta qué punto era firme la colaboración entre la Iglesia y el «Caudillo»: «Estamos en perfecta armonía con el gobierno nacional, que nunca emprende nada sin prestar previamente oído a mis consejos». Y sin ningún lugar a dudas, todas las agitaciones promovidas por el cardenal, los obispos españoles y los del resto del mundo fueron instigadas por Roma, desde donde el rey huido, Alfonso XIII, ofrecía al levantamiento toda la ayuda que estaba en sus manos ofrecer. Incluso el Papa renunció ahora a sus protestas de amor a la neutralidad y la paz, a las que, por lo demás, no había sido muy fiel en el conflicto de Abisinia. El 14 de septiembre, poco después de que Hitler exigiera de nuevo la lucha contra el peligro bolchevique en el congreso general del partido, en Nürenberg, Pío XI exhortó a todo el mundo civilizado a ir en contra del bolchevismo, «que ha demostrado sobradamente sus ansias de destrucción de cualquier orden establecido, desde Rusia a China, desde México a Sudamérica». El «Santo Padre» habló entonces en su residencia de verano de Castelgandolfo ante la colonia española y los exiliados españoles de Roma. Según informes procedentes de su entorno más inmediato, «el Papa está sufriendo como nunca, su corazón muestra serios síntomas de una salud quebrantada. El Papa rezaba y hablaba profundamente turbado, mientras buscaba un medio que pueda conducir a la paz a los hermanos en lucha… No acusaba a nadie, sino que buscaba derribar los obstáculos, a la vez que dirigía palabras de paz y amor para todos, incluso para los mismos perseguidores». Así de bello fue el espectáculo ofrecido en la villa veraniega del papa, mientras éste —en palabras suyas— veía encenderse en España «el fuego del odio y la persecución» y ordenaba tomar medidas inmediatas para extinguirlo. Ahora bien, los sentimientos que agitaban su corazón no eran únicamente de aflicción, sino también, y especialmente, de alegría, pues él mismo confesó: «Por un lado la más amarga y profunda de las compasiones debe hacernos llorar, pero por otro, debemos exultar jubilosos por el amor y la dulce paz que nos enaltece… Éste es un grandioso espectáculo donde resalta la virtud cristiana y sacerdotal, pleno de acciones heroicas y martirios… Qué bien se compagina vuestra expiación con los designios de la providencia…».
¡Y qué bien se compaginaba con los intereses del «Santo Padre» el asesinato de miles de sacerdotes católicos! Sus lágrimas iban acompañadas de dulces sentimientos de alegría. Los mártires son muy vivificantes y bien entendida, la muerte (y el miedo ante ella) es lo más vivificante en esta Iglesia.
En sólo tres años de guerra civil la Iglesia perdió más clérigos que a lo largo de los doscientos años que duraron las antiguas persecuciones contra los cristianos, exageradas hasta límites grotescos. Con todo, tampoco es, ni mucho menos cierto, que murieran en España, como afirmaba L’Osservatore, 16.750, cifra que resultaba penosa incluso para el cardenal primado de España, «pues» afirmaba éste, «cuando estalló la revolución, la cifra total de sacerdotes en los territorios dominados por los rojos era de 15.000». Podrían haber muerto unos 4.184 religiosos, entre ellos 12 obispos, 2.365 frailes y 283 monjas. Algunos de ellos mutilados, quemados o crucificados. De todas formas, también Franco hizo ejecutar a sacerdotes católicos, unos 400 al parecer, principalmente clérigos vascos leales al gobierno y a los cuales no dio la más mínima posibilidad de defensa. Naturalmente la Iglesia callaba acerca de ellos. Sin embargo, hasta la revista católica Entscheidung (Decisión), de Lucerna, lamentaba que una vez más la «causa del cristianismo» quedase en manos de generales beligerantes y que ¡el amor cristiano al prójimo se mostrase en ejecuciones masivas. Que el «amad a vuestros enemigos» se tergiversase como si significara «degollarlos como a cerdos»! Por lo general, desde luego, la prensa católica llamaba «chusma roja» o «instrumentos de Moscú» a todos los españoles leales al gobierno legítimo o bien, como escribía la Germania de Von Papen, aquéllos pertenecían a ¡a ese puñado de clérigos españoles mentalmente extraviados o envenenados por la francmasonería… que no se avergüenzan en poner su nombre bajo proclamas de agitación marxista para ejercer de «portavoces de los católicos españoles»!
