«Lo que aquí mencionamos son únicamente los rasgos generales de ese monumento que Pío XI se erigió a sí mismo con la obra de su vida. Son, sin embargo, suficientes para que a su través se vislumbre una cúspide que produce vértigos». «Pío XI pertenece a esta clase de hombres que la providencia sólo concede una vez en varios siglos»
(El papa Pío XII)
«El Santo Padre Pío XI entrará, sin duda en la historia como uno de los papas más grandes de la Iglesia Católica»
(El cardenal secretario de estado Gasparri)
«Según la opinión hoy más común, Pío XI figura entre las grandes personalidades de la historia… y el juicio de Papini, ese representante genial de la cultura contemporánea, de que Pío XI ha sido uno de los sucesores de Pedro más perfectos con que Cristo haya agraciado jamás a su Iglesia, sigue manteniendo su vigencia». «Pío XI encaminó sus pasos por la ascendente vía cristiana… hasta alcanzar las cimas de la perfección: un auténtico varón de Dios, un gigante del espíritu contemplativo y apostólico al mismo tiempo, una síntesis armoniosa de los ideales cristianos»
(El cardenal Carlo Confalonieri)
Achille Ratti nació el 31 de mayo de 1857 en la Lombardía y era hijo de un comerciante. Fue bibliotecario y hombre muy suyo. El que más tarde sería general de los jesuitas, Wernz, fue uno de sus profesores. Había pasado 25 años en la Ambrosiana de Milán, de la que fue prefecto a partir de 1907. En 1912 llegó a proprefecto de la biblioteca vaticana bajo el jesuita Enríe («Soy —decía este último— en primer lugar, servidor de la Iglesia, Alemán lo soy en segundo lugar»), a quien él mismo elevaría después al cardenalato. En 1914, era ya prefecto. En 1918, visitador apostólico, y en 1919, nuncio. Aseguró a los polacos la benevolencia papal e hizo cuanto estuvo en su mano para reforzar el nuevo estado contra la Rusia soviética y el comunismo del Este.
Con todo surgieron a cada paso desavenencias, fundamentalmente a causa del problema de las nacionalidades. Ni lituanos, ni letones, ni estonianos, ni tampoco los ucranianos, querían desaparecer absorbidos por la Gran Polonia, pero la estrategia antisoviética exigía, sin embargo, una Polonia fuerte. Simultáneamente, el Vaticano no podía secundar totalmente al gobierno Polaco, si no quería ofender gravemente a las otras naciones. Todo ello causó malestar y controversias. Ratti acabó por fracasar en relación con el forcejeo en torno al referéndum de 1920 en Silesia.
Ratti ejerció al respecto funciones de comisario supremo, quizá también —igualando en eso al clero polaco— de «instrumento comprensivo» del gobierno polaco. Así lo aseguraba en todo caso la propia gaceta del Centro, la ultramontana Kölnische Völkszeitung (Diario de Colonia), el 11 de diciembre. Cuestión controvertida es la de si practicó una política antialemana. Su actitud era hermética[84]. Mientras que el cardenal de Breslau, Bertram, también veía en él a un amigo de los polacos, algo que nunca le perdonó el futuro papa, el 30 de noviembre se presentó en el Sejn de Varsovia una moción de desconfianza contra el nuncio, a raíz de lo cual éste retornó a Italia el 2 de diciembre sin que el Vaticano lo hubiese revocado.
Los polacos le tomaron a mal sus contactos con la Rusia soviética, sus esfuerzos, ya en 1918, por salvar la vida del tiran príncipe Jorge, y lograr la puesta en libertad de la zarina y de sus hijas. Es más, y no deja de ser curioso, las mayores antipatías las cosechó, al parecer, por parte de las damas debido a que evitaba «los salones, frecuentados por mujeres de desvergonzados atuendos» de la sociedad exquisita, pero en 1920 no huyó ni siquiera a la vista del ejército rojo a causa, según la especie que circulaba en Varsovia, de los ruegos de una señora de la alta nobleza. ¡Eran, naturalmente, meros rumores! Estas «encantadoras hijas de Eva echaron sobre el casto monseñor aquel zafio y calumnioso sambenito» tan solo por haberlas tenido muy poco en cuenta (Stehie). (En sus años mozos las cosas debieron ser muy distintas, pues Ratti destacó por su atención preferente, en aras de la acción pastoral, para con el sexo débil. Fue capellán de las hermanas de la eucaristía, pronunció charlas espirituales ante monjas y otras damas, fundó una asociación de maestras católicas, ejerció la guía espiritual de sirvientas alemanas y fundó el hogar femenino de las hermanas grises). ¡Y tenían que ser precisamente las mujeres las que colaborasen ahora en el derribo de «aquella hermosa cabeza, que, aunque fuese tan sólo por su apariencia externa, constituía un milagro de la creación»! De un hombre como aquél, que, una vez papa, no sólo rechazó la coeducación, (pues se basaba en «una lamentable confusión de ideas») sino que reprobaba asimismo toda instrucción sexual, pues «de ella resultan prácticas perniciosas que, más que consecuencia de la escasez de conocimientos, surgen más bien de la voluntad de suscitar peligrosas situaciones para la tentación». Tampoco faltó otro nuncio, Pecci, que llegó a padre antes de su ascenso a papa, dejando un hijo en Bruselas.
En cualquier caso, puede decirse en favor de Ratti, hombre de «tal grandeza y perfección» —así lo glorifica su sucesor Pío XII—, ese «hombre de Dios de una pieza» —así lo ensalza otro prelado de la curia— que estuvo «vinculado larga y fecundamente a una mujer» a quien amaba «tierna e infantilmente» y cuya gruta «visitaba él cada día» en los jardines vaticanos. —«¡Qué hermoso resulta siempre ver a la Madonna»— que moraba día y noche junto a él! Pues —¡Oh gusto exquisito!— no se conformó con que «un asombroso reloj de madera tocase el Ave María de Lourdes a las 5 en punto de la mañana», sino que, «de noche y sobre una cómoda colocada ante su cama había una placa cristalina luminosa en la que relucía una madonna con su divino niño y otra figura de cristal tallado, también reluciente, con la forma de la torre del faro de Mesina, consagrado a la santa Virgen. Algo que le estimulaban en sus meditaciones en las noches de sus últimos años, noches que había de pasar en permanente vigilia, forzado por el dolor». Todavía al borde de la muerte se sintió henchido «del puro fulgor de la virgen inmaculada», de la «blanca señora de la gruta de Lourdes». E inmediatamente después «la voluntad de Dios lo convocó a contemplar directamente el resplandor celeste de María».
No en vano, siendo aún visitador apostólico, había ido de inmediato al santuario de Nuestra Amada Señora de Tchenstoschova, en Polonia y poco antes de que concluyese su misión en aquel país, también al de Lourdes, al frente de una expedición de peregrinos. Ya desde 1875 era miembro de la «Hermandad del inmaculado corazón de María para la conversión de los pecadores». Y una vez papa solía saludar las fiestas de la inmaculada «con una exclamación característica» que expresaba su alegría por la celebración: «Una vez más nos hallamos in spiendoribus Immaculatae Conceptionis».
No es menos cierto, por otra parte, que precisamente aquel predecesor suyo que estableció, en el año de 1476, la fiesta de la Inmaculada Concepción, fue uno de los más rijosos, capaz de asaltar sexualmente a su propia hermana e hijas y constructor no sólo de la capilla llamada sixtina, sino también de un burdel que le permitía recaudar impuestos de sus rameras de Roma por un monto de 80.000 guldas de oro. Por otra parte, su hijo, el cardenal Pietro Riario, titular de cuatro obispados y de un patriarcado, que le suponían unos ingresos anuales equivalentes a unos 150 millones, abusó de tal modo del coito que murió literalmente en uno de ellos cuando contaba 28 años.
El 13 de junio de 1921 Benedicto XV nombró a Ratti arzobispo de Milán y cardenal a raíz de lo cual desplegó una actividad casi febril, llegando a veces a pronunciar diez sermones cotidianos. Y cuando al año siguiente murió Benedicto y los telegramas y las manifestaciones de condolencia parecían no querer acabar en el Vaticano; mientras los cardenales elogiaban al muerto como «benefactor de la humanidad, apóstol del amor al prójimo y papa de la paz», Ratti tampoco se olvidó en Milán de ensalzar al difunto, de palabra y por escrito, como «padre profundamente llorado y benefactor de la humanidad» (lucerna lucens in caliginoso loco), como «heraldo imperturbable de la paz, como inagotable inventor de sugerencias siempre nuevas y de lenitivos del dolor, como promotor y centro de un movimiento hacia Roma de dimensiones hasta entonces desconocidas, escritor de páginas esplendorosas e indisolubles en el libro de la historia, que sabrá dar perenne noticia de sus méritos singulares…».
Y por cierto que también dará noticia de los méritos singulares que A. Ratti contrajo como papa. Fue elevado a este cargo el 6 de febrero de 1922, como un candidato de compromiso, en el decimocuarto escrutinio con 42 de los 53 votos (en un conclave bastante agitado en el que, inicialmente, se enfrentaron las mismas tendencias que en 1914). Tras un «silencio tímido y meditabundo de dos minutos» aceptó modestamente la elección, se denominó Pío XI, transformó las tres ratas que «ornaban» originariamente su blasón en tres bolas e hizo de la sentencia «Pax Christi in regno Christi» su programa de gobierno, programa que quería fusionar el de Benedicto XV con el de Pío X, ¡el programa de dos apóstoles de la Paz!
Él mismo aclaró también el nombre escogido; «El nombre de Pío significa paz. También yo quiero consagrar mis energías a la pacificación del mundo, de la que también mi predecesor era abanderado». Tenía el propósito «de proseguir y llevar a su culminación aquella obra en la que residía el mayor mérito y la mayor fama de Benedicto XV, a saber, la de devolver la paz al mundo»[85].
Con ayuda de este papa pacífico, piadoso y perfecto —que ya octogenario seguía fiel a «las prácticas piadosas que le eran familiares desde su época de seminarista: rezo del breviario, del rosario, visita del santísimo y ejercicios espirituales»; que «veía en la Iglesia el Reino de Dios sobre la Tierra»— se hicieron posibles las dictaduras de Mussolini, Hitler y Franco y la conducción de las naciones hacía la II Guerra Mundial.
«Durante los dos decenios de régimen fascista los miembros del alto clero loaron y aprobaron todo —con algunas salvedades platónicas— y lo hicieron de forma tan entusiasta y exagerada que hasta los más indulgentes tenían que sentir que aquello no se ajustaba al carácter y a la misión evangélica de la Iglesia»
(El jesuita A. Tondi)
El fascismo italiano, el más antiguo de los movimientos fascistas, surgió a partir de factores diversos de índole social y económica, de las crisis de un parlamento liberal, que se paralizaba a sí mismo, y, como consecuencia inmediata, de la guerra. En último término se propagaba una política colectivista fuertemente antiliberal. Eso hacia adentro. Hacia afuera un imperialismo nacionalista que culminaba en la divisa del «mare nostro» en las reivindicaciones territoriales alrededor del Mediterráneo. Los primeros fascistas eran exsoldados del frente que glorificaban la guerra y el patriotismo, se encuadraban en fascios de combate, semejantes a los cuerpos francos, y trasladaban al terreno político los métodos de lucha en batalla. Emprendían acciones propias de las fuerzas de choque, se agrupaban en batallones rígidamente organizados, conquistando comarcas enteras y ocupando ciudades. Se le había tomado gusto a la aventura, a la violencia, al poder. El viejo amigo de Mussolini, G. d’Annunzio, autor muy celebrado, emprendió ya el 11 de septiembre de 1919 un golpe de mano contra Fiume, ciudad que otrora perteneció a Hungría y entonces a Yugoslavia (Rijeka), estableciendo allí —una vez se retiraron, por orden de sus gobiernos, las tropas de ocupación inglesas y francesas—, durante 16 meses, una especie de dictadura de opereta con desfiles dignos de la escena teatral, banderas con calaveras, puñales desenvainados, etc. ítalo Balbo realizó una marcha con una «columna de fuego» con decenas de millares de camisas negras —vestían de negro en señal de duelo por Italia— hacia Ferrara y Ravena. Bolonia fue ocupada, también Bolzano. En un sitio se obligaba a dimitir al comisario del estado. En otro al prefecto.
Cierto que los fascistas sufrieron una seria derrota en las elecciones de otoño de 1919, pero el tiempo trabajó en favor suyo con la subida vertiginosa de los precios, las huelgas, el fiasco del partido liberal, que llevaba años gobernando, la impotencia de la democracia y —como siempre— la desunión de la izquierda. Mientras aumentaban la penuria, la miseria, la inflación y el paro, muchos funcionarios municipales y disputados socialistas fueron desbancados. Fueron organizadas «expediciones de castigo» y muchas sedes de redacciones de periódicos enemigos quemadas, (entre otras el edificio del socialista Avanti, del que Mussolini había sido director antes de la guerra). Muchas casas del pueblo y círculos culturales fueron destruidos, muchas cooperativas y sindicatos disueltos. A la par que se amenazaba, apaleaba y asesinaba a muchos socialistas prominentes, se tranquilizaba, con declaraciones de lealtad, a la nobleza, a los militares y al clero y se ganaba para la causa a los círculos de la gran burguesía. Todos ellos temían menos a las bandas fascistas que a los gritos de «Viva Lenin» que resonaban por toda Italia. Temían a los comunistas en fase de organización, que reavivaban la acción de una parte de los trabajadores y que constituyeron un partido propio desde el Congreso de Livorno, en enero de 1921.
A todo esto, los «fasci» aumentaron tan solo de octubre de 1920 a octubre de 1921 de 190 a 2.200 con nada menos que 300.000 camisas negras. El presidente de gobierno, G. Giolitti, uno de los políticos italianos más importantes del siglo, que seguía una táctica sinuosa entre la derecha y la izquierda, intentó ciertamente absorber al fascismo en 1921 mediante una alianza con los fascistas (y debilitar al mismo tiempo tanto a los socialistas como a los católicos). Sin embargo, aunque los éxitos electorales de los fascistas siguieron siendo modestos —35 diputados de un total de 535— el terror siguió en aumento hasta alcanzar dimensiones desconocidas en el resto de Europa. De forma cada vez más encarnizada «los asesinatos, las violaciones, los saqueos y los arrasamientos a fuego continuaron asolando de arriba abajo al país. Sin previa provocación, se llegaba a abatir al enemigo político allá donde se le encontrase mientras todo el aparato del estado se limitaba a mirar con los brazos cruzados y éste iba delegando tácitamente su autoridad en favor de los fascistas». Realmente el gobierno toleraba silenciosa, pasivamente —cuando no complacidamente— todas estas acciones a las que el ejército proporcionaba las armas; la policía su protección, la justicia su impunidad y los industriales y, especialmente, los grandes terratenientes, su financiamiento. El terror llegó a adoptar «dimensiones gigantescas», «proporciones que lo asemejaban a una masacre» y, en medio de hueras y continuas apelaciones a la paz y al amor, contaba con la secreta bendición del papa. Que el fascismo surgiese precisamente en el centro del catolicismo romano no tiene en absoluto nada de casual.
Que Benedicto XV hiciese llegar al director del Popólo d’Italia, (diario en el que Mussolini se había destacado por sus exigencias radicales, en parte revolucionarias, en parte nacionalistas, durante la guerra) «el testimonio de su favor especial» no es seguro. Consta, sin embargo, que lo hizo su sucesor, Pío XI.
Es cierto que la «Santa Sede» rechazó rotundamente al fascismo en sus inicios, a esos «locos» que «a menudo se comportan peor que los socialistas, cuya violenta conducta puede conducir a la guerra civil». Pero no era ciertamente la violencia la razón de ese veredicto de la curia. Los papas sabían apreciar la violencia si ésta se usaba en beneficio suyo.
Ocurría que B. Mussolini, antiguo maestro de escuela, después secretario de un sindicato, era ateo y anticlerical. «Dios no existe», dijo en 1904 y lo calificó de «monstruoso engendro de la ignorancia humana» y a Jesús, si es que acaso existió, de personalidad piccola e meschina. Pero así como, siendo hijo de un anarquista y socialista de la Romana roja, se transformó, después de haber sido marxista heterodoxo, en archinacionalista, chovinista y fascista manteniendo aún, en un principio, tendencias radicales de izquierda, apenas creíbles, durante la I Guerra Mundial, ahora desechó su papel de apasionado aborrecedor de la Iglesia para transformarse en socio de la misma, en un conservador aparentemente católico, siendo, en realidad, un cínico oportunista. Todavía en 1919, año en que fundó, el 23 de marzo, su nuevo movimiento revolucionario, «i fase i di combattimento» —es significativo que ello sucediese en la Cámara de Industria y del Comercio de Milán— figuraba en una lista electoral junto al periodista Podrecca, director de la revista Asino, la publicación más visceralmente anticlerical de toda Italia. Su novela «La querida del cardenal» tenía tonos rabiosamente anticlericales y todavía en 1920 tildaba de absurda la religión y de enfermos a las personas religiosas. Escupía sobre los dogmas y encarecía: «Los insultos de la clericalla me sirven para engalanarme como si fuesen una corona de flores fragantes». «Nunca —subraya el excelente libro de Borgese sobre Mussolini— se había declarado una guerra tan despiadada a la ética y a la religiosidad cristianas como la que entrañaba la teoría fascista del estado y de la guerra. Entre ambos poderes parecía inevitable una guerra sin cuartel».
Pero entonces, Mussolini, propagandista del uso sistemático de la violencia, asumió la tradición católica en su afán de dominar el orbe. El 21 de junio de 1921 se distanció de tal modo de su odio al clero que el cardenal Ratti exultaba pocos meses antes de su elección: «Mussolini está haciendo rápidos progresos y con su ímpetu elemental barrerá cuanto se le interponga en el camino. Mussolini es un hombre prodigioso. ¿Me oye? ¡Un hombre prodigioso! Es un recién convertido. Proviene de la extrema izquierda y tiene el celo impulsivo del novicio… El futuro es suyo». El 22 de diciembre de 1922 el papa insinuaba negociaciones, que duraban ya dos años, sobre algunas sugerencias de Mussolini. Y éste se envanecía más tarde de que su política frente a la religión se inició bastante antes de los Acuerdos de Letrán. «Se inicia el año 1922, ¡incluso ya en 1921! Léase el discurso que yo pronuncié entonces en la cámara».
Realmente ya había proclamado en su momento «que la única idea universal que hoy existe en Roma es aquella que irradia desde el Vaticano». Y el día en que A. Ratti fue elegido como Papa acudió presuroso a la Plaza de San Pedro acompañado por el vicepresidente y por el secretario del partido fascista y allí se sobrecogió, cuenta uno de sus acompañantes «ante el grandioso espectáculo que ofrecían la muchedumbre del pueblo y la majestad de la arquitectura vaticana», que en ese momento presentaba un aspecto aún más solemne por albergar un profundo secreto tras sus muros. Durante un buen rato el Duce se mantuvo silencioso, asombrado, conmovido, como si quisiera abarcar aquel cuadro imponente: «Es increíble que los gobiernos liberales no hayan comprendido que la universalidad del papado, del heredero de la universalidad del imperio romano, representa la mayor de las glorias de la historia y de la tradición de Italia». Poco después, Mussolini mismo proclamaba, por carta, que como ciudadano de Milán se hacía partícipe «de la alegría general de los milaneses por la elevación a Papa del cardenal Ratti» y daba fe de que éste «posee, aparte de las cualidades que yo denominaría religiosas, también aquellas que lo hacen simpático al mundo profano. Es un hombre de amplia formación histórica, política y filosófica que ha acumulado mucha experiencia en el extranjero y conoce a fondo la situación en la Europa del Este… Sustento la opinión de que con Pío XI mejorarán las relaciones entre Italia y el Vaticano».
Es seguro que en su fuero interno Mussolini seguía siendo anticlerical, como ponen de manifiesto incluso algunos discursos públicos y hasta un amplio informe de la Cámara, del año 1929, sobre los Acuerdos de Letrán. Incluso en épocas posteriores atacó una y otra vez al papado calificándose a sí mismo de gibelino y de no creyente. Ahora bien, necesitaba al papa y éste lo necesitaba a él, al «hombre prodigioso» a quien, como Ratti sabía ya en 1920, «pertenecía el futuro». Y como Mussolini era ya, en tanto que primer ministro, (desde el 30 de octubre de 1922) el hombre del futuro, el papa y el alto clero marchaban con él como también marcharon, diez años más tarde, con Hitler. Como también marcharían no cabe duda, con los comunistas ¡y hasta con el mismo diablo!, si ello redundase en su ventaja. Los propios teólogos e historiadores católicos subrayaron tan a menudo la disposición del papado a pactar con todo gobierno que lo favorezca que esa cuestión no necesita ya ser documentada con más pruebas. Aquél llegó también a un arreglo con la Revolución Francesa y dispuso que se negociase no sólo con Lenin sino también con Stalin. En el aspecto económico, confesó el cardinal Gasparri —que ya en 1922 había reconocido, aunque no con tanto entusiasmo como el que ya antes había mostrado el cardenal Vannutelli, «los beneficios del movimiento fascista»— la Iglesia es completamente indiferente. Teóricamente «non ha nulla da opporre pregiudizialmente ad una organizzazione statale communistica».
La ideología de un estado es algo que resulta bastante indiferente a cualquier jerarquía cristiana. Lo que importa es sacar partido de ella. Cuando ya no necesita a un estado lo deja en la estacada, por grandes que sean los favores que le deba, y busca al estado fuerte de turno. Es así como los papas se aferraron a los bizantinos, a los francos, a Pipino, a Carlomagno, a los Otones, etc. Y ahora le llegaba justamente el turno a Mussolini, el hombre prodigioso a quien pertenecía el futuro. Ya en agosto de 1922 había aplastado la huelga general de la izquierda mediante luchas que duraron tres días y el 24 de octubre, ante 50.000 camisas negras, ordenó en Nápoles a L. Facta, el último presidente de gobierno de la Italia prefascista, que dimitiera antes que transcurrieran 48 horas. Y Facta, a quien el rey denegó la proclamación del estado de guerra, obedeció.
Pero ya inmediatamente después de la «marcha sobre Roma» —que el Vaticano celebró de inmediato— dijo el cardenal Gasparri: «Giolitti, Salandra, Sonnino, Orlando, Nitti, todos están acabados». La curia estaba satisfecha. Los gabinetes liberales habían destruido el estado pontificio, habían introducido la libertad de opinión y confesión secularizando con gran éxito el sistema educativo. En una palabra, habían arrebatado al Vaticano unos privilegios, que se afanaba por recuperar por todos los medios. Gasparri confesó por ello al legado austríaco ante el Vaticano, Von Pastor, su alegría por la toma del poder del Duce, pues, «por parte de Mussolini no amenazaba a la Iglesia ninguna medida hostil» y Gasparri había recibido al respecto «ciertas garantías». Así pues, el cardenal secretario de estado hacía constar seguidamente que «el movimiento fascista era una necesidad, ya que Italia avanzaba rumbo a la anarquía… que el rey obró sabiamente al no oponerse a los acontecimientos». Pues hasta el mismo Pío XI confesó en 1929 que conferenciaría col diavolo in persona si con ello salvaba aunque fuese una sola alma[86].