Está claro que tanto un bando como otro fueron horriblemente crueles y que la orgía de sangre y el sadismo masivo no eran completamente nuevos en España. Tal como apunta el Bund de Berna: «A esta gente la han tratado durante largo tiempo como perros hasta que, finalmente, aprendieron a morder». De ahí que ajuicio de un prominente religioso español «No se persigue el espíritu de la religión sino a aquellos que no cumplen con él». El escritor católico José Bergamín asegura que ningún sacerdote o monje fue asesinado en España antes del levantamiento de julio. Las ejecuciones de clérigos tuvieron lugar después, cuando éstos, por orden de sus superiores, tomaron partido por los militares y contra el gobierno, luchando a veces codo a codo con los rebeldes. Se les ejecutó como a fascistas o combatientes. «Ninguno de ellos, ni uno solo», afirma el católico español, «murió por Cristo. Murieron por Franco. Se les podría, a lo sumo, convertir en héroes nacionalistas, en víctimas de la política, pero nunca en mártires».
Sin embargo, al Papa le venía «a pedir de boca» aquel tributo de sangre vertida por su clero. Y mientras él hallaba palabras llenas de paz y amor «para todos, incluso para los perseguidores», las publicaciones dependientes del Vaticano propagaban incesantemente la guerra civil. «… esta lucha», atizaba L’Osservatore Romano, «es una cruzada de la gente decente, que no se levanta contra la autoridad, sino contra el crimen y la barbarie. Cualquier actitud de permanecer al margen es culpable; cualquier pretexto para la no injerencia es injusto; cualquier capitulación es criminal. El crimen no debe triunfar, los virtudes no deben ser ignoradas». «En el levantamiento del 17 de julio», escribía la Civiltà Cattolica el 2 de enero de 1937, «el ejército mostró un comportamiento cien veces glorioso y bendecido». Y el 20 de noviembre del mismo, el órgano oficioso del Vaticano exigía: «En este momento… todos los ciudadanos honrados deberán, dejando aparte todas sus discrepancias de otra índole, aunar sus voluntades en el propósito común de expulsar a estos nuevos bárbaros apátridas y ateos, sea cual sea el desenlace».
Sea cual sea el desenlace: éste nunca le preocupó a la Iglesia cuando lo que estaba en juego eran sus intereses, su poder[131].
Continuando un dilatado combate, prolongado a lo largo de todo el siglo XX, contra Moscú, las Lettres de Rome, la «trompeta antisoviética del Vaticano», enumeraron ya a comienzos de la guerra civil todas las manifestaciones anticomunistas y antisoviéticas realizadas por el Papa. El director de esta beligerante revista vaticana era el jesuita Ledit, cuya colaboración ventiló la propaganda nazi (V. Vol. II). Su superior, el general de la compañía, conde Tedochowski, seguía de cerca el avance comunista y temía ante todo el desarrollo del experimento socialista en España, ya que podría repercutir de inmediato en Francia. Los jesuitas se mostraban a la sazón sumamente pesimistas. Toda una serie de congresos católicos apoyados por el Vaticano sirvieron de tribunas para exigir la lucha contra el comunismo y la Unión Soviética: p. ej., la sesión dedicada a Cristo Rey en Posen, el congreso de la Comisión Internacional «Pro Deo» en Ginebra, el Congreso Eucarístico en Budapest, en el que Pacelli reapareció como cardenal legado. Todos estas celebraciones sirvieron para inculcar las doctrinas anticomunistas de Pío XI, expuestas en su encíclica «Divini Redemptoris». Ésta, publicada el 19 de marzo de 1937, fustigaba al comunismo como enemigo principal de la civilización cristiana y dedicaba algunos de sus ataques, y no los más suaves, contra el socialismo de España y Francia. ¡Dicha encíclica tenía como objetivo apoyar al catolicismo fascista! que, con la consigna de «¡Viva Cristo Rey!» se lanzó a la lucha contra el Gobierno español del «Frente Popular».
El propio Papa se olvidaba raramente en sus alocuciones de recriminar, directa o indirectamente, al gobierno legal español, mientras bendecía «de modo muy especial a todos aquellos que asumieron la ardua y arriesgada tarea de defender y restablecer los derechos y el honor de Dios y de la religión». Aquéllos eran, sin la menor duda, Hitler, Mussolini y Franco. El «Santo Padre» hacía frente común con ellos. De ahí que rechazara rotundamente en 1938 la petición del gobierno inglés y francés, en la que se le instaba a unirse a las protestas en contra de los bombardeos sobre la población civil republicana. Sí que agradeció, sin embargo, a Franco, en plena guerra, su telegrama de adhesión, «altamente satisfecho», decía el papa, «porque Nos sentimos latir en este mensaje de Vuestra Excelencia el espíritu primigenio de la España católica». Por eso enviaba al general rebelde «de todo corazón y como prenda de la gracia divina nuestra bendición apostólica».
¡A fin de cuentas la vida religiosa florecía! Como ya lo había hecho en la I G. M. y también en la guerra de Abisinia. El cardenal primado español decía jubiloso: «En todos los frentes las tropas nacionales celebraron el sacrificio de la misa. Miles de jóvenes soldados recibieron la confesión y la comunión y en los intervalos en que callaban las armas todos rezaron juntos el rosario en los campamentos. También cosieron distintivos religiosos en sus uniformes y…». Todavía hoy, el católico español Quintín Aldea Vaquero escribe exultante: «Al estallar el Movimiento se registraba una corriente de sentimientos religiosos en el pueblo español y entre los combatientes. Había un auténtico renacimiento de la vida religiosa en todo el país. Las victorias en el frente fueron celebradas con oficios religiosos, tedeums y salve reginas… Los religiosos destacados en el frente escribieron un capítulo glorioso para la historia de la Iglesia española. Entre los caídos en combate debe mencionarse en especial al jesuita Fernando Huidobro, alumno predilecto de Martín Heidegger. El proceso de beatificación de Huidobro está ya en marcha».
El 29 de septiembre de 1936, la Junta de Defensa Nacional, máxima instancia militar rebelde, nombró a Franco «Jefe de Gobierno del Estado español» y «Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas». Franco estableció de nuevo en el país la religión católica y construyó un Estado «regido por los principios del Catolicismo» «que», según declaró él mismo, «constituyen los auténticos fundamentos de nuestra patria». Y él por su parte libraba aquella «guerra santa», aquella «cruzada» de los obispos «bajo el signo de la cruz». La adhesión al catolicismo se convirtió en el criterio legítimo de la conciencia ciudadana, a la vez que se abolía la legislación anticlerical creada por la II República. Ya en septiembre de 1936 las escuelas de las zonas de dominio franquista restablecieron la obligación de la enseñanza religiosa y los rezos al comienzo y al final de las clases; también la asistencia a misa, junto a los profesores, en domingos y días festivos.