Negociar con el diablo en persona, eso significaba la aplicación de la más tenebrosa de las políticas equiparándose en todo a cualquier poderoso «temporal», salvo en ciertas galas metafísicas que permitían por ello mismo ser más refinado, más pérfido. De ahí que Pío XI se expresase así, ya en sus primeros años de pontificado: «Nos obramos sólo en y desde la religión. Cuando luchamos por la libertad de la Iglesia, por la santidad de la familia, de la escuela y de los días consagrados a Dios, sólo defendemos la religión. En todos estos y en otros casos similares no es la política lo que está en juego…». Claro que: «Si la política —prosigue Pío XI— penetra hasta al altar, entonces la religión, la Iglesia y el papa que las representa tienen no sólo el derecho, sino también el deber de dar instrucciones y directrices que las almas católicas tienen el derecho de exigir y el deber de obedecer». Fue el divino Maestro quien nos trazó la gran línea política cuando dijo: «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y también los apóstoles tocaron el nervio de las cuestiones políticas al enseñar: «todo poder viene de Dios».
Aplicando esa política que abarca absolutamente todo, para la que nada hay que no sea político, Pío XI, hombre de temperamento reservado, muy inclinado a tomar resoluciones arbitrarias, sabía apreciar también en otros los rasgos autoritarios que le eran propios y Mussolini se fue ganando gradualmente su favor.
Ambos provenían de Milán y tenían mucho en común. Ambos odiaban a comunistas, socialistas y liberales. Al descendiente de una familia conservadora bien acomodada le resultaba tan repugnante todo cuanto oliese a comunismo o socialismo (él, como sus antecesores, lo metían todo en el mismo saco), que abominaba incluso del catolicismo social. Tanto para el papa como para Mussolini no sólo el socialismo y el liberalismo eran variantes del comunismo, sino que lo eran hasta la socialdemocracia y el racionalismo. Ambos, la Iglesia católica y el fascismo, propagaban una imagen maniquea, apta para embaucar a las masas, en la que sólo existían el bien y el mal, la luz y las tinieblas. El principio del caudillaje era para ambos primordial. De ahí que abogasen por la autoridad, la disciplina y la obediencia con la misma convicción con que combatían contra la libertad individual y la igualdad social. Ninguno de los dos quería saber nada de crítica o discusión e imponían a los hombres una tutela que los reducía a meros receptores de órdenes.
El papa y el Duce se entusiasmaban con las hazañas patrióticas y todo lo militar. Ya durante la primera guerra mundial decía el entonces prefecto de la biblioteca vaticana que, de no ser ya demasiado viejo, él mismo iría al frente. Años después Ratti admiró al mariscal polaco Pilsudski y su dictadura de derechas disfrazada de democracia, «baluarte» del antisovietismo. Y siendo ya soberano de la Iglesia no perdió su debilidad por el poder y el militarismo. Al contrario. Uno de sus allegados más íntimos cuenta que «Pío XI introdujo en el Vaticano la costumbre de las grandes recepciones y fue el primero en acoger a miembros de las tropas italianas… Y poco a poco este contacto con el exterior se fue convirtiendo en componente del ceremonial. Al igual que se hizo con las antiguas tropas alpinas, se fueron concediendo recepciones paternales a las de artillería, a las unidades lanzagranadas, a la caballería, a la infantería y a las restantes armas y unidades especiales, para todas las cuales celebraba el papa la santa misa en la basílica de San Pedro. Las otras naciones tomaron ejemplo de estas recepciones y cuando los barcos de guerra del viejo y del nuevo mundo atracaban en puertos italianos se programaba una visita a Roma por parte de soldados y marinos, audiencia papal incluida».
Pío XI, «nato per il comando», un «carácter granítico», y el Duce, «que siempre llevaba razón» reaccionaban autoritariamente y con hostilidad al compromiso. El pueblo debía pensar lo que pensaban sus dirigentes y obrar según sus órdenes. El Gran Consiglio del fascismo era, aparte de ello, una evidente imitación del denominado Sacro Colegio y en términos generales el fascismo italiano, según escribe un libro con su imprimatur, estaba estructurado a imitación de la Acción Católica, fundada por Pío XI en 1922. La sucesión del Duce estaba sometida a reglas similares a la del papa. Ambos aludieron a negociaciones entabladas ya antes de la farsa de la «Marcha sobre Roma» que Mussolini cubrió en el coche-cama del expreso Milán-Roma y provisto del encargo de formar gobierno antes de que sus partidarios alcanzasen la capital: ¡una revolución fomentada por el mismo Rey! En el gobierno de coalición liberal-conservadora sólo había cuatro ministros fascistas de un total de catorce. Éstos constituían tan sólo el 10% de los diputados. «¡Fuego! Durante cinco minutos solamente —decía el entonces jefe del Estado Mayor, Badoglio— y no se volverá a oír nada más del fascismo» (También Badoglio demostraría, por cierto, su versátil talento. Tras haber simpatizado inicialmente con el fascismo, quiso impedir la «Marcha sobre Roma» con el ejército. Después, sin embargo, que Mussolini lo confinase como embajador en el lejano Brasil, se congració rastreramente con él, se convirtió nuevamente en jefe del Estado Mayor, en mariscal, en duque de Addis Abeba —durante los triunfales años treinta— y en Virrey de Etiopía. Con todo, cuando a principios de los años cuarenta se perfilaba ya el fin del fascismo, contactó oportunamente con círculos antifascistas y con los aliados llevando su ascenso hasta la propia jefatura del gobierno en 1943).
Pío XI, no obstante, abrigó desde el principio una simpatía, si no por el fascismo, sí desde luego por su caudillo, el «hombre prodigioso», simpatía que no hizo sino aumentar. El papa tenía clara debilidad por las personas supuestamente «inspiradas por la providencia», por «los predestinados». «Lo que nos falta para fundamentar la paz son los predestinados», manifestó en agosto de 1923 frente al embajador belga en el Vaticano, ante quien, diez meses después de la «Marcha sobre Roma», confesó asimismo: «Dios ha inspirado a un hombre así en favor de Italia… sólo él ha captado lo que necesita su país para librarlo de la anarquía en que lo habían sumido un parlamentarismo impotente y tres años de guerra. Usted puede ver cómo la nación le sigue fascinada».
Liberación de la anarquía, conducción hacia la paz, ése es el significado que Mussolini, Il fascista, tenía para el «Santo Padre». Pero bajo «paz» se había de entender paz entre el Estado y la Iglesia y, sobre todo, la solución de la cuestión romana, eso y nada más. Y cuando Pío XI ensalzaba, también en años posteriores, a Mussolini como «el hombre extraordinario que rige actualmente y sin traba alguna los destinos de Italia y que tantos éxitos ha cosechado ya por el bien del país» estaba, en verdad, pensando en los éxitos por el bien de la Iglesia. Pues, habitualmente, los éxitos que redundan en bien del país le resultan indiferentes a un papa. Con todo, más de uno podría pensar que los éxitos por el bien de la Iglesia también redundan siempre en el bien del país. La historia, desde luego, enseña más bien lo contrario.
¿Pues en qué consistían los éxitos por el bien del país? En que se volvieron a fijar crucifijos en escuelas y juzgados. En que, «como fundamento y coronación» de la enseñanza, la escuela básica volvió a impartir religión. En que las escuelas católicas fueron nuevamente equiparadas a las públicas. En que, por decreto gubernamental, textos kantianos fueron substituidos por otros de Agustín y Tomás de Aquino. En que la universidad católica del «Sacro Cuore» en Milán, fue oficialmente reconocida. En la devolución de iglesias y monasterios confiscados. En la donación, a favor del Vaticano, de la biblioteca del palacio de los príncipes de Chigi con archivos importantes del pontificado de Alejandro VII. En el aumento de las subvenciones estatales para edificaciones eclesiásticas. En el mayor respeto con que se trataba nuevamente a los dignatarios eclesiásticos. En que el gobierno fascista prohibió la pornografía, dio reconocimiento legal a varias festividades católicas y se mostró además dispuesto a participar oficialmente en las grandes fiestas católicas y a defender la política católica respecto a la familia «con la misma inflexibilidad… con la que defendemos la integridad de nuestra patria». En que todas las leyes que afectaban al catolicismo fueron revisadas absolutamente de acuerdo con los deseos del clero. ¡He ahí los grandes éxitos por el bien del país! Las medidas favorables al clero fueron liquidando paso a paso toda la legislación laica de la era liberal y reforzando enormemente el poder del catolicismo.
Mussolini mismo se manifestaba así en una entrevista concedida al Echo de París: «Lo que hace falta es disciplina, obediencia, respeto a la tradición y a la religión. Un pueblo es moralmente bueno cuando es religioso y si es moralmente bueno será fuerte. Italia es católica y yo he incluido la enseñanza de la religión en las escuelas… Pero la ley no desea que esa enseñanza se imparta de forma arbitraria, sino según las normas de la doctrina católica, por sacerdotes y maestros bien vistos por las autoridades católicas… Nuestras relaciones con la Santa Sede son inmejorables y por nuestra parte nos mostramos muy deferentes. Sería grotesco exigir de nosotros que ignorásemos un poder semejante, bimilenario, cuya influencia aumenta de día en día y que se extiende a más de cuatrocientos millones de almas».
Mussolini otrora anticlerical y ateo, que en su primera comparecencia en la cámara invocó la «asistencia divina» algo que ninguno de sus predecesores consideró necesario desde el año 1870, no solamente incluyó seis sacerdotes católicos en su primer gabinete (Cavazzoni, Gronchi, Merlin, Milani, Tangorra y Vasallo), sino que además él, el fascista exsocialista, saneó también enseguida las finanzas de la Santa Sede. Pues según escribía el Münchener Zeitung (Diario Muniqués) en los años veinte, «il Duce» se percató bien «de que el Vaticano es un poder religioso cuya aquiescencia no se obtiene con cuestiones políticas o materiales». «Mussolini —aleccionaba también en su momento el Bayerischer Kurier (“Correo de Baviera”) a sus lectores— no envió inmediatamente después de su “Marcha sobre Roma” cualquier delegación ridícula al Vaticano, ni tampoco intentó granjearse la amistad del poderoso sumo sacerdotes haciéndole objeto de obsequios sin tacto, sino que tomando el camino correcto aclaró primero las cuentas en el ámbito de las cosas elevadas y las sublimes».
Efectivamente, el primer servicio de Mussolini al Vaticano se refería a las «cuentas en el ámbito de las cosas elevadas y sublimes». El banco doméstico de numerosas organizaciones católicas, il Banco di Roma, ligado por estrechos vínculos a la gigantesca red de bancos Raiffeisen, era también una entidad económica de la curia y algunos de sus prelados habían confiado cuantiosas sumas (la presidencia del banco fue ejercida durante algunos años por E. Pacelli, tío del futuro papa), estaba, por cierto, al borde mismo de la bancarrota. El catolicismo italiano se veía amenazado por «consecuencias catastróficas». De ahí que Mussolini se reuniese secretamente, el 19 ó 20 de junio de 1923, con el cardenal secretario de estado Gasparri en la residencia privada del entonces presidente del Banco di Roma, conde C. Santucci y librase a los «Santos Padres» de la quiebra: con la aportación de unos 1.500 millones de liras del Estado de Italia. ¡Otro gran éxito «por el bien del país»!
Poco después de este encuentro, que recuerda vivamente el que tuvo Hitler con el hombre de confianza del papa, Von Papen, el «alter ego de monseñor Pacelli», en casa del banquero de Colonia, Von Schroeder poco antes de la toma del poder por los nazis, dieron comienzo los ditirambos dedicados por los obispos y el papa al nuevo redentor.
El cardenal Vannutelli, decano del denominado Sacro Colegio alabó al Duce por su «enérgica entrega a la causa de su país» y declaró que Mussolini había sido «elegido para la salvación de su nación y la restauración de su felicidad». Lo celebró como aquel que «por sus extraordinarias capacidades como hombre de gobierno, por su clara inteligencia y su inquebrantable energía estaba destinado a ser el caudillo principal en la obra de la salvación general de la patria. En toda Italia se le saluda ya como el restaurador de los destinos de la patria según las gloriosas tradiciones religiosas y civiles de la nación. Todos le estamos agradecidos…» El Vaticano se hubiese sentido complacido viendo por todas partes fascistas ejerciendo el poder. «La pobre Alemania no ha hallado todavía a su personalidad providencial» opinaba a la sazón el cardenal secretario de estado, y añadía acto seguido «pero tampoco Francia». Un ducho diplomático de la curia, el nuncio en París B. Ceireti, cardenal desde el año 1925, manifestaba análogamente: «Lo que a Francia le falta es un Mussolini». Naturalmente, también los príncipes eclesiásticos extranjeros deseaban éxito semejante «por el bien del país» y por ello difundían la fama de Mussolini por Europa y el Nuevo Mundo. «Un hombre así necesitaría Francia» suspiraba un prelado francés. Y en los U. S. A. cardenales y obispos, —según documentaron los profesores de Harvard, Salvemini y La Piaña— hicieron eco a las alabanzas dirigidas al papa y a sus cofrades italianos. El cardenal Hayes recibió agradecido nada menos que cuatro condecoraciones fascistas.
El apetito de Mussolini, naturalmente, no se satisfacía con mera retórica verbal, por más que ésta le complaciera también. La contrapartida que él esperaba por su dinero y sus favores no era otra cosa que la dictadura. Y Pío XI se lo posibilitó mediante la supresión del partido católico[87].
Il «Partito Popolare Italiano» había sido fundado el 18 de enero de 1919 por el sacerdote siciliano L. Sturzo. Vicealcalde de Caltagirone y secretario general de la Acción Católica, Sturzo era un derechista en el plano teológico; en lo político, sin embargo, rechazaba la unión mantenida hasta entonces entre católicos y conservadores. El Vaticano, que a finales de 1918 facultó a Sturzo para fundar el P. P. I., abolió su propio «non expedit», aquella prohibición soberbia que impedía votar a los católicos bajo pena de excomunión. Con el nuevo partido quería combatir no sólo al estado liberal, sino también al socialismo, que aumentaba a causa de la guerra y de la penuria de la postguerra, a la «ola roja» que se henchía a ojos vista. Y si bien, por razones de propaganda, «i popolari» subrayaban su plena independencia política respecto al papa, en ello había mucho de hipérbole, aunque no faltaban ciertas tendencias favorables a una delimitación respecto a aquél.
Como quiera que los partidarios de Sturzo provenían preferentemente de las zonas rurales, en las que tenía más influencia que los socialistas —pues precisamente en las comarcas rurales, como reconoce el «Manual de Historia de la Iglesia», la penuria social favorecía el mantenimiento de una religiosidad externa— aquél abogaba por cierta reorientación social, por la reforma agraria, por la parcelación de los latifundios y por el fomento de la pequeña propiedad, respecto a lo cual tenía contactos fluidos con los sindicatos moderados y luchaba junto a los socialistas por la jornada de 8 horas. El intento de coalición gubernamental con estos últimos no fracasó por la cuestión social, sino por la política escolar y, en último término, por el veto del Papa. Su secretario de estado saludó ya en 1919, después de que Sturzo diera ya señales de estar dispuesto a coaligarse con los socialistas, el retorno del liberal Nitti al poder manifestando que «he dispuesto que il Partito Popolare reciba un pequeño bofetón.
El juego de i popolari es muy osado». El Vaticano repudiaba toda alianza con los socialistas porque éstos no sólo eran anticlericales, sino también anticristianos y, en general, antirreligiosos.
El Partido Popular Italiano, estructurado a imitación del Centro alemán se convirtió en el «fiel de la balanza», si bien nunca pudo hacer valer su política eclesiástica y cultural al verse arrinconados por los liberales, primero, y, posteriormente, por el sistema fascista. En 1918, cuando los socialistas obtuvieron 1.840.593 votos de un censo total de 3,5 millones de votantes de derecho, el partido católico obtuvo la nada despreciable cifra de 100 diputados. En 1921 la aumentaron incluso hasta 107. En 1922 participaron en el gobierno junto a los fascistas. Pero el Duce quería la dictadura y para ello le sobraban los católicos de Sturzo tanto como le sobraría a Hitler el Centro del prelado Kaas. Mussolini asumió él mismo muchos puntos del programa de los popolari referentes a la Iglesia. Con ayuda de la Iglesia y con maniobras de habilidad táctica los desplazó hacia una alianza con la izquierda. Y como quiera que la curia esperaba confiadamente de los fascistas —cuyos asaltos, saqueos y asesinatos lamentaba a veces ruidosamente, pero deseaba en su fuero interno— una lucha mucho más radical contra sus adversarios liberales, demócratas y comunistas, apoyó a Mussolini socavando gradualmente el poder de Sturzo.
Ya el 22 de octubre, justo una semana antes de la farsa de la «Marcha sobre Roma», había ordenado el Vaticano a la jerarquía italiana que no se identificase con el partido católico, sino que se mantuviese neutral, lo que no podía interpretarse de otro modo sino como un torpedeo a sus esfuerzos por una coalición. Y poco después del éxito de Sturzo, en la primavera de 1923, ante el congreso nacional de su partido en Turín, monseñor Pucci le exhortó a no crear contratiempos a la autoridad eclesiástica. Pues todavía se creía que los populares eran perfectamente capaces, aliados a los socialistas, de liquidar al fascismo, como admitía Civiltà Cattolica, la revista de los jesuitas en agosto de 1924. Pero esa publicación (que casi siempre defendía la opinión de la Santa Sede y, en general, dependía más de la secretaría de estado que del general de la orden) consideraba que la colaboración con los enemigos declarados del cristianismo no era «ne conveniente, ne opportuna, ne lecita».
Realmente, Sturzo se interponía en el camino de la colaboración entre el fascismo y la curia. De ahí que ésta impusiera en 1923 —año en que ya se constituyó un partido fascista entre aristócratas católicos, el «Centro Nazionale»— su dimisión como secretario del partido y en mayo de 1924, como miembro de la presidencia. En septiembre fue el papa mismo quien condenó personal y públicamente una coalición entre el P. P. I. y los socialistas, fieles a la constitución. En octubre, Sturzo tuvo que exiliarse con otros correligionarios (a París, Londres, y Nueva York, hasta su regreso a Italia en 1946), con lo cual quedó eliminado el más peligroso de los antagonistas del fascismo en la lucha por el poder y dio comienzo la disolución del Partito Popolar.
Así como diez años más tarde el Vaticano abandonaría a su suerte al católico Brüning y al Centro (V. más adelante), ahora lo hacía con Sturzo y seguidamente con su partido. Un sacerdote imbuido de un ethos social, que al menos a los latifundistas se les antojaba «bolchevismo negro», que aspiraba resueltamente a la emancipación política de los laicos respecto al clero, no podía hallar gracia ante un papa que nada temía tanto como la izquierda y que, aparte de ello, combatía incansablemente al laicismo liberal. Tanto menos cuanto que la solución de la «cuestión romana» no era esencialmente prioritaria para el partido de Sturzo: Con áspero disgusto de la sede romana, i popolari se habían negado a incluir en su programa la reconciliación entre Iglesia y Estado.
Pío XI, sin embargo, urgía en ese sentido y Mussolini necesitaba la conciliazione con el papado tanto para la estabilidad interna como para obtener renombre en política exterior. Después que —tras haber gobernado con una minoría de fascistas— expulsase en 1923 a los católicos de su gobierno, continuó, no obstante, gozando de la benevolencia de la jerarquía curial y, paulatinamente, de la de muchos otros católicos, gracias a su lucha contra la izquierda y los liberales, a las concesiones en favor de las escuelas católicas y a otros favores. Pero ya entonces «representantes de máximo rango en la Iglesia, especialmente aquellos que conocían los planes políticos del nuevo papa, pusieron en escena una campaña de propaganda en favor de Mussolini que rayaba en el entusiasmo»[88].
En las afueras de las ciudades se fusilaba al amanecer a obreros socialistas y comunistas. Por la noche eran sacados de sus camas los adversarios de posición más alta, algunos de ellos antiguos amigos de Mussolini, y eran abatidos a la vista de sus mujeres y sus niños. Era una guerra civil de un «salvajismo estremecedor», brutal, «librada de un modo tan premeditado y sistemáticamente consecuente como nunca se había visto en la Europa Central u Occidental». Un sinnúmero de personas fue encarcelado o desterrado a islas inhóspitas. Algunos fueron al exilio, donde el escritor C. Rosselli, uno de los exiliados más eminentes, sucumbió con su hermano a un atentado. El escritor Lauro de Brossis voló de Francia a Roma, lanzó octavillas sobre la ciudad y desapareció para siempre sin dejar huellas. El resto de los recalcitrantes fue, al parecer, rápidamente convertido gracias al ricino. Era especialmente frecuente en las aldeas el atar los pantalones a los electores socialistas, hacerles beber ricino y forzarlos a correr después a paso ligero durante hora y media. El ricino fluía a tal ritmo por Italia que aunque este país suministrase al mundo este producto, tuvo que elevar los precios al escasear el mismo. Pero en centenares de aldeas la «revolución» fascista transcurría ahora triunfante. «Toda resistencia fue quebrantada con aceite de ricino».
Donde no bastaba el ricino se acudió a métodos bien probados. Cuando los fascistas asaltaron a miembros del P. P. I. de los que algunos eran clérigos, como el arcipreste Miuzoni, condecorado por méritos de guerra, a quien una noche le hundieron el cráneo a bastonazos en Argenta, el «Santo Padre» no protestó. Durante año y medio, las autoridades no iniciaron siquiera pesquisas por tales crímenes. Sólo ocasionalmente, y en términos muy generales, condenó Pío XI el terror o censuró, frente a Pastor, p. ej., la «excesiva violencia» del fascismo, «¡aunque también él abogaba por establecer el orden en Italia!». Pues en el momento más oportuno, la curia se mostró decisivamente deferente con Mussolini. Cuando éste, en la primavera de 1923, quiso suprimir el parlamento mediante una reforma de la ley electoral, a lo cual se opusieron encarnizadamente liberales, demócratas y Sturzo, con más de cien diputados católicos, el Papa ordenó a Sturzo que dimitiese y le intimó incluso, que disolviera el partido. Éste continuó de momento, pero se vio sensiblemente afectado por el descabalgamiento de su dirigente. Acto seguido, altos representantes del clero, y en especial los iniciados en la política del papa, comenzaron a agitar abiertamente en favor de Mussolini y poco después, el arzobispo de Florencia, cardenal Mistrangelo, le expresaba enfervorizado su agradecimiento en un discurso público, lo abrazaba y besaba repetidamente sus mejillas.
El 10 de junio de 1924, el joven penalista y dirigente socialista G. Matteotti, uno de los más acérrimos enemigos de Mussolini, fue liquidado por los fascistas. Descendiente de una rica familia de latifundistas, Matteotti había ayudado a los campesinos pobres de su provincia sacrificando para ello todo su patrimonio. Y gracias a su dominio de las finanzas y la economía y pese a la tiranía y las amenazas, criticó implacablemente la política monetaria y económica de Mussolini. En la sesión parlamentaria del 30 de mayo de 1924, en su último discurso, denunció, documentándolo al hilo de innumerables casos de violencia y corrupción, el fraude electoral del gobierno. Sin duda ese político pronunció con ello su propia sentencia de muerte. El 10 de junio fue secuestrado y asesinado en Roma por una banda terrorista del movimiento fascista conocida como «Ceka». Aquel crimen causó conmoción en Italia y más allá de sus fronteras. Según lo prueban documentos, fue el mismo Mussolini en persona quien lo ordenó (las gacetillas católicas se lo achacaron más tarde a los francmasones). Hasta el cardenal secretario de estado concedía, dos semanas después del asesinato, que Mussolini tenía «una certa responsabilita», «pues tenía que saber lo que pasaba en el ministerio del interior», y no ocultó que el uso de la violencia radicaba en la esencia misma del fascismo.
La «crisis Matteotti» constituyó la mayor convulsión interna del fascismo entre 1922 y 1943, más decisiva incluso que la «Marcha sobre Roma». Mussolini parecía acabado, bruscamente aislado como «un apestado en el desierto». Se exigió del rey su apartamiento. Durante un breve trecho de tiempo su descabalgamiento parecía inminente y también el desmoronamiento del movimiento. Los diputados antifascistas abandonaron la cámara en señal de protesta pero a pesar de las pruebas abrumadoras, no obtuvieron el esperado apoyo del rey. En el Vaticano se decía: «todo depende del desenlace del proceso Matteotti». Pero Pío XI tomó de nuevo partido por el Duce y se negó a recibir a la viuda de Matteotti. La curia «desplegó toda su influencia… para infundir calma». Íntimamente irritado, L’Osservatore Romano conjuró el 25 el peligro de malograr la actividad de la justicia al sobreexcitar los ánimos populares, pues si aquélla viese que estaba en juego la existencia del estado, apenas se atrevería a intervenir. La gaceta papal difundió incluso la idea de que el desbancamiento de los fascistas equivaldría a dar conscientemente «un salto fatal en el vacío». Y cuatro semanas más tarde, el 19 de julio, la revista curial de los jesuitas, Civiltà Cattolica, escribía que «la manifestación (en honor de Matteotti) hubiese resultado más digna si la prensa y los oradores… no hubiesen aprovechado la ocasión para prodigar palabras sagradas que cuadraban muy poco para recordar la actividad y los ideales de la víctima, cuya persona se rememoraba» pues «se trataba de un hombre que había querido luchar bajo símbolos muy distintos a los de la paz y el perdón». Y esa publicación oficiosamente vaticana no vaciló en afirmar: «Si se pudiera escrutar en la conciencia de quienes organizaron esta manifestación oficial de duelo y piedad, se podría ver que las lágrimas que vierten son lágrimas de cocodrilo…».
En otoño, tampoco Gasparri quería creer ni desear que Mussolini resultase involucrado en el proceso Matteotti. «¿Quién sería capaz de sustituir a este hombre en Italia? En la oposición no hay ni un solo hombre que estuviera, ni de lejos, capacitado para ello». Precisamente el cardenal secretario de estado y con él todo el Vaticano veía en el fascista Mussolini la salvación de Italia del «peligro ruso», del bolchevismo. Mussolini, a su vez, veía su salvación en el Vaticano. Cabalmente el mismo año en que los fascistas asesinaban también al sacerdote Grandi, el Duce apelaba en Vicenza al pueblo para merecer la victoria mediante el trabajo pacífico y la mejora interior «Cuando hoy hinqué mi rodilla en la Iglesia, no lo hice en señal de superficial adhesión, sino con la íntima convicción de que una nación sólo puede ser grande si se fundamenta en la religión y considera a ésta como algo esencial en su vida privada y pública»[89].
Aquel jefe de bandidos necesitaba a la curia desde su más íntima convicción —sólo unos meses después, en el V Congreso del Partido Fascista, en Roma, subrayó públicamente: «Para mí, un acto de violencia es algo profundamente moral, más moral que el compromiso o la componenda»— y el Vaticano necesitaba al jefe de bandidos desde su más profunda convicción: como «custodio del orden» contra todas las amenazas de la izquierda y aún más para la solución de la «cuestión romana». A finales de 1923 el legado austríaco e historiador de los papas, Pastor, notificó lo siguiente: «Gasparri desea —tengo al respecto pruebas irrefutables—, al igual que Mussolini, una solución de la “cuestión romana“». «La desea con tal avidez que algunos cardenales inclinados a pareceres más estrictos consideran —y así lo he sabido de sus propios labios— que su celo es excesivo. Pero Gasparri, autor del nuevo Codes iuris canonici es ante todo un jurista y él contempla la cuestión romana desde esta perspectiva. Éste es el parecer de todos los que conocen más de cerca al cardenal». Pero al cardenal Gasparri —que ya bajo Benedicto XV aguardaba a que llegase el hombre de estado con el que pudiera solventar la cuestión romana y que el 1 de junio de 1919, al margen de la conferencia de París, hizo negociar ya sobre ella a su representante secreto, el nuncio Cerreti, con el primer ministro Orlando— a ese cardenal Gasparri lo denominó el Papa «el intérprete y ejecutor más fiel de su voluntad».
El 3 de junio de 1925 Mussolini asumió expressis verbis «la responsabilidad política, moral e histórica de todo cuanto ha sucedido». Se pronunció sin cortapisas a favor de la violencia, buscó al mismo tiempo un apoyo mayor en la Monarquía y la Iglesia y opinó así: «Si el fascismo es una asociación de infractores de la ley, yo soy el jefe de esa asociación». Y a finales de ese mismo año, la alocución papal del 14 de diciembre fue entendida no sólo como reconocimiento de la política personal de Mussolini, sino también como una loa al fascismo.
El papa dijo entre otras cosas: «Nos produce alegría poder manifestar también en esta solemne asamblea nuestra grata satisfacción, que quisiéramos se extienda a todo cuanto desde hace tiempo se hace en favor de la religión y de la Iglesia y que no puede ser ignorado aunque se trate únicamente de una reparación parcial por las ofensas y los daños que se iniciaron muchos tiempo ha y se nos ha venido causando por luengos años». La alabanza impuesta a L’Osservatore Romano era aún más clara: «Sin duda alguna, el régimen fascista ha aplicado reformas justas (!), mérito que resalta tanto más cuando se le compara por una parte con el agnosticismo del estado liberal…, y por otra con el sectarismo anticlerical de los gobiernos democrático-masónicos. El fascismo, en cambio, reconoce el significado social de la religión y de la Iglesia como el de una fuerza que incluso resulta útil para el gobierno del pueblo… Es necesario reconocer esto sinceramente y atribuir a Mussolini el mérito que le es debido, expresando nuestro deseo de que continúe en esa misma línea, óptima para nuestro país».
Otra vez por el bien del país. Por el supremo bien, incluso. El papa y Gasparri alabaron incesantemente a Mussolini como el hombre fuerte imprescindible, sin más, para impedir el comunismo en Italia y ahorrar a la nación el espanto de la guerra civil. «Reiteradamente, Pío XI y su secretario de estado hablaron de los méritos realmente espectaculares contraídos por Mussolini frente a la nación y al país y no cabe duda alguna de que seguían viéndolo como el hombre providencial, uno de aquellos hombres que la benevolente providencia brinda de vez en cuando a una nación. A finales de 1925 se podía constatar un reconocimiento aún mayor de Mussolini por parte del Vaticano». Después de un atentado contra el mandamás fascista L’ Osservatore Romano se preguntaba horrorizado qué habría sucedido si el intento se hubiese llevado por delante «al único que tiene prestigio moral para dominar la situación». Así pues, la gaceta oficiosa de la curia certificaba el prestigio moral del asesino de millares, que a la sazón, a finales de 1925, se fue arrogando, gracias a la serie de «leggi fascistissime» de su ministro de justicia, Rocco, facultades cada vez más dictatoriales, hasta acaparar plenamente el poder ejecutivo, prohibir las sociedades secretas y tutelar la prensa, amenazando toda actividad antifascista en el extranjero con la pérdida de la nacionalidad y del patrimonio, etc. Pese a lo cual, el cardenal Merry del Val expresó el 31 de octubre de 1926 su agradecimiento a Mussolini «que tiene firme en sus manos las riendas del gobierno italiano y que, con clara visión de la realidad, deseó y desea que se respete, honre y practique la religión. Hombre que, visiblemente protegido por Dios, ha orientado felizmente el destino de la nación fortaleciendo su prestigio en todo el mundo». Y Su Santidad en persona proclamaba el 20 de diciembre de 1926:
«¡Mussolini nos fue enviado por la divina providencia!», una de las sentencias laudatorias que el papa dirigió al criminal y que tienen tanto más peso cuanto que, cabalmente Pío XI, prefería siempre «pronunciar más bien dos palabras de menos que dos de más».
En 1926, después de haber disuelto al Partido Popular, prohibido a liberales y socialistas —que todavía obtenían más del 50% de los votos— sometido a su prensa y encarcelado a sus dirigentes, (al secretario general del partido católico, A. de Gasperi, se le condenó a 4 años de cárcel en 1927, después fue escritor de fichas en la biblioteca vaticana y después de la guerra, jefe de gobierno democratacristiano), en una palabra, después que Mussolini obtuvo del papa cuanto deseaba, la fascistización total —como él usaba decir— del estado, llegó el momento de que también el papa obtuviera lo suyo. El Vaticano podía contar confiadamente con el capitoste fascista. A partir de la entrevista del cardenal secretario de estado con Mussolini en enero de 1923, celebrada en la villa del presidente del banco del Vaticano, conde Santucci, «yo sabía —confesaría el mismo Gasparri— que a través de este hombre, caso de que accediese al poder, obtendríamos lo que queríamos»[90].
«Haced tratos con Roma y pagaréis los costos al final…»
(Goethe)
Desde la toma de Roma por las tropas italianas, el 20 de septiembre de 1870, todos los papas elevaron su protesta contra la liquidación del estado pontificio y contra la Ley de Garantías del gobierno, fechada el 13 de mayo de 1871, y se retiraron a regañadientes a su residencia. Es significativo que fuese precisamente durante la Guerra Mundial cuando se hicieron algunos progresos en esta cuestión, después que el cardenal Gasparri renunciase a la rígida política de reivindicaciones. En la primavera de 1921 —el fascismo estaba en ascenso— en Italia se hablaba ya de un «arreglo» de una «conciliazione». No obstante, cuando un cardenal preocupado preguntó a Benedicto XV, poco antes de su brusca muerte, si era inminente una conciliación con Italia en condiciones poco favorables, aquél respondió: «Non ci pensiamo».
Ahora, sin embargo, las condiciones eran adecuadas. El mismo día en que Pío XI suspiraba retóricamente: «El papa sigue siendo, en la época de Mussolini, tan prisionero como lo era en 1870», el Duce contemplaba con virile ottimismo la solución de la «cuestión romana». El clero no cejaba en su empeño de recordársela continuamente. El fascismo tiene sus «ventajas» concedía a finales de 1925 L’Osservatore Romano, pero no es lícito equiparar fascismo y estado católico. En tanto no esté resuelta la «cuestión romana» no se podrá hablar de estado católico en Italia. Mussolini manifestó nuevamente su convicción de que la fatal discordia con la Iglesia concluiría a la corta o a la larga. Y como él mismo, pese a todos sus éxitos, no había consolidado plenamente su poder y seguía necesitando el concurso del papa, el día 5 de agosto se iniciaron las conferencias que condujeron a los Acuerdos de Letrán.
En todo caso no se negoció públicamente, ante la cámara, sino de forma rigurosamente secreta, procedimiento que Francesco Pacelli calificó de «excelso, por encima de cualquier alabanza». Il avvocato Pacelli, un seglar al servicio del Vaticano y hermano de Eugenio Pacelli, el prelado Borgongini, ocasionalmente, que era Duca de la secretaría de estado, y el mismo cardenal secretario de estado eran los participantes en la conferencia por parte de la curia. Representante de los fascistas fue, hasta su muerte el 4 de enero de 1929, el consejero de estado, D. Barone, amigo de F. Pacelli. Después fue el mismo Mussolini quien hizo de negociador, asistido al final por funcionarios del gobierno. Tal y como Barone dijo a Mussolini en el verano de 1926, el jurista Pacelli era entre los representantes legales de la Santa Sede «el que goza de modo más directo de la plena confianza del Santo Padre». También Mussolini confirmó la «participación decisiva» de Pacelli, quien, según su propia indicación, tuvo 150 audiencias con Pío XI y obtuvo, una vez firmados los acuerdos el título de margrave. En 1940, después de que su hermano ascendiese al solio pontificio, fue elevado al estamento de los príncipes hereditarios.
Los encuentros duraron treinta meses, «generalmente de noche», como destacó el 20 de febrero de 1929 el diario católico Bayerischer Kurier. Sentados en la biblioteca papal, negociaban promedialmente durante una hora, aunque a veces se estaban cuatro, regateando por cada coma y redactando veinte veces los textos. A ese respecto, el papa se interesaba hasta por los últimos detalles, siendo él mismo quien asumió todas las decisiones por su cuenta. Exigió, eso sí, la presencia de cardenales en las negociaciones. «En primer término para no tener que decir totalmente en solitario: la responsabilidad radica en Nos, pues es realmente una responsabilidad grave y terrible por cuanto ha sucedido y por cuanto pueda suceder en su consecuencia».
Las conferencias no estuvieron, desde luego, libres de perturbaciones. Y no es por cierto casual que éstas amenazasen precisamente a aquellos mismos temas que pondrían posteriormente en peligro la colaboración clerofascista: la educación de la juventud y la «Acción Católica». Dos sistemas totalitarios se sentían ambos dañados en su pretensión de validez absoluta. Quien tiene la juventud, tiene el futuro. De ahí que el papa no accediese a que los «boys scouts» católicos fuesen absorbidos por la «Opera Nazionale Balilla»[91]
Sin embargo, cuando Mussolini se mantuvo firme, fue el mismo Pío quien suprimió la asociación de sus «boys scouts» cuya disolución preveía la ley. «La consideración que guió nuestra conducta al respecto —notificó de su puño y letra a su secretario de estado— es que estos amados jóvenes puedan hablar como habló David al Señor: Si hemos de morir, oh Señor, sea más bien por tu mano que por la mano de los hombres». (¡No se cansaría uno de repetir que para el alto clero la curia, la Iglesia y Dios son una y la misma cosa!). Y en septiembre de 1933 el Papa se sintió transportado de alegría al celebrar la misa ante 40.000 jóvenes fascistas en la catedral de San Pedro.
Pío aceptó, pues, la integración de sus boys scouts en la juventud «Balilla» a la que, no obstante, se le asignaron también capellanes. A fin de cuentas también el ejército tiene sus curillas de campaña. Ahí confluyen los intereses. En relación con la «Acción Católica» fue Mussolini quien cedió. Un obstáculo adicional vino cuando el rey Victor Manuel no quería ceder ningún territorio italiano y el último lo provocó el ministro de justicia —era ya el 19 de enero de 1929— que no aceptaba los acuerdos del concordato relativos al matrimonio, pues la asunción del derecho matrimonial canónico era un «sovvertimento delle norme». Pero cuando el padre Estado va cabeza abajo suele la madre Iglesia caminar derecha y es sabido que eso funciona también.
Finalmente todos se avinieron. El papa estaba «satisfecho» o, al decir de su secretario privado, incluso «de un humor inmejorable». Después de sesenta años de litigio entre el Quirinal y el Vaticano, después de dos años y medio de negociaciones, B. Mussolini, en nombre de Italia, y el cardenal secretario de estado, P. Gasparri, como representante de la «Santa Sede» firmaron el 11 de febrero de 1929 los acuerdos en el palacio papal de Roma, acuerdos que fueron ratificados el 7 de junio por Víctor Manuel III y por Pío XI.
Los acuerdos lateranos, el acontecimiento más importante en la política eclesiástica del pontificado de Pío XI, y la decisión más importante del papado en política exterior desde el año 1870, se componen de tres apartados: un tratado interestatal, un acuerdo financiero y un concordato.
El «Tratatto fra la Santa Sede e l’Italia», que abarca un preámbulo y 27 artículos, comienza, previa invocación inicial a la Santísima Trinidad, reconociendo ya en el artículo primero a la religión católica como «única religión estatal» de Italia —una estipulación análoga sólo la había en cuatro países del mundo: en Bolivia, Colombia, Nicaragua y San Salvador.
Este tratado crea un nuevo estado Cittá del Vaticano, de 44 hectáreas, y garantiza a la Santa Sede su plena posición y la plena, exclusiva e irrestricta soberanía y jurisdicción sobre el mismo (Art. 3-7) (El término «Stato» como denominación de la Ciudad del Vaticano, lo concedieron los fascistas muy a última hora, el 22 de enero de 1929). El papa obtuvo también el derecho de propiedad sobre determinadas iglesias, palacios y dominios afincados en el territorio estatal italiano y un doble privilegio para las mismas: extraterritorialidad y franquicia fiscal (Art. 13-15). Las mercancías para la Ciudad del Vaticano y las instituciones papales quedaron libres de tasas de transporte. (Art. 20). El gobierno italiano se obligó a proveer al Vaticano de una acometida de agua y también comunicaciones postales, telegráficas, radiotelegráficas y telefónicas con países del exterior, así como una estación de ferrocarril de igual anchura de vía, asegurando el libre tránsito de los vagones papales por toda la red italiana. Todos esos servicios a cuenta del estado italiano. Los artículos del 8 al 10 se refieren a las personas de la ciudad del Vaticano. El Papa mismo es declarado sagrado e inviolable. Todo atentado contra él, o la instigación al mismo, toda ofensa contra su persona cometida en territorio italiano debe castigarse como los delitos análogos cometidos contra la persona del rey. El Art. 12 reconoce el derecho activo y pasivo de nunciatura de la Santa Sede, el derecho de legación activo y pasivo con todos sus privilegios, así como el libre acceso a todos los obispos de todo el mundo.
Un derecho tras otro a favor del Papa. ¿Y que da el Papa en contrapartida? En el Art. 26, el penúltimo, —el último alude tan sólo al intercambio de los documentos de ratificación— reconoce el Reino de Italia con su capital, Roma, y declara definitiva e irrevocablemente resuelta la «cuestión romana». ¡Buen modo de concluir acuerdos! El estatuto internacional de la Ciudad del Vaticano fue «íntegramente respetado» por los fascistas. A fin de cuentas Mussolini no había, ciertamente, exigido del Papa sino el reconocimiento de la situación que se daba de facto desde 1870, pero la conclusión del tratado significaba para él «un éxito indudablemente grandioso» y según su biógrafo Felice «uno de los mayores jamás obtenidos por él»[92].
En el acuerdo financiero se concede una indemnización única de 750 millones de liras en metálico y una renta del 5% de bonos del estado por una cuantía de mil millones de liras.
Il Concordato fra la Santa Sede e l’Italia hacía, a lo largo de sus 45 artículos, amplísimas concesiones al derecho canónico, apenas conocidas en cualquier otro país y que ningún gobierno liberal haría nunca a un papa. El concordato garantiza el libre ejercicios de la potestad sacerdotal, de la jurisdicción, del culto (Art. 1), también la libertad de organizar colectas intraeclesiásticas (Art. 2) y la renuncia a todo patronato e inspección estatal del patrimonio eclesiástico. (Art. 25 y 30) Es más, Italia se obligaba no sólo a apoyar a la Iglesia cada vez que ello fuese necesario, ¡sino que se declaraba también dispuesta a zanjar cualquier contencioso de pleno acuerdo con el derecho canónico! E) Papa queda legitimado a nombrar libremente a los obispos italianos. Sacerdotes y clero regular, salvo en el caso de los curas de campaña, quedan exentos de cualquier tributación especial y el matrimonio religioso equiparado al civil: ya «por este solo artículo», el 34, estaba Pío XI supuestamente dispuesto «a entregar su vida», cosa fácil de decir cuando la propia vida está tan protegida como pocas vidas en el mundo. El divorcio se hace imposible, la enseñanza de la religión católica, «fundamento y coronación de la instrucción pública», pasa a ser obligatoria en la enseñanza secundaria. (Art 36).
Muy significativo de la tolerancia de la «Santa Sede»: los religiosos que se hayan apartado de la Iglesia o estén sometidos a censura no podrán ejercer la enseñanza bajo ninguna circunstancia, es más, ¡no podrán ejercer función alguna donde pueden entrar en contacto con un solo miembro de la sociedad humana! (Art. 5) «Con el Concordato de 1929, el Papa consiguió que Italia imposibilitara absolutamente a los apóstatas el ejercicio de cualquier cargo público. El sacerdote que abandona la Iglesia se ve excluido para siempre de los cargos públicos, igual que si hubiera asesinado a alguien. Objetivo de todo ello era dejar a los perjuros en total abandono, forzándolos sin piedad a morir de hambre». Era precisamente ese artículo 5 del concordato italiano, junto a otro similar, el que el cardenal Faulhaber, presidente de la Conferencia Episcopal de Baviera, presentaba como ejemplar, ya el 24 de abril de 1933, a su honorable Canciller del Reich («con mi sincera y alta estima»).
¿Y qué daba la Iglesia como contrapartida? El proyecto, concebido en propio interés, de disminuir el número de obispados que pululaban en Italia ¡279 diócesis! (Art. 17). Permitir al gobierno, en caso de nombramiento de obispos y párrocos, aludir a sus «antecedentes» políticos o presentar otros «reparos» (Art. 19, 21). Y prohibir —¡el más bello regalo para Mussolini!— en el célebre Art. 43, Apartado 2, a todos los religiosos toda actividad política partidaria.
«Se firmó felizmente el concordato |
y tan pío proyecto no está mal, |
pero el que a Roma se obliga con un trato |
correrá con los costos al final». |
Lo que cuatro papas no consiguieron con sus protestas ante el estado liberal lo consiguió Pío XI del fascista, pues éste seguía necesitando del apoyo de quien lo encaramó al poder. Pero mientras veía que los Acuerdos de Letrán «habían devuelto Italia a Dios y Dios a Italia», F. Nitti, el antiguo jefe de gobierno, que calificaba correctamente al fascismo como «producto compuesto de clericalismo y militarismo», veía en aquéllos la liquidación de un desarrollo interno del estado de dos siglos de duración y también la supresión de la independencia cultural del país: «una capitulación del gobierno italiano». Pues «¿qué ventajas obtiene el estado italiano?» —se preguntaba Nitti— (quien, exilado en 1924, tras los ataques e intentos de atentado de los fascistas, cayó, en 1943, en las manos de las SS y después de la guerra todavía se mostró opuesto a la OTAN), «el mero reconocimiento de una situación que existía de hecho desde 1870. ¡Quién hubiese creído jamás que Roma se vería nuevamente bajo el dominio del Papa! ¡Ni el mismo Vaticano podía soñar con ello! A lo largo de treinta años tuve ocasión de hablar con las personalidades dirigentes de la Iglesia sobre la cuestión romana. Ninguna me exigió seriamente Roma o siquiera un ápice de territorio italiano. Pero ¿qué es lo que el Vaticano ha obtenido realmente? Un territorio ciertamente minúsculo, pero el reconocimiento como estado soberano. Aparte de ello, una suma cuya cuantía no tiene par en la historia de la Iglesia…, el capital de un banco mundial».