Naturalmente volvieron a colgarse de las paredes los crucifijos y las imágenes de la Virgen, pues el culto mariano floreció como nunca. A los defensores del Alcázar se les consideró, junto a su general Moscardó, conmilitones marianos o, como decía elogiosamente el obispo Díaz y Gomara, «caballeros de la santísima Virgen, vencedora del maligno enemigo». Los cruzados cristianos no portaron sólo imágenes de la Virgen a lo largo de la procesión, sino que confirieron a la Virgen del Pilar de Zaragoza, en donde incendiaron una iglesia protestante, el título de generalísimo del ejército español. De ahí a poco cayó una bomba sobre su templo. Se eximió del impuesto sobre terrenos a todas las iglesias, a todas las casas obispales y parroquiales, juntamente con sus dependencias, a los seminarios y a los monasterios. En mayo de 1938 se legalizó de nuevo la Orden de los jesuitas, devolviéndole todos sus derechos y bienes. El 2 de febrero de 1939 se restableció el estatus jurídico de todas las órdenes religiosas.
Ocho días después, a las cinco y media de la madrugada del 10 de febrero y tras 17 años de pontificado, moría Pío XI a la edad de 82 años, víctima de una arterioesclerosis progresiva y de un catarro bronquial y pulmonar. Entre las últimas «palabras ininteligibles» que se le oyeron murmurar pudieron discernirse las de «pace» y «Gesú» pero el Regime Fascista añadió además la palabra «Italia» comunicando al mismo tiempo que el moribundo no dijo nada más en toda la noche…
El 1 de abril de 1939, derribada la república con la ayuda de los fascistas alemanes e italianos, Eugenio Pacelli —recién coronado Papa con el nombre de Pío XII— felicitaba así a Franco: «Elevando nuestro corazón a Dios, compartimos con Vuestra Excelencia la alegría por la victoria, tan anhelada por la Iglesia. Albergamos la esperanza de que su país, tras el restablecimiento de la paz, adopte con nuevas energías las viejas tradiciones cristianas». Franco contestó expresando la profunda gratitud que sentía el pueblo español y telegrafió al mismo tiempo a Hitler y a Mussolini. El Estado español se construyó ahora siguiendo el sistema corporativo recomendado por Pío XI en su Encíclica Quadragesimo anno. Se abolieron nuevamente las libertades de expresión, de prensa y de asociación. La literatura, el cine y la radio fueron sometidos a un estrecho control y todos los partidos políticos, excepto la Falange, fueron prohibidos. Todas las confesiones no católicas fueron reprimidas y se cerraron todas las escuelas e iglesias protestantes.
La degollina continuó, por lo demás, bajo la férula de Franco, cuyos «muy nobles sentimientos cristianos» fueron, apenas iniciado el golpe de estado, objeto de admiración por parte del secretario de estado Pacelli. Los tribunales militares y los pelotones de ejecución actuaban sin tregua. Según estimaciones del conde Ciano en Sevilla, Barcelona y Madrid tenían lugar diariamente unas 80, 150 y más de 200 ejecuciones respectivamente. Las estadísticas oficiales indican que el Gobierno español de Franco asesinó, en el período de tiempo que abarca desde el final de la guerra civil hasta la primavera de 1942, a unas 200.000 personas, cumpliendo así el deseo de Pacelli de «adoptar de nuevo las viejas tradiciones cristianas». Esta cifra equivale a casi un tercio de todas las víctimas de la guerra civil. Pero Franco, «el soldado de Cristo» o «el instrumento de la Providencia» como él mismo gustaba llamarse; él, mano derecha del Papa y amigo de Hitler, estaba resuelto a todo desde el principio. Cuando poco después de su golpe de estado declaró a un corresponsal del News Chronicle que liberaría a España del marxismo a cualquier precio, el corresponsal le objetó: «Eso significa que tendrá que ejecutar a media España», a lo cual replicó el general: «¡Repito, a cualquier precio!».
Y como se verá en el segundo no había tampoco ningún precio, por elevado que fuese, que pudiera disuadir al Papa Pacelli de acompañar a Hitler en su avance hacia la II guerra mundial[132].