Nitti, de quien C. Malaparte, que fue director de La Stampa bajo Mussolini, escribió que con su carácter severo, rectilíneo, honesto, y su modesta forma de vida encarnaba el moralismo protestante, pero que Italia «necesita ahora, para engrandecerse del inmoralismo católico»; Nitti, antiguo catedrático de economía financiera en Nápoles, prosigue así:
«Soy la única persona, fuera del Vaticano, que conoce la situación financiera de la Iglesia. Poseo, incluso, documentos de sus gastos e ingresos exactos. Fui ministro del tesoro durante la guerra, cuando se controlaron los ingresos de todos los fondos. Era presidente del gobierno cuando se aplicó por vez primera el impuesto a las rentas del capital. No tengo derecho a publicar documentos que no están destinados al gran público. Puedo, sin embargo, decir que esta indemnización, que no tiene precedentes en toda la historia anterior, es absolutamente inexplicable».
La iglesia estaba triunfante. El papado resurgía victorioso, con un prestigio tremendamente acrecentado, de su debacle de 1870. El 13 de febrero de 1929 y ante los estudiantes de la Universidad Católica, Pío XI no solamente ensalzó a Mussolini como «hombre exento de los prejuicios de los liberales» sino, una vez más, como aquel «que nos ha sido enviado por la providencia». A raíz de una recepción del cuerpo diplomático se juzgó «extremadamente feliz» declarando que era la audiencia más agradable y gozosa que hubiese concedido jamás, ordenando además al clero que al final de la misa cotidiana rezase una oración «pro Rege et Duce». Y fundamentalmente para redondear en el ámbito familiar, aquel gran negocio otorgó a su hermano Fermo (quien, incluso en privado, se dirigía a él en tercera persona y con el tratamiento de «Santo Padre» o «Su Santidad») el título hereditario de conde. Pero, eso sí, «a sus parientes los recibía por principio no en su vivienda privada…, para no levantar ni tan sólo la sospecha de nepotismo, sino en los salones de las recepciones oficiales».
En todas las ciudades italianas de cierta importancia se celebraron oficios divinos especialmente solemnes, con asistencia de prelados prominentes, altos dirigentes del partido y militares de alta graduación. Las banderas fascistas y las eclesiásticas ondeaban unas junto a otras. Bandas musicales interpretaban el himno nacional y cantos litúrgicos. Casi todos los obispos celebraron entusiasmados el acontecimiento, glorificando en sus sermones al Papa y a Mussolini. Los cardenales escribieron a Su Santidad que Mussolini gobierna «por designio de la providencia divina» algo que no venía precisamente de nuevas para Pío XI. Pero aunque se diga —opina su antiguo secretario—, que Italia «manifestó entonces su alegría de forma tan explosiva como pocas veces o quizá nunca en su historia, eso apenas es una vaga descripción de lo que sucedió en realidad. No sólo en las ciudades y en los municipios mayores, sino también en las aldeas más apartadas de los Alpes y de los Apeninos se celebraron manifestaciones y marchas de antorchas de alegría por la reconciliación. Ni la nieve ni el frío invernal impidieron celebrarla hasta muy entrada la noche. Todas las campanas unieron sus voces en un largo clamor festivo. Los fanales resplandecían desde las montañas. La gentes cantaban y lloraban de alegría y se abrazaban entre sí como si se celebrase una fiesta familiar. Tan entrañable es la unión de la fe y el amor patriótico en Italia»[93].
Una oleada de telegramas inundó el Vaticano. Oleada tan enorme que el servicio postal, para ahorrar tiempo, los enviaba al final sin cerrar y la curia tuvo que contratar personal auxiliar. Al Papa sólo se le leían fugazmente fragmentos de la buena nueva y aparte de ello se marcaba el acento más bien sobre el remitente que sobre el contenido, sofocantemente monótono.
Naturalmente, el agradecimiento era también para el Duce, a quien el «Santo Padre» veía una vez más como enviado por la providencia. El cardenal Ascalesi, de Nápoles, que más tarde marcaría, mediante una procesión, el compás inicial para la expedición de pillaje contra Abisinia, ensalzó ahora a Mussolini como renovador de la Iglesia. Y el cardenal Vannutelli, decano del «Sacro Colegio» confesó al corresponsal de la «North American Newspaper Alliance» Strutt: «yo soy un gran admirador del honorable Mussolini, estadista de férrea voluntad y excelsa inteligencia, heredero del espíritu y la grandeza de Roma».
Pero Italia no era la única en expresar júbilo y agradecimiento: «precisamente hacía el año 1930, el fascismo gozaba de amplias simpatías entre los católicos y conservadores de todo el mundo». Y una de aquellas exclamaciones de felicitación, conmovidas y conmovedoras, que aseguraba a Mussolini que su nombre quedaría grabado con letras de oro en la historia de la Iglesia Católica, procedía de Colonia, de Konrad Adenauer, mientras que C. von Ossietzky expresaba una vana preocupación en la revista Weltbühne (Escena Universal): «El fascismo es un poder terrible pero sus años están contados. ¿Qué emprenderá el papado cuando aquél se derrumbe?», pues la respuesta estaba ya lista y firme, firme como la roca de Pedro: se aliaría con los vencedores del fascismo. Y después con los vencedores de los vencedores. Y así ad infinitum.
Toda la Alemania creyente se unió al júbilo del Dr. Adenauer. Para su prensa católica, la confraternización entre el Vaticano y el fascismo era «el acontecimiento más grandioso y feliz de cuantos había vivido la historia en el último siglo», la «hora de Dios». Mussolini «autor de esta hazaña» era «el nuevo Alejandro, que cortaba su nudo gordiano», «el pontífice temporal de Italia», el «genio de la política», «el fuego de la buena voluntad», el gran estadista «admirado por el clero italiano» porque «rompió las ataduras de la Iglesia» y «en pocos años adornó la bandera del fascismo con un éxito sin par, éxito que el Partido Popular sólo esperaba obtener tras varios decenios» etc.
Con «alegre clamor de trompetas» celebró asimismo el pacto otro príncipe de la Iglesia, el cardenal Faulhaber de Múnich, quien, en la I Guerra Mundial ya había hecho la corte al emperador y no tardaría en colmar de halagos a Hitler. Para Faulhaber, Mussolini era a la sazón «un hombre enviado por la providencia, como ya lo expresó el Santo Padre, uno de los más grandes de la historia universal, cuya política estatal no era simple razón envuelta en un montón de párrafos constitucionales (!), cuya energía no estaba sujeta por la cadena de un parlamento con centenares de miembros…», «Esto no es obra humana», «¡es obra de Dios!». Era el Señor mismo quien «había salvado al sucesor de Pedro de su cautiverio». «Las preces de la Iglesia han sido ahora escuchadas. La hora de la redención ha llegado». «El ángel de Dios ha golpeado con su martillo en el portón de la cárcel vaticana: ¡abríos puertas antiquísimas! ¡Cuánto debe robustecer nuestra confianza en la oración el haber visto escuchadas esas preces!… No, no es un sueño. El férreo portón que conduce del Vaticano a la ciudad se ha abierto y decimos, como Pedro: el Señor ha obrado esto…».
¡Oh sí, el Señor Mussolini! Un señor que, según el cardenal muniqués, se había convertido de repente en el mismo Cristo, lo que más bien —según la Altkatholische Völksblatt («Gaceta Popular Veterocatólica»)[94]— «provocaba hilaridad» tanta hilaridad como todavía provocó en 1979 el panegírico del jesuita L. Volk dedicado a la «augusta figura» de Faulhaber, que «por designio de la providencia, parecía cubrir la laguna surgida en la conciencia sensible de los bávaros a raíz de la abdicación forzosa de los Witteisbacher». El Völkischer Beobachter (El Observador Nacional), publicación hitleriana, resaltaba exultante, en composición tipográfica espaciada, que «las primeras autoridades de la Iglesia Católica piensan de modo muy distinto que los escribas del Partido Popular Bávaro acerca de la idea fascista del Estado. Y por ello también piensan muy distintamente, en general, acerca de la concepción nacionalista del estado, pues cuando el cardenal ensalza el acontecimiento romano no sólo como obra de la providencia divina y de la prudencia de la curia, sino también como emanación de una política de estado de la que se destaca expresamente su carácter antiparlamentario, emanado de una dictadura nacionalista, ello implica simultáneamente la inequívoca condena del sistema democrático parlamentario. Es decir, precisamente el sistema por el que el órgano oficial del Partido Popular de Baviera sigue, hoy como ayer, mostrando su simpatía».
Lo anterior insinúa ya el desarrollo de la política de la Iglesia: el Vaticano es el primero en pasarse a los fascistas, seguido del episcopado, representado aquí prácticamente por la «augusta figura» del cardenal muniqués, mientras que el diario, que refleja la opinión popular católica, sigue manteniendo sus simpatías por el sistema parlamentario. Ése es el curso que tomaron las cosas cuatro años más tarde en Alemania: los obispos, enemigos declarados de Hitler, comenzaron a apoyarlo de repente y los partidos católicos, demasiado lentos para hacerse cargo de la situación, fueron disueltos sin contemplaciones por indicación vaticana. «Si las palabras del Papa y las del cardenal tienen siquiera sentido —decía correctamente el Völkischer Beobachter en 1929— entonces no pueden significar otra cosa que el solemne reconocimiento de la idea nacionalista del estado».
El mismo Hitler pensaba por entonces que si los partidos católicos seguían dando preferencia a la democracia, ello sucedía en contradicción con el espíritu de los Acuerdos de Letrán. «Con ello, esos organismos se arrogan, por razones de política partidaria, enmendarle la plana a la concepción cosmovisional del Santo Padre». Hitler no se limitó a decir que «Todo cuanto vigoriza hoy a Italia redundará en beneficio nuestro. Por ello saludamos de corazón la actual regulación en Italia», sino que también afirmó: «Si la curia hace hoy las paces con el fascismo, ello demuestra que el Vaticano manifiesta su confianza en ese sistema político». Y concluyó de ello que: «Si la Iglesia llega hoy con la Italia fascista a un entendimiento que hubiese sido impensable en una liberal demócrata, con ello se demuestra indefectiblemente que el ideario fascista guarda más afinidad con el cristianismo que el judeo-liberal, por no decir el ateo-marxista, con el que el denominado partido católico, el Centro, se siente hoy tan unido en detrimento de todos los cristianos y de todo nuestro pueblo alemán»[95].
Y efectivamente el Papa dejó en la estacada al «denominado partido católico del Centro» en 1933 y así como en Italia había allanado a Mussolini el camino hacia la dictadura ahora facilitaba en Alemania el poder omnímodo de Hitler valiéndose de Von Papen, futuro camarero papal, del prelado Kaas y de la pertinente disolución del Centro, el partido católico más antiguo de Europa.
«Pero yo necesito a los católicos de Baviera tanto como a los protestantes de Prusia»
(Hitler)
«No deseo lucha alguna contra las iglesias o los sacerdotes. “El Mito” del Señor Rosenberg no es una publicación oficial del partido. Por lo demás les aseguro que la Iglesia Católica, por ejemplo, posee una vitalidad que la hará perdurar más allá de las vidas de cuantos estamos aquí sentados.»
(Hitler en una conferencia de
jefes nazis de distrito, Múnich 1936)
«Hasta el fin de sus días, Hitler contempló con profundo respeto… a la Iglesia Católica, su arte milenario de ejercer el poder, de hacer propaganda y de conducir las almas»
(El Católico Heer)
El instrumento político de la curia en Alemania era desde 1870/71 el Partido del Centro, de tendencia confesional estrictamente católica y que pronto alcanzaría gran influencia. Los sacerdotes jugaban en él, en más de una ocasión, un papel determinante. De ser un grupo de oposición a la política bismarckiana de la «Kulturkampf» se convirtió, ya en 1870, gracias a la firme cohesión de sus electores, sumisos al clero, en la fracción parlamentaria más numerosa de la Dieta y finalmente incluso en partido gobernante. «Cristo es el presidente general del Partido del Centro», proclamaba un sacerdote a principios de los años treinta. Y otro decía por la misma época: «El día del juicio final, Dios nuestro Señor se presentará ante vosotros con la papeleta de voto en la mano. Quien no vote al Centro, contará entre los réprobos». Durante la República de Weimar el Centro formó parte de todos los gobiernos hasta 1932 y de él surgieron nada menos que cinco cancilleres del Reich: Fehrenbach, Wirth, Marx, Brüning y Von Papen. Desde 1932 fue presidente del Centro el jurista W. Marx, quien nunca tomaba una decisión importante sin consultar al nuncio papal Pacelli. La influencia de este último sobre este partido, estrechamente vinculado a grandes industriales del Rin, aumentó aún más cuando en 1928 se hizo cargo de la presidencia el prelado L. Kaas, profesor de derecho canónico en Bonn. Pues el canonista Kaas —que por recomendación de la conferencia obispal de Fulda, el cardenal Bertram era ya desde 1920 consejero de Pacelli— no sólo era «el más estrecho colaborador» alemán de aquél, sino que se había convertido en «su idolatrador y admirador sin reservas». En un artículo que llevaba «página a página» el sello de Pacelli, Kaas celebró los Acuerdos de Letrán como un convenio de paz ejemplar entre un estado totalitario y la Iglesia, profetizando insospechadas posibilidades y exigiendo que el «estado autoritario» «comprendiese mejor que otros los postulados de la Iglesia autoritaria». Y Kaas, que, como sus señores en el Vaticano, sentía una secreta admiración por Austria, el estado estamental, católico y autoritario con el prelado I. Seipel a su frente, también clamó, ya en 1929, en las Jornadas Católicas de Freiburg, por un «caudillaje de gran estilo». Cuando éste llegó a Alemania en 1933, toda la actividad política de Kaas, como escribe uno de los mejores conocedores actuales de esta materia, el teólogo K. Scholder, «se centraba en un único objetivo: un acuerdo de paz histórico entre la Iglesia y el Tercer Reich, obtenido a través de un concordato».
Por medio del señor prelado Kaas, con su «nariz de comadreja» —como Ossietzky escribía en la Weltbühne el 12 de febrero de 1922— quien, juntamente con el alcalde de Colonia, K. Adenauer, propugnaba un estado libre (católico) renano, separado de Prusia, Pacelli dirigía el rumbo del Partido del Centro cada vez más a la derecha. El nuncio, que pasaba muchas veces las vacaciones en Suiza en compañía de Kaas, simpatizaba con las tendencias y círculos nacionalistas por miedo al creciente poder de las izquierdas. En eso se le asemejaba mucho el mismo cardenal secretario de estado, Gasparri. El antiguo francófilo hacía entretanto suya una buena parte del programa nacionalista alemán y sólo barruntaba, evidentemente, peligros de las izquierdas alemanas mientras bagatelizaba acerca de «ese puñado de fusiles rastreados en Alemania» (en manos de agrupaciones derechistas). La oposición de la socialdemocracia en el curso de las negociaciones sobre el concordato no hizo sino aumentar la aversión de Gasparri contra ella.
Cuando, tras el espectacular desastre de la bolsa neoyorquina en octubre del 29, y tras la crisis económica mundial, el número de parados dio un salto hasta alcanzar los tres millones, aumentando con ello en todas partes el miedo ante «el peligro rojo», el puñado de derechistas radicales de Hitler pasó de la noche a la mañana, en las elecciones de septiembre a la Dieta del Reich, de ser un grupúsculo sectario de poca importancia a ser el segundo partido, aumentando de 12 a 107 el número de sus escaños. Es estonces cuando el Vaticano fijó su atención en Hitler como 10 años antes lo había hecho con el Duce.
Al igual que el católico Mussolini, el católico Hitler tenía una relación muy ambivalente, aunque de otra índole, con el catolicismo. Como escolar asistió durante dos años a la escuela monacal de la fundación benedictina de Lambach (cuyo portal muestra una cruz gamada estilizada, supuesto origen de la cruz gamada nazi). El joven Hitler fue miembro, en Lambach, del coro de adolescentes de la fundación y también monaguillo —también Himmler lo fue—; admiraba al abad y él mismo deseaba llegar a serlo. No obstante, ya en Linz, la enseñanza de la religión sólo dejó en él una extraña fe en Dios que se fue disipando en los (tardíos) años treinta.
Después de la guerra se le imputó, en Baviera, haber ultrajado la hostia, imputación hecha para difamarlo a los ojos de los naturales de la región. Pero fue precisamente a ese «catolicismo conservador de Múnich a quien se lo acabó debiendo todo. Políticos católicos conservadores extendieron sobre él su mano protectora y cobijaron el terror de sus bandas S. A. Los tribunales bávaros le ayudaron a enmascarar como empresa patriótica la vulneración del derecho, su lucha contra Berlín, contra la República de Weimar y contra la democracia». Hitler ganó terreno en Baviera en cuanto se presentó como futuro exterminador del bolchevismo judío. «En la medida en que me defiendo contra los judíos, lucho por la obra del Señor». En su libro Mein Kampf guarda además miramientos excesivos justamente con la Iglesia Católica. Cierto que hacía ya tiempo que había roto con sus creencias, pero necesitaba a sus creyentes (Hasta el mismo Lenin aconsejó en 1921 al Comité central no cometer el error táctico de desenmascarar una y otra vez «las mentiras de la religión», «especialmente en la Pascua»…).
A raíz de sus experiencias en Austria, sin embargo, Hitler consideraba de antemano como perdida cualquier lucha contra el catolicismo. Es por ello por lo que ya en Mein Kampf se pronunció expresamente en favor de la «Obra del Señor» basando su programa de partido sobre el terreno del cristianismo positivo y condenando como «ideas de demencial confusión» los furibundos ataques de Ludendorff y de su esposa, M. von Kemnitz —que ejercía sobre él una influencia dominante— contra el cristianismo judaizado y sus crímenes y en favor de un ideario étnico-religioso, de una nueva visión germánica de Dios. En una de las muchas disputas sostenidas al respecto por el general y Hitler, aquél trataba de demostrar, biblia en mano, que el cristianismo era no sólo el adversario más acérrimo de todo movimiento nacional-racial, sino que se veía forzado a serlo en virtud de su propia naturaleza. Hitler replicó: «Coincido plenamente con Su Excelencia, pero Su Excelencia —Hitler siempre hablaba con el general en tercera persona y con esa devoción servil aprendida en sus tiempos de cabo— puede permitirse anunciar previamente a sus adversarios que quiere asestarles un golpe mortal. Yo, en cambio, necesito a los católicos de Baviera tanto como a los protestante de Prusia ¡Lo otro ya vendrá después!»[96].
Hitler, de cuya «sumisión a Roma» estaba convencido Ludendorff, fue concibiendo una enemistad cada vez más áspera hacia éste, como la concibió también, y por el mismo motivo, hacia el Dr. A. Dinter, el adalid de una religión étnica, del «restablecimiento de una doctrina pura de la salvación» y de una fe «racialmente adecuada». Al objeto de preservar su pretensión de Führer y su voluntad de no aplicar ninguna política opuesta a las iglesias y a la religión, Hitler expulsó del partido a Dinter, que tenía el carnet de afiliado número 5, en octubre de 1928 como «elemento nocivo para el partido» y con «carácter definitivo». Su ficha en el archivo del Reich tenía, desde 1937, estas anotaciones: «Admisión excluida» «No se readmitirá nunca más» «Denegada su petición de gracia al Führer solicitando readmisión el 15 de junio de 1937».
Hitler se pronunció ya muy tempranamente por la separación entre lo religioso y lo político y en Mein Kampf abogaba ya no por la reforma religiosa, sino por la reorganización política, declarando que «en aquellos que hoy involucran al movimiento nacional-racial en la crisis de las controversias veo yo peores enemigos de mi pueblo que en no importa que comunista de convicciones internacionalistas». Se mantuvo firme en ese principio, incluso en los años siguientes, en los que atribuyó a la cuestión religiosa una importancia decisiva para su partido. Creía que los veinte años que previsiblemente le quedaban aún, bastaban ciertamente para llevar a la victoria a un movimiento político, pero no eran, ni de lejos, suficientes para una reforma religiosa. «Las reformas religiosas» —declaró— «no pueden ser obra de criaturas políticas» y en una circular emanada de la dirección general del partido, en Múnich, notificaba el 23 de febrero de 1927, «a modo de advertencia» que «los ataques a las comunidades religiosas y a sus instituciones estaban terminantemente prohibidos y que en las filas del partido no debían sostenerse debates sobre ellas». El señor Hitler, decía la circular, procederá «sin contemplaciones» en este punto. «Ni siquiera serán publicados aquellos artículos respecto a los cuales los redactores-jefes abriguen la más mínima duda de que infrinjan el antedicho principio».
Hitler estaba resuelto, como subrayó repetidas veces, a mantener siempre su movimiento completamente al margen de «toda discusión y controversia religiosa». En un discurso pronunciado el 27 de octubre en Passau expuso la necesidad de dejar de lado todo cuanto pudiera separar a su partido del pueblo alemán. «Nuestros credos son diferentes, pero somos un mismo pueblo. La cuestión no es si prevalecerá este o el otro credo. ¡Lo que está más bien en cuestión es si el cristianismo perdurará o sucumbirá!… En nuestras filas no se tolera a nadie que hiera las convicciones cristianas, que se oponga o combata a quien siga un credo distinto o bien asuma provocativamente el papel de enemigo jurado del cristianismo. Nuestro movimiento es realmente cristiano. Nos consume el deseo de que los católicos y protestantes aúnen sus voluntades en situación tan apremiante como la que atraviesa nuestro pueblo. Nuestro movimiento atajará todo intento de someter a debate las convicciones religiosas».
Pese a todo ello no dejó que aflorase la menor duda acerca de su hostilidad política hacia el Centro, al igual que éste, y a mayor abundancia el episcopado alemán, antes de 1933, tampoco dejaron traslucir la menor duda sobre su actitud antinazi. Entre el partido de Hitler y el catolicismo alemán imperaba más bien, en palabras del católico W. Dirks, pronunciadas en 1931, «una guerra declarada». En todo caso, del lado católico las hostilidades sólo se rompieron a partir de las elecciones de septiembre de 1930, en las que el partido nazi se convirtió en el segundo partido más votado. Pues a la sazón, y en respuesta a la cuestión planteada por la dirección de ese partido en el distrito de Hesse, la sede diocesana de Maguncia comunicaba a finales de septiembre de 1930 que ningún católico debía afiliarse al partido nazi ni pronunciarse en favor de sus principios básicos. Parecer del que también eran partícipes, aunque no de forma indiscutible, los restantes pastores supremos alemanes.
Los obispos bávaros escribieron en febrero de 1931 que «como custodios de la doctrina de la fe y de la moral eclesiásticas tenían que prevenir contra el nacionalsocialismo en tanto en cuanto éste sustenta concepciones político-culturales incompatibles con la doctrina católica». Los obispos de las provincias eclesiásticas de Colonia, Padeborn y del Alto Rin promulgaron declaraciones de análogo tenor. Y el episcopado alemán al completo declaró una vez más, en una toma de posición frente al partido nacionalsocialista de mediados de agosto de 1932, que «la afiliación a este partido no es lícita» porque promulgaba «doctrinas erróneas» y porque muchas manifestaciones de numerosos y conspicuos representantes y publicistas del partido tenían un «carácter hostil a la fe», a saber, «posiciones hostiles a doctrinas y exigencias básicas de la Iglesia Católica». Como «dictamen global del clero católico y de los fieles paladines de los intereses eclesiásticos» aducían entonces los obispos que «si el partido obtenía en Alemania el poder autocrático que con tanto ardor perseguía, se abrirían perspectivas sumamente oscuras para los intereses eclesiásticos (!) de los católicos». Parece bien significativo en cuanto pone de manifiesto que el episcopado alemán se oponía al partido nazi, no tanto por razones éticas como por intereses egoístas.
El católico H. Müller corrobora en su documentación que «en casi todas las manifestaciones, libros y artículos» se reprobaba únicamente el enfoque nacionalsocialista en el plano de la política cultural, en cuanto discrepante del de la Iglesia, sin atender apenas a los objetivos de su política estatal, ni al afán de Hitler por suprimir la democracia en favor de la dictadura, ni al riesgo que en política exterior entrañaba su política radicalmente revanchista. Ni el feroz antisemitismo del partido fue «apenas inequívocamente condenado en algún caso».
Los Arzobispos y obispos de Baviera habían acentuado ya en su instrucción al clero en febrero de 1931: «Está muy lejos de nuestro ánimo el ocuparnos de los objetivos de la política de estado del nacional-socialismo. Lo que nos preguntamos es únicamente cuál es su actitud frente al cristianismo católico». Otro posicionamiento realmente importante, pues la lucha ulterior iniciada por la Iglesia estalló también a causa de la vulneración de intereses puramente católicos y casi nunca por la defensa eclesiástica de principios humanitarios.
Pero si bien la falange del catolicismo político alemán se oponía casi como un solo hombre al partido nazi, hasta la primavera de 1933, el Vaticano pensaba ya de modo distinto al respecto. Así como en la iglesias alemanas «la discusión acerca de Hitler y el nacionalsocialismo» se inició repentinamente «tras su triunfo sensacional en las elecciones de septiembre de 1930» el Vaticano mostró asimismo su interés por el humilde cabo de la I Guerra Mundial por esos mismos días. Ya en enero de 1931 L’Osservatore Romano, la gacetilla palaciega del Papa, desaprobó la rigurosa decisión de la sede diocesana de Maguncia, escribiendo que aquélla no iba dirigida contra los correligionarios de Hitler por razones políticas «sino a causa de aquellos principios contenidos en el programa que eran incompatibles con la doctrina católica». Y si bien es cierto que aquel mismo año la iniciativa que H. Göring emprendió en Roma no le permitió sobrepasar, por indicación del Papa, la antecámara de la secretaría de estado, ocupada por el subsecretario de estado, Pizzardo, el Vaticano, al revés que los obispos alemanes, no rompió los puentes de antemano.
Dos motivos hacían obrar así al Papa y a Pacelli: el temor al comunismo, «adversario número uno» para ambos, y la esperanza de llegar a un concordato con Hitler[97].
«En el escenario mundial se intentó todo con tal de aislar al gobierno soviético y destruirlo en la medida de lo posible. El Vaticano estaba en primera línea de este frente»
(E. Winter)
Ni como nuncio, ni como Papa obtuvo A. Ratti éxito frente los rusos. Todo lo contrario, y ello pese a que él mismo tenía «experiencia oriental» y siendo nuncio había, incluso, telefoneado por dos veces a Lenin desde la frontera polaco-soviética en 1919. En una ocasión a causa de un viaje a Moscú que no tuvo lugar porque para ello debía someterse a vigilancia. La segunda vez a causa de la felizmente lograda puesta en libertad del arzobispo Ropp, quien le hizo saber después en Varsovia que el poder bolchevique no duraría ya mucho tiempo. Ratti pasaba por ser, ante la curia, «el mejor conocedor del despliegue contra la Rusia soviética» y no fue ésta la última de las razones en llevarle al papado.
El Vaticano emprendió una primera y fugaz tentativa de establecer contactos con la Unión Soviética ya en 1922, a raíz de la Conferencia de Génova acerca de la economía mundial, la primera conferencia internacional a la que fue invitada la Rusia soviética y la primera también que readmitía a los alemanes como invitados.
Los soviéticos, cuya política exterior parecía de momento desviarse de Europa hacia Asia, hacia China, Persia, Afganistán y Turquía, negociaron ahora por vez primera con diplomáticos occidentales. Lenin había puesto gran empeño en la exacta preparación de la conferencia y G. Chicherin, el comisario del pueblo para AA. EE. y descendiente de la alta nobleza rusa, pronunció un discurso inaugural (admirado por Hemingway) que suscitó gran atención. Los rusos estaban dispuestos a reconocer las deudas contraídas por los zares a cambio de un empréstito y del reconocimiento de jure de su poder. El único resultado tangible fue, no obstante, el tratado de amistad ruso-germano de Rapallo, el 17 de abril de 1922 —que el Vaticano juzgaba preocupante hasta el punto de «suscitar» muy serios temores— tratado precedido por la colaboración secreta, que duraría hasta 1933, entre el ejército del Reich y el Ejército Rojo. Era una política filosoviética iniciada, sobre todo, por el responsable de la sección para oriente del ministerio de AA. EE., A. von Maitzan, y por el jefe de la alta dirección del ejército, general Von Seeckt, secundados ambos por el canciller del Reich, Wirth (Centro), quien después de la II Guerra Mundial rechazó también la integración militar en el occidente y preconizó una política de neutralidad para Alemania.
El 22 de abril de 1922 algunos huéspedes del rey Víctor Manuel y este mismo observaron asombrados en Génova, desde la cubierta festivamente iluminada del crucero «Dante Alighieri», cómo dos señores intercambiaban un amable brindis, copa de champán en mano, y también sus autógrafos escritos sobre la tarjeta de menú, orlada en oro: eran el ministro soviético de asuntos exteriores, Chincherin, y el arzobispo de Génova. No era casual el que estuviesen sentados uno junto al otro. «Los extremos se tocan», parece haber manifestado Su Majestad. Mientras que por un lado, protestantes y exiliados rusos hervían de rabia y, por el otro, los comunistas italianos; mientras que la noticia de un «complot vaticano-soviético» recorría zumbando las páginas de la prensa y el cardenal secretario de estado, Gasparri, encarecía:
«Seremos los últimos en relacionarnos con la nueva Rusia» eran de hecho los primeros y, sobre todo, los más activos, como después hicieron con Hitler.
Pues mientras el Papa llamaba públicamente a rezar por una feliz reconciliación —pensando especialmente en «aquellos, que en los confines de Europa… y ya gravemente afectados por la guerra, las luchas intestinas y la persecución religiosa, se ven ahora diezmados por el hambre y las epidemias» en todo lo cual compartía una grave responsabilidad la instigación belicista de la curia y de todas las confesiones cristianas— monseñor J. Pizzardo, subsecretario de estado para asuntos especiales, a quien se atribuía una especial habilidad, recibía el encargo secreto de tomar contacto en Ginebra con los comunistas rusos. En palabras de Gasparri: «se le confió la representación de los intereses religiosos». Y es que el Vaticano concebía «grandes esperanzas en este primer diálogo entre la vieja Europa y la nueva Rusia bolchevique» y consideraba «sumamente importante llegar a un acuerdo» con Moscú. Pues si bien no se trataba de una «confraternización» entre la curia y el Kremlin, como temían algunos rusos exiliados prominentes, que elevaron ante el mismo Papa una durísima protesta, sí que estaba, antes que nada, en juego la devolución de todas las propiedades eclesiásticas tal y como exigía, aparte de expresar otros deseos, el memorándum vaticano dirigido a la conferencia.
«En esta hora histórica en la que está en juego la readmisión de Rusia en la comunidad de naciones civilizadas, la Santa Sede expresa su deseo de ver amparados en Rusia los intereses religiosos, fundamento de toda auténtica civilización. En consecuencia, la Santa Sede desea que los acuerdos que concluyan en Génova los países allí representados recojan, del modo que sea, pero de forma bien inequívoca, estas tres cláusulas:
1. Que Rusia garantice la plena libertad de conciencia a los ciudadanos rusos y a los extranjeros.
2. Debe garantizarse el libre ejercicio del culto y la religión tanto privado como público.
3. Que los bienes inmuebles que pertenezcan o hayan pertenecido a no importa qué comunidad religiosa seguirán siendo de su propiedad o les serán, en su caso, restituidos».
Esas expectativas que Pizzardo entregó, entre otros, a Chicherin —juntamente con «los más calurosos saludos de la Santa Sede»— «¿incluirían también a las restantes comunidades religiosas si el Vaticano no estuviera entre los afectados? ¿Hubiese éste intervenido siquiera? ¿Le preocupaba la expropiación y debilitación de sus concurrentes?» ¡Al contrario! La «Asociación de sacerdotes ortodoxos de Serbia» del reino de Yugoslavia protestó en consecuencia pues «veían un gravísimo peligro no sólo para Rusia, sino también para la ortodoxia», a saber, el peligro de «ver a los hijos de la gran Iglesia …maniatados desde Roma», de que el papado y el jesuitismo ambicionen «derechos de gran alcance para asegurar el prestigio político de la Iglesia Católico-romana en la Rusia bolchevique». Fracasada la conferencia de Génova, la iniciativa carecía de objeto. El cardenal Gasparri calificó irritado aquella reunión de «verdadero caos» y subrayó «la gran astucia del representante ruso» mientras que el ministro de asuntos exteriores, Chicherin, decía más tarde al embajador alemán en Moscú, conde de Brockdorff-Rantzau, que durante la Conferencia de Ginebra «Pío XI acariciaba confiado la idea de que los gobernantes de Moscú “triturasen” a la Iglesia Ortodoxa, abrigando la esperanza de que la romana atraería hacia sí a sus decepcionados fieles. El período de relaciones favorables entre el Vaticano y el gobierno soviético fue, con todo, muy breve, y pronto dio comienzo una segunda fase…»[98].
De esta segunda fase nos ocuparemos ahora algo más detalladamente.
Frente a los 78 millones de cristianos no católicos de la U. R. S. S. había ahora no 15 millones de católicos romanos y de uniatas, sino, a consecuencia de la segregación de Polonia y de los países bálticos, tan sólo 1,6 millones de fieles de obediencia romana, entre ellos unos 4.600 sacerdotes que disponían de más de 4.234 iglesias y 1.978 capillas. Pese a ese exiguo puñado de fieles, reducido a minoría en trance de desaparecer, las expectativas de los prelados romanos eran enormes. La Ortodoxia había perdido el apoyo que gozaba con los zares y el poder bolchevique parecía desmoronarse por momentos. Roma abrigaba efectivamente la ilusión de conquistar para sí a Rusia. El conde Sforza, que mantenía estrechos contactos con la curia, hacía notar que el Vaticano «vio ciertamente en el comunismo, inicialmente, un mal espantoso, pero también necesario, que podría tener consecuencias salutíferas. En tanto perduró el zarismo, no fue posible vencer la estructura de la iglesia rusa. Sobre las ruinas creadas por los comunistas podía surgir cualquier cosa, incluso un renacimiento religioso en cuyo transcurso se podría hacer notar la influencia de la iglesia romana». «Las actuales condiciones políticas en Rusia constituyen, ciertamente, un serio obstáculo, pero de índole transitorio», vaticinaba L’Osservatore romano y se refería sin ambages a la intención de «convertir a la religión verdadera a un país de 90 millones de cristianos».
Durante la Guerra Civil de tres años, que causó los más duros estragos desde 1917/18 —y en cuyo transcurso distintas tropas aliadas apoyaron temporalmente a los diversos ejércitos y gobiernos antibolcheviques— el poder soviético atravesó diversas y peligrosas crisis. Después incurrió en una situación económica catastrófica. La producción industrial alcanzaba tan sólo el 20% de la del año 1913. El comercio estaba arruinado. La inflación era general. Las malas cosechas de 1920 y 1921, provocadas, al menos parcialmente, por una sequía extrema, agravaron aún más la situación. Pero fue precisamente la gran hambruna, que causó la muerte de unos 2 millones de rusos en 1921/22, lo que alentó especialmente las esperanzas curiales. El general de los jesuitas, Ledochowski, fue quien tuvo la ocurrencia de aprovechar el hambre y la miseria en la Unión Soviética para penetrar en ella y forzar nuevamente la unión con la Iglesia Ortodoxa. Esto último suscitó seguramente mucho más interés en el Vaticano que la miseria rusa.
Al igual que M. Gorki, G. Hauptmann, y F. Nansen, que no tenían por lo demás nada en común con el sumo sacerdote romano, también Benedicto XV apeló al mundo en busca de ayuda. «Masas incalculables de criaturas humanas, acosadas por el hambre, estragadas por el tifus y el cólera, se arrastran desesperadamente por una tierra reseca y confluyen en los centros más poblados, donde esperan encontrar pan y son nuevamente dispersadas por la fuerza de las armas». Su «grito de dolor» «hirió en lo profundo» a este curtido papa, quien, acordándose de su «alta y tierna misión» sentía en sí el «deber de hacer cuanto permita nuestra pobreza para ayudar a aquellos remotos hijos nuestros». Los 292 millones de católicos apenas donaron, con todo, 2 millones de dólares a los rusos que sufrían y morían de hambre —tan sólo la asociación caritativa americana ARA (American Relief Association) reunió 66 millones de dólares y un dólar equivalía entonces, en el mercado negro, a 2 millones de rublos.
Cierto que Benedicto mismo había transferido como primera ayuda un millón de liras, pero eso apenas era, desde luego, una gota sobre una piedra candente. Por lo demás, el dinero de la obra social del papa sirvió también para ayudar a círculos que colaboraban estrechamente con la Polonia antibolchevique, que acababa de invadir la U. R. S. S. El Papa abrigaba efectivamente el plan de «una misión sistemática en Rusia», con la que, para expresarlo en palabras del arzobispo barón de Ropp, —que acudió presuroso a Roma— se obtendrían toda clase de ventajas concedidas «por los hambrientos bolcheviques». Se negoció ansiosamente con el hombre de confianza de Lenin en el Quirinal, V. Vorovskyj, un «bolchevique moderado» cuya complacencia iba pareja con su elegancia y habilidad pero que, sin embargo, caería pronto víctima de un exiliado en Lausana. El Vaticano, por su parte, se moría de impaciencia por enviar una «misión caritativa» a aquellas regiones de infieles o herejes. La noche misma de su muerte repentina, Benedicto XV llamó por tres veces a Pizzardo para preguntarle: «¿Han llegado finalmente los visados de los bolcheviques?».
Así pues, mientras que L ‘Osservatore Romano encarecía que «toda derivación política o religiosa de las intenciones de la Santa Sede en este asunto era pura fantasía» lo que realmente buscaban era la conquista de Rusia y no saciar el hambre de los rusos. Evidentemente, los soviéticos, por su parte, buscaban antes que nada su reconocimiento, si no de jure, al menos de facto, por parte del Vaticano. Vorovskyj presentó algunas perspectivas verdaderamente halagüeñas: concesiones en terrenos, fincas industriales y agrarias rentables, escuelas profesionales y rurales y, naturalmente, educación moral y religiosa. Al regreso de un viaje a Moscú, sin embargo, fue eliminando punto por punto lo prometido y la pobre curia no pudo recoger ya más dinero. Parecía estar «al borde de la bancarrota». A todas los anuncios de desdichas —Confalonieri: «Las Iglesias fueron transformadas en teatros o en oficinas, los sacerdotes llevados a cárceles o a campos de trabajos forzados y buen número de ellos bárbaramente asesinados»— se sumó la noticia de que el gobierno soviético se había incautado de todos los objetos eclesiásticos de valor, de oro, plata o piedras preciosas, incluidos los más sagrados. Pura consecuencia del hambre, como expuso el señor Vorovskyj.
Desde luego ahora se puso de manifiesto que el Vaticano no estaba, ni de lejos, en quiebra. Como mínimo estaba dispuesto a rescatar pagando los objetos de culto católico-romano. «Respecto a eso me apresuro a hacerle saber —escribía a mediados de mayo el sustituto del papa, monseñor Pizzardo, al comisario para asuntos exteriores, Chicherin, alojado precisamente en el suntuoso “Imperial Palace” de Rapallo— que el Santo Padre está dispuesto a comprar estos objetos sagrados, para deponerlos en las dependencias de monseñor Cieplak. El precio acordado será transferido de inmediato a Su Excelencia o a cualquier otra persona designada por el gobierno». Chicherin respondió a vuelta de correo desde la playa de la Riviera asegurando que «sus muy interesantes propuestas… fueron de inmediato transmitidas a Moscú y serán examinadas por el gobierno con toda la complacencia que merecen».
Pero ya antes, el 12 de marzo de 1922, se había firmado un acuerdo de 13 puntos, el único hasta ahora existente entre la Santa Sede y el gobierno soviético, —«le gouvernement des Soviets» y no «La Russie» como quería el Vaticano— y en él, los poderosos de Moscú hablan a los de Roma únicamente de la posibilidad de llenar las hambrientas bocas de los rusos —y no sus cabezas— mediante simples «envoyés» (y no ya mediante «missionaires», por no hablar ya de concesiones territoriales, etc.).
Los bolcheviques usaron de una táctica hábil, retardando, suscitando nuevas esperanzas, refrenándolas de nuevo. Por fin, a finales de julio de 1922, un año después de que Gorki, el patriarca Tichon y otros llamasen pidiendo ayuda, se embarcó el pequeño puñado de misioneros papales —a quienes el tratado denominaba de forma nada equívoca como «agentes»— compuesto de italianos, alemanes, españoles, americanos y un ruso. Despedidos personalmente por Pío XI con una santa misa y un santo viático, salieron de Bari hacia Constantinopla en un barco con insignia papal y cuando, conducidos por el jesuita Capello, arribaron a mediados de agosto a Crimea —llegada un tanto tardía, pues la situación alimenticia comenzaba ya a mejorar— vino rápida a su encuentro una lancha torpedera con un representante del gobierno moscovita, respetuoso (y también suspicaz). Con ocasión de un banquete celebrado en Crimea en agosto de 1923 en honor del director de «los agentes» de la Societas Verbi Divini (SVD), Pater E. Gehrmann, veinte funcionarios comunistas pronunciaron un brindis a la persona de Su Santidad. Se alzaron de sus asientos y «bebieron hasta el fondo sus copas de champaña a la salud del gran monarca de Roma». Es más, en un vagón precintado y vigilado por soldados del ejército rojo, el Kremlin envió en noviembre de 1923 a través de Odessa y Brindisi «un obsequio para el museo vaticano»: nada menos que las reliquias, largamente ansiadas por el Vaticano, del jesuita A. Bobola el «cazador de almas» (duszochwat), a quién los cosacos mataron a golpes en 1657 y que fue canonizado casi trescientos años después. El gobierno quería, en un principio, dejar sus restos para una exposición antirreligiosa, pero los expuso después en Moscú… ¡en un instituto de higiene!
La misión de ayuda papal contaba entretanto con no menos de 1.700 empleados, regentaba nada menos que 275 cocinas y daba de comer a 95.000 personas, niños en su mayoría, que solían portar un emblema con una cruz y una madonna grabadas, orladas por estas dos inscripciones: «¡Redentor del mundo, salva a Rusia!» y «El Papa de Roma a los niños rusos». En los comedores había asimismo un retrato del Papa en actitud de impartir la bendición, con un cerco de guirnaldas y el lema: «La misión católica del Papa romano ayuda al pueblo ruso». Simultáneamente, sin embargo, los «agentes» de Roma contactaron con representaciones diplomáticas y agencias comerciales, con lo cual resultó naturalmente fácil transportar al extranjero aquellos objetos eclesiásticos de valor que la Santa Sede había intentado vanamente recuperar en su totalidad mediante compra, objetos que también desaparecieron luego de hecho[99].
Por otra parte, dos nuevas revistas ateas aparecidas en 1923, El ateo (Besboschnik) y El ateo en el torno de trabajo (Besboschnik u stanka) atacaron por entonces con toda vehemencia no sólo a la religión, sino al Vaticano en especial. En Petrogrado fueron clausuradas, poco antes de la Navidad de 1922, casi todas las iglesias católicas. Y a principios de marzo fueron citados a Moscú el arzobispo Cieplak, su vicario general, Budkiewicz, representante destacado de la iglesia de orientación polaca, y el exarca L. Feodorov, representante conspicuo de la iglesia ruso-católica, además de otros doce sacerdotes —los costos del viaje corrieron de su cuenta— y, con gran indignación por parte de la opinión mundial y de los gobiernos, se les sometió a un proceso ante el Tribunal Supremo de la Revolución: acusados de propaganda antisoviética, de resistencia contra la separación de Iglesia y Estado y contra la confiscación de bienes eclesiásticos; también de «retener los cadáveres de los difuntos en sus iglesias» etc.
El proceso iba dirigido sin más contra toda la oposición católica, especialmente contra el espíritu nacionalista polaco, dominante en la iglesia católico-romana de Rusia, de fisonomía fuertemente polaca. Hasta el ruso-católico Chorbischof, conde N. Tolstoy, sobrino del escritor, escribió en una carta abierta, datada el 25 de enero de 1925 y publicada en el Izvestija, (el cónsul alemán en Odessa, Wessel, la consideró como indudablemente auténtica ante el Ministerio de Asuntos Exteriores) que «La Iglesia debe mantenerse al margen de la política y del chovinismo nacional. Los clérigos católicos, sin embargo, actúan entre nosotros como instrumentos de la política polaca y a menudo son agentes activos». Chorbischof acusaba gravemente al mismo Pío XI: «De sus tres predecesores obtuve siempre bendición y amparo… De usted no obtuve nunca hasta ahora ni un sólo signo de aprobación (de su actividad como sacerdote ruso-católico)». Parecía más bien que el Papa seguía mirándolo todo «aún desde Varsovia, usted contempla desde una óptica polaca todo cuanto sucede entre nosotros y lo ve con una luz distinta a la nuestra». Sacerdotes católicos filopolacos de la U. R. S. S. actuaron, incluso, cometiendo alta traición, especialmente en el frente ruso-polaco, donde mantenían estrechos contactos con los servicios secretos polacos y hasta fomentaban la segregación de Bielorrusia y Wolhinia en favor de Polonia. Entre los 15 clérigos acusados, el único no polaco era Feodorov, lo que es bien significativo.
Feodorov, que combatía, ya desde 1919 y juntamente con Tichon, «los propósitos infernales del gobierno», la separación de Iglesia y Estado, había tratado de atraer el interés de Lenin hacia la iglesia ruso-católica que, en virtud de su pertenencia a la romana, podría hacer algo por el prestigio de la Unión Soviética en el mundo. Ahora anhelaba fervientemente el martirio, pero finalmente, el 28 de marzo de 1923, se vio fulminado a 10 años de campo de trabajo. Cieplak, sin embargo, fue condenado a muerte mediante fusilamiento, «por sus actividades contrarrevolucionarias». La misma suerte corrió Budkiewcz. Cierto que a Cieplak —después del destierro de Ropp, cabeza de la Iglesia católico-romana de la U. R. S. S.— le fue condonada la pena capital por 10 años de cárcel, pero el prelado Budkiewicz, que había conspirado de forma especialmente intensa con Polonia y había defendido de forma determinante las convicciones antisoviéticas, polaco-nacionalistas en la Rusia soviética, fue ejecutado en la Lublianca moscovita mediante un tiro en la nuca el 31 de marzo de 1923.
Con todo, mientras el mundo prorrumpía en gritos, mientras El Ateo escribía que «el Papa intenta unir la Internacional negra contra la roja»; mientras Pravda exigía, el día en que ejecutaban a monseñor Budkiewcz, someter también a proceso al Papa de Roma «in contumaciam», éste guardó por su parte una actitud de noble serenidad. En una instrucción «estrictamente secreta» ordenó radiar el 9 de abril un mensaje cifrado al nuevo director de su misión en Moscú, el jesuita Waish, indicándole que le parecía «oportuno» demorar «por algún tiempo» la protesta que había ordenado elevar telegráficamente el 31 de marzo. En un segundo punto suplicaba ayuda para los prisioneros. En el tercero, información sobre su culpabilidad real y ordenó: «4. Continúe usted con la distribución de alimentos».
Cierto que el Papa se quejó oficialmente en su alocución «Gratum nobis» del 23 de mayo de 1923 de «los hechos graves y tristes que acaecen en Rusia» y en su mensaje navideño «Ex quo proximum» prometió a los encarcelados una «corona de gloria inmarcesible». Pero no sólo continuó negociando con los soviéticos, sino que tenía conciencia de su responsabilidad por el proceso. Había menos ironía que cinismo, decía mordazmente el jesuita d’Herbigny, en la apreciación de que el gobierno soviético tenía que haber sometido a proceso, no a los clérigos acusados, sino al papa. Pues era la curia la que había ordenado retener los valiosos objetos eclesiásticos y no declarar al Estado las comunidades, como estaba prescrito por ley. Naturalmente, Roma sabía también de las actividades nacionalistas de los católicos polacos, que, desde la perspectiva soviética, equivalían a alta traición. Según el enviado bávaro ante la Santa Sede, Barón von Ritter, el Papa desaconsejó incluso a los polacos que intervinieran en favor de los acusados. En Roma no hubo ni siquiera un funeral oficial por Budkiewicz. Sólo en el funeral de la colonia polaca participaron algunos cardenales.
Del enjuiciamiento que hacía de la situación el secretario de estado ante el historiador de los papas Von Pastor se desprendía «una visión más bien optimista de la situación polaca» pues, en palabras del segundo hombre en el Vaticano, «la sangre de los mártires fue siempre la mejor semilla del cristianismo». Y también Pío XI por su parte tenía, en el consistorio del 23 de marzo de 1923, «la segura esperanza» de que «la condena, las penas de cárcel y la sangre se convertirían en semilla de numerosos y excelentes católicos, tal y como, en los primeros tiempos de la Iglesia, fueron semilla de cristianos».
Realmente, la sangre de los propios corderos es la que reporta mayor utilidad al papado. Por ello tampoco se interrumpieron las relaciones con los comunistas cuando su policía secreta desencadenó una nueva y mayor ola de detenciones en la primavera de 1924, enviando a la cárcel y al destierro a numerosos sacerdotes y monjas católicas, al mismo tiempo que dejaba vía libre al arzobispo Cieplak. La G. P. U. lo metió el 9 de abril sin más preámbulos en el tren para Riga, en la frontera ruso-letona, y cuando llegó el 9 de mayo de 1924 a Roma, vía Varsovia, donde Gasparri lo acogió en la estación y el Papa aquella misma tarde, el prelado previno en privado contra «el peligro bolchevique» pero en público «perdonó y olvidó» y se abstuvo de polemizar contra sus perseguidores, al igual que sus amos del Vaticano.
Pues no tenían en absoluto la intención de romper con los rusos, sino que buscaban ante todo, una y otra vez, imponer la educación religiosa de los niños. El gobierno soviético también buscaba por su parte —así lo comunicaba el embajador alemán en Moscú, conde Brockdorff-Rantzau, en su «telegrama totalmente secreto» a Berlín— «establecer la paz religiosa con el Vaticano». Se proponía conceder estatus diplomático a la comisión papal para derivar de ello el reconocimiento de jure de su régimen. ¡También aquí se toparon los monseñores con sus condignos! Mientras los bolcheviques arruinaban sistemáticamente las iglesias de sus dominios e incluso tenían ya encarcelado a uno de cada ocho clérigos, jugaban a cada paso con una baza atractiva para el Vaticano. Empresas económicas en régimen de concesión, escuelas de artes y oficios, granjas agrícolas, un sanatorio infantil en Crimea, «libertad de cultos», un «acto de gracia» para los religiosos condenados etc. Y si bien «Rusia» seguía «siendo aún un gran misterio» para el cardenal Gasparri (un «misterium iniquitatis» como confió a Von Pastor después de la acogida de Cieplak, pues se mantenía estable pese al comunismo imperante), consideró no obstante que algunas cosas merecían «una reflexión muy madura» y tanto él como las personas de su entorno examinaron concienzudamente las sugerencias diplomáticas de Moscú dejando entrever de vez en cuando y más o menos abiertamente alguna oferta, como los 900.000 dólares prometidos por el jesuita Waish a la presidenta de la «Comisión de ayuda extranjera», la señora Kamenewa, hermana de Trotzki, aunque la curia tan sólo había sacado realmente a flote 125.000 dólares y no tenía (al parecer) ni la menor idea del generoso «bluff» del Pater Waish.
En una palabra, cada parte trataba de enredar a la otra con sus trucos, exigiendo concesiones concretas y favores previos mientras ella misma se limitaba a vagas ofertas. Entretanto los teólogos católicos salían a la palestra defendiendo la causa del papa, el secular sueño de una unión en Rusia, escribiendo acerca de las «Iglesias y ritos orientales», «El problema católico de la unión de las iglesias» «El clero occidental y el apostolado en el Este asiático y greco-eslavo» etc. El mismo Pío XI invitó en su primera encíclica oriental Ecclesiam Dei del 12 de noviembre de 1932 (celebrando el trescientos aniversario del mártir por la causa de la unión en Ucrania, San Josafat de Polozk) al mundo católico a «adquirir conocimientos más profundos y completos sobre las cosas y las costumbres del Oriente» apelando a las iglesias de aquella región, separadas de Roma, a retornar al papado. El 21 de marzo de 1924 exhortó a los benedictinos a «renovar el trabajo en pro de la unión». Al año siguiente, los dominicos fundaron en Lille un seminario ruso[100].
Pero como los bolcheviques notaron que financieramente no podían sacar gran cosa de Roma y que, habiendo superado hacía ya tiempo sus apremios, una nunciatura en Moscú y el reconocimiento por parte del papa tampoco les significaba ya gran cosa (a principios de 1924 habían sido ya reconocidos por Inglaterra, Noruega, Austria, Grecia, Suecia y por la Italia fascista), no concedían ya gran valor a la misión vaticana. Además, ésta había cesado casi totalmente en su actividad caritativa y ahora intentaba obrar, ante todo, en pro de la unión de las iglesias y de la religión en general. En suma: los «agentes» papales fueron obligados a abandonar el país. El 23 de agosto de 1924, el cardenal Gasparri dio a su gente la orden de regresar, rogándoles telegráficamente que antes de su marcha trasmitieran a sus (digamos) «huérfanos» «palabras de aliento» y la seguridad de que «el Santo Padre pensaba en ellos…».
Qué es lo que aquella acción humanitaria se trajo realmente en juego se revela en el informe final secreto del 12-Noviembre-1924, que el Pater Gehrmann entregó personalmente a Pío XI. Sucesor del Pater Waish, que había renunciado a la dirección de la misión de ayuda papal y abandonando Rusia en enero de 1924, al parecer como protesta por la prudente táctica del Papa en relación con el proceso de Cieplak, Gehrmann compartía la misma virulenta actitud antisoviética de su antecesor. Y en su informe (que por quebrantamiento de secreto por parte de los círculos curiales vino a parar a finales de marzo de 1925 al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, donde se le añadió la anotación de que no debía llegar a conocimiento del gobierno soviético) no se hablaba ya para nada de servicios caritativos. Aparece, en cambio, con toda nitidez el aspecto político del asunto, a saber, el auténtico objetivo de la misión de ayuda, consistente en proporcionar al Vaticano material que le permitiera «intervenir contra el comunismo imperante ahora en Rusia, presentarlo como reprobable y condenarlo». Pater Gehrmann recomendaba enérgicamente que se procediese contra la Unión Soviética —una «gran cárcel» en la que la religión y moralidad son pisoteadas— y contra el comunismo, «porque éste no podrá sostenerse» y no se debía permitir «que esos demonios siguieran existiendo». No es de extrañar que aquel rabioso paladín de la guerra fría, tras larga permanencia en Roma, emergiese finalmente en Berlín, como secretario de Eugenio Pacelli (Durante la II Guerra Mundial más de 500 hermanos de su misma orden cayeron luchando por Hitler).
Ecos de aquel informe final de Gehrmann, resuenan ya en la alocución de Pío XI «Nostris qua praecipue» del 12 de diciembre de 1924: «Nadie pensó que nosotros, al dispensar nuestros beneficios en favor del pueblo ruso, apoyábamos en modo alguno a un gobierno que estamos muy lejos de reconocer. Al contrario, después de intentar por mucho tiempo y desde lo profundo de nuestro corazón mitigar con todas nuestras fuerzas la terrible postración de este pueblo, consideramos deber nuestro, basado en nuestra paternidad universal… atajar, con aunados esfuerzos, los gravísimos peligros y seguros perjuicios del socialismo y del comunismo sin hacer por ello dejación de nuestro obligado deber de eliminar todas las humillaciones en la situación de los obreros».
Por lo pronto, el Papa había fracasado de plano en Rusia; frente al gobierno y frente a la ortodoxia. El foso que le separaba de ambas se había ahondado aún más. Con todo, la embajada alemana ante el Vaticano daba fácilmente en el clavo cuando, tan sólo cuatro días después de la retirada de la misión de ayuda, escribía así: «Aunque la curia abandone momentáneamente el territorio ruso, con ello no ha renunciado en modo alguno a su propósito de proseguir con su actividad en el Este. Busca nuevos caminos y con la tenacidad que le es propia en la consecución de sus objetivos de gran alcance —independientes del tiempo y las personas— está esperando su momento…».
Ese momento parecía presentarse, y con un sesgo que nadie hubiese sospechado tan tremendamente favorable, en 1941… De momento, sin embargo, Roma nutría sus esperanzas con el Tratado de Locamo. Concluido en octubre de 1925, gracias a la mediación inglesa, entre Alemania, Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Italia, Polonia y Checoslovaquia, tenía por objeto la creación de un sistema de seguridad europeo con exclusión de la U. R. S. S., mejor dicho, contra ella. A juicio del jefe de los comunistas alemanes, E. Thálmann era «el intento de un frente unitario internacional, negro, bajo el liderazgo inglés». Con todo, Roma se esforzó todavía a mediados de los años veinte por llegar a un acuerdo con los rusos, por alcanzar la consolidación y fomento de su iglesia, incluso, quizás, por ganar para sí a los ortodoxos.
De ahí que desde el invierno de 1923/24 hasta finales de 1927 se desplegase una tercera y amplia ofensiva, en la que se trató de las contrapartidas de la Unión Soviética en caso de que su reconocimiento de facto por parte del Vaticano se transformase en uno de jure. Si bien el interés de los bolcheviques era en esa cuestión reducido, ello no quiere decir que se hubiese extinguido y menos extinguidas estaban aún las ambiciones curiales. Si la U. R. S. S. intentaba debilitar el frente exterior opuesto a ella, mediante su reconocimiento por parte de Roma, ésta intentaba fortalecer sustancialmente el frente interior contra el régimen mediante la ampliación de sus iglesias en la U. R. S. S. y, tal vez, mediante la integración de su rival ortodoxa. Cierto que en el Vaticano había adversarios de cualquier tipo de contactos con Rusia, como el cardenal Ragonesi, amigo de Pastor, pero Gasparri estaba decididamente a favor y Merry del Val a favor, cuando menos, de una delegación apostólica. El conde Brockdorff-Rantzau comunicó, ya a finales de julio de 1924, desde Moscú, haberse enterado fidedignamente del deseo de la curia «de no perder bajo ninguna circunstancia el contacto con la Unión Soviética». Las negociaciones se llevaron a cabo en Berlín y no fue otro, sino el nuncio Pacelli —que tomaba por entonces clases de ruso— quien intervino, secundado por su secretario y «experto en Rusia» Pater Gehrmann, el último director de la misión de ayuda papal. Es decir que al mismo tiempo que Pío XI, de acuerdo con la mayoría de los cardenales, exhortaba en diciembre de 1924, «de forma apremiante y de modo especial a los hombres de estado… a mantener alejados de sí y de sus ciudadanos los gravísimos peligros y los daños que socialismo y comunismo conllevan indefectiblemente». Él daba a Pacelli el encargo —lo que hasta hace poco ha constituido un secreto celosamente guardado— de alcanzar un modus vivendi con los soviéticos.
Semana tras semana, el nuncio se fue reuniendo, en febrero de 1925, con el embajador Krestinskiy en Berlín e incluso, más tarde, con el ministro de asuntos exteriores, Chicherin, con motivo de una comida en casa del hermano del embajador Brockdorff-Rantzau, sin que el mundo tuviese la menor idea de ello. Con todo, mientras el Papa negociaba oficialmente con Moscú por intermedio de Pacelli —como reconoció un año más tarde al general superior de los asuncionistas, G. Quénard, antiguo misionero en Rusia— secretamente deseaba enviar «a toda costa» misioneros a Rusia e implantar «cuando menos una jerarquía provisional» tomando al respecto en consideración la posibilidad de llevar a fábricas soviéticas a monjes vestidos de paisano, antiguos ingenieros o técnicos. De este modo el Papa intentaba penetrar en Rusia «por la puerta falsa» sin tener que reconocer a su gobierno y sin revelarle la reorganización de la Catholica en el país, lo cual transgredía las normas de aplicación de la ley de separación entre la Iglesia y Estado.
En ese contexto se entiende la fundación de la «Commissio pro Russia» de la «Congregación para las Iglesias Orientales». Por aquellos mismos días el cardenal Gasparri acentuaba ante el diplomático Von Pastor, con quien tenía gran confianza, que «todos los gobiernos debían emprender una cruzada contra la III Internacional». Por una parte la «Commissio pro Rusia» debía hacerse cargo de la asistencia a emigrantes rusos. Por otra, debía ocuparse de la situación en la misma Unión Soviética y, sobre todo, de la unión de las iglesias. Debía ser, pues, una especie de «continuación de la misión de ayuda papal para Rusia»… y preparar todo para el día «X» pues la mayoría de los curiales seguía creyendo que los días del poder soviético estaban contados.
El auténtico Spiritus rector de la «commissio pro Rusia» (bajo la tutela de los cardenales Tacci y Sincero) era el jesuita francés y editor de la revista «Orientalia Christiana» M. d’Herbigny, la figura más enigmática, más interesante y más trágica de la historia más reciente de la política vaticana hacia el Este, como bien dice uno de sus conocedores, H. Stehie. Pero también es, cabría decir en puridad, una de las más bufas.
Michel d’Herbigny, que ingresó en la Compañía con 17 años, fue el autor de una obra galardonada sobre el filósofo ruso de la religión, Solowjew, y de un segundo libro en el que profetiza así sobre la «tiranía soviética»: «El suicidio es total; esta gran nación se muere», pronóstico fallido desde hace más de medio siglo, pese a la diligentísima asistencia católica para ayudarle a morir en 1941…
Ya en el otoño del año 1922, M. d’Herbigny, recién ascendido a sus 42 años a presidente del Instituto Pontificio para el Oriente y a consultor de la Congregación de las Iglesias Orientales, se esforzó inútilmente por meterse en la boca del león a partir de Berlín y de Riga. En octubre de 1924, sin embargo, le sonrió por vez primera la suerte en forma de un ¡viaje privado de vacaciones y estudios!, posible gracias a que en la URSS la atmósfera se había distendido parcialmente y enseñaban a contemplar a los sacerdotes como entes ciertamente curiosos, pero no como candidatos al martirio, El 29 de marzo de 1926, Pacelli consagró como obispo al jesuita, a puerta cerrada, en su capilla particular de la Rauchstrasse 21 de Berlín, no sin que el culto pontífice le hubiese concedido antes el título de «Obispo de Ilion», en sutil pero evidente alusión al caballo de Troya que enviaba a los rusos en la figura del recién consagrado (y al punto transportado por el ferrocarril alemán) pues esa sede obispal de Turquía, otrora sita en el mismo lugar de la Troya clásica, había desaparecido mucho tiempo atrás.
Y con el mismo sigilo y brusca celeridad que presidieron su ordenación, consagró él después en la URSS a tres obispos clandestinos. Primero, en Moscú, donde vivían unos 30.000 católicos y adonde d’Herbigny había llegado justamente antes de la Pascua de Resurrección, al sacerdote asuncionista Pie Eugen Neveu, quien acudió a la cita desde un remoto lugar del país tras vencer algunas dificultades y molestias, causadas por la policía. «Así pues, arrodíllese ante el altar, ore con recogimiento…» «Le doy media hora para su preparación» «Aquí están las instrucciones del Santo Padre, los derechos y obligaciones, el dinero que me entregó…» La «sacra» ceremonia, en la que actuaron como testigos la sacristana de origen alsaciano, Alice Ott, y el agregado militar de Italia, el coronel Bergera, que murió en 1930 en una clínica psiquiátrica de Palermo, tuvo lugar en la iglesia católica de San Luis, enfrente mismo de la Lubianca, la siniestra cárcel de la GPU, desde la cual se controlaba permanentemente la entrada de ese templo, toma de fotos incluida. Y no cabe la menor duda de que también el servicio secreto soviético pisaba, eso desde el mismo comienzo, los talones al jesuita, ese «charlatán» que se movía con el llamativo disimulo de un «conspirador amateur» (gorra de visera sobre un discreto cuello de sotana), siguiendo todos sus pasos y expediciones, bien fuera a Odesa, a Kiev o a Leningrado. En esta ciudad y alrededores había aún oficialmente doce parroquias romanas. D’Herbigny evitaba a los ortodoxos como si fuesen la peste, pero consagró ¡secretamente! como obispos en la iglesia de San Luis, a puerta cerrada y con sólo dos testigos, a otros sacerdotes: a Boleslav Sloskans, de 33 años, que había adquirido fraudulentamente, con elevadas sumas en sobornos, la nacionalidad soviética, y al alemán Alexander Frison. D’Herbigny afirmaría más tarde con sofistería jesuítica: «Ni se crearon nuevas sedes obispales en Rusia, ni efectué una sola ordenación de sacerdote»[101].
También, y en el más absoluto «secreto», nombró «administradores apostólicos», diez en total. En el verano del 26 volvió por segunda y tercera vez, viajando una vez más vía Berlín y tras conversar extensamente con el nuncio Pacelli. En cada uno de esos «viajes pastorales» a la URSS (tal era el título de sus informes en alemán, publicados en la Orientalia Christiana), sus pasos fueron vigilados uno a uno. Los rusos se informaron espléndidamente sobre las redes que iba tejiendo entre ellos el jesuita papista. De ahí que volvieran a extenderle un visado para completar, por así decir, sus conocimientos. Con todo, después que D’Herbigny procediese a tomar diariamente confesiones en francés, alemán, italiano y ruso; después que, (estando ya caducado su visado desde el 2 de septiembre) apareciese espectacularmente el 5 de septiembre en el templo de San Luis a raíz de un solemne oficio pontificial, calzándose ¡por vez primera medias moradas!, vistiéndose ¡con el atuendo obispal, una sotana morada!, y rodeado de muchachas ataviadas de blanco, que esparcían flores, de niños que entonaban cánticos a coro, y de banderas (¡consoladoras ceremonias en Moscú!, escribía ¡L’Osservatore Romano!) para llevar ¡la pesada custodia! a través de la gran plaza de ¡San Pedro y San Pablo!, sintiendo «cómo me corrían las lágrimas por las mejillas y la ropa», la paciencia de los rusos llegó a su límite y expulsaron al conmovido personaje al día siguiente, el 6 de septiembre de 1926, haciéndole acompañar por un agente de la policía secreta hasta la frontera soviético-finlandesa. El obispo titular de Troya pudo aún leer durante aquel trecho ¡la completa del nacimiento de María! y no se vio ya forzado, «como durante mi viaje de retomo a casa, en mayo… a contemplar desde el tren las desnudas ramas de árboles carentes de hojas» Lo que ahora veía, eran ¡los bellos frutos de Rusia…!
Por supuesto, que los dos jesuitas, Ledit y Schgweigí, que entraron en la URSS en octubre y habían sido previstos en secreto como profesores del seminario de sacerdotes de Leningrado, no pudieron ver ya nunca más a su superior, el obispo D’Herbigny. Y si éste se había engañado ya acerca del «suicidio» de la gran nación rusa, ahora lo hizo nuevamente acerca de los «bellos frutos de Rusia». Los soviéticos se abstuvieron, desde luego, de contraatacar de inmediato, pues el Vaticano seguía negociando oficialmente con ellos, pero tres semanas después del retorno de D’Herbigny a Roma atraparon al recién nombrado «administrador apostólico», Teofil Skaiski, junto con otros clérigos polacos: después de la implantación de la dictadura derechista, aunque democráticamente camuflada, de Pilsudski, esa medida les venía como anillo al dedo para intimidar a los polacos de los distritos fronterizos. En diciembre de 1926, cogieron al colega de Skaiski, el prelado Ilgin von Charkow, otro dignatario consagrado por el obispo jesuita. Ese mismo año internaron en un campo de castigo al recién excarcelado exarca Feodorov donde estuvo hasta el año 29, tras lo cual le impusieron un lugar de residencia obligatorio hasta su muerte en 1935. En septiembre de 1929 encarcelaron al obispo B. Sloskans en Minsk y lo condenaron «administrativamente», es decir, sin proceso, a tres años de campo de castigo en las islas Solovjetzki, en el Mar Blanco, y posteriormente otra vez, y por el mismo método, a tres años de destierro en Siberia. Durante varios meses la prensa dio pábulo a la sospecha de que era «agente de Polonia y de Pilsudski» y el juez de instrucción de Moscú, Rybkin, le expuso que:
«La Iglesia Católica se mete en política y no quiere relaciones legales con el gobierno soviético. Prueba: según el derecho canónico quedan excomulgados todos aquellos que envían sus niños a escuelas ateas, es decir, a las soviéticas. La Iglesia Católica ha creado un estado dentro del estado soviético. Un obispo católico recorre su diócesis sin conocimiento del gobierno y traslada sacerdotes sin pedir la autorización…»
«¿Eso está prohibido?», preguntó Sloskans. «No, pero es necesario tener en cuenta los deseos del gobierno. Todas las demás confesiones sintonizan sus acciones con el gobierno y sólo la católica se opone de continuo a los soviets. Será pues necesario perseguirla hasta su sumisión o su destrucción total. Si el papa escribiera algo en favor de los soviets, se podrían hacer concesiones, pero el papa sólo muestra hostilidad… Ahora bien, no caeremos en los errores de la Revolución Francesa, procesando a los sacerdotes en cuanto tales. Sabremos siempre hallar en ellos un delito contra el estado…»
El administrador apostólico T. Skaiski, un polaco que reconoció haber concedido parroquias a sacerdotes compatriotas que habían cruzado ilegalmente la frontera, fue castigado a finales de febrero de 1928 y tras un proceso más largo a diez años de cárcel. En 1929, el lituano T. Matulionis, consagrado como obispo por Neveu y que ya había sufrido en 1922 una condena de tres años de cárcel después del proceso contra Cieplak, fue deportado a las islas Solovjetzki. Pese a una condena posterior de diez años en 1946, llegaría a nonagenario. Dos prelados alemanes, los administradores apostólicos A. Baumtrog y J. Roth, acabarían asimismo en campos de concentración. También el obispo A. Frison fue encarcelado «bajo pretexto», como Gasparri escribía al embajador alemán ante la Santa Sede, «de haber sido consagrado como obispo en la clandestinidad». Fue fusilado en 1937, pocas semanas después del fusilamiento del mariscal Tujaschevski y, al igual que éste, acusado de ser ¡espía alemán! Neveu, el obispo de Moscú, escapó sin embargo incólume de todo el fiasco. No fue, de seguro, la última razón para ello el que fuera súbdito francés y, por razones de seguridad, hubiera sido inscrito como «bibliotecario» entre el personal de la embajada. El resto, sin embargo, pertenecía a los bellos frutos que dejó tras de sí en Rusia el obispo jesuita, a quien entretanto le fue encomendada por Pío XI la dirección práctica de la comisión especial para Rusia, la «Commissio pro Russia».
El ambicioso intento papal de erigir una nueva jerarquía católica en la URSS se vino completamente abajo. Y, paulatinamente, también las conferencias de Berlín, estancadas a cada paso y conducidas, comprensiblemente, con poco interés por parte de los bolcheviques, desembocaron en un punto muerto. Poco debió pesar en ello el que al ya achacoso ministro de AA. EE. Chicherin, que pasaba largas temporadas de cura en Baden-Baden, se le escaparan parcialmente de las manos las negociaciones (ello poco antes de que, ya convertido en modesto pensionista y dedicado a su piano, a Mozart y a sus propias composiciones, muriese de muerte natural en 1936, justo a tiempo de escapar de la farsa de los procesos que Stalin escenificó contra los miembros veteranos del partido). Ocurrió más bien que el Vaticano se apercibió asimismo con creciente claridad de cuan difícil le resultaría entenderse con los comunistas. Últimamente ni siquiera se dignaban responder a Pacelli. Cierto que fue precisamente él quien alentó un nuevo intento de la curia para penetrar en la Unión Soviética, en apoyo del cual incluso compareció personalmente ante el canciller del Reich. No obstante, también ese esfuerzo se topó con el rechazo del Kremlin.
A todo ello vino a sumarse una nueva y grave decepción. Roma había, sin duda alguna, abrigado durante cierto tiempo la esperanza de erigir la propia iglesia sobre las ruinas de la Iglesia Ortodoxa Rusa. De ahí que, como Chicherin recordó a Brockdorff-Rantzau en el verano de 1927, redoblase su empeño, a partir de 1922, para ganarse adeptos entre los exiliados. A través de ellos esperaban influir sobre las familias residentes en Rusia. Tarea ésta que fue encomendada especialmente al director de la obra de socorro papal, el jesuita Waisch.
Eran notorios los esfuerzos desplegados por el Vaticano hacia mediados de los años veinte entre los refugiados rusos, caídos muchas veces en la miseria y concentrados especialmente en Praga, París, Varsovia, Viena y, finalmente, Berlín. Éstos estaban, por cierto, divididos en monárquicos, burgueses liberales y socialdemócratas y desde luego, los círculos del exilio praguense, los de Eurasia, apenas querían saber nada de Roma y prevenían, más bien, decididamente contra sus artes de seducción. En París, en cambio, el mayor centro unionista católico de entonces, había un amplio grupo de exiliados vaticanófilos al que pertenecía el príncipe G. Trubeckoj. Lo dirigía el obispo auxiliar Chaptal, nombrado por el papa obispo de los emigrantes, por el jesuita D’Herbigny y por la revista jesuita Eludes, que abogaba desde hacía varios decenios por la recatolización de Rusia. En Varsovia, quienes más propagaban la idea de la unión eclesiástica eran emigrantes polacos provenientes de la URSS a través de la revista Kitez, publicada en ruso. En Berlín eran el editor de la miscelánea Ex oriente lux, L. Berg, y el director de Caritas, H. Wienken, quienes asistían a los refugiados rusos por encargo de la curia. En 1924, V. Tacac fue consagrado en los USA como exarca de la Iglesia Uniata Ucraniana. Es más, también y cabalmente en el Oriente Lejano creó Roma bases unionistas entre los círculos de exiliados rusos y de modo especial en Manchuria y en China, con centros en Charbin, Pekín y Shanghai[102].
Las posibilidades del Vaticano de influir en la Iglesia Ortodoxa Rusa a través del exilio ruso, golpeado por el hambre y la miseria, fueron aniquiladas sin embargo en 1927 por la declaración de lealtad del vicario del patriarcado, el metropolita Sergyi. Liberado de la cárcel por los amos del Kremlin, aquella primavera se mostró agradecido y se congració servilmente con ellos, marcando la nota de cierto patriotismo nacional y valiéndose con cierta astucia del temor soviético a la guerra. Ya el 20 de mayo de 1927 se concluyó una especie de concordato mediante el que el gobierno soviético reconocía oficialmente a la iglesia patriarcal en las repúblicas soviéticas. El metropolita por su parte encareció de ahí a poco, en una carta pastoral que suscitó asombro en todo el mundo, la legalidad del régimen condenando toda actividad hostil al mismo. «Queremos ser cristianos ortodoxos y reconocer al mismo tiempo en la Unión Soviética nuestra patria terrestre… Todo golpe dirigido contra la Unión Soviética, trátese de guerra o de boicot, toda desgracia pública e incluso el asesinato cometido en cualquier esquina (como el ocurrido recientemente en Varsovia) lo sentiremos como si fuera dirigido contra nosotros mismos». Sergyi condenó al mismo tiempo ¡los deslices antisoviéticos de algunos de nuestros obispos! y exigió, incluso, del clero ortodoxo ruso en el extranjero una declaración de lealtad frente al gobierno soviético. ¡Quien no preste tal declaración o actúe de forma opuesta a la misma será excluido del clero subordinado al patriarcado de Moscú!
A raíz de ello, algunos metropolitas se separaron de esta iglesia. Muchos obispos huidos vieron en las manifestaciones de Sergyi una declaración puramente verbal. Los exiliados ortodoxos protestaron en todo el mundo, lo cual, a su vez, venía muy bien al papa. Éste envió al obispo jesuita D’Herbigny, con el que tenía trato asiduo en su calidad de ¡experto en el Oriente!, a Bohemia, Viena, Bucarest, Estambul, Sofía y Alejandría y por todas partes desencadenó una feroz campaña antisoviética. «¡Hemos de trabajar como si la Rusia se nos abriera de par en par de aquí a poco!», exclamó D’Herbigny el 11 de febrero de 1928 en Roma pronunciando un sermón festivo a raíz de la colocación de la primera piedra del Russicum, el Colegio Pontificial Ruso, dirigido por los jesuitas, en el que únicamente se hablaba en ruso y todos se vestían a la manera de los popes. Hasta D’Herbigny llevaba barba en su viaje al oriente: ¡Un medio más de hacer apostolado!, como dijo el papa.
Pero ni las barbas servían ya de gran cosa. Y fuera o no de labios para afuera la declaración de Sergyi, aquella solidaridad de la ortodoxia con la URSS manifestada por él en 1927, fue la base de la política eclesiástica seguida por el patriarcado de Moscú hasta hoy. Chicherin veía un futuro muy negro para Roma. Dado que la iglesia rusa «se sostiene de nuevo sobre sus propios pies, el Vaticano no puede ya, como hacía antaño, apoyarse en los exiliados convertidos y ha perdido toda esperanza de recuperar a través de ellos a las ovejas perdidas. En estas circunstancias», dijo el ministro de AA. EE. a Brockdorff-Rantzau en 1927, «el Vaticano parece haberse decidido a recurrir a los métodos más extremos. Tras haberse percatado de que el gobierno soviético no favorece sus asuntos, intenta ahora combatirlo políticamente». Así se explica también su acercamiento a la Gran Bretaña[103].
Chicherin había dado en el clavo. Roma se distanciaba ahora rigurosamente de los rusos. La situación en Rusia no ofrecía ya la menor perspectiva. Y no es sólo que la Iglesia Ortodoxa Rusa comenzase a consolidarse. La curia hubo de apercibirse de que sus deseos (restauración de la Catholica, aseguramiento de las posesiones eclesiásticas, fundación de un seminario regentado por sacerdotes extranjeros, así como la educación general religiosa) estaban en flagrante contradicción con la concepción soviética de estricta separación entre la Iglesia y el Estado. De ahí que la curia abandonase el rumbo, inicialmente tan prometedor, de su política cara al Oriente y apostase más bien por las dictaduras anticomunistas y también, desde luego, por Inglaterra.
El imperio mundial británico se sentía amenazado en Asia por el comunismo y por la fuerza creciente de la URSS. En 1927 (año en que el legado soviético en Varsovia, P. L. Vojkov, fue asesinado y Trotzki se opuso a Stalin, perdiendo primero su condición de miembro del comité central y, después, del partido, hasta ser desterrado a Alma Ata (Kasachstán)) el reino insular rompió formalmente con Moscú a raíz de que la «Carta de Zinovjev» (probablemente una falsificación) llamase a los comunistas ingleses a preparar un levantamiento y de que la delegación comercial soviética en Londres se evidenciase como un centro de espionaje tras una razzia policial.
El papa cambió ahora de bando.
Ello le resultó tanto más fácil cuanto que el comunismo internacional, que se iba infiltrando en Asia (Persia, India, China y Japón), no sólo amenazaba al imperio británico, sino también la misión mundial del catolicismo, por lo que la curia, especialmente en China, luchaba contra el comunismo en estrecha alianza con Inglaterra. Con motivo de la visita de Churchill a Roma el 29 de enero de 1927, el Vaticano comprobó «con enorme satisfacción», informa Von Pastor, «de que era ya más que hora… de que las potencias europeas adoptasen entre sí, de forma honorable y sincera, relaciones pacíficas, a la vista, especialmente, del peligro que les amenazaba con los bolcheviques». La ruptura de las relaciones diplomáticas entre Inglaterra y Rusia el 27 de mayo de 1927 (reanudadas en 1929) provocó que el cardenal secretario de estado se manifestase «muy satisfecho» a ese respecto ante el representante de Baviera manifestándole su deseo de pedir al jefe de la legación británica «que felicitase a su gobierno por esta decisión» Denunció las «calamidades causadas por la desvergonzada propaganda bolchevique en todo el mundo, propaganda que ponía en peligro la paz interna y la externa, socavaba los fundamentos de la moral cristiana y hostigaba a la Iglesia y la religión». Es más, el cardenal no se olvidó de prevenir, lo que en sus labios sonaba bien chocante, «contra cualquier intento, basado en razones oportunistas, de hacerle el juego al actual gobierno soviético».
Ahora hacían abiertamente causa común con Inglaterra y tomaban también posiciones de primera línea en el frente antisoviético creado por ella. Basándose en un conocimiento de primerísima mano sobre la actitud de la curia, Pastor afirmaba el 10 de junio de 1927 que «apenas puede haber otro lugar donde la ruptura entre la potencia mundial inglesa y el estado bolchevique haya sido saludada con tal alegría como en el Vaticano». El encargado de negocios prosigue así: «Gasparri me dijo hoy que ha confiado al legado británico ante la Santa Sede el encargo de felicitar al gabinete británico por esta decisión». También de Polonia «cabría esperar ahora que haga frente contra Rusia de manera más enérgica…». El cardenal consideró de la máxima importancia el que también Francia «proceda a enfrentarse al comunismo».
Pero no había suficiente con ello: la curia deseaba de Alemania que abandonase su enfoque político frente al Este. «En vez, pues, de la amistad mantenida hasta ahora con la URSS; en vez del antagonismo con Polonia, todo lo contrario a partir de ahora». «De forma confidencial y personal», el director de la sección para oriente del ministerio de AA. EE. alemán, Herbert von Dirksen, había informado ya el 23 de marzo de 1927 a su cuñado, embajador alemán ante la Santa Sede, de que el Partido del Centro «quiere influir paulatinamente al objeto de que renunciemos a nuestra política anterior de convergencia amistosa con Rusia y busquemos el entendimiento con Inglaterra. Parece asimismo que se está gestando una presión decisiva por parte del Centro para que nos esforcemos en la búsqueda de una reconciliación con Polonia, a costa, quizá, de algunas reivindicaciones nacionales…». El diplomático estaba «terriblemente inquieto ante la eventual ruptura del frente solidario de casi todos los partidos en lo que respecta a la actitud frente a Polonia y a nuestras relaciones amistosas con la Unión Soviética y más aún ante la posibilidad de que el Centro consiguiese incluso un cambio efectivo de esa política…».
Pero también Pacelli actuaba en ese sentido. Como nuncio en Berlín, y más tarde como secretario de estado, intentó sustituir la colaboración germano-soviética por otra germano-polaca. Y ya antes que él, pero instruido por él, Erzberger había trabajado en esa misma dirección. Así pues, poco a poco se fue «evidenciando cada vez más que era insensato esperar a que la Unión Soviética muriese lenta o, mejor aún, rápidamente para poder construir sobre ella una nueva Rusia vinculada al papado. Lo único que el Vaticano podía ahora tomar en consideración respecto a la URSS era un aislamiento total, en la medida de lo posible, de la misma y, llegado el momento, una agresión violenta. El papel más importante, junto al de Alemania, se le asignaba a Polonia».
Al mismo tiempo, el Vaticano urgió al canciller federal austríaco a incorporarse a una campaña de prensa conjunta contra los soviets. El canciller era por entonces el profesor de teología católica, I. Seipel. Este prelado, que cada mañana oficiaba a las seis una misa en el convento del «Sagrado Corazón de Jesús», donde comía, oraba y dormía, no solamente practicaba una política económica supercapitalista, aconsejado en ello por industriales y banqueros, («more capitalistico vivit ecclessia catholica», exclamó cierta vez en una disputa) sino que desarrollaba un programa de política exterior a tono con esa su política social, apalabrada con el Vaticano, con la vista puesta en la creación de una federación danubiana. Había que separar la católica Eslovaquia de la República Checoslovaca y a la católica Croacia de Yugoslavia. Austria, con su capital Viena, debía convertirse en el centro de ese imperio. El clérigo había previsto ya quién sería el futuro soberano, el joven Otto von Habsburg, hijo de la emperatriz Zita, la cual se había retirado a Hungría con su marido, el emperador Carlos, a raíz del segundo intento de restauración, en octubre de 1921. Otto no renunció definitivamente al trono austríaco hasta el 1961. Como de pasada, el prelado Seipel hacia meter de contrabando libros de oraciones y catecismos en la URSS, acción «que se mostró eficacísima y fue desarrollada con el mayor sigilo», como hizo saber el Vaticano al jefe de la legación austríaca, expresando a través suya ¡el agradecimiento especial de la Santa Sede! por los «servicios prestados».
Todo ello pone en evidencia quién se ocultaba tras este acoso sistemático de la Unión Soviética y quién azuzaba a Austria, Alemania y Polonia contra ella. Polonia, sobre todo, «antemural de la cristiandad», es decir, del papado, frente a la Rusia ortodoxa y ahora, por añadidura, comunista, tenía una importancia primordial para Roma. La eterna cuestión a este respecto, es la de «quién se sirve de quién». El mismo cardenal Gasparri, en efecto, declaró expresamente ya en 1925, que las concesiones de la curia, relativas a los antiguos territorios alemanes, en favor de Polonia tenían carácter transitorio. Esos territorios podrían volver nuevamente a Alemania si cambiaba la situación política. Es justo lo que sucedió bajo Hitler. La tragedia de Polonia, a la que ya nos referimos anteriormente de pasada, tuvo su continuidad, agravada tal vez, en el s. XX y a costa de millones y más millones de muertos. Cuando Polonia resurgió de nuevo gracias al tratado de Versalles y tras una partición de más de un siglo, pronto menudearon los pogroms en los territorios separados de Rusia. En ellos vivían, efectivamente, de siete a ocho millones de bielorrusos y ucranianos, la mitad de los cuales, aproximadamente, eran fieles a la ortodoxia rusa y a pesar de las solemnes promesas que Polonia hizo a las grandes potencias de respetar los derechos de esas minorías, se esforzó por convertirlas año tras año. En connivencia con Roma, los polacos encarcelaron en poco tiempo a más de mil sacerdotes ortodoxos y despoblaron aldeas enteras por medio de masacres. «La mayor parte de las iglesias ortodoxas», se dice en un escrito aparecido en 1931 en los USA, «fueron saqueadas por soldados polacos y usadas como establos o incluso como letrinas». En 1930, unos 200. 000 ucranianos dieron con sus huesos en la cárcel. Visitadores del Vaticano recorrieron continuamente aquellas comarcas y se convencieron de los progresos de la misión. «El nuncio papal en Varsovia… permanecía en contacto con generales franceses, verbigracia, con el general Weygand, quien desde el 20 al 22 organizó el ejército polaco para su lucha contra la URSS… Mientras el Vaticano atizaba sin cesar la inquina contra el comunismo y la Rusia atea e inundaba el mundo con historias de horror sobre las supuestas crueldades e injusticias de los comunistas contra los creyentes cristianos; mientras intentaba suscitar por doquier el odio contra un régimen que oprimía presuntamente la religión, en Polonia y bajo su inmediata dirección se desató simultáneamente y a lo largo de quince años una de las peores persecuciones religiosas conocidas por la historia moderna».
Juicio válido, desde luego, si se prescinde únicamente de las atrocidades croatas de los años cuarenta. Eso sí, «la vida eclesiástica pudo desarrollarse en toda su plenitud», constata el Manual de la Historia de la Iglesia. «Polonia se presentaba hacia el exterior como un país resueltamente católico. Pero también floreció la vida interna de la Iglesia. De 1918 a 1939, aumentó el número de obispos…, el de sacerdotes,…el de sacerdotes regulares, …el de miembros de institutos seculares, … el de monjas…, el de conventos». Florecieron los congresos eclesiásticos, las peregrinaciones, las asociaciones católicas, las leyes sinodales, las facultades católicas; floreció la acción pastoral, la prensa católica, los seminarios, la educación confesional etc. Ahora bien, todo cuanto se puede entrever acerca de la persecución de quienes disentían de esa fe, eso en el caso de que uno esté familiarizado con semejante «bibliografía científica» se reduce a la insinuación de que el obispado católico comenzó a «latinizar enérgicamente la iglesia uniata de Ucrania». Viene a continuación media página sobre la «persecución brutal de la Iglesia» padecida por los católicos durante la II G. M. y con ello el artículo del manual se planta ya en 1945. Pero antes de ello, en Polonia y en torno suyo, sucedieron desde luego algunas cosas más. Pues el ataque contra la ortodoxia rusa vino acompañado del ataque contra el estado comunista de los soviets, contra el que la curia se esforzaba por lanzar las fuerzas, aunadas en la lucha, de Polonia y Alemania. «El Vaticano contaba con esa guerra», escribe E. Winter, uno de los mejores conocedores de las milenarias querellas ruso-vaticanas. «El estallido de la guerra alimentó su esperanza de conseguir finalmente su objetivo final, la integración de la Iglesia Ortodoxa Rusa en la Católica Romana y, simultáneamente, la derrota del comunismo en la URSS».
El secretario para asuntos extraordinarios, dependiente de la secretaría de estado y muy afecto a los nazis, el cardenal Pizzardo, había alentado ya en febrero de 1933 y de forma reiterada la colaboración entre Mussolini, Hitler y Pilsudski, el nuevo hombre fuerte de Polonia, quien en 1926 se hizo violenta y definitivamente con el poder (hasta su muerte en 1935) a costa de 300 muertos y 1000 heridos en Varsovia. Los tres en una misma línea de «contención del comunismo». Con todo, también el secretario de estado Pacelli y, respaldado por él, el mismo Pío XI mostraban más y más a menudo su deseo de un modus vivendi germano-polaco, para que Polonia pudiera «seguir desempeñando su papel tradicional como antemural de la cristiandad» frente a una URSS atea.
De hecho, en el transcurso del verano se produjo un acercamiento entre Polonia y la Alemania hitleriana. Más aún, el 26 de enero de 1934 se concluyó un acuerdo, efímero desde luego, pero apoyado por la curia, el Pacto de No Agresión germano-polaco, sin que Polonia consultase previamente a Francia, su aliado. El cardenal polaco, Hlond, tuvo parte en ello; también el curator de la universidad de Varsovia, el conde Hutten-Czapski y asimismo el vicecanciller Von Papen. Todos ellos eran entonces asiduos visitantes del Vaticano. Para ellos, así como para Hitler y Pilsudski, la URSS era el enemigo número uno. Lo era también, naturalmente, para Mussolini, que ya había mostrado interesarse por Ucrania. Su consejero para este país, Jusabato, viajó en la primavera de 1934 por la Galitzia, plenamente satisfecho de que Pilsudski «pensase darle su merecido a Rusia». El embajador alemán ante la Santa Sede, Von Bergen, informó el 30 de noviembre de 1934 acerca de un frente fascista cara al Este.
Uniéndose al episcopado mundial, el alto clero polaco atacó como el que más a la URSS en los años siguientes y en sus cartas pastorales combatía la «peste» comunista. En 1963 se constituyó en Polonia un movimiento contra el frente popular y un año después el nuevo nuncio Cortesi encarecía ante el mariscal Rydz-Smigly, comandante en jefe de las fuerzas armadas y sucesor de Pilsudski, «la misión de Polonia como muro protector de la cristiandad». El 1 de octubre de 1937, la legación polaca ante la Santa Sede fue elevada al rango de embajada y a comienzos del mes siguiente se firmó el Pacto Anticomintern entre Alemania, Italia y Japón, prenuncio de la II G. M.
Tres meses antes de la anhelada invasión de la URSS por parte de Alemania, la Catholica había lanzado ya en Polonia una ofensiva contra su rival en el Oriente. Y es que en este país seguían viviendo —junto a unos 20 millones de católicos latinos (polacos)— más de tres millones de ortodoxos y casi otros tantos uniatas, bielorrusos o ucranianos, cuya rápida polonización era obligado emprender de nuevo. A este respecto, la sedicente Ley de Reivindicación del 20 de junio de 1938 (promulgada a raíz de un acuerdo entre Polonia y la curia sobre la restitución de los bienes eclesiásticos confiscados a la Iglesia Católica durante la época zarista) abría al voivoda (gobernador) fronterizo la posibilidad de expoliar a la Iglesia Ortodoxa. La expoliación fue minuciosamente organizada por el general Morawinski y contó, por supuesto, con el respaldo de los católicos[104]. El propio Vaticano marcó con su batuta, digámoslo así, el preludio de la misma: mediante un envío de reliquias por parte del papa.
El santo cuyos huesos envió ahora el papa a Polonia no era otro que el jesuita polaco Andrzej Bobola, al que Lenin envió en 1923 a Roma como ¡regalo para el papa!: bajo la expresa condición de que nunca más regresara a Polonia. Pío había canonizado al beato Bobola, el belicoso misionero de los rusos, en abril, y acto seguido lo puso, por así decir, en marcha. Después de un peregrinaje ferroviario de dos semanas y tras reiterados homenajes de veneración en Italia, Eslovenia y Hungría, el valioso presente sovietico-vaticano llegó a Polonia, justo al inicio del asalto exterminador contra los ortodoxos. Más de 100.000 polacos dieron una exaltada acogida a los sagrados restos. El nuncio papal se persignó;
el jefe del Estado Mayor, el mariscal Rydz-Smigly, saludó militarmente y el presidente del estado, Moscicki, prendió conmovedoramente su propia Gran Cruz de la Orden «Polonia Restituía», no desde luego en el pecho del mártir, fenecido casi trescientos años antes, pero sí en el sarcófago de plata, totalmente cubierto de flores. En julio de 1938, sin embargo, de las 300 iglesias ortodoxas de la región de Chelm y de Podlasia, 100 habían sido ya reconvertidas en católicas y más de 70 quemadas o totalmente arrasadas. Otras tantas fueron clausuradas. «Sólo 54 seguían en activo, pero privadas de todo derecho y de toda seguridad material», se decía en el memorándum adjunto al informe elaborado por el legado checo, J. Slavik, con fecha 26 de julio de 1938. En agosto eran ya 138 las iglesias ortodoxas reducidas a cenizas en el distrito de Chelm. (El Manual de la Historia de la Iglesia, que cuando menos concede la destrucción de 130 templos y 2 monasterios, habla al respecto de la política del «gobierno polaco»). Los ortodoxos recalcaron, desde luego, que aquello era una muestra, a la vista de todos, de lo que el Vaticano entendía por «unión de las iglesias». Y ya se puede intuir lo que le esperaba a Rusia, si Roma pudiera desplegar allí su «acción misionera» …
Ya apenas acabada la I G. M. deseaba Roma una Polonia fuerte. Pero también deseaba una Alemania fuerte, deseo reiteradamente expresado por Pío XII durante la época nazi (V. Vol. II). Alemania debía ser un país anticomunista y antibolchevique y a Polonia, respaldada por una Alemania unida a ella por un pacto de amistad, había que encizañarla paso a paso contra la Rusia soviética. De ahí que el Vaticano apoyase el acuerdo económico germano-polaco del 17 de marzo de 1930 y el Acuerdo de Liquidación del 15 de junio de 1930, destinados a suprimir todo motivo de controversia en pro de un frente común antisoviético. ¿Cómo asombrarse de que hasta el pacto germano-polaco de no agresión del 25 de enero de 1934 hubiese sido, digámoslo así, alumbrado por la curia ya varios años atrás?
Pero para fortalecer a Alemania, el Vaticano deseaba también por entonces que Austria se integrase en aquélla: eso sí, atacado por ello en el parlamento francés, afirmó que ¡no se ocupaba siquiera de ese asunto! De hecho, sin embargo, Roma deseaba que Austria se incorporase al Reich y ello se desprende claramente de varios despachos diplomáticos. Así, p. ej., el legado, bávaro, barón Von Ritter, informa que después del resuelto veto francés el cardenal Gasparri consideró como lo «más viable… que Austria no se fundiese de momento constitucionalmente con Alemania, pero que sí se vinculase tan estrechamente a ella en lo económico y cultural que ello le permitiera su supervivencia». Y al legado austríaco Von Pastor ya le había confesado Gasparri un año antes: «En caso de que estalle una guerra, esta integración se producirá por sí misma». También Pío XI deseaba esa integración. «En el posterior transcurso de la audiencia pude constatar», informaba el legado en un escrito estrictamente confidencial dirigido a Viena «que el papa esperaba grandes ventajas para la Iglesia Católica, para el caso de la integración en Alemania». Esa frase fue subrayada por el canciller federal, el prelado Seipel, quien nunca, hasta el fin de sus días, cejó de urgir al Centro alemán para que se entendiese con Hitler, ese hombre de «índole tan proclive al idealismo». De ese modo, opinaba también el papa, «sería posible poner un dique al socialismo radical de los vieneses», que inspiraba a la curia mayor temor que la socialdemocracia alemana. Lo que sí temían sobremanera era la enemistad de Polonia y Francia frente a Alemania así como las relaciones amistosas entre ésta y la Unión Soviética, contra las cuales movilizaron también al Partido del Centro en 1927.
Ya en los años veinte intentó Roma, al igual que lo hizo más tarde en el transcurso de la II G. M., constituir un frente europeo contra la Rusia Soviética y muy especialmente en las fronteras de esta última. Pues los denominados estados marginales, Estonia, Letonia, Lituania, pero también Ucrania, Rumania y, en el centro de todos Polonia, como gran baluarte católico, revestían gran importancia para el Vaticano: como cordón sanitaire y base de despliegue simultáneamente. A esta visión de las cosas sirvió también, y no en último término, la conclusión de varios concordatos: con Polonia en 1925, con Lituania en 1927. Lituania, íntegramente católica, resultaba tanto más importante, cuanto que constituía el puente de unión entre Polonia y los estados bálticos Estonia y Letonia. Con esta última se había firmado ya un concordato en 1922. Pero hasta Rumania, ortodoxa en su mayoría, se integró mediante un concordato en el frente antisoviético del Vaticano, si bien la resistencia de los ortodoxos impidió que tal acuerdo se ratificase antes del año 1929.
Una base importante de la agitación curial contra el oriente rojo era Viena. El noble benedictino, conde A. Von Galen, asesor sacerdotal de los Habsburgo, había fundado ya mucho tiempo atrás un comité de ayuda a Ucrania del que surgió, en 1922, la «Unió Catholica». Ésta fomentaba la unión eclesiástica entre rusos y ucranianos. La misma meta perseguían la «Sociedad Leoniana», fundada por el futuro cardenal Innitzer, y la parroquia ucraniana de Santa Bárbara. Mientras que en Velehrad, Checoslovaquia, había ya un antiguo centro unitario, en Polonia se implantaba otro nuevo, concretamente en Albertyn, donde el conde Puslowski entregó en 1924 a los jesuitas su palacio, sede, desde 1926, de un noviciado de la rama oriental de la compañía.
Con todo, fue quizás el Lejano Oriente el que se convirtió, junto a Polonia, en el baluarte antisoviético más importante de la curia; Manchuria y China especialmente. En ésta ejercía de delegado apostólico Fiuma-Constantini, uno de los prelados papales con mayor celo, y el Vaticano quería asentar firmemente su pie en el país haciendo concesiones al espíritu nacional. Con motivo de la solemne consagración de seis chinos como obispos en 1927, Pío XI previno enérgicamente en un mensaje al pueblo chino contra los peligros del comunismo, cuya subida al poder aniquiló por lo demás todas las esperanzas.
Razón de más para que la curia pusiera ahora, a finales de los años veinte, todas esas esperanzas en el mundo occidental, predicando alternativamente el anticomunismo y la unión de las iglesias.
El 6 de junio de 1928, la encíclica Mortalium omnium ponía con todo énfasis de relieve el derecho exclusivo del papa a efectuar la unión de las iglesias y concluía con la exigencia de que «los hijos descarriados volvieran a la casa paterna». La circular Rerum orientalium, del 8 de septiembre de 1928, aludía de nuevo a la Iglesia de Oriente y también a un grupo de varones dispuestos a intervenir de inmediato para el caso X: el colapso de las repúblicas soviéticas. Además de ello, el papa apelaba a los obispos y superiores de las órdenes para que dedicasen una atención aún mayor a la Iglesia de Oriente, a partir de lo cual el movimiento unionista católico experimentó una «actividad literalmente frenética». Fue también entonces cuando se fundó el Collegium Russicum «para, llegado el momento, poder coadyuvar a la resurrección del pueblo ruso». El prelado Okol-Kulik, huido de Rusia, daba clases de ruso a Pacelli. Y su sucesor como papa, el delegado apostólico en Bulgaria, Roncalli, participó en agosto de 1929 en el congreso unionista de Praga, destinado a movilizar el «activismo» católico contra «el avance del bolchevismo en Eurasia».
El 2 de febrero de 1930, Pío XI exhortó a una «cruzada; de la oración» (con especial resonancia en una Alemania de tonos cada vez más pardos) en «¡expiación de los abominables! atentados… en los inmensos territorios de los soviets». El autor de la «carta de cruzada» no era otro que «D’Herbigny»; que ahora ascendía formalmente a presidente de la «Comisión Papal para Rusia», residiendo en el mismo palacio papal. El jesuita manifestó ante el embajador alemán de la Santa Sede, Von Bergen, que el papa «ya sólo esperaba la salvación de Rusia por la oración».
Ahora bien, aunque el papa, en palabras de su secretario privado, iniciase «en todo el mundo la gran cruzada del amor»; aunque celebrase «el día de San José… una misa de expiación» en la catedral de San Pedro, engalanada como «en las grandes ocasiones»; aunque consagrase «al gran pueblo ruso al sagrado corazón de la Inmaculada» y ofrendase sus preces «por la salvación de Rusia», no esperaba ni por asomos que esa salvación viniera por ese camino. Lo esencial era que la acción papal se extendiera a todo el mundo. L’Osservatore Romano apelaba con titulares aún moderados: «Contra las tinieblas moscovitas, la luz romana». En Berlín, sin embargo, el Reichsbote, un diario inequívocamente protestante, escribía así: «Rusia está gobernada por asesinos y forajidos». En Austria, el congreso antibolchevique de Feldkirch (cuyo principal actor fue el jesuita Schweigl del Instituto Pontificio para el Oriente) convocaba a tambor batiente a toda Europa «a la cruzada contra la Unión Soviética». El canciller federal Seipel sugirió incluso, a través del secretario general de su oficina en Berlín, una campaña de prensa oficial en apoyo del llamamiento papal a la cruzada de la oración. En Inglaterra se había formado ya mucho antes el «Comité de Ayuda a las Iglesias Perseguidas en la URSS». En América, el jesuita Waish agitaba así: «La Unión Soviética es un peligro mundial contra el cual ha de cerrar filas todo el mundo civilizado, con los USA a la cabeza».
Con todo, el papa se quejó en un escrito al cardenal Pompili de que las potencias temporales no procediesen, llevadas de consideraciones materiales, a un aislamiento total de la URSS. Civiltà Cattolica subrayaba también expresamente que la predicación de la «cruzada de la oración» (neologismo cuyo centro de gravedad reside en la primera palabra) debería «congregar en torno a la cabeza visible de la Iglesia Católica no sólo a los católicos y a los restantes cristianos, sino a todas las huestes del mundo civilizado, prescindiendo de sus creencias, en unánime combate contra el bolchevismo». Pues lo que aquí incumbe «no es meramente la situación de la Iglesia Católica en la URSS, sino la cuestión de qué medidas rápidas y eficaces hay que tomar para salvar a Rusia y la civilización moderna»[105].
La lucha del mundo contra la URSS, deseada por Roma incluso después de la invasión de aquélla por Hitler, constituía ya el objetivo de la predicación de aquella cruzada de la oración. Y en estrecha conexión con ésta estaba asimismo la «encíclica social» publicada un año después.
«Las encíclicas parten siempre de reflexiones abstractas y muy generales. (El poder viene de Dios y no del pueblo. La Iglesia y el Estado, aunque aquélla esté supraordinada a éste, deben colaborar. La libertad debe ir unida a la moderación. La obediencia respecto a la autoridad es necesaria. Todos los males provienen de que el hombre se aparta de Dios y de la Iglesia etc). Cuando los papas llegan al meollo, dan rodeos verbales en torno al mismo. No mencionan ninguna medida esencial que afecte a la causa de los males, es decir, la explotación del hombre por el hombre (causada por la posesión privada de los medios de producción) ni a su consecuencia, consistente en que la mayor parte de las riquezas producidas por los trabajadores acaba finalmente en manos de los fabricantes»
El jesuita Alighiero Tondi
La encíclica Quadragesimo anno, publicada el 15 de mayo de 1931 en conmemoración de la «encíclica obrera» de León XIII, llevaba por título Sobre el orden social, su restablecimiento y su consumación según el plan salvífico de la Buena Nueva (También… traducido «según las directrices del Evangelio»). Pero ya ese título es un escarnio del evangelio, de la doctrina de muchos Padres de la Iglesia, que (una opinión católica) «a veces raya derechamente en el comunismo». Pues sépase que de hecho la mayor parte de las autoridades de la antigua Iglesia predicaban el comunismo o, como los modernos teólogos dicen valiéndose de una perífrasis eufemística, el «comunismo del amor». Y lo hacían, naturalmente, de acuerdo con la Biblia y con los primeros cristianos. «No había entre ellos diferencia alguna y no consideraban ninguno de sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común», enseña Cipriano, obispo, mártir y santo de la Iglesia Católica. «Imitemos a las primeras asambleas de cristianos, quienes todo lo tenían en común», exige el doctor de la Iglesia Basilio, uno de los cristianos más nobles que haya existido jamás. Y otro doctor, Juan Crisóstomo escribe: «La comunidad de bienes es más adecuada para nuestra vida y más concorde con la naturaleza que la propiedad privada».
Ahora bien, mientras que casi todos los antiguos padres de la Iglesia de gran relevancia justificaban el comunismo ‘cristiano, abogando por él con reiteradas apelaciones al derecho natural, y juzgaban que la propiedad privada era una injusticia natural y raíz de toda desavenencia (eso cuando no la calificaban simplemente como un robo) el papa León XIII, el «papa de los obreros», decretaba en su «encíclica social» de 1891, en oposición apenas concebible con la antigua Iglesia, que la propiedad privada «se basaba en el derecho natural». Y era justamente el enfoque de León XIII el que servía de punto de partida a Pío XI, quien no sólo promulgaba su encíclica conmemorando el cuadragésimo aniversario de la publicación de la encíclica social de León, sino que ya en el mismo comienzo de su engendro literario celebraba los benéficos frutos de la obra de su predecesor, alabándola como Magna Charta, como sólido fundamento de toda acción social cristiana. Y con referencia explícita a León XIII, Pío XI proclama asimismo que «el derecho a poseer en privado le ha sido otorgado al hombre por la naturaleza e incluso por el mismo Creador». «Él no enseña nada que socave la propiedad, y sí su intrínseca consolidación». Al igual que León, Pío sigue creyendo que siempre habrá ricos y pobres, que la disparidad de las situaciones sociales responde a la divina voluntad y no puede desaparecer nunca.
El papa proclamaba en particular el orden corporativo, que ya era un sólido componente del programa del partido fascista. «Los estamentos profesionales o corporaciones», escribe glosando la regulación fascista en Italia, «se componen de representantes de los sindicatos bilaterales (que agrupan patronos y obreros) de cada oficio o profesión y en cuanto que auténticos instrumentos y órganos del estado tienen encomendada la dirección del sindicato y asimismo la regulación unitaria de todas las cuestiones comunes. El paro voluntario y la huelga están prohibidos. En el caso de que las partes litigantes no se avengan, decidirá la autoridad. Ya una consideración somera de todo ello nos permitirá intuir que este orden, expuesto en sus trazos más generales, conlleva ventajas importantes: la convivencia amistosa de las distintas clases, la supresión de las cooperativas socialistas y la paralización de sus maquinaciones, así como la supervisión directriz de una autoridad especial».
Cierto que el papa sugería algunas mejoras del «sistema corporativo» italiano, pero sin incluir ni una sola palabra de protesta contra la brutal represión de los obreros por parte de Mussolini, el enviado de Dios. Sí que saludaba, en cambio, la prohibición del «paro voluntario y de la huelga». Es más, al mismo tiempo, censuraba que la composición de las corporaciones fuese paritaria, a partir de igual número de representantes de obreros y de empresarios, algo que era usual en la Italia fascista. Es claro que después del aplastamiento del fascismo, la abierta simpatía de Pío XI hacia su sistema corporativo resultara fatal para el clero y por ello los teólogos paniaguados de Roma pusieron manos a la obra para hacerla pasar por «ironía» (!) y tergiversar lo que era suprema aceptación hasta convertirla en… «crítica resuelta». El jesuita Nell-Breuning —hacia quien hasta las izquierdas (ingenuas) abrigan frecuentemente una positiva simpatía— escribe sin ruborizarse: «Un ejemplo que ilustra cómo es posible entender las cosas justa y totalmente al revés de lo que son lo constituye la encíclica Quadragesimo anno cuando alude al estado corporativo de Mussolini al que trata con una ironía tan finamente diplomática y reduce de tal modo al absurdo que la mayoría de los lectores no familiarizados con la finura del estilo diplomático de la curia entendieron, con la mejor buena fe, la descripción del pontífice (que él mismo calificó en posterior ocasión de “cenno benévolo”, retrato benévolo), como ilustración de cómo había que hacer las cosas según la intención del papa, resultando a la postre que todos los pasajes sin excepción fueron entendidos exactamente en el sentido contrario de lo que la doctrina social de la Iglesia, en general, y la “Quadragesimo anno” en particular, pretenden al respecto».
Increíble tergiversación, algo que raya más en la estulticia que en la zorrería, si tenemos en cuenta que el propio papa no sólo veía un «cenno benévolo» en su descripción del orden corporativo fascista, sino que él en persona subrayó en su alocución del 30 de mayo de 1931, dos semanas después de la publicación de la encíclica, que su escrito «describía con rasgos simpáticos la imagen el estado corporativo fascista» y que lo hacía con plena conciencia. Pío XI agregó literalmente: «En la encíclica Quadragesimo anno han reconocido todos, sin dificultad, una señal de benévola atención para con las instituciones corporativas y los estamentos profesionales de Italia».
Y eso no es todo. O. von Nell-Breuning, experto de su orden para cuestiones sociales, económica y bursátiles (es asimismo autor de unos Fundamentos de una moral bursátil y de Reforma de las acciones bursátiles y moral etc) no sólo conocía esta alocución de su soberano (ésta figura cuando menos en su libro La encíclica social, publicado en 1932) sino que el buen jesuita interpretó personalmente esa encíclica en pleno auge del fascismo italiano de modo muy diferente a como lo hizo tras el hundimiento de aquél. En efecto, en 1932 escribía que el «Santo Padre» se esforzó antes que nada «por descubrir y elogiar los aspectos buenos presentes también, por supuesto, en el proyecto fascista de organización de la economía». Y es que hasta el jesuita Gundiach, aún más prominente, si cabe, veía por entonces que la Italia fascista «Había realizado efectivamente muchas cosas que guardaban una afinidad básica con las ideas del papa acerca del orden corporativo».
«Y a mayor abundancia en 1934». Ese año, el teólogo J. Pieper (todavía en activo) puso de manifiesto en un escrito dedicado expresamente a ello los puntos de contacto entre la encíclica de Pío XI y las ideas sociales de los nazis. «Es obligado poner inequívocamente de manifiesto las amplias, a veces asombrosas, coincidencias entre la tendencia básica de la encíclica y las metas y realizaciones sociopolíticas de estado nacionalsocialista, al objeto de que los cristianos católicos ajenos al Partido Nacionalsocialista vean el puente que une el ideario de la doctrina social cristiana con la política social nacionalsocialista, aspecto medular de la política interior del Tercer Reich».
Los jesuitas Nell-Breuning y Gundiach, y el teólogo Pieper, no eran, naturalmente, excepciones. El obispo Kaller, que en los tempranos años cuarenta obtuvo el aplauso del jefe de la policía Heydrich, un empedernido anticlerical, estimaba en 1933 «nuestro deber sagrado la colaboración» y proclamaba que: «La economía será reestructurada. ¿Podremos los católicos aportar sillares valiosos a ese nuevo edificio? Echad mano de la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI. La nueva Alemania debe edificarse sobre fundamentos corporativos…». De hecho, el orden social corporativo, proclamado como sistema ideal por la Quadragesimo anno, no sólo era un componente esencial del fascismo italiano sino también del alemán. Figuraba tanto en el programa del Partido Nacionalsocialista del 24 de abril de 1920 como en una «Declaración oficial para militantes sobre la posición del P. O. N. S. A. (Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán) ante el campesinado y la agricultura», con la firma de Hitler, declaración que asignaba al corporativismo un papel importante en el futuro Reich nazi.
La recomendación del estado corporativo fascista en la encíclica papal debía, sobre todo, servir de contrapeso a cualquier clase de marxismo, contra el que prevenía resueltamente. El escrito decretaba la total incompatibilidad de la doctrina de la Iglesia, no sólo con la corriente más radical del marxismo, la comunista, sino también con la más moderada, la socialista. «El socialismo, bien sea como doctrina, como fenómeno histórico o como movimiento… seguirá siendo para siempre incompatible con la doctrina de la Iglesia Católica. Tendría, en caso contrario, que dejar de ser socialismo: el antagonismo entre la concepción social cristiana y la socialista es insalvable». «Aunque el socialismo contenga (como, por lo demás, cualquier otro error) algo verdadero» (dicho sea de paso ello es absurdo, pues no todo error contiene algo verdadero) «a su base hay una concepción social que le es propia, pero que está en contradicción con la auténtica concepción cristiana. Socialismo religioso, socialismo cristiano son expresiones en sí mismas contradictorias. Es imposible ser al mismo tiempo buen católico y auténtico socialista».
Con todo, la culminación de la crítica del papa al socialismo y al comunismo sólo hallaría su culminación en la encíclica Divini Redemptoris, del 18 de marzo de 1937, en la que ciertamente no pudo por menos de conceder al comunismo «algunos éxitos materiales», pero calificándolo de «régimen de terror» que «había convertido en esclavos a millones de personas».
En el otro bando, desde luego, el diario gubernamental Iswestija anunciaba ya el 18 de febrero de 1930: «El papa asume el papel, que el capital mundial le ha asignado, de dirigir la lucha contra la URSS» y el 10 de abril de 1930 afirmaba que en el recién comenzado reparto de la piel del oso ruso por parte de los capitalistas la figura más importante era «D’Herbigny, ese incendiario franco-polaco, instrumento de los guardias blancos y reiteradamente desenmascarado como tal», quien, en su «Comisión para Rusia» y en su «Colegio Ruso», formaba exiliados para ocupar posiciones en la «Rusia liberada» y celebraba misas en ruso y con barba, asistido por un coro parroquial eslavo, coro «compuesto por guardias blancos y prostitutas de los burdeles romanos…». Él mismo N. Bucharin, el rival de Stalin fusilado en 1938, escribió en la Prawda: «El Vaticano sabe lo que hace… Ahora forma un bloque con Mussolini… La alianza de la dique fascista… es un espléndido símbolo que muestra cómo el supremo pontífice y consumado estratega de la Iglesia Católica se ha convertido ahora en uno de los grandes instigadores de la contrarrevolución internacional», de lo cual no cabía duda alguna. Y muchos carros de combate, aviones y submarinos soviéticos recibieron el nombre de «Respuesta al papa de Roma».
El golpe que más duramente acusó la curia fue, no obstante, la declaración del metropolitano de Moscú, Sergyj. Apenas dada a conocer la cruzada de la oración, Sergyj dijo en conferencia de prensa que las nuevas acusaciones del papa y del obispo de Canterbury sólo servía para desencadenar una guerra contra la URSS. «Se nos impone la impresión de que en este caso el papa sigue las huellas de viejas tradiciones de la Iglesia Católica, según azuza a su grey contra nuestro país. Así enciende la hoguera a partir de la cual se extenderá la llama de la guerra contra la URSS».
Ello se consiguió, desde luego, un decenio más tarde y con la ayuda de Hitler[106